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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (31 page)

Me sitúo en un lugar ínfimo, rodeada de todas aquellas jóvenes doncellas de más categoría que yo, sierva en Albión. Intuyo y temo que ocurra lo que sé que va a suceder y, de algún modo, lo anhelo. La figura de Aster se hace mas próxima, puedo contemplar su faz enrojecida por la galopada. Las mujeres se separan al paso de los caballos, solamente yo permanezco firme mientras levanto la mirada a tiempo de ver sus ojos clavados en mí. Al llegar a mi lado, Aster se agacha y frena el caballo, entonces yo alargo mis brazos hacia el, que me toma por la cintura, me impulsa hacia arriba y me sienta delante de él, en su caballo. Hace sonar de nuevo el cuerno de caza. El pueblo nos mira.

Juntos iniciamos una lenta galopada alrededor de la hoguera, el ritual del rapto finaliza dando varias vueltas a caballo. De un tirón fuerte de las bridas, Aster detiene el animal y habla con voz sonora y fuerte:

—Mirad, pueblo de Albión —dijo—, mi esposa y vuestra señora, habréis de respetarla y servirla corno habéis hecho conmigo.

Los hombres de Albión aclaman a su jefe y señor. Entre las mujeres se hizo el silencio y de las filas de los nobles llegó un suave murmullo, la grey de Blecan y de Ambato. En los ojos de Lierka brilló la amargura pero aquella amargura me era ajena. Sin embargo, entre las mujeres mayores, las de origen más humilde, intuí algo de simpatía; sobre todo en algunas: las que había consolado y curado. En un lugar apartado, Romila observaba todo con una expresión de alegría. Sin embargo, las nobles callaron, habían quedado mudas, quizá de sorpresa… quizá de despecho.

Había alegría en la fiesta, entre los hombres corría la cerveza y el hidromiel. Después de los momentos del rapto, la niebla cubre mi memoria, y entre las sombras sólo recuerdo aún a Abato, Tassio, Uma, Lesso y Fusco alegrarse conmigo. La luna avanza en su camino en el cielo y Aster y yo cabalgando cruzamos el río y nos retiramos hacia un lugar en soledad.

Después del rito del enlace, abandonamos Albión hacia las montañas. Como indicaba la tradición, permaneceríamos en soledad mientras durase el ciclo de la luna en el que había tenido lugar la unión. Galopamos largo tiempo desde Albión hasta llegar a un lugar que Aster conocía, una cabaña al sur, en lo alto de la ladera. No estaba muy alejado del castro de Arán ya que, desde allí, yo podía ver el humo de las casas, la acrópolis y la antigua herrería. La naturaleza exuberante de una primavera feraz propició nuestra dicha y aquellos días de plena ventura compensaron todo lo que ocurriría después. Aster cazaba y yo buscaba hierbas por los bosques, plantas y flores capaces de sanar las heridas de los hombres. Otras veces, importunaba a Aster, que derribaba animales con su arco. En alguna ocasión, cuando apuntaba a un animal que me parecía demasiado hermoso, o pequeño, o indefenso yo le tocaba en el hombro y él erraba el tiro. Después, Aster se volvía a mí riendo y me abrazaba.

—Eres bruja, la Jana de los bosques, que protege a las criaturas de la floresta.

Yo me dejaba querer y era feliz, tan feliz que, a menudo, las lágrimas saltaban de mis ojos por la alegría. Aster volvía a ser el mismo que conocí en el bosque de Arán, pero no había ya amargura en sus ojos y sus palabras eran alegres.

El amor lo llenaba todo y cuando las fases de la luna iban cambiando en el cielo de primavera, yo temblaba ante la idea del regreso hacia Albión. La luna llena de nuestros desposorios se tornó más chata, después medió en el cielo y, por último, un filo iluminó tenuemente la noche. Entonces, la luna desapareció del cielo y sólo vimos las estrellas brillando más allá, en el firmamento.

Los días eran cálidos y tumbados sobre la hierba larga mirábamos el cielo sin luna.

—Cúmulos de estrellas, galaxias, estrellas dobles.

Desde el suelo, alzaba mi mano y le repetía los nombres de las estrellas.

—El Gran Carro. Si sigues la Estrella Polar llegas a Casiopea. Ahora casi no se ve Perseo, ni tampoco Andrómeda. En el centro del cielo se ve la Cabellera de Berenice.

—¿Dónde? —dijo Aster.

—Allí, es ese cúmulo de estrellas que parecen formar una cabellera en el cielo.

—Entonces las estrellas han copiado el modelo de tu melena dorada —dijo él y la acarició.

Él disfrutaba siguiendo los movimientos de mi brazo sobre el cielo, mostrándole una estrella y otra.

—¿Conoces todas las estrellas?

—No. Todas no, pero sí conozco muchas. Enol me enseñó sus nombres cuando yo era niña, y no los he olvidado. Me gusta pensar que él ve también las mismas estrellas. Aster, quiero estar siempre así, a tu lado… pero si alguna vez no estuviéramos juntos… si los dioses dispusiesen nuestra separación, mira el cielo, mira la luna y las estrellas; yo las miraré también y seguiremos de alguna manera unidos.

