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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (45 page)

¿Era el diablo quien se los llevaba? ¿Era el infierno el epílogo de sus amores? ¿O era Dios, que, compadecido de su azaroso padecer, los subía a los cielos? ¿Había terminado o tendría una continuación ultraterrena esta historia de sangre, canto, misticismo y fuego?

XIX

J
AVIER NOS
llamó por teléfono desde Lima a las siete de la mañana. La comunicación era pésima, pero ni los zumbidos ni las vibraciones que la interferían disimulaban lo alarmada que estaba su voz.

—Malas noticias —me dijo, de entrada—. Montones de malas noticias.

A unos cincuenta kilómetros de Lima, el colectivo donde él y Pascual regresaban la víspera, se salió de la carretera y dio una vuelta de campana en el arenal. Ninguno de los dos se hirió, pero el chofer y otro pasajero habían sufrido contusiones serias; fue una pesadilla conseguir, en plena noche, que algún auto se detuviera y les echara una mano. Javier había llegado a su pensión molido de fatiga. Allí recibió un susto todavía mayor. En la puerta lo esperaba mi padre. Se le había acercado, lívido, le había mostrado un revólver, lo había amenazado con pegarle un tiro si no revelaba al instante dónde estábamos yo y la tía Julia. Muerto de pánico (“Hasta ahora sólo había visto revólveres en película, compadre") Javier le juró y requetejuró por su madre y por todos los santos que no lo sabía, que no me veía hacía una semana. Por último, mi padre se había calmado algo y le había dejado una carta, para que me la entregara en persona. Aturdido con lo que acababa de ocurrir, Javier ("qué nochecita, Varguitas"), apenas se fue mi padre decidió hablar inmediatamente con el tío Lucho, para saber si mi familia materna había llegado también a esos extremos de rabia. El tío Lucho lo recibió en bata. Habían conversado cerca de una hora. Él no estaba colérico, sino apenado, preocupado, confuso. Javier le confirmó que estábamos casados con todas las de la ley y le aseguró que él también había tratado de disuadirme, pero en vano. El tío Lucho sugería que volviéramos a Lima cuanto antes, para coger al toro por los cuernos y tratar de arreglar las cosas.

—El gran problema es tu padre, Varguitas —concluyó su informe Javier—. El resto de la familia se irá conformando poco a poco. Pero él está echando chispas. ¡No sabes la carta que te ha dejado!

Lo reñí por leerse las cartas ajenas, y le dije que regresábamos a Lima de inmediato, que a mediodía pasaría a verlo a su trabajo o que lo llamaría por teléfono. Le conté todo a la tía Julia mientras se vestía, sin ocultarle nada, pero tratando de restar truculencia a los hechos.

—Lo que no me gusta nada es lo del revólver —comentó la tía Julia—. Supongo que a quien querrá pegarle un tiro será a mí, ¿no? Oye, Varguitas, espero que mi suegro no me mate en plena luna de miel. ¿Y lo del choque? ¡Pobre Javier! ¡Pobre Pascual! En qué lío los hemos metido con nuestras locuras.

No estaba asustada ni apenada en absoluto, se la veía muy contenta y resuelta a enfrentar todas las calamidades. Así me sentía yo también. Pagamos el hotel, fuimos a tomar un café con leche a la Plaza de Armas y media hora después estábamos otra vez en la carretera, en un viejo colectivo, rumbo a Lima. Casi todo el trayecto nos besamos, en la boca, en las mejillas, en las manos, diciéndonos al oído que nos queríamos y burlándonos de las miradas intranquilas de los pasajeros y del chofer que nos espiaba por el espejo retrovisor.

Llegamos a Lima a las diez de la mañana. Era un día gris, la neblina afantasmaba las casas y las gentes, todo estaba húmedo y uno tenía la sensación de respirar agua. El colectivo nos dejó en la casa de la tía Olga y el tío Lucho. Antes de tocar la puerta, nos apretamos con fuerza las manos, para darnos valor. La tía Julia se había puesto seria y yo sentí que el corazón se me apuraba.

Nos abrió tío Lucho en persona. Hizo una sonrisa que le salió terriblemente forzada, besó a la tía Julia en la mejilla y me besó a mí también.

