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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (32 page)

—Cada uno tiene su hora, que solamente conoce el que está en lo Alto. Debemos ayudarnos los unos a los otros. Algún día nos pedirán cuenta de lo que hemos hecho aquí.

Me quedé callada meditando aquello. Si había un ser supremo, Él conocería el momento y lugar de nuestra muerte, que estaría predeterminada, era absurdo rebelarse contra ello. Nunca había pensado las cosas así.

Entonces Abato, al ver que no hablaba y estaba pensativa, me preguntó:

—¿No tienes miedo, tú, que eres tan joven?

—Sé que no voy a morir.

—¿Ah, sí?

—Recuerda que soy sanadora, que fui educada con un druida, intuyo cosas y ahora soy tan feliz que sé que no voy a morir.

—¿Feliz en la peste?

Mi cara se volvió como la grana.

—No, no es por la peste.

—¿Entonces?

—Piensa que hubieras deseado algo inalcanzable, y que al fin lo hubieras conseguido, que ese algo llenase toda tu vida, y que no tuvieras que buscar más.

—Entiendo —dijo sonriendo—, estás enamorada. Eso nos pasa a los cristianos cuando encontramos a Dios. Nuestro Dios es Amor y la felicidad va con Él.

—No creo que exista ese dios que dices, y si es amor… ¿por qué permite que tantos mueran?

Abato iba a responderme cuando yo proseguí.

—Los dioses son crueles y hay que obedecerlos para no airarlos.

Abato se puso serio, en su cara se reflejaba la tristeza al oír mis palabras. Sin embargo, muy convencida y llena de ira contra no sabía quién, le dije:

—Ayer estuve en casa de uno de los siervos del palacio, uno de sus hijos, de poco más de siete años, moría. Si existe ese Dios Todopoderoso en el que vosotros creéis, dime, ¿cómo puede consentir esto?

Él no me contestó directamente, solamente me explicó con suavidad:

—Hay cosas que no entendemos; si el dios al que adoramos pudiera entrar en nuestra cabeza y entendiésemos todas sus obras, ese dios sería un dios pequeño, creado por nosotros mismos.

Oí la voz de un enfermo llamándome y no seguimos hablando más, me reclamaban de otros lugares. Sin embargo, durante varios días en mi mente resonaban las palabras de Abato. Pensé en Enol, también él me había dicho que el Único Posible no cabe en mente humana alguna.

Pasaron los días duros, muy agobiantes. De aquel tiempo sólo recuerdo el horror de la muerte, el olor nauseabundo de la putrefacción, las caras desesperadas de los enfermos. Seguía muriendo mucha gente y la epidemia parecía no ceder. Me situaba junto a los infectados, a su lado, curándoles las llagas, los grandes bubones, notaba que me necesitaban y muchos no querían separarse de mí, estando a su lado transcurrían las horas.

Una tarde, caía el sol, cuando regresaba hacia Albión desde los barracones de la costa, con los cabellos revueltos y la cara acalorada, quizá sucia, me encontré a Aster que bajaba a caballo por la cuesta camino de la playa. Él refrenó su caballo y pronto estuvo a mi lado. Descabalgó al verme, y se acercó, me cogió por los hombros mirándome a los ojos.

—¿Estás bien?

—Los hombres mueren y no puedo hacer nada —hablé con una voz agotada—; si al menos poseyese la copa. Ese dios de tu padre nos ha abandonado.

—No pienses en eso. Estás muy cansada. Te llevaré a la fortaleza, ahora es tu casa, la peste pasará independientemente de lo que tú hagas. Descansarás allí y te repondrás.

—No. Debo seguir, yo sé curar, por primera vez los hombres y las mujeres de Albión me respetan, no soy la advenediza. Y tantos mueren y enferman… Ayer enfermó Verecunda, y su esposo Goderico está muy grave. Fusco también ha enfermado, y varios pescadores más. ¿No cesará nunca el mal?

