»No se me permitía estar mucho tiempo junto al cáliz; al terminar la celebración, los ornamentos eran conducidos a la cámara del tesoro regio y custodiados por el
comte
del tesoro. Alguna vez intenté seguir las joyas pero siempre de lejos y evitando ser observado.
»Por aquellos días, prosiguieron las ofensas y atropellos contra la reina. Una noche, pude oír que el rey se iba del palacio con otros compañeros de juerga, entre risas y bromas. De la cámara regia salían sollozos. Alarmado, entré en las habitaciones reales.
»Clotilde, llena de sangre, había sido golpeada de manera brutal posiblemente con una fusta, en la cara y en el cuello. Llamé a sus damas francas y examinamos sus heridas, después limpié la sangre que manaba por alguna de ellas con un pañuelo.
»—¿Qué os ha ocurrido?
»—Amalarico se ha enfadado conmigo. Había bebido de más y me golpeó sin querer…
»—¿Sin querer?
»—Se volvió loco de enfado cuando le dije…
»—¿Qué le dijisteis?
»Me miró con aquellos ojos transparentes, tan hermosos, brillantes por las lágrimas y exclamó:
»—Cuando le dije que esperaba un hijo. Un hijo suyo.
»—¿Y eso es motivo para golpearos? Ese hombre es un ser indigno e inhumano. Clotilde, os lo pido por Dios Nuestro Señor, debéis huir de aquí, volved a Francia con vuestro hermano. Él os protegerá. Cualquier motivo es bueno para guerrear con los godos.
»La cara de Clotilde estaba pálida, pero sus ojos brillaron con dignidad; entonces protestó con fuerza:
»—Nunca me iré de aquí. Éste es mi puesto, no hay otro lugar para mí. No quiero que ocupe mi lugar una barragana de las muchas con las que él se relaciona. Tampoco quiero que haya más guerras.
»Nunca había visto a Clotilde de aquella manera, era la hija de Clodoveo, la nobleza de su sangre se evidenciaba en la fidelidad a su destino. Después prosiguió con un tono más dulce:
»—Se le pasará. Amalarico no es siempre así. A menudo cambia y se vuelve de otra manera. Además sé que él sufre.
»—¿Sufrir…?
»—Sí, después se arrepiente. Cambia su actitud para conmigo y me pide perdón.
»Miré a Clotilde como si ella estuviese loca, como si desvariase; me di cuenta entonces hasta qué punto se había hecho dependiente de Amalarico, e intenté decirle algo pero ella se puso en pie y habló:
»—No me miréis así, Juan, yo le amo. Parece raro, pero le quise desde el primer momento en que le vi. Ha sido mimado y adulado. No sabe lo que es el amor y da la espalda a Dios. Pero yo sé que puede cambiar.
»Guardé el pañuelo ensangrentado en mi túnica de monje y no supe qué contestar. No recuerdo nada más de aquella noche, sólo sé que un odio infinito hacia Amalarico me cegaba. Más tarde me acerqué a la cámara del tesoro regio que estaba bien custodiada; intentaba ver la copa, pensé que la copa sagrada me permitiría curar las heridas de Clotilde y darme el poder para vencer a Amalarico. Uno de los guardianes me encontró allí.
»Por la mañana, me avisaron de que el duque Teudis quería verme.
»El gran duque Teudis era un personaje poderoso e influyente en la corte visigoda. Durante la infancia del rey había sido el máximo gobernante del reino, se había casado con una rica mujer hispano romana, pero era de procedencia ostrogoda. Fue nombrado tutor del rey por Teodorico el Grande, el Ostrogodo. Había sido regente de los visigodos durante años y, aunque Amalarico había alcanzado la mayoría de edad, él continuaba en la sombra gobernando las tierras de las provincias hispánicas.
»Por calles estrechas y embarradas salí de la ciudad y me dirigí al lugar donde moraba Teudis, una hermosa villa no muy lejos de Barcino, en una montaña no muy alta y desde donde se divisaba el mar. Los espadarios del duque que me hicieron pasar, formaban guardia en las puertas de la enorme mansión. Se abrieron las grandes puertas de madera y me condujeron a su presencia.
»Teudis se sentaba sobre un pequeño trono de cuero al que se accedía por dos escalones. Era un hombre fuerte de cabello largo canoso que rodeaba su rostro y lo enmarcaba con dos trenzas sobre la cara. Su cabeza estaba coronada por un casco de hierro, debajo del cual brillaban unos ojos grises muy penetrantes. Me examinó de arriba abajo y con voz ronca pero convincente habló en un latín de baja calidad con un fuerte acento germánico.
»—He sabido que la reina Clotilde ha sido golpeada y es constantemente vejada por Amalarico.
»Palidecí de ira y con voz colérica a la vez que dolida dije:
»—Sí, Amalarico la matará y ella se resigna a todo, no se queja ni quiere abandonarle.
»—Amalarico es un incapaz, un niño que ha nacido siendo rey, tiránico y caprichoso. No merece llevar la corona que ostenta.
