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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (21 page)

No había visto a la tía Julia ese día pero esperaba verla el siguiente, jueves, donde el tío Lucho. Sin embargo, al llegar a la casa de Armendáriz ese mediodía, para el almuerzo acostumbrado, me encontré con que no estaba. La tía Olga me contó que la había invitado a almorzar "un buen partido": el doctor Guillermo Osores. Era un médico vagamente relacionado con la familia, un cincuentón muy presentable, con algo de fortuna, enviudado no hacía mucho.

—Un buen partido —repitió la tía Olga, guiñándome el ojo—. Serio, rico, buen mozo, y con sólo dos hijos que ya son mayorcitos. ¿No es el marido que necesita mi hermana?

—Las últimas semanas estaba perdiendo el tiempo de mala manera —comentó el tío Lucho, también muy satisfecho—. No quería salir con nadie, hacía vida de solterona. Pero el endocrinólogo le ha caído en gracia.

Sentí unos celos que me quitaron el apetito, un malhumor salmuera. Me parecía que, por mi turbación, mis tíos iban a adivinar lo que me pasaba. No necesité tratar de sonsacarles más detalles sobre la tía Julia y el doctor Osores porque no hablaban de otra cosa. Lo había conocido hacía unos diez días, en un coctail de la Embajada boliviana, y al saber dónde estaba alojada, el doctor Osores había venido a visitarla. Le había mandado flores, llamado por teléfono, invitado a tomar té al Bolívar y ahora a almorzar al Club de la Unión. El endocrinólogo le había bromeado al tío Lucho: "Tu cuñada es de primera, Luis, ¿no será la candidata que ando buscando para matrisuicidarme por segunda vez?".

Yo trataba de demostrar desinterés, pero lo hacía pésimo y el tío Lucho, en un momento en que estuvimos solos, me preguntó qué me pasaba: ¿no había metido la nariz donde no debía y me habían pegado una purgación? Por suerte la tía Olga comenzó a hablar de los radioteatros y eso me dio un respiro. Mientras ella decía que, a veces, a Pedro Camacho se le pasaba la mano y que a todas sus amigas la historia del pastor que se "hería" con un cortapapeles delante del juez para probar que no violó a una chica les parecía demasiado, yo silenciosamente iba de la rabia a la decepción y de la decepción a la rabia. ¿Por qué no me había dicho la tía Julia ni una palabra sobre el médico? En esos diez últimos días nos habíamos visto varias veces y jamás lo había mencionado. ¿Sería cierto, como decía la tía Olga, que por fin se había "interesado" en alguien?

En el colectivo, mientras regresaba a Radio Panamericana, salté de la humillación a la soberbia. Nuestros amoríos habían durado mucho, en cualquier momento iban a sorprendernos y eso provocaría burlas y escándalo en la familia. Por lo demás, ¿qué hacía perdiendo el tiempo con una señora que, como ella misma decía, casi casi podía ser mi madre? Como experiencia, ya bastaba. La aparición de Osores era providencial, me eximía de tener que sacarme de encima a la boliviana. Sentía desasosiego, impulsos inusitados como querer emborracharme o pegarle a alguien, y en la Radio tuve un encontrón con Pascual, que, fiel a su naturaleza, había dedicado la mitad del boletín de las tres a un incendio en Hamburgo que carbonizó a una docena de inmigrantes turcos. Le dije que en el futuro quedaba prohibido incluir alguna noticia con muertos sin mi visto bueno y traté sin amistad a un compañero de San Marcos que me llamó para recordarme que la Facultad todavía existía y advertirme que al día siguiente me esperaba un examen de Derecho Procesal. Apenas había cortado, sonó el teléfono otra vez. Era la tía Julia:

—Te dejé plantado por un endocrinólogo, Varguitas, supongo que me extrañaste —me dijo, fresca como una lechuga—. ¿No te has enojado?

—¿Enojado por qué? —le contesté—. ¿No eres libre de hacer lo que quieras?