Aster me pasó la mano por la cara, que se encontraba húmeda por el llanto, recogió mis lágrimas en su mano y las besó. Entonces sentí que las fuerzas me fallaban y un malestar como nunca había sentido. Casi inconsciente, me subió a su caballo. Recorrimos la ciudad, los hombres a nuestro paso se descubrían.

Aster me condujo al antiguo palacio de los príncipes de Albión. Llamó a Romila. Durante un largo rato, la curandera me examinó detenidamente. Aster la observaba preocupado.

—¿Es la peste?

—No, mi señor, creo que esperáis a vuestro primer hijo.

Tiempo después Romila me explicó la expresión de la cara de Aster al conocer que podría llegar su primer hijo, el heredero de Albión; sus ojos oscuros se volvieron brillantes, y en su cara se dibujó una sonrisa. Me tomó la mano y la besó. Yo no oí lo que Romila decía y dormí mucho tiempo. Aster olvidó sus trabajos en la ciudad, y permaneció junto a mí. Cuando desperté noté un gran alivio al contemplar que Aster seguía allí.

—¿Cómo están los enfermos?

Él, preocupado, no supo contestar, sólo me miró con esperanza. Agotada, entré de nuevo en un sueño profundo que se rompió al amanecer cuando un gallo cantaba a la aurora. Al levantarme sentí náuseas y salí de mi cámara tambaleándome; fuera esperaba Romila.

—¿Qué me pasa? Tengo náuseas continuas y un gran malestar.

Ella sonrió, después se detuvo un momento y habló con parsimonia.

—Un nuevo príncipe de Albión vendrá al mundo.

Le miré sorprendida.

—¿Seré madre? ¿Dónde está Aster?

—Ha estado largas horas a tu lado, me ha dicho que te cuide a ti y a ese hijo que vendrá y que no te deje salir de aquí.

—Pues Aster se equivoca, debo ir a los barracones, la gente de la costa me espera.

Romila me explicó que Aster estaba lejos, atendiendo diversos problemas en la ciudad: en la muralla norte el mar había roto el dique y, si no se solucionaba el problema, en la marea alta el agua entraría anegando la ciudad. Por otro lado, se había producido una dificultad con el abastecimiento de agua de los barracones.

De nuevo dormí un tiempo pero no pude permanecer más en el lecho. Me hallaba sola y olvidando las recomendaciones de Romila, me levanté. Me encontraba aún inestable, y mareada. Aquel lugar en el palacio de Aster era cerrado, el humo de las velas hacía el ambiente poco respirable. Salí hacia la gran terraza junto a la torre de la fortaleza. Allí me llegó el olor a campo y a mar, y me recompuse.

Desde lo alto del baluarte, me abstraje contemplando el mar a lo lejos, azul esplendoroso, orlado por la marejada, y pasado un tiempo me sentí mejor. Había amanecido un sol radiante, que contradecía el aspecto de la ciudad, lleno de malos olores y del humo de las fogatas. A lo lejos, en la playa, se divisaban los grandes barracones de madera donde yacían los enfermos; pensé que durante las horas en las que había estado descansando, algunos habrían muerto ya. Yo sentía ganas de vivir, de tener aquel hijo que llevaba dentro. Por primera vez tuve miedo a perder mi felicidad, y me asustó la muerte. También sabía que en aquel lugar había enfermos que yo debía cuidar.

Llegué a la casa de las mujeres, donde se agolpaban algunas enfermas, comprobé que no era la peste y después pregunté por Ulge, quien se ocupaba de aquellos enfermos menos graves, y le hice conocer mi estado. Después, caminé lentamente hacia la costa. Ahora un nuevo sentimiento había nacido dentro de mí; esperaba un hijo de él y deseaba con todas mis fuerzas dárselo, darle un heredero, deseaba que todo pasase y que la peste huyese de la ciudad, deseaba estar junto a Aster, pero a menudo no tenía tiempo de desear nada. Pasaron días de dolor y muerte.

