»Entonces el rey habló:
»—Hace unos años, un nigromante me habló de una copa. Me dijo que el que consiguiese la copa sagrada de los celtas dominaría el mundo. Cuando la poseyeron los celtas, éstos saquearon Delfos. Muchos años más tarde, los romanos vencieron a los galos porque éstos habían perdido la copa. Vercingetórix, el galo, la vendió a un centurión de César para conseguir oro y dominar al resto de las tribus. Después los romanos vencieron a los galos y el centurión llevó la copa a Palestina. Dicen que esa copa fue utilizada por Cristo en la Cena, y después usada por Pedro y los primeros papas y llevada a Roma. Allí permaneció escondida durante más de trescientos años proporcionando poder y paz al imperio. En el saqueo de Roma, Alarico I la consiguió y la guardó en el tesoro regio de los godos. Gracias a ella, bajo el rey Turismundo, los godos derrotaron a Atila en los Campos Cataláunicos. Casi cincuenta años más tarde, un rey visigodo, Alarico II, se casó con una hija de Teodorico el Ostrogodo, en las bodas regaló la copa al rey ostrogodo. Dicen que por eso Alarico fue derrotado en la batalla de Vouillé ante mis tropas; e1 poder de los visigodos había menguado al perderla. A la muerte del ostrogodo Teodorico, el tesoro de los godos fue entregado a su nieto Amalarico y enviado a Barcino, capital de la Hispania goda. La copa volvió a los godos, por eso no logro derrotarlos. Todo indica que ahora está en manos de los godos; pero no es fácil reconocerla. ¿Tú la has visto?
»—No, mi señor.
»Clodoveo pareció decepcionado.
»—Hace unos años en estas tierras los campesinos estaba asustados por unos hombres que raptaban niños y doncellas para realizar sacrificios humanos. El jefe de ellos era un tal Lubbo, ¿lo conoces?
»Le miré asustado sin responder.
»—El tal Lubbo se decía reencarnación de una antigua divinidad, el dios Lug, estaba deformado y era tuerto, gobernaba a un grupo de nigromantes. La Iglesia los denunció y yo los apresé; murieron torturados, aunque su jefe logró escapar. A mí me gusta la magia negra y oscura, que proporciona poder, creo más en ella que en los misterios cristianos. Uno de los nigromantes, para evitar la tortura, me relató el secreto de la copa del poder. Creían que aquel hombre, Lubbo, poseía una parte de ella. Al parecer, una piedra ámbar. Di orden de búsqueda y captura de Lubbo, me figuré que iría hacia el reino godo y mandé mensajes a Amalarico para que lo detuviese como un peligroso enemigo. Pero él huyó hacia algún lugar y aún anda escondido. Hace poco tiempo me llegó la noticia de que un monje celta, al llegar al continente, había preguntado por Lubbo. Ese monje celta se llamaba Juan y era el abad de Besson. Y tú eres Juan de Besson.
»—Sí.
»—¿Qué relación tienes con Lubbo?
»Era inútil ocultar nada.
»—Lubbo —dudé— efectivamente es mi hermano. Mi familia ha guardado el secreto de la copa durante generaciones, pero hace cientos de años se perdió. Hay una marca, una piedra color ámbar que ahora está en manos de Lubbo.
»—Necesito saber cómo es esa copa para exigírsela a Amalarico.
»Callé un instante y recordé lo que mi padre me había revelado, entonces lentamente dije:
»—Una copa de medio palmo de altura, exquisitamente repujada con base curva y amplias asas unidas con remaches con arandelas en forma de rombo. En la base tiene unas incrustaciones de coral y ámbar; yo poseí una de ellas, ovalada. Dicen que es muy hermosa.
»—Sí. Sé que existe una copa así en el tesoro del rey godo. Me confirmas lo que ya sabía.
»Clodoveo se detuvo y me miró con sus ojos penetrantes e inteligentes.
»—Sé que amas a mi hija, y la has hecho mejorar. Quiero casar a Clotilde con Amalarico a cambio de la copa sagrada.