»Me asombraron las palabras de Teudis, sobre todo me sorprendió que el lugarteniente del reino criticara de aquella manera al rey. Intenté decir algo pero Teudis prosiguió:
»—Sé que a menudo os acercáis al tesoro regio.
»Me sentí descubierto por la observación. Callé. Teudis continuó en un tono sibilino.
»—Y creo que podríamos ayudarnos mutuamente.
»—¿Ayudarnos? ¿En qué sentido?
»—Vos queréis salvar a la reina y un objeto del tesoro regio. Yo quisiera deshacerme del rey.
»—¿Qué pretendéis? ¿Que le mate?
»—No quiero que lo matéis. Sólo quiero que advirtáis a Childerico lo que ocurre con su hermana. Creo que él la ama tiernamente.
»—No es así. Childerico sólo ama sus propios intereses.
»—Pero puede ser que entre los intereses del rey franco esté la guerra con el godo, y una hermana querida y maltratada es una buena excusa.
»Entendí las intenciones de Teudis y comprendí que yo era un peón más en medio de una compleja trama, en la que en el centro estaba Teudis y, en el fondo, un cambio de dinastía en el reino de los godos.
»—Os daré medios para ir a la corte franca —prosiguió Teudis—. Estoy seguro de que Childerico estará muy interesado en ver el pañuelo con que limpiasteis ayer la sangre de su hermana. Vos que fuisteis su preceptor sois el más indicado para comunicarle estas noticias, a vos os creerá, a un godo no lo haría.
»Sentí que aquélla podría ser una solución al sufrimiento de Clotilde y, convencido, acepté.
»—Bien. Lo haré, pero con una única condición. La copa, el cáliz donde diariamente se celebra el sacrificio. Quiero ese cáliz.
»—El cáliz lo tendréis cuando Amalarico haya muerto y yo sea rey.
»Sin despedirme de la reina partí hacia el norte. El duque Teudis me proporcionó dinero y credenciales, así como una buena cabalgadura. Galopé durante días sin parar, apenas descansaba por las noches e incluso cabalgué las noches de luna llena. Con las credenciales del duque pude cambiar el caballo en las postas reales. Hacía calor en las tierras de cultivo de la Septimania, pero al llegar al Pirineo la nieve cubría los picos de los montes y un frío que yo no sentía por la galopada helaba el ambiente.
»Agotado llegué a Lutecia. En la fortaleza de los reyes francos algunas cosas habían cambiado y muchas seguían igual. Saludé a los conocidos y solicité audiencia al rey Childerico.
»Conocía las costumbres de la corte: las primeras horas de la mañana el rey las dedicaba a recibir embajadores y a despachar negocios públicos. Junto a su asiento, permanecía de pie el jefe de los espadarios; cerca de allí los guerreros que formaban la guardia real se situaban detrás de los velos y tapices que formaban las paredes de la estancia. Desde la cámara regia, se podía oír el murmullo de sus charloteos y si se alborotaban mucho, se les alejaba.
»Era aquél el momento apropiado para ver al rey.
»—Juan de Besson os presenta sus respetos —anunció el heraldo.
»Childerico, coronado y sentado en un trono, se rodeaba de sus nobles y de esa manera impartía justicia a su gente. Al oír el anuncio del criado se levantó de su sitial y abrió los brazos con gesto de reconocimiento.
»—Mi antiguo preceptor, el que me palmeaba por no conocer las letras latinas.
»Esbocé una sonrisa, yo también recordaba a aquel muchacho incapaz de fijar la atención en otra cosa que no fueran los combates y la guerra. Mi actitud se volvió más seria, sabía que Childerico era impulsivo, de iracundo carácter y sus reacciones eran inmediatas de rechazo o de aceptación; el éxito de mi embajada dependía de cómo le entrasen mis palabras, debía adularle para obtener su favor.
»—¡Oh! Mi señor Childerico, el más grande de los reyes francos. Habéis heredado la inteligencia preclara de vuestro padre y la misericordia de vuestra madre. Oíd atentamente las súplicas de un pobre monje que os enseñó las primeras letras en la juventud.
»—Decid, amigo, ¿qué os trae por estas tierras?
»Dejé que el silencio dominase el gran salón del trono para dar énfasis a mi discurso. Los funcionarios palatinos lentamente fueron callando intrigados por las palabras de aquel que servía en la corte hispana. Entonces hablé.
»—Muchos años ha que serví a vuestra madre y desde hace tres acompaño a vuestra hermana Clotilde en la corte goda. No callaré al deciros que he servido y amado a vuestra familia con la devoción que conocéis. Pues bien, mi señor, me inclino ante vos para suplicaros que veáis el pañuelo con el que limpié la sangre de vuestra hermana golpeada por el rey godo.
»Hasta aquel momento yo parlamentaba con las manos entrecruzadas por debajo de las amplias mangas, entonces las separé y saqué el pañuelo marcado por las huellas de la sangre de Clotilde.
»—¿Qué mostráis?
»—Este pañuelo cubierto de sangre lleva las huellas de la saña con la que el cruel rey Amalarico trata a su esposa y vuestra hermana. Clotilde precisa la ayuda de los francos. El honor de los reinos merovingios está siendo denostado por el godo. Además ultraja la fe de vuestra madre obligando a una princesa franca a practicar la innoble herejía arriana. No podéis consentir esto.