—Ah, entonces te has enojado —la oí decir, ya más seria—. No seas sonso. ¿Cuándo nos vemos, para que te explique?

—Hoy no puedo —le repuse secamente—. Ya te llamaré.

Colgué, más furioso conmigo que con ella y sintiéndome ridículo. Pascual y el Gran Pablito me miraban divertidos, y el amante de las catástrofes se vengó delicadamente de mi reprimenda:

—Vaya, qué castigador había sido este don Mario con las mujeres.

—Hace bien en tratarlas así —me apoyó el Gran Pablito—. Nada les gusta tanto como que las metan en cintura.

Mandé a mis dos redactores a la mierda, hice el boletín de las cuatro, y me fui a ver a Pedro Camacho. Estaba grabando un libreto y lo esperé en su cubículo, curioseando sus papeles, sin entender lo que leía porque no hacía otra cosa que preguntarme si esa conversación telefónica con la tía Julia equivalía a una ruptura. En cuestión de segundos pasaba a odiarla a muerte y a extrañarla con toda mi alma.

—Acompáñeme a comprar venenos —me dijo tétricamente Pedro Camacho, desde la puerta, agitando su melena de león—. Nos quedará tiempo para el bebedizo.

Mientras recorríamos las transversales del jirón de la Unión buscando un veneno, el artista me contó que los ratones de la pensión La Tapada habían llegado a extremos intolerables.

—Si se contentaran con correr bajo mi cama, no me importaría, no son niños, a los animales no les tengo fobia —me explicó, mientras olfateaba con su nariz protuberante unos polvos amarillos que, según el bodeguero, podían matar a una vaca—. Pero estos bigotudos se comen mi sustento, cada noche mordisquean las provisiones que dejo tomando el fresco en la ventana. No hay más, debo exterminarlos.

Regateó el precio, con argumentos que dejaban al bodeguero alelado, pagó, hizo que le envolvieran las bolsitas de veneno y fuimos a sentarnos a un café de la Colmena. Pidió su compuesto vegetal y yo un café.

—Tengo una pena de amor, amigo Camacho —le confesé a boca de jarro, sorprendiéndome de mí mismo por la fórmula radioteatral; pero sentí que, hablándole así, me distanciaba de mi propia historia y al mismo tiempo conseguía desahogarme—. La mujer que quiero me engaña con otro hombre.

Me escrutó profundamente, con sus ojitos saltones más fríos y deshumorados que nunca. Su traje negro había sido lavado, planchado y usado tanto que era brillante como una hoja de cebolla.

—El duelo, en estos países aplebeyados, se paga con cárcel —sentenció, muy grave, haciendo unos movimientos convulsivos con las manos—. En cuanto al suicidio, ya nadie aprecia el gesto. Uno se mata y en vez de remordimientos, escalofríos, admiración, provoca burlas. Lo mejor son las recetas prácticas, mi amigo.

Me alegré de haberle hecho confidencias. Sabía que, como para Pedro Camacho no existía nadie fuera de él mismo, mi problema ya ni lo recordaba, había sido un mero dispositivo para poner en acción su sistema teorizante. Oírlo me consolaría más (y con menos consecuencias) que una borrachera. Pedro Camacho, luego de un amago de sonrisa, me pormenorizaba su receta:

—Una carta dura, hiriente, lapidaria a la adúltera —me decía, adjetivando con seguridad—, una carta que la haga sentirse una lagartija sin entrañas, una hiena inmunda. Probándole que uno no es tonto, que conoce su traición, una carta que rezuma desprecio, que le dé conciencia de adúltera. —Calló, meditó un instante y, cambiando ligeramente de tono, me dio la mayor prueba de amistad que podía esperarse de él:— Si quiere, yo se la escribo.

Le agradecí efusivamente, pero le dije que, conociendo sus horarios de galeote, jamás podría aceptar sobrecargarlo de trabajo con mis asuntos privados. (Después lamenté esos escrúpulos, que me privaron de un texto ológrafo del escribidor.)