»No podía imaginar a Clotilde entregada en matrimonio y temí por ella, estaba enferma, era frágil y vulnerable; pero ¿qué iba a decir yo al poderoso rey de los francos? Intenté poner alguna objeción pero Clovis me hizo retirar de su presencia; no necesitaba más de mí, solamente quería confirmar lo que había ya averiguado por medio de sus espías y de la tortura.
»Unos días más tarde se supo que la princesa Clotilde sería desposada con el rey Amalarico de los godos. En la corte se dispusieron los preparativos para la salida de la princesa, cuando de modo inesperado y repentino el rey Clodoveo murió mientras dormía. Fue enterrado en el Mons Luctecio en la iglesia de los Apóstoles. Me sorprendió el intenso dolor de la reina en el sepelio de su esposo, le dolía la muerte de aquel a quien ella había amado, pero sobre todo… adivinaba lo que iba a ser el futuro de sus belicosos hijos. Y es que a la muerte de Clodoveo el reino fue dividido entre ellos. Thierry o Teodorico fue investido rey de Reims, a Clodomiro le correspondió el valle del Loira y la Aquitania. Clotario fue rey de Soissons, también le correspondieron las posesiones francas del norte de la Galia y Bélgica. Por último, a Childerico, rey de París, le cupo en suerte el valle del Sena y la Normandía.
»La reina Clotilde comenzó un amargo calvario ya que nada más morir el rey, sus herederos iniciaron unas guerras fratricidas para ampliar el control de sus reinos. Ella sufría al ver los reinos devastados y los crímenes y fechorías de sus hijos. Se consoló con una vida de caridad, atendiendo a los pobres y enfermos, y sobre todo con la compañía de su hija, ya totalmente curada. Así transcurrieron unos meses; entonces el rey Childerico, jefe de la casa merovingia, ordenó que la joven princesa Clotilde acatase el destino que su padre Clodoveo le había procurado.
»En el otoño del año 526 de Nuestro Señor, mi señor el rey Childerico dispuso que su hermana menor contrajese matrimonio con el rey godo Amalarico. Yo debía acompañar a la joven princesa a la corte goda, que en aquellos años se situaba en la lejana ciudad de Barcino.
De las brumosas tierras cercanas a Lutecia, llegamos a las feraces campiñas del sur y recorrimos las llanuras francesas hacia el mediodía. Cruzamos el Pirineo, blanqueado por las primeras nieves. A través de la Septimania llegamos a Barcino junto al mar de los romanos, donde nos esperaba el rey Amalarico.
»Durante el viaje, observé a Clotilde. Aceptaba su destino, que quizás había visto años atrás en sus visiones. Era hija de rey y no se rebelaba ante su futuro. Al ver el mar, sus hermosos ojos claros sonrieron, me dijo que ahora había dejado de ser un charco y se convertía en río pues había llegado al océano. A menudo me preguntaba cómo sería la corte goda y con sus damas hablaba del rey que iba a ser su esposo. Supliqué a Dios que sus esperanzas no quedasen defraudadas y que su esposo la amase tanto como yo. Mi corazón no escuchaba ni veía nada que no fuese el rostro de la princesa; pero nunca permití que el fuego que me consumía se transformase en palabras. Yo era un sediento que cerca de la fuente de las aguas se resistía a beber. El camino a través de la vía Augusta se iba aproximando a su fin, pero yo no deseaba llegar a nuestro destino, ni quería alcanzar la ciudad del godo, temía el futuro; sin embargo, un día desde un altozano divisamos la ciudad de Barcino.
