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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (48 page)

»Después del asesinato de Lostar, Lubbo se volvió contra mí. Yo estaba aún atado y él empuñaba aún el cuchillo dorado de los sacrificios. Intentó clavarme su arma, lanzándose contra mí, pero yo fui más ágil, me abalancé contra sus piernas y lo derribé. Lubbo cayó contra el fuego golpeándose la cabeza, y un olor a carne y a pelo quemado recorrió el ambiente. Se levantó chillando de dolor con el ojo abrasado y el pelo aún ardiendo. Brendan lanzó sobre el fuego que rodeaba a mi hermano una capa de sagún y apagó las llamas.

»Lubbo se repuso, aunque estaba herido y magullado; Brendan intentó ayudarle a levantarse pero él le empujó haciéndole caer y huyó del claro, hundiéndose en las sombras del robledal. Brendan me liberó de las ataduras y nos vimos rodeados de los de Lostar. El combate se endurecía, los nigromantes se unieron en un grupo compacto, en un momento dado uno de ellos imitó el ruido que Lostar había hecho antes, el aullido de un lobo. En el bosque apareció una manada de lobos que se lanzaron sobre los hombres de Brendan. Mientras nos defendíamos contra los lobos, el resto de los conjurados se replegaron.

»La lucha contra las fieras se prolongó toda la noche, tempo en el que nuestros enemigos aprovecharon para huir. Al amanecer muchos de los jóvenes aprendices de druidas habían muerto y Brendan estaba herido.

»Se convocó al Senado de los jefes de tribu para investigar todo lo ocurrido. Se practicó un juicio a los nigromantes, se encontraron más pruebas de sus crímenes y Lubbo y los demás fueron expulsados de la orden de los druidas y todos los que guardaban alguna relación con él fueron desterrados del poblado y de la isla.

»Supimos que Lubbo con otros de su compañía se fueron de las islas hacia las tierras bálticas. No mucho tiempo después de los sucesos del bosque, un día arribó al poblado un mensajero con un recipiente sellado. Lo abrimos. Dentro estaba una imagen de un hombre con un cuchillo clavado en el corazón y con agujas que simulaban la tortura. Junto a aquel despojo, un mensaje: «Así se hará con todo aquel que se oponga a Lubbo, el mensajero del dios Lug.» Desde las tierras de cortos días y largas noches llegaron relatos sobre un reino de horror, de torturas y de magia oscura. Lubbo se había convertido en el jefe de aquel grupo de druidas que practicaban la magia negra. Adoraban a Lug, el dios sanguinario. Lubbo se decía la encarnación viviente del dios, porque como a aquella sanguinaria divinidad le faltaba la visión del ojo que había perdido tras el fuego. Su rostro se hallaba deformado por las quemaduras e inspiraba terror. Intuí que bajo aquella proclama de poder, Lubbo, más que nunca, se sentía inválido y desdeñado. Comprendí que su única obsesión sería, desde entonces, encontrar la copa sagrada. La copa que permite curar todos los conjuros y que es el antídoto de todos los venenos.

Enol se detuvo, fatigado, al poco continuó hablando suavemente, como para sí mismo.

—La copa que yo alcancé cuando encontré a tu madre.

En ese momento, yo, que escuchaba atentamente, me sobresalté:

—¿Mi madre?

Me miró con una ternura llena de lástima y siguió relatando su historia, una larga, antigua y dolorosa historia.

—Tras la partida de Lubbo y la ejecución de Lostar, en el poblado se produjo una extraña calma, parecía como si de los corazones se hubiera alejado el mal. Las gentes retomaron las antiguas costumbres, y siguieron los consejos de Brendan, que se convirtió en el jefe del consejo. Los bretones volvieron a ser sinceros e íntegros. Desaparecieron las bellaquerías y artimañas que Lostar y los suyos habían introducido en el poblado, cesaron los excesos y la bestialidad.