»El rey se levantó del trono donde se hallaba reclinado. Sus ojos brillaron y con gesto teatral exclamó:
»—Las noticias que aportáis son muy graves. Los godos vencidos en Vouillé por mi padre se atreven a atacar a los francos en la figura de una desdichada princesa franca. ¡No podemos consentir esto!
»Animado por su respuesta proseguí.
»—El gobierno despótico de Amalarico, al igual que a vos, ha irritado a muchos nobles godos que no le apoyarán si es atacado por los valerosos hijos del gran Clodoveo. Ésta es la oportunidad para atacar al reino hispano del sur.
»El rey alzó los brazos y con gesto majestuoso habló:
»—Nobles francos, los godos nos denigran y ultrajan en mi hermana Clotilde el honor de nuestros reinos. No consentiremos esto. Levantaremos un ejército que asolará las tierras hispanas y el tesoro regio de los godos, que debería pertenecemos tras la victoria de mi padre, pasará al reino franco.
»El brillo del oro hizo un efecto más beneficioso en los corazones de los nobles que rodeaban al rey que todos los agravios a la princesa. Aquellos belicosos nobles tenían ganas de guerra y sobre todo de botín, desde tiempo atrás buscaban una excusa para atacar los ricos feudos de la Hispania goda; ahora yo se la estaba proporcionando al igual que la información de una desunión entre los nobles del reino godo, que iba a facilitar sus planes.
»En los días siguientes, Childerico envió mensajeros por todo su reino para conseguir la ayuda de los nobles. Los guerreros iban llegando y disponiéndose en la gran fortaleza en el Sena. Childerico solicitó la ayuda de su hermano Clotario.
»Durante los preparativos, el rey Childerico se reunía diariamente conmigo para recabar detalles sobre la situación de las fuerzas godas del sur y los pasos en las montañas. Le di una cumplida información de lo que requería, además aproveché para solicitar un pago en el tesoro real de los godos si los francos obtenían la victoria. El pago sería la copa sagrada, yo no me fiaba enteramente de Teudis.
»Por las noches no dormí, preocupado por los días que avanzaban y porque Clotilde seguía junto a Amalarico expuesta a mil peligros. Además, me daba cuenta de que había dejado por completo al Único; la búsqueda de la sabiduría no era ya el centro de mi vida. Lo único que me ocupaba el pensamiento era una serie de manejos políticos y el afán desaforado por la princesa y por la copa.
»La campaña se demoró, el rey tardaba en llevar tropas para la guerra y la corte me sofocaba, mientras me sumía en la impaciencia. Por eso decidí acercarme a Besson. El monasterio no había cambiado nada, allí seguían mis antiguos compañeros, dedicados a la oración y a la predicación. En Besson pude encontrarme con el abad, un antiguo monje al que conocía desde los tiempos de Bangor. Él, que discernía los espíritus, comprendió la lejanía de Dios y la frialdad interior de mi alma. Sus palabras me pusieron en guardia para lo que después ocurrió.
»—Has errado el camino. Desprecia el mundo y sus pompas, regresa al hogar del convento; vuelve a Dios. Has emprendido una senda que sólo conduce al extravío.
»—Yo soy la única ayuda de la princesa franca. Ella morirá si no la apoyo.
»—Cada ser humano tiene su destino, y nadie muere ni un segundo antes de que llegue la hora decretada por el Altísimo… y por lo que me has contado Clotilde ama a su esposo y no quiere seguir otra suerte.
»—Él es cruel, la matará.
»—Tus pasos son errados. Has provocado una guerra entre dos pueblos y morirá mucha gente —dijo el abad; después, con voz profética, como adelantando el futuro prosiguió—: Ella no morirá un minuto antes de lo que Dios haya dispuesto. Reza, hijo mío.
»No le entendí, sólo recordaba a Clotilde llorando, maltratada, aquellos consejos me parecieron ingenuos y ridículos.
»—Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para evitar el sufrimiento de la que es inocente, la guerra o el asesinato si es preciso.
»—Te ha enloquecido una pasión indigna de la vocación a la que fuiste llamado; pero no es sólo eso… —dijo el abad pensativamente— buscas el poder.
»—Sí. Quiero la copa de las curaciones.
»—Olvida las antiguas supersticiones célticas y vuelve a tu fe cristiana. En esa copa hay algo sagrado y ha sido utilizada para celebrar los misterios, no debiera ser usada para otra cosa. Renueva tus votos sagrados, vive en ellos: en pobreza, en castidad, en obediencia a tus superiores. Te ordeno que dejes ese empeño que te aleja de Dios.
»Me rebelé ante aquellas palabras que me parecieron poco comprensivas con mi situación y no quise entender lo que el monje me decía. ¡Qué distinta habría sido mi vida si me hubiese contentado con una existencia retirada entre los bosques de Besson! Me fui de Besson enfadado conmigo mismo y con el abad, cegado por la indignación y deseoso de obtener la gloria y la redención de Clotilde a toda costa.