Una mañana busqué a Romila, que se afanaba con los enfermos en los barracones de la playa. Pude ver su figura arrodillada junto a un hombre de gran tamaño, con enormes bubones en las ingles, el olor era pútrido. La cara de Romila mostraba una gran palidez. Limpió la pestilencia y se levantó tambaleándose. Yo acudí en su ayuda, y recogí entre mis brazos su cuerpo consumido. Adiviné la verdad, estaba apestada, llevaría horas trabajando de aquella manera. Su cara macilenta y azulada no tenía expresión, la vieja curandera seguía atendiendo a un enfermo con actitud ausente.

—Romila, ¿qué te ocurre? —le llamé.

Ella lloró.

—Veo a Lubbo constantemente, me llama, quiere que le acompañe al sacrificio y no quiero.

Noté su respiración lenta y fatigosa, y le tomé de los hombros, ella apoyó su brazo sobre mí poniéndome la mano sobre la espalda. Acosté a la sanadora en un lecho de pajas con mucho cuidado y Abato me ayudó.

Pronto entró en un delirio febril, la peste había afectado a su respiración y a su mente. No estaba ya con nosotros mucho antes de que muriese. Romila regresó al lugar de sus antepasados y se encontró de nuevo con el Único Posible.

Lloré su muerte durante días, en un tiempo en el que casi no podía ver a Aster. Después de la muerte de Romila, Uma y Ulge se acercaban a menudo a ayudarme. Ulge dejó la casa de las mujeres y Uma a su esposo Valdur. Me encontré acompañada con ellas. La gente siguió muriendo, Goderico falleció y mi vieja amiga Verecunda también. La peste tumbó a aquel hombre fuerte y musculoso, a quien no habían podido domeñar los trabajos de Montefurado. Todo me parecía gris y oscuro, ni siquiera el pensamiento del hijo que esperaba me hacía feliz y me tranquilizaba. El miedo a la muerte se abrió paso en mi corazón e intuí que quizá no viviría para traer al mundo a mi hijo.

El día en que una brisa suave subió desde el mar, llegó el eremita, Mailoc, el hombre de Dios. Aquel de quien Aster un día me había hablado, el monje de las montañas de Ongar, el hombre al que Aster admiraba por haber sabido perdonar.

El hombre santo de Ongar llegó al gran castro sobre el Eo y su presencia infundió paz entre los albiones. Primero se ocupó de los cristianos de la población, muchos de ellos desalentados, y después otros hombres enfermos le llamaron. Era taumaturgo, curaba imponiendo las manos, pero también era capaz de consolar y de introducirse en los espíritus de las personas ayudándoles. Les hablaba a todos de un mundo distinto, les repetía que el fin del hombre no era la muerte, les aseguraba que el hombre es inmortal y que después pasaba a otro lugar mejor más allá de las estrellas. Aquellas palabras conectaban con la creencia en el Único Posible, en la fuente de toda vida, en la que siempre habían creído los pueblos celtas, infundían esperanza y serenidad. Algunos mejoraban, sin haberles impuesto las manos, sólo por su pericia como consolador.

Así, la peste comenzó a aminorar de modo gradual; aunque seguía muriendo gente, no aparecieron nuevos casos en el gran castro sobre el Eo. Una lluvia continua vino del mar y Albión se limpió, por las calles empedradas corría el agua, en las barriadas de pescadores todo se llenó de barro. Comenzó una primavera temprana.

Un día frío y claro, cuando parecía que la peste abandonaba al fin Albión, enfermé. Comencé a toser, sentí dolor y una opresión en el pecho, después perdí el conocimiento.

