La niña que instantáneamente lo sedujo se llamaba Fátima, tenía su misma edad y cumplía en el femenino universo de Las Descalzas las humildes funciones de sirvienta. Cuando Crisanto Maravillas la vio por primera vez, la pequeña acababa de baldear los corredores de lajas serranas del claustro y se disponía a regar los rosales y las azucenas de la huerta. Era una niña que, pese a estar sumergida en un costal con agujeros y tener los cabellos bajo un trapo de tocuyo, a la manera de una toca, no podía ocultar su origen: tez marfileña, ojeras azules, mentón arrogante, tobillos esbeltos. Se trataba, tragedias de sangre azul que envidia el vulgo, de una recogida. Había sido abandonada, una noche de invierno, envuelta en una manta celeste, en el torno de la calle Junín, con un mensaje llorosamente caligrafiado: "Soy hija de un amor funesto, que desespera a una familia honorable, y no podría vivir en la sociedad sin ser una acusación contra el pecado de los autores de mis días, quienes, por tener el mismo padre y la misma madre, están impedidos de amarse, de tenerme y de reconocerme. Ustedes, Descalzas bienaventuradas, son las únicas personas que pueden criarme sin avergonzarse de mí ni avergonzarme. Mis atormentados progenitores retribuirán a la Congregación con abundancia esta obra de caridad que abrirá a ustedes las puertas del cielo".
Las monjitas encontraron, junto a la hija del incesto, una talega repleta de dinero, que, caníbales de la paganidad a los que hay que evangelizar y vestir y alimentar, acabó de convencerlas: la tendrían como doméstica, y, más tarde, si mostraba vocación, harían de ella otra esclava del Señor, de hábito blanco. La bautizaron con el nombre de Fátima, pues había sido recogida el día de la aparición de la Virgen a los pastorcitos de Portugal. La niña creció así, lejos del mundo, entre las virginales murallas de Las Descalzas, en una atmósfera impoluta, sin ver otro hombre (antes de Crisanto) que el anciano y gotoso don— Sebastián (¿Bergua?), el capellán que venía una vez por semana a absolver de sus pecadillos (siempre veniales) a las monjitas. Era dulce, suave, dócil y las religiosas más entendidas decían que, pureza de mente que abuena la mirada y beatifica el aliento, se advertían en su manera de ser signos inequívocos de santidad.
Crisanto Maravillas, haciendo un esfuerzo sobrehumano para vencer la timidez que le agarrotaba la lengua, se acercó a la niña y le preguntó si podía ayudarla a regar la huerta. Ella consintió y, desde entonces, vez que María Portal iba al convento, mientras ella cocinaba con las monjitas, Fátima y Crisanto barrían juntos las celdas o juntos fregaban los patios o cambiaban juntos las flores del altar o juntos lavaban los vidrios de las ventanas o juntos enceraban las baldosas o desempolvaban juntos los devocionarios. Entre el muchacho feo y la niña bonita fue naciendo, primer amor que se recuerda siempre como el mejor, un vínculo que ¿rompería la muerte?
Fue cuando el joven semibaldado estaba merodeando los doce años que Valentín Maravillas y María Portal advirtieron los primeros brotes de esa inclinación que haría de Crisanto, en poco tiempo, poeta inspiradísimo e ínclito compositor.
Ocurría durante las celebraciones que, al menos una vez por semana, reunían a los vecinos de la Plaza de Santa Ana. En la cochera del sastre Chumpitaz, en el patiecito de la ferretería de los Lama, en el callejón de Valentín, con motivo de un nacimiento o de un velorio (¿para festejar una alegría o cicatrizar una pena?), nunca faltaban pretextos, se organizaban jaranas hasta el amanecer que transcurrían bajo el punteo de las guitarras, los sones del cajón, el cascabeleo de las palmas y la voz de los tenores. Mientras las parejas, entonadas —¡enardecido aguardiente y aromáticas viandas de María Portal!—, sacaban chispas a las baldosas, Crisanto Maravillas miraba a los guitarristas, cantantes y cajoneadores, como si sus palabras y sonidos fueran algo sobrenatural. Y cuando los músicos hacían un alto para fumar un cigarrillo o libar una copita, el niño, en actitud reverencial, se acercaba a las guitarras, las acariciaba con cuidado para no asustarlas, pulsaba las seis cuerdas y se oían unos arpegios...
Muy pronto fue evidente que se trataba de una aptitud, de un sobresaliente don. El baldado tenía oído notable, captaba y retenía en el acto cualquier ritmo, y aunque sus manitas eran débiles sabía acompañar expertamente cualquier música criolla en él cajón. En esos entreactos de la orquesta para comer o brindar, aprendió solo los secretos y se hizo amigo íntimo de las guitarras. Los vecinos se acostumbraron a verlo tocar en las fiestas como un músico más.