—En cuanto al seductor —prosiguió inmediatamente Pedro Camacho, con un brillo malvado en los ojos—, lo mejor es el anónimo, con todas las calumnias necesarias. ¿Por qué habría de quedarse aletargada la víctima mientras le crecen cuernos? ¿Por qué permitiría que los adúlteros se solacen fornicando? Hay que estropearles el amor, golpearlos donde les duela, envenenarlos de dudas. Que brote la desconfianza, que comiencen a mirarse con malos ojos, a odiarse. ¿Acaso no es dulce la venganza?

Le insinué que, tal vez, valerse de anónimos no fuera cosa de caballeros, pero él me tranquilizó rápidamente: uno debía portarse con los caballeros como caballero y con los canallas como canalla. Ése era el "honor bien entendido": lo demás era ser idiota.

—Con la carta a ella y los anónimos a él quedan castigados los amantes —le dije—. Pero ¿y mi problema? ¿Quién me va a quitar el despecho, la frustración, la pena?

—Para todo eso no hay como la leche de magnesia —me repuso, dejándome sin ánimos siquiera de reírme—.

Ya sé, le parecerá un materialismo exagerado. Pero, hágame caso, tengo experiencia de la vida. La mayor parte de las veces, las llamadas penas de corazón, etcétera, son malas digestiones, frejoles tercos que no se deshacen, pescado pasado de tiempo, estreñimiento. Un buen purgante fulmina la locura de amor.

Esta vez no había duda, era un humorista sutil, se burlaba de mí y de sus oyentes, no creía palabra de lo que decía, practicaba el aristocrático deporte de probarse a sí mismo que los humanos éramos unos irremisibles imbéciles.

—¿Ha tenido usted muchos amores, una vida sentimental muy rica? —le pregunté.

—Muy rica, sí —asintió, mirándome a los ojos por sobre la taza de menta y yerbaluisa que se había llevado a la boca—. Pero yo no he amado nunca a una mujer de carne y hueso.

Hizo una pausa efectista, como midiendo el tamaño de mi inocencia o estupidez.

—¿Cree usted que sería posible hacer lo que hago si las mujeres se tragaran mi energía? —me amonestó, con asco en la voz—. ¿Cree que se pueden producir hijos e historias al mismo tiempo? ¿Que uno puede inventar, imaginar, si se vive bajo la amenaza de la sífilis? La mujer y el arte son excluyentes, mi amigo. En cada vagina está enterrado un artista. Reproducirse, ¿qué gracia tiene? ¿No lo hacen los perros, las arañas, los gatos? Hay que ser originales, mi amigo.

Sin solución de continuidad se puso de pie de un salto, advirtiéndome que tenía el tiempo justo para el radioteatro de las cinco. Sentí desilusión, me hubiera pasado la tarde escuchándolo, tenía la impresión de, sin quererlo, haber tocado un punto neurálgico de su personalidad.

En mi oficina de Panamericana, estaba esperándome la tía Julia. Sentada en mi escritorio como una reina, recibía los homenajes de Pascual y del Gran Pablito, que, solícitos, movedizos, le mostraban los boletines y le explicaban cómo funcionaba el Servicio. Se la veía risueña y tranquila; al entrar yo, se puso seria y palideció ligeramente.

—Vaya, qué sorpresa —dije, por decir algo.

Pero la tía Julia no estaba para eufemismos.

—He venido a decirte que a mí nadie me cuelga el teléfono —me dijo, con voz resuelta—. Y mucho menos un mocoso como tú. ¿Quieres decirme qué mosca te ha picado?

Pascual y el Gran Pablito quedaron estáticos y movían las cabezas de ella a mí y viceversa, interesadísimos en ese comienzo de drama. Cuando les pedí que se fueran un momento, pusieron unas caras enfurecidas, pero no se atrevieron a rebelarse. Partieron lanzando a la tía Julia unas miradas llenas de malos pensamientos.

—Te colgué el teléfono pero en realidad tenía ganas de apretarte el pescuezo —le dije, cuando nos quedamos solos.