A él le llegó la noticia, mientras trabajaba en el acantilado en la muralla junto a las rocas. Tassio le llevó las nuevas de mi enfermedad, pero Aster siguió haciendo lo que debía, intentando pensar que no sería tan grave, que mi enfermedad se debía al agotamiento y a la gestación. Más tarde me buscó, no imaginaba la gravedad de mi estado. Me encontró devorada por la fiebre y delirando. Al igual que Romila, yo no había consentido que nadie me sacase de allí. Como obligaban las normas que él mismo había dictado, me condujo a las barracas de los apestados. Yo, mientras deliraba, atisbé la cara de aflicción de Aster y supe que mi enfermedad era mortal. La ciega seguridad de no enfermar que siempre me había sostenido murió en mí. No quería morir, no podía morir, llevaba a mi hijo dentro y pensé que algún destino habría para él; pero pronto no pude pensar nada más porque la oscuridad me cerró la mente y sueños extraños con voces lejanas llenaron mi cabeza. Sufría mucho y sentía dolor en todas las articulaciones de mi cuerpo.

Jamás olvidaré la cara de Aster, cuando entre sueños despertaba de mi inconsciencia. Sus facciones se volvieron rígidas y duras y sus rasgos, volviéndose afilados, se recortaron sobre mi piel. El príncipe de los albiones estaba demudado, arrodillado junto a un pobre lecho de madera y pajas en el barracón de enfermos, donde yacía una mujer que no era de su raza.

De modo muy lejano yo oía su voz.

—Jana, no puedes morir, te necesito. Tienes a mi hijo.

Sin embargo, yo no era capaz de responderle, y mi situación se hacía más y más grave. Aster invocó al Altísimo, al dios de sus padres, y entonces en la gran nave donde se acumulaban los enfermos, un hombre distinguió su desconsuelo. Mailoc deambulaba curando y consolando a los enfermos de la peste, y al ver a aquel hombre joven y fuerte, tendido y llorando sobre el cuerpo de una mujer inconsciente, el eremita se acercó. Quizá recordaba a Aster en la cueva de Ongar, cuando se situaba allí debatiéndose con su odio, e intentando perdonar. Con inmensa misericordia, puso una mano callosa y fuerte sobre mi frente; mi cara, tensa por el dolor, pareció relajarse. Abrí los ojos y le miré, pero en mi mirada no había vida. Aster subió la vista de mi rostro enrojecido a la faz pálida y en paz del anciano.

—Es mi esposa —dijo—, está encinta, va a morir.

El ermitaño miró a Aster con ternura, acarició de nuevo mi frente sudorosa, noté un gran alivio.

—Es muy joven —dijo—, y muy hermosa.

—Padre, ¡haga algo por ella! —suplicó Aster.

Entonces, el buen padre sin apenas levantar la mano de mi cara, hizo una cruz con el dedo pulgar sobre mi frente, después levantó la mano e hizo otra cruz sobre mis labios y con la mano completamente extendida hizo una tercera cruz sobre mi pecho. Cesó el delirio. Aster le miraba expectante, entonces el eremita se dirigió a él.

—¿Creerías que existe un Dios todopoderoso y bueno?

Yo, entre sueños, oí estas palabras y recordé a Abato, que también creía en un Dios comprensivo y bueno. Oí a Aster balbucear:

—Si ella se curase, por la señal de esa cruz que has hecho en su pecho, creeré en la cruz.

Mailoc tomó las manos de Aster con las suyas, agachó la cabeza y le dijo:

—Ven, hijo, repite conmigo «Pater noster».

Aster fue repitiendo las frases latinas; Mailoc dijo:

—«Fiat voluntas tua.» ¿Sabes qué quiere decir eso?

Aster negó con la cabeza.

—Quiere decir… hágase tu voluntad. ¿Serías capaz de aceptar la voluntad de ese Dios al que tú y yo ahora rezamos, sabiendo que es un Dios bueno, sabio y providente?

Aster guardó silencio unos segundos, después mirando al monje y sin dudar dijo:

—Hágase la voluntad de ese Dios bueno, sabio y providente.

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