—Tu hermana está todavía en cama, pero ya despierta —le dijo a la tía Julia, señalando el dormitorio—. Entra, nomás.

Él y yo fuimos a sentarnos a la salita desde la cual se veía el Seminario de los jesuitas, el Malecón y el mar, cuando no había neblina. Ahora sólo se distinguían, borrosas, la pared y la azotea de ladrillos rojos del Seminario.

—No te voy a jalar las orejas porque ya estás grande para que te jalen las orejas —murmuró el tío Lucho. Se lo veía realmente abatido, con señales de desvelo en la cara—. ¿Al menos sospechas en lo que te has metido?

—Era la única manera de que no nos separaran —le repuse, con las frases que tenía preparadas—. Julia y yo nos queremos. No hemos hecho ninguna locura. Lo hemos pensado y estamos seguros de lo que hicimos. Te prometo que vamos a salir adelante.

—Eres un mocoso, no tienes una profesión ni donde caerte muerto, tendrás que dejar la Universidad y romperte el alma para mantener a tu mujer —susurró el tío Lucho, prendiendo un cigarrillo, moviendo la cabeza—. Te has puesto la soga al cuello tú solito. Nadie se conforma, porque en la familia todos esperábamos que llegarías a ser alguien. Da pena ver que por un capricho te has zambullido en la mediocridad.

—No voy a dejar los estudios, voy a terminar la Universidad, voy a hacer las mismas cosas que hubiera hecho sin casarme —le aseguré yo, con ímpetu—. Tienes que creerme y hacer que la familia me crea. Julia me va a ayudar, ahora estudiaré, trabajaré con más ganas.

—Por lo pronto, hay que calmar a tu padre, que está fuera de sus casillas —me dijo el tío Lucho, ablandándose de golpe. Ya había cumplido con jalarme las orejas y ahora parecía dispuesto a ayudarme—. No entiende razones, amenaza con denunciar a Julia a la policía y no sé cuántas cosas.

Le dije que hablaría con él y procuraría que aceptara los hechos. El tío Lucho me miró de pies a cabeza: era una vergüenza que un flamante novio estuviera con la camisa sucia, debería ir a cambiarme y bañarme, y de paso tranquilizar a los abuelitos, que estaban muy inquietos. Conversamos todavía un rato, y hasta tomamos un café, sin que la tía Julia saliera del cuarto de la tía 0lga. Yo afinaba el oído tratando de descubrir si había llanto, gritos, discusión. No, ningún ruido atravesaba la puerta. La tía Julia apareció por fin, sola. Venía arrebatada, como si hubiera tomado mucho sol, pero sonriendo.

—Por lo menos estás viva y enterita —dijo el tío Lucho—. Pensé que tu hermana te jalaría de las mechas.

—El primer momento casi me pega una cachetada —confesó la tía Julia, sentándose a mi lado—. Me ha dicho barbaridades, por supuesto. Pero parece que, a pesar de todo, puedo seguir en la casa, hasta que se aclaren las cosas.

Me paré y dije que tenía que ir a Radio Panamericana: sería trágico que, precisamente ahora, perdiera el trabajo. El tío Lucho me acompañó hasta la puerta, me dijo que volviera a almorzar, y cuando, al despedirme, besé a la tía Julia, lo vi que sonreía.

Corrí a la bodega de la esquina a telefonear a mi prima Nancy y tuve la suerte de que ella misma contestara la llamada. Se le fue la voz al reconocerme. Quedamos en encontrarnos dentro de diez minutos en el Parque Salazar. Cuando llegué al parque, la flaquita estaba ya allí, muerta de curiosidad. Antes de que me contara nada, tuve que narrarle toda la aventura de Chincha y responder a innumerables preguntas suyas sobre detalles inesperados, como, por ejemplo, qué vestido se había puesto la tía Julia para el matrimonio. Lo que le encantó y celebró a carcajadas (pero no me creyó) fue la ligeramente distorsionada versión según la cual el alcalde que nos había casado era un pescador negro, semicalato y sin zapatos. Por fin, después de esto, conseguí que me informara cómo había recibido la noticia la familia. Había ocurrido lo previsible: ir venir de casa a casa, conciliábulos efervescentes, telefonazos innumerables, copiosas lágrimas, y, al parecer, mi madre había sido consolada, visitada, acompañada, como si hubiera perdido a su único hijo. En cuanto a Nancy, la habían acosado a preguntas y amenazas, convencidos de que era nuestra aliada, para que dijera dónde estábamos. Pero ella había resistido, negando rotundamente, y hasta derramó unos lagrimones de cocodrilo que los hicieron dudar. También la flaca Nancy estaba inquieta con mi padre:

—No se te vaya a ocurrir verlo hasta que se le pase el colerón —me advirtió—. Está tan furioso que podría desaparecerte.

Le pregunté por el departamentito que había alquilado y me sorprendió otra vez con su sentido práctico. Esa misma mañana había hablado con la dueña. Tenían que arreglar el baño, cambiar una puerta y pintarlo, de modo que no estaría habitable antes de diez días. Se me cayó el alma a los pies. Mientras caminaba a casa de los abuelos, iba pensando dónde diablos podríamos refugiarnos esas dos semanas.

Sin haber resuelto el problema llegué a casa de los abuelitos y allí me encontré con mi madre. Estaba en la sala y, al verme, rompió en un llanto espectacular. Me abrazó con fuerza, y, mientras me acariciaba los ojos, las mejillas, me hundía los dedos en los cabellos, medio ahogada por los sollozos, repetía con infinita lástima: “Hijito, cholito, amor mío, qué te han hecho, qué ha hecho contigo esa mujer". Hacía cerca de un año que no la veía y, pese al llanto que le hinchaba la cara, la encontré rejuvenecida y apuesta. Hice lo posible por calmarla, asegurándole que no me habían hecho nada, que yo solito había tomado la decisión de casarme. Ella no podía oír mencionar el nombre de su recientísima nuera sin que recrudeciera su llanto; tenía raptos de furia, en los que llamaba a la tía Julia "esa vieja", "esa abusiva", "esa divorciada". De pronto, en medio de la escena, descubrí algo que no se me había pasado por la cabeza: más que el qué dirán la hacía sufrir la religión. Era muy católica y no le importaba tanto que la tía Julia fuese mayor que yo como que estuviera divorciada (es decir, impedida de casarse por la Iglesia).

Por fin conseguí apaciguarla, con ayuda de los abuelos. Los viejecitos fueron un modelo de tino, bondad y discreción. El abuelo se limitó a decirme, mientras me daba en la frente el seco beso de costumbre: "Vaya, poeta, por fin se te ve, ya nos tenías preocupados". Y la abuelita, después de muchos besos y abrazos, me preguntó al oído, con una especie de recóndita picardía, muy bajito, para que no fuera a oír mi mamá: "¿Y la Julita está bien?".

Después de darme un duchazo y cambiarme de ropa —sentí una liberación al botar la que llevaba puesta hacía cuatro días— Pude conversar con mi madre. Había dejado de llorar y estaba tomando una taza de té que le había preparado la abuelita, quien, sentada en el brazo del sillón, la acariciaba como si fuese una niña. Traté de hacerla sonreír, con una broma que resultó de pésimo gusto (“pero, mamacita, deberías estar feliz, si me he casado con una gran amiga tuya") pero luego toqué cuerdas más sensibles jurándole que no dejaría los estudios, que me recibiría de abogado y que, incluso, a lo mejor cambiaba de opinión sobre la diplomacia peruana (“los que no son idiotas son maricas, mamá") y entraba a Relaciones Exteriores, el sueño de su vida. Poco a poco se fue desendureciendo, y, aunque siempre con cara de duelo, me preguntó por la Universidad, por mis notas, por mi trabajo en la Radio y me riñó por lo ingrato que era ya que apenas le escribía. Me dijo que mi padre había sufrido un golpe terrible: él también ambicionaba grandes cosas para mí, por eso impediría que "esa mujer" arruinara mi vida. Había consultado abogados, el matrimonio no era válido, se anularía y la tía Julia podía ser acusada de corruptora de menores. Mi padre estaba tan violento que, por ahora, no quería verme, para que no ocurriera "algo terrible", y exigía que la tía Julia saliera en el acto del país. Si no, sufriría las consecuencias.