No me dejó hablar y su amor me colmó. No vi más estrellas y el amanecer nos sorprendió aún despiertos.

La luna se volvió más y más gruesa, como una almendra en el cielo, y después como una fruta madura y chata. Por fin, el astro nocturno brilló en todo su esplendor. El ciclo había concluido. Mis trances cesaron aquellos días y nunca más reaparecieron, pero la noche antes del regreso soñé con ruina y fuego. No le dije nada a Aster, pero aquella noche me abracé a él con mucha más fuerza que otras veces. Intuí que él también temía la vuelta. Presentí algo que luego fue tan real que aún me duele el corazón al recordarlo.

Como en una nube, recuerdo que cerramos la puerta de la cabaña en los bosques, y quise fijar en mi mente el claro del bosque cubierto de sol, con pequeñas flores blancas en el suelo verde. La nostalgia me embargó al abandonar aquel lugar y el temor se abrió paso, el miedo ante el futuro. Sin embargo, mis aprensiones cesaron al contemplar la sonrisa fuerte de Aster, al sentir su mano ayudándome a montar junto a él en el caballo. Del bosque salían los ruidos de mil pájaros, el arrullo de la tórtola, los gritos finos del gorrión en su nido. Una bandada de grullas cruzó el cielo. Nos alejamos lentamente. Franqueamos un seto y recorrimos, campo a través, praderas verdes llenas de las flores de una primavera ya tardía: amapolas, lilas y violetas. En el cielo cruzaban las nubes grandes y algodonosas, que hacían que el camino se volviese sombrío a retazos, pero el sol brillaba con fuerza. Las tierras descendían en dirección al mar mientras Aster me susurraba al oído requiebros y bromas.

Al acercarnos a la costa, percibimos el mar a lo lejos, y desde una altura en el camino, divisamos una franja de mar azul picada por las olas. El caballo aceleró su marcha, quizás él deseaba llegar a su hogar, Aster le dejó trotar a su paso. A la vuelta de un repecho veríamos la ciudad. Entonces, al llegar al acantilado desde donde esperábamos ver Albión, desmontamos, y la ansiedad y la sorpresa llenó nuestros corazones; desde lo alto pudimos divisar humaredas saliendo del gran castro sobre el Eo.

—¿Qué ocurre?

—No lo sé, pero no es normal. Hay fuego en Albión.

Montamos deprisa a caballo, y Aster lanzó al galope al animal. Descendimos por el acantilado, en el embarcadero no había lanchas, así que ascendimos por la ribera del rió hasta un vado, después regresamos por la otra ribera, desandando el camino recorrido. Al llegar al gran camino que conducía al puente, nos encontramos a los primeros hombres de Albión. Huían lejos de allí. Aster los detuvo.

—Hay muerte en Albión —dijeron.

Aster palideció.

—La peste. No entres en la ciudad. Nosotros huimos de allí.

—¿Dónde ha comenzado?

—Enfermaron primero en las casas de 1os pescadores. Pero se ha extendido por todas partes. No entres en la ciudad.

Aster no atendió a razones y siguió avanzado, mientras aquellos hombres se alejaban.

XX.
La peste

La peste se había propagado por Albión. Supimos después que Mehiar había declarado la cuarentena en la ciudad, para evitar que se difundiese por los poblados de las montañas, pero los hombres y las mujeres de Albión no obedecían. Lierka y la familia de Blecan no aceptaban las órdenes de Mehiar, decían que un hombre de Ongar no podía mandar sobre los antiguos nobles de la ciudad.

Encontramos a Blecan y a su gente huyendo de Albión, formaban un grupo compacto alrededor de un gran carromato lleno de sus pertenencias, con sus criados y toda la familia cercana. Al vernos, Blecan se enfrentó con Aster:

—Has roto las antiguas tradiciones.

Blecan me miró con insolencia como causante de esa ruptura con el pasado, después siguió:

—Has prohibido los sacrificios al dios Lug y Lug se venga. Te has desposado con la impura y los dioses nos envían el morbo oriental.

Aster habló con dureza:

—El cobarde es el que se deja dominar por el miedo, el valiente el que lo domina. Tú huyes… eres un cobarde.

Miró a Blecan con enorme desprecio y los dejó ir.

Después, espoleó el caballo y me dijo:

—Vamos hacia la desgracia y quizá la muerte. ¿Quieres ir?

Respondí como meses atrás en las montañas de Ongar.

—¿Adónde iré? Ahora Albión es el lugar al que pertenezco. Iré contigo, adonde tú vayas, iré yo, quiero estar contigo siempre.

A lo lejos, de las murallas de Albión escapaba el humo. No divisamos gaviotas, solamente sobrevolando a lo lejos unos pájaros de color oscuro, quizá buitres o aves carroñeras. El día se había nublado al aproximarnos a la costa, hacía calor y una densa calima salía del océano. Albión, la ciudad blanca nimbada de nubes de verano nos recibía.