»Brendan me pidió que me trasladase a vivir a la casa de las sanaciones para facilitar la atención de los muchos hombres que habían sido heridos en la batalla del bosque; después me quedé con él.

»Fue entonces cuando desembarcaron en la isla unos monjes cristianos, procedían de las costas de Eire y hablaban de un Único Dios y de su hijo Jesús. Visitaron las casas de todos los moradores hablando con las familias de aquel antiguo reducto celta, y las gentes les escucharon, quizá su mensaje de paz calmaba los espíritus que estaban doloridos tras las muertes y los destierros.

»Entre otros, Brendan les abrió su casa. Tras la llegada de los monjes, algo cambió en el druida, dejó de ser maestro para convertirse de nuevo en discípulo.

»Recuerdo una noche, yo estaba acostado en un rincón de la cabaña de las sanaciones, Brendan y el monje de Eire hablaban junto al fuego.

»—Entonces, ¿cuál es el sentido que dais al sufrimiento? —preguntaba Brendan, y yo atentamente escuchaba.

»—No. El sufrimiento no tiene sentido. Lo que el mal tiene de diabólico en este mundo es tan ilimitado, el padecer es tan sin medida, que cualquier intento de solución en una única fuerza natural lleva forzosamente a la desesperación intelectual, y toda forma de solución dual, dos fuerzas luchando entre sí, conduce al pesimismo. Con nuestras fuerzas naturales nunca encontraremos sentido al sufrimiento.

»Brendan, pensativo, sonrió, mostrándose de acuerdo.

»—Me agrada tu respuesta, si me hubieras dado alguna razón del sufrimiento, te consideraría un charlatán. Yo tampoco encuentro sentido al sufrimiento, ¿cómo puede permitir ese dios, el Único Posible, Bondad Pura y Absoluta, en el que tú y yo creemos, que el inocente sufra?

»—Tú lo has dicho —contestó el monje—, Dios permite el sufrimiento, sí, pero Él no es su causa. El sufrimiento procede del mal, de lo que nosotros llamamos pecado, y el pecado procede de la libertad. Si quitásemos el libre albedrío Humano, no habría pecado, y sin pecado el hombre no sufriría, pero el hombre estaría degradado al transformarse en un ser sin libertad.

»El monje calló. No entendí la profundidad de la doctrina que explicaba, pero aprecié que Brendan lo captaba todo, noté una cierta tristeza en su voz.

»—Entonces todo procede del mal que hay en el corazón del hombre. Si esto es así, no hay salvación.

»—Sí. Claro que existe. A través de la razón no entendemos del todo el profundo sentido del sufrimiento pero queda la fe.

»—¿Fe? ¿En qué?

»—La fe cristiana. Nosotros, los cristianos, creemos que ese Dios, al que tú llamas el Único Posible, envió su Palabra eterna, y se hizo hombre, él pagó el mal de los hombres, y lo hizo de manera sobreabundante, muriendo en una cruz.

»—¿La Palabra? —dijo Brendan emocionado—. ¿Sabías que el centro de la antigua sabiduría celta es la Verdad, el principio más alto que sostiene la Naturaleza, la verdad que está en la Palabra? Y ahora dices que la Palabra se hizo hombre. Todo es congruente, diáfano y claro. Cuéntame más acerca de la Palabra, de ese al que llamáis Jesús.

»Durante toda la noche, el monje de Eire instruyó a Brendan, ambos conversaron sobre la verdad, el bien y el sufrimiento. Yo escuchaba desde mi lecho en una duermevela, entendiendo parcialmente aquello de lo que hablaban.

»Un tiempo más tarde Brendan pidió el bautismo, con él muchos del poblado y casi todos los alumnos de la escuela céltica. Yo, en cambio, me resistí largo tiempo; Brendan no me forzó, aunque estoy seguro de que deseaba la conversión de aquel alumno aventajado, al que quería con amor de padre.