Le contesté que la tía Julia y yo nos habíamos casado justamente para no separamos y que iba a ser muy difícil que despachara al extranjero a mi mujer a los dos días de la boda. Pero ella no quería discutir conmigo: "Ya lo conoces a tu papá, ya sabes el carácter que tiene, hay que darle gusto porque si no…” y ponía ojos de terror. Por fin, le dije que iba a llegar tarde a mi trabajo, ya conversaríamos, y antes de despedirme volví a tranquilizarla sobré mi futuro, asegurándole que me recibiría de abogado.

En el colectivo, rumbo al centro de Lima, tuve un presentimiento lúgubre: ¿y si me encontraba a alguien ocupando mi escritorio? Había faltado tres días, y, en las últimas semanas, debido a los frustrantes preparativos matrimoniales, había descuidado por completo los boletines, en los que Pascual y el Gran Pablito debían haber hecho toda clase de barbaridades. Pensé, sombríamente, lo que sería, además de las complicaciones personales del momento, perder el puesto. Empecé a inventar argumentos capaces de enternecer a Genaro-hijo y a Genaro-papá. Pero al entrar al Edificio Panamericano, con el alma en un hilo, mi sorpresa fue mayúscula, pues el empresario progresista, con quien coincidí en el ascensor, me saludó como si nos hubiésemos dejado de ver hacía diez minutos. Tenía la cara grave:

—Se confirma la catástrofe —me dijo, moviendo la cabeza con pesadumbre; parecía que hubiéramos estado hablando hacía un momento del asunto—. ¿Quieres decirme qué vamos a hacer ahora? Tienen que internarlo.

Bajó del ascensor en el segundo piso, y yo, que, para mantener la confusión, había puesto cara de velorio y murmurado, como perfectamente al tanto de lo que me hablaba, "ah caramba, qué lástima", me sentí feliz de que hubiera ocurrido algo tan grave que hiciera pasar inadvertida mí ausencia. En el altillo, Pascual y el Gran Pablito escuchaban con aire fúnebre a Nelly, la secretaria de Genaro-hijo. Apenas me saludaron, nadie bromeó sobre mi matrimonio. Me miraron desolados:

—A Pedro Camacho se lo han llevado al manicomio —balbuceó el Gran Pablito, con la voz traspasada—. Qué cosa tan triste, don Mario.

Luego, entre los tres, pero sobre todo Nelly, que había seguido los acontecimientos desde la Gerencia, me contaron los pormenores. Todo comenzó los mismos días en que yo andaba absorbido en mis trajines pre-matrimoniales. El principio del fin fueron las catástrofes, esos incendios, terremotos, choques, naufragios, descarrilamientos, que devastaban los radioteatros, acabando en pocos minutos con decenas de personajes.

Esta vez, los propios actores y técnicos de Radio Central, asustados, habían dejado de servir de muro protector al escriba, o habían sido incapaces de impedir que el desconcierto y las protestas de los oyentes llegaran a los Genaros. Pero éstos ya estaban alertados por los diarios, cuyos cronistas radiales se burlaban, hacía días, de los cataclismos de Pedro Camacho. Los Genaros lo habían llamado, interrogado, extremando las precauciones para no herirlo ni exasperarlo. Pero él se les derrumbó en plena reunión, con una crisis nerviosa: las catástrofes eran estratagemas para recomenzar las historias desde cero, pues su memoria le fallaba, no sabía ya qué había ocurrido antes, ni qué personaje era quien, ni a cuál historia pertenecía, y —“llorando a gritos, jalándose los pelos", aseguraba Nelly— les había confesado que, en las últimas semanas, su trabajo, su vida, sus noches, eran un suplicio. Los Genaros lo habían hecho ver por un gran médico de Lima, el doctor Horforio Delgado, y éste dictaminó en el acto que el escriba no estaba en condiciones de trabajar; su mente "exhausta" debía pasar un tiempo en reposo.

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