El puente de madera estaba elevado y con aspecto de no haber sido bajado en días. Sobre la muralla, a ambos lados de la puerta no se veía la guardia que solía custodiar la entrada, en aquellos días no era preciso. Nadie quería entrar en Albión. Entonces, Aster sopló su cuerno de caza con fuerza y repetidamente. Unos soldados se asomaron en lo alto de la torre. En su cara se leía la extrañeza de que alguien se atreviese a entrar en aquel lugar de horror. Al ver a Aster, hicieron una inclinación con la cabeza y en sus rostros pareció renacer la esperanza. Bajaron el puente, lentamente, que crujió al apoyarse sobre su base. Los cascos del rocín, ya cansado por la larga marcha, sonaron huecos sobre la madera de la pasarela.

Al entrar, vimos a algunas personas corriendo por las calles, intentando huir de no se sabía qué. Muy poca gente nos recibía. Al norte, en la costa se discernían las piras funerarias con cadáveres humeantes, el viento del mar transportaba aquel olor a carne quemada, a descomposición y a muerte. Cada vez el sol calentaba con más fuerza, más adelante la calle vacía y polvorienta parecía rechazarnos. Una brisa seca y cálida llegaba desde el mar. Mehiar salió a nuestro encuentro; Aster desmontó, comenzaron a hablar rápidamente, me situé detrás de ellos todavía montada en el caballo. Podía oír la conversación y ver el rostro desencajado y sudoroso de Mehiar.

—Empezó en el barrio de pescadores, pero lo ocultaron. Tenían miedo y no sabían qué era lo que ocurría, quizá la trajeron aquellos hombres que naufragaron meses atrás. Murieron muchos pescadores. Después atacó al barrio de los nobles. Ordené que no salieran de sus casas pero desobedecieron, muchos han huido y difundirán la peste en la montaña. Desearía que hubieses estado aquí.

El rostro de Aster estaba ausente y dolido, con una gran preocupación, sus cejas se juntaron formando un rictus de dolor en el entrecejo, sus ojos brillaban, escuchaba atentamente pero su semblante parecía en otro lugar. Yo que le conocía bien, sabía que buscaba soluciones.

—¿Dónde hay enfermos?

—En muchas casas, dispersos por toda la ciudad, y constantemente mueren.

—Llevaremos a los enfermos a la casa de las curaciones.

—Está ya llena de gente.

—Entonces, habilitaremos para los enfermos un lugar fuera de la ciudad, en la explanada junto al mar, la ciudad tiene que quedar solamente con gente que esté inequívocamente sana.

Después, Aster me miró y le dijo a un hombre de la guardia:

—Lleva a tu señora a la fortaleza.

—¡No! Iré a la casa de las curaciones, sólo yo sé curar. Atenderé a los enfermos.

—Haz lo que he dicho —dijo Aster bruscamente.

Entendí sus razones, en la casa de los enfermos el peligro era mayor; pero yo no cedí y finalmente me dejó ir al lugar donde yo había vivido. Me separé de él y fui al lugar de los apestados, Romila estaba allí, macilenta y triste, sin moverse desde días atrás, preparaba pócimas para llevar a los enfermos. Con desvelo acudía a un lado y a otro de la ciudad. Se alegró mucho al verme junto a ella pero no había tiempo para bienvenidas, los enfermos reclamaban nuestros cuidados.

Murió mucha gente. Albión se llenó de un olor acre y noche tras noche, en la playa, se alzaban los fuegos de las piras funerarias. En el barrio de pescadores donde había comenzado la peste la situación era peor, la muerte campaba por doquier, Romila me repetía:

—Hay que hidratar a los niños, y sangrar a los adultos cuando les falte el resuello.

Aster organizaba a los hombres en la ciudad, los ánimos de las gentes se elevaban al verle de un lado a otro. Sellaban las casas donde habían vivido los infectados y las cubrían con cal, transportaban los muertos a la playa para quemarlos lejos de la ciudad y conducían a los enfermos a la casa de las curaciones.

Nos veíamos poco, pero de vez en cuando yo notaba su cuidado sobre mí. Me enviaba unas plantas medicinales, o pasaba rápido cabalgando cerca de mí, frenaba a mi paso y me saludaba con aquella inclinación de cabeza tan característica que movía su cabello oscuro.

La casa de las curaciones se volvió claramente incapaz de atender a la gente; entonces la vaciamos y trasladamos a los enfermos a los barracones de la playa. Romila y yo finalmente nos fuimos allí, en aquel lugar hacíamos lo que podríamos para atender a los enfermos, que de día en día se multiplicaban. Llegó el invierno, un invierno frío y húmedo que favorecía la difusión de la enfermedad.

En aquellos tiempos duros, la casa de Abato y los hombres de la extraña secta de los cristianos trabajaban cerca de los enfermos sin asustarse. Es verdad que algunos de ellos huyeron al principio, pero los que persistieron en Albión no cejaban en su lucha contra la enfermedad. Acudían mañana y tarde a recoger los cadáveres en la casa de los apestados, sin demostrar asco, cuidaban a los enfermos con amor y retiraban a los cadáveres con respeto.

Un día le pregunté a Abato:

—¿No tienes miedo de la muerte?

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