»Pasaron los meses, Brendan se retiró con los monjes a las montañas a adorar a Aquel a quien había descubierto. Me dejó al frente de la casa de curación, pero con frecuencia solía subir a las montañas a hablar con Brendan y sus monjes. Durante largo tiempo porfié con ellos. Me costaba diferenciar entre aquella doctrina vieja y la nueva, entre el dios y su fuerza. Yo veía en la Naturaleza a Dios y me parecía que a menudo la Naturaleza y lo Divino se confundían. Por otro lado, me costaba creer en aquel Dios que se había hecho hombre, que había muerto en un Supremo Sacrificio que anulaba todos los sacrificios antiguos. Para mí, el paso hacia el cristianismo era una negación de mi padre y una deserción de mi raza. Me debía a las tradiciones de mis mayores, que mi padre me había enviado a recuperar; no podía traicionarle después de haber perdido a Lubbo. Además, en mi tierra los cristianos habían llegado mucho antes que a la isla de Man, los considerábamos hombres incultos que desconocían las grandes ciencias célticas, gentes supersticiosas y de poco fiar.

»En las tierras cántabras, nadie entendería que yo abandonase las tradiciones antiguas por algo que consideraban una novedad absurda que negaba nuestras tradiciones. Yo soñaba con volver a mi pueblo, sabio, lleno de poder, fuerte y virtuoso, admirado de todos. Conocía bien que entre los cántabros el cristianismo se asimilaba a una defección y recordaba las palabras de mi padre, previniéndome contra esa doctrina.

»Por otro lado, ocurría que para mí la llamada al cristianismo iba ligada, sin saber cómo, con una llamada al monacato. Los otros druidas se convertían con sus familias, pero los jóvenes pasaban al monasterio que Brendan y los monjes habían fundado en las montañas. Buscando una nueva espiritualidad y un desprendimiento de lo terreno, se retiraban del trato con las mujeres. Yo amaba ahora a las mujeres y me había relacionado con algunas en el poblado, me parecía imposible romper con los lazos fuertes que en aquel momento me tendía la carne.

»Algo me llamaba a la vida retirada de los monjes y algo me repelía. Durante dos años me debatí en la duda, hasta que gradualmente aprecié que el único camino era ir hacia Aquel del que hablaban Brendan y los monjes celtas. Entendí que la nueva doctrina era más sublime que la antigua, y yo quería ser perfecto, poderoso, virtuoso y sabio. Ambicionaba los dones superiores y pensaba que con mis talentos naturales podía alcanzarlos, no creía en la gracia, ni en la fuerza salvadora de Cristo pero sí en la belleza de su doctrina. Además percibía que detrás del claustro de los monjes había poder. Me bauticé con el nombre del discípulo que Cristo más había amado, me llamé Juan; y quise ser el mejor entre los monjes. Después, hice los votos sagrados: pobreza, castidad, obediencia…

»Los monjes, orgullosos de un discípulo joven y sabio me enviaron a Eire, al antiguo monasterio de Bangor, para que aprendiese mejor la doctrina y leyese los textos guardados en aquel cenobio. Permanecí dos años, de allí me enviaron hacia Iona, donde se me concedió el inefable don del sacerdocio. Después, fui nombrado ecónomo y luego preceptor de novicios. Sentía que mi vida tenía un sentido, disfrutaba sintiéndome sabio y admirado por mi piedad y mis virtudes; pero yo anhelaba más, estaba lleno de ambiciones y en lo más profundo de mi alma sombras de dudas me nublaban la mente; buscaba ser perfecto con tantas ansias que esa lucha me quitaba la paz.

»Meses más tarde, llegaron noticias de Albión que hablaban del fallecimiento de mi padre, y una carta suya, a través de un comerciante. En ella expresaba el pesar por todo lo ocurrido con Lubbo, estaba trastornado al conocer su huida de la isla de Man y su conducta criminal. La carta era de largo tiempo atrás, en ella mi padre no parecía conocer mi conversión al cristianismo.