—No te conocía esos arranques —dijo ella, mirándome a los ojos—. ¿Se puede saber qué te pasa?

—Sabes muy bien lo que me pasa, así que no te hagas la tonta —dije yo.

¿Estás celoso porque salí a almorzar con el doctor Osores? —me preguntó, con un tonito burlón—. Cómo se nota que eres un mocoso, Marito.

—Te he prohibido que me llames Marito —le recordé. Sentía que la irritación me iba dominando, que me temblaba la voz y ya no sabía lo que le decía—. Y ahora te prohíbo que me llames mocoso.

Me senté en la esquina del escritorio y, como haciendo contrapunto, la tía Julia se puso de pie y dio unos pasos hacia la ventana. Con los brazos cruzados sobre el pecho, se quedó mirando la mañana gris, húmeda, discretamente fantasmal. Pero no la veía, buscaba las palabras para decirme algo. Vestía un traje azul y unos zapatos blancos y, repentinamente, tuve ganas de besarla.

—Vamos a poner las cosas en su sitio —me dijo al fin, dándome siempre la espalda—. Tú no puedes prohibirme nada, ni siquiera en broma, por la sencilla razón de que no eres nada mío. No eres mi marido, no eres mi novio, no eres mi amante. Este jueguecito de cogernos de la mano, de besarnos en el cine, no es serio, y, sobre todo, no te da derechos sobre mí. Tienes que meterte eso en la cabeza, hijito.

—La verdad es que estás hablando como si fueras mi mamá —le dije yo.

—Es que
podría
ser tu mamá —dijo la tía Julia, y se le entristeció la cara. Fue como si se le hubiera pasado la furia y, en su lugar, quedara sólo una vieja contrariedad, una profunda desazón. Se volvió, dio unos pasos hacia el escritorio, se paró muy cerca de mí. Me miraba apenada:— Tú me haces sentir vieja, sin serlo, Varguitas. Y eso no me gusta. Lo nuestro no tiene razón de ser y mucho menos futuro.

La cogí de la cintura y ella se dejó ir contra mí, pero, mientras la besaba, con mucha ternura, en la mejilla, en el cuello, en la oreja —su piel tibia latía bajo mis labios y sentir la secreta vida de sus venas me producía una alegría enorme—, siguió hablando con el mismo tono de voz:

—He estado pensando mucho y la cosa ya no me gusta, Varguitas. ¿No te das cuenta que es absurdo? Tengo treinta y dos años, soy divorciada, ¿quieres decirme qué hago con un mocoso de dieciocho? Ésas son perversiones de las cincuentonas, yo todavía no estoy para ésas.

Me sentía tan conmovido y enamorado mientras le besaba el cuello, las manos, le mordía despacito la oreja, le pasaba los labios por la nariz, los ojos o enredaba mis dedos en sus cabellos, que a ratos se me perdía lo que iba diciéndome. También su voz sufría altibajos, a veces se debilitaba hasta ser un susurro.

—Al principio era gracioso, por lo de los escondites —decía, dejándose besar, pero sin hacer ningún gesto recíproco—, y sobre todo porque me hacía sentirme otra vez jovencita.

—En qué quedamos —murmuré, en su oído—. ¿Te hago sentir una cincuentona viciosa o una jovencita?

—Eso de estar con un mocoso muerto de hambre, de sólo cogerse la mano, de sólo ir al cine, de sólo besarse con tanta delicadeza, me hacía volver a mis quince años —seguía diciendo la tía Julia—. Claro que es bonito enamorarse con un muchachito tímido, que te respeta, que no te manosea, que no se atreve a acostarse contigo, que te trata como a una niñita de primera comunión. Pero es un juego peligroso, Varguitas, se basa en una mentira...

—A propósito, estoy escribiendo un cuento que se va a llamar "Los juegos peligrosos" —le susurré—. Sobre unos palomillas que levitan en el aeropuerto, gracias a los aviones que despegan.

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