Sus piernas no habían crecido y, aunque tenía ya catorce años, parecía de ocho. Era muy flaquito, pues —señal fehaciente de naturaleza artística, esbeltez que hermana a los inspirados— vivía crónicamente inapetente, y, si María Portal no hubiese estado allí, con su dinamismo militar, para embutirle el alimento, el joven bardo se hubiera volatilizado. Esa frágil hechura, sin embargo, no conocía la fatiga en lo que se refiere a la música. Los guitarristas del barrio rodaban por el suelo, exhaustos, después de tocar y cantar muchas horas, se les acalambraban los dedos y merecían la mudez por afonía, pero el baldado seguía allí, en una sillita de paja (piecesitos de japonés que nunca llegan a tocar el suelo, pequeños dedos incansables), arrancando arrobadoras armonías a las hebras y canturreando como si la fiesta acabara de empezar. No tenía voz potente; hubiera sido incapaz de emular las proezas del célebre Ezequiel Delfín que, al cantar ciertos valses, en llave de Sol, rajaba los vidrios de las ventanas que tenía al frente. Pero, la falta de fuerza, la compensaban su indesmayable entonación, el maniático afinamiento, esa riqueza de matices que nunca desdeñaba ni malhería una nota.
Sin embargo, no lo harían famoso sus condiciones de intérprete sino las de compositor. que el muchacho tullido de los Barrios Altos, además de tocar y cantar la música criolla, sabía inventarla, se hizo público un sábado, en medio de una sarmentosa fiesta que, bajo papeles de colores, quitasueños y serpentinas, alegraba el callejón de Santa Ana, en homenaje al santo de la cocinera. A media noche, los músicos sorprendieron a la concurrencia con una polkita inédita cuya letra dialogaba picarescamente:
¿Cómo?
Con amor, con amor, con amor
¿Qué haces?
Llevo una flor, una flor, una flor
¿Dónde?
En el ojal, en el ojal, en el ojal
¿A quién?
A María Portal, María Portal, María Portal...
El ritmo contagió a los asistentes un compulsivo deseo de bailar, de saltar, de brincar, y la letra los divirtió y conmovió. La curiosidad fue unánime: ¿quién era el autor? Los músicos volvieron las cabezas y señalaron a Crisanto Maravillas, quien, modestia de los verdaderamente grandes, bajó los ojos. María Portal lo devoró a besos, el cofrade Valentín enjugó una lágrima y todo el barrio premió con una ovación al novel forjador de versos. En la ciudad de las tapadas, había nacido un artista.
La carrera de Crisanto Maravillas (si puede este término pedestremente atlético calificar un quehacer signado ¿por el soplo de Dios?) fue meteórica. A los pocos meses, sus canciones eran conocidas en Lima y en unos años estaban en la memoria y corazón del Perú. No había cumplido los veinte cuando abeles y caínes reconocían que era el compositor más querido del país. Sus valses alegraban las fiestas de los ricos, se bailaban en los ágapes de la clase media y eran el manjar de los pobres. Los conjuntos de la capital rivalizaban interpretando su música y no había hombre o mujer que al iniciarse en la difícil profesión del canto no eligiera las maravillas de Maravillas para su repertorio. Le editaron discos, cancioneros y en las radios y en las revistas su presencia fue una obligación. Para los chismes y la fantasía de la gente el compositor baldado de los Barrios Altos se volvió leyenda.
La gloria y la popularidad no marearon al sencillo muchacho que recibía estos homenajes con indiferencia de cisne. Dejó el colegio en el segundo de Media para dedicarse al arte. Con los regalos que le hacían por tocar en las fiestas, dar serenatas o componer acrósticos, pudo comprarse una guitarra. El día que la tuvo fue feliz: había encontrado un confidente para sus penas, un compañero para la soledad y una voz para su inspiración.
No sabía escribir ni leer música y nunca aprendió a hacerlo. Trabajaba al oído, a base de intuición. Una vez que tenía aprendida la melodía, se la cantaba al cholo Blas Sanjinés, un profesor del barrio, y él se la ponía en notas y pentagramas. Jamás quiso administrar su talento: nunca patentó sus composiciones, ni cobró por ellas derechos, y cuando los amigos venían a contarle que las mediocridades de los bajos fondos artísticos plagiaban sus músicas y letras, se limitaba a bostezar. Pese a este desinterés, llegó a ganar algún dinero, que le enviaban las casas de discos, las radios, o que le exigían recibir los dueños cuando tocaba en una fiesta. Crisanto ofrecía esa plata a sus progenitores, y, cuando éstos murieron (tenía ya treinta años), la gastaba con sus amigos. Jamás quiso dejar los Barrios Altos, ni el cuarto letra H del callejón donde había nacido. ¿Era por fidelidad y cariño a su origen humilde, por amor al arroyo? También, sin duda. Pero era, sobre todo, porque en ese angosto zaguán estaba a tiro de piedra de la niña de sangres aledañas, llamada Fátima, que conoció cuando era sirvienta y que ahora había tomado los hábitos y hecho los votos de obediencia, pobreza y (ay) castidad como esposa del Señor.