»Guardé la carta durante un largo tiempo y recuerdo que decía algo así: «El oprobio ha caído sobre nuestra familia, sé de los crímenes que ha cometido tu hermano Lubbo, pero nadie más aquí, en Albión, los conoce. Debes encontrarlo y curarlo de la locura que hay en su mente. Sólo se curará si pide perdón al Único y humildemente bebe de la copa sagrada. Encuéntrale y hazle cambiar. Si bebe de la copa sin cambiar su corazón, beberá su propia destrucción. Debes encontrar la copa sagrada y buscar a tu hermano, después es tu obligación regresar al lugar que te pertenece entre los nuestros. Te responsabilizo de la suerte que corra tu hermano Lubbo, y ante el Dios de nuestros padres te exijo que cargues con la pena y la culpa de tu hermano.»

»La carta y su contenido me hicieron recapacitar, un gran remordimiento me ocupó la mente. Aquellos años yo solo había pensado en mi adelantamiento, descuidando mis deberes frente a mi raza y mis gentes. Olvidando que tenía un hermano que estaba perdido y alejado de todo contacto con el bien. El pesar y el sentimiento de culpa se abrieron paso en mi alma, y en aquel estado decidí realizar el voto de no cejar hasta que encontrase a mi hermano y la copa sagrada.

XXX.
En tierras francas

—En aquel momento, en el cenobio se produjo un movimiento de migración hacia el continente europeo: la peregrinación por Dios. Olvidados de todo lo temporal, sin lazos con lo terreno, los monjes se hacían mendigos y caminaban sin un rumbo fijo para extender su mensaje de salvación al mundo rural aún pagano. Muchos embarcaron hacia las costas galas y me uní a ellos. Al llegar al continente busqué a mi hermano pero sin mucho ímpetu. Encontrar a Lubbo en las Galias era como buscar una aguja en un pajar, oí hablar que en las tierras de los antiguos parisios se habían cometido crímenes y sacrificios humanos según los olvidados ritos célticos, se atribuían los crímenes a una secta dirigida por un hombre cojo. Quizá Lubbo podría estar detrás de aquello pero no conseguí sacar en claro quiénes eran los que cometían aquellas tropelías. Los francos merovingios capturaron a algunos de los que practicaban los ritos inmundos y los ajusticiaron, pero su cabecilla había escapado hacia el sur. Después no llegaron más noticias y quise suponer que Lubbo habría muerto. En cuanto a encontrar la copa, me parecía una quimera irrealizable, más aún cuando yo ya no poseía el colgante ámbar.

»Me reuní de nuevo con los monjes y ayudé a los hermanos aplicando mis conocimientos en la ciencia de la sanción. Los campesinos pensaban que yo obraba milagros y me llamaron santo. Así comencé a gozar de un gran prestigio como curador y taumaturgo. Las gentes nos seguían.

»Caminamos sin cesar hacia el norte y hacia el este; al fin, detuvimos la migración en un valle feraz entre montañas, una hermosa llanura de tierra verde peinada de viñedos. Los Vosgos nos rodeaban por todas partes y en sus cumbres nevadas volaban las águilas. Aquel lugar se llamaba Besson, algunos jóvenes se nos unieron y fundamos una abadía, de la que fui su superior durante largos años. La reputación del abad Juan se difundió por toda la tierra de los francos y así me comenzaron a conocer por el nombre por el que hoy me denominan en las tierras godas: Juan de Besson. Pasó el tiempo y llegué a la madurez. En Besson fui feliz, olvidé mi tierra, a mi padre, a mi hermano y al pasado.

»Un día, varios de los monjes que trabajaban en el campo vieron llegar una comitiva armada, cinco jinetes con la librea de la corte merovingia. Los monjes los condujeron hacia donde yo curaba las heridas de un leñador que se había cortado con el hacha.

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