Era, fue, el secreto de su vida, la razón de ser de esa tristeza que todo el mundo, ceguera de la multitud por las llagas del alma, atribuyó siempre a sus piernas maceradas, y a su figurilla asimétrica. Por lo demás, gracias a esa deformidad que le retrocedía los años, Crisanto había seguido acompañando a su madre a la ciudadela religiosa de Las Descalzas, y, una vez por semana cuando menos, había podido ver a la muchacha de sus sueños. ¿Amaba Sor Fátima al inválido como él a ella? Imposible saberlo. Flor de invernadero, ignorante de los misterios rijosos del polen de los campos, Fátima había adquirido conciencia, sentimientos, pasado de niña a adolescente y a mujer en un mundo aséptico y conventual, rodeada de ancianas. Todo lo que había llegado a sus oídos, a sus ojos, a su fantasía, estuvo rigurosamente filtrado por el cernidor moral de la Congregación (estricta entre las estrictas). ¿Cómo hubiera adivinado esta virtud corporizada que eso que ella creía propiedad de Dios (¿el amor?) podía ser también tráfico humano?
Pero, agua que desciende la montaña para encontrar el río, ternerillo que antes de abrir los ojos busca la teta para mamar la leche blanca, tal vez lo amaba. En todo caso fue su amigo, la sola persona de su edad que conoció, el único compañero de juegos que tuvo, si es propio llamar juegos a esos trabajos que compartían mientras María Portal, la eximia costurera, enseñaba a las monjitas el secreto de sus bordados: barrer pisos, fregar vidrios, regar plantas y encender cirios.
Pero es verdad que los niños, después jóvenes, conversaron mucho a lo largo de esos años. Diálogos ingenuos —ella era inocente, él era tímido—, en los que, delicadeza de azucenas y espiritualidad de palomas, se hablaba de amor sin mencionarlo, por temas interpósitos, como los lindos colores de la colección de estampitas de Sor Fátima y las explicaciones que Crisanto le hacía de qué eran los tranvías, los autos, los cinemas. Todo eso está contado, entienda quien quiera entender, en las canciones de Maravillas dedicadas a esa misteriosa mujer nunca nombrada, salvo en el famosísimo vals, de título que tanto ha intrigado a sus admiradores: “Fátima es la Virgen de Fátima".
Aunque sabía que nunca podría sacarla del convento y hacerla suya, Crisanto Maravillas se sentía feliz viendo a su musa unas horas por semana. De esos breves encuentros salía robustecida su inspiración y así surgían las mozamalas, los yaravíes, los festejos y las resbalosas. La segunda tragedia de su vida (después de su invalidez) ocurrió el día en que, por casualidad, la superiora de Las Descalzas lo descubrió vaciando la vejiga. La Madre Lituma cambió varias veces de color y tuvo un ataque de hipo. Corrió a preguntar a María Portal la edad de su hijo y la costurera confesó que, aunque su altura y formas eran de diez, había cumplido dieciocho años. La Madre Lituma, santiguándose, le prohibió la entrada al convento para siempre.
Fue un golpe casi homicida para el bardo de la Plaza de Santa Ana, quien cayó enfermo de romántico, inubicable mal. Estuvo muchos días en cama —altísimas fiebres, delirios melodiosos—, mientras médicos y curanderos probaban ungüentos y conjuros para regresarlo del coma. Cuando se levantó, era un espectro que apenas se tenía en pie. Pero, ¿podía ser de otra manera?, quedar desgajado de su amada fue provechoso para su arte: sentimentalizó su música hasta la lágrima y dramatizó virilmente sus letras. Las grandes canciones de amor de Crisanto Maravillas son de estos años. Sus amistades, cada vez que escuchaban, acompañando las dulces melodías, esos versos desgarrados que hablaban de una muchacha encarcelada, jilguerito en su jaula, palomita cazada, flor recogida y secuestrada en el templo del Señor, y de un hombre doliente que amaba a la distancia y sin esperanzas, se preguntaban: "¿Quién es ella?".Y, curiosidad que perdió a Eva, trataban de identificar a la heroína entre las mujeres que asediaban al aeda.
Porque, pese a su encogimiento y fealdad, Crisanto Maravillas tenía un hechicero atractivo para las limeñas. Blancas con cuentas de banco, cholitas de medio pelo, zambas de conventillo, muchachitas que aprendían a vivir o viejas que se resbalaban, aparecían en el modesto interior H, pretextando pedir un autógrafo. Le hacían ojitos, regalitos, zalamerías, se insinuaban, le proponían citas o, directamente, pecados. ¿Era que, estas mujeres, como las de cierto país que hasta en el nombre de su capital hace gala de pedantería (¿buenos vientos, buenos tiempos, aires saludables?), tenían la costumbre de preferir a los hombres deformes, por ese estúpido prejuicio según el cual son mejores, matrimonialmente hablando, que los normales? No, en este caso ocurría que la riqueza de su arte nimbaba al hombrecito de la Plaza de Santa Ana de una apostura espiritual, que desaparecía su miseria física y hasta lo hacía apetecible.
Crisanto Maravillas, suavidad de convaleciente de tuberculosis, desalentaba educadamente estos avances y hacía saber a las solicitantes que perdían su tiempo. Pronunciaba entonces una esotérica frase que producía un indescriptible desasosiego de chismes a su alrededor: “Yo creo en la fidelidad y soy un pastorcito de Portugal".