»Barcino era la más hermosa ciudad del mediodía, fortificada con amplias defensas de piedra y construida sobre el Mons Taber en una pequeña elevación sobre el mar. Las murallas octogonales e irregulares se adaptaban a la forma de la colina. Los lienzos de la muralla, muy gruesos, estaban coronados por setenta y ocho torres, diez de ellas también octogonales situadas en los ángulos y en las puertas. Las fortificaciones hacían a la ciudad de fácil defensa y con una excelente vista sobre el litoral. Dos acueductos construidos en tiempos romanos abastecían de agua la urbe y mostraban su grandeza. Por la puerta decumana de la montaña entramos en la ciudad y a través de la gran calle que atravesaba la urbe, el decumanus máximo, llegamos al foro. La ciudad estaba llena de vida; a nuestro paso, oímos el bullicio que salía de las fábricas de salazón y los gritos de artesanos tiñendo ropa. En el foro, las antiguas basílicas romanas habían sido convertidas en iglesias y el vetusto templo de Augusto en un palacio donde habitaba Amalarico. Más allá de los foros, a través del decumanus máximo, se divisaba el mar y uno de los fondeaderos con barcos de bajo calado. El día era cálido y palmeras y cipreses sombreaban a la multitud apiñada para ver llegar a la princesa franca.
»En las escaleras de un palacio, situado en el foro y con grandes columnas romanas en la fachada, nos esperaba el rey Amalarico. Recuerdo los pendones godos tremolantes al viento, y al rey bajo un gran palio de brocado, erguido, esperando a su prometida. La princesa franca subió por los peldaños que conducían hacia el rey. Ella sonreía tímidamente deseosa de agradar, lleno el rostro por la curiosidad de conocer a quien se le había asignado como esposo.
»Amalarico miraba al frente, y su expresión era fría. Yo escrutaba con preocupación el semblante de ella y lo que vi me dejó sorprendido. Clotilde se ruborizó y en la expresión de su rostro pude darme cuenta de que había admiración hacia aquel joven guerrero.
»Era Amalarico un joven de unos veinte años, en toda la plenitud de facultades físicas. De complexión fuerte desarrollada por la lucha y la caza. Su rostro era rectilíneo, con grandes ojos de color azul oscuro, con una suave barba rubia, una boca desdeñosa y pómulos marcados y altos. De elevada estatura y buena planta: un hombre gallardo y muy apuesto. En Amalarico se mezclaban las dos líneas godas —visigodos y ostrogodos—, pues su madre Thiudigotha era hija del gran rey Teodorico de los ostrogodos, y su padre Alarico descendía del rey visigodo del mismo nombre, que ciento dieciséis años atrás había saqueado Roma. Todo su porte era de una gran arrogancia. Educado como rey desde niño, sometido a la adulación, era un hombre orgulloso.
»La boda tuvo lugar a los pocos días. Clotilde fue obligada a un nuevo bautismo por inmersión y el ceremonial de los desposorios se realizó según el rito arriano. Ella entregó su dote, que fue agregada al tesoro del rey godo. Yo me incorporé a la corte de Barcino dentro del séquito de la reina.
»Pronto comprendí que Clotilde sufría. A menudo se atormentaba por no ser buena esposa. Supe, aunque no por ella, que él a menudo la golpeaba, burlándose de sus trances y ausencias.
»Un día Clotilde habló.
»—Creo que ya sé por qué no soy capaz de agradar a mi esposo. Él está herido, dice que mi padre asesinó al suyo y que todas las desgracias le vienen de ahí. No me ama porque soy hija del que mató a su padre.
»—Escucha, Clotilde, fue una guerra, Alarico murió en el campo de batalla. Amalarico ha querido libremente ser tu esposo, debe respetarte. Me han dicho que no es la primera vez… que te golpea.
»Clotilde se ruborizó como si la hubiese cogido en falta, y desprevenida contestó:
»—¡Oh! Alguna vez ha ocurrido, pero después se arrepiente y me pide perdón. No le gusta mi fe católica. Pero yo lo sigo siendo en secreto. ¡Cómo voy a traicionar a mi madre! Ella no permitiría que su hija fuese arriana. Acudo a los oficios de la Iglesia católica al alba cuando mi esposo aún está durmiendo.
»—Durmiendo o quizá despertándose de la juerga nocturna.
»—No hables así.
»Bajó los ojos, en ellos brillaban las lágrimas. Me dolió verla así y le respondí airadamente.
»—Vives en un mundo de ensueños, le justificas todo.
»Ella mansamente contestó:
»—Será porque amo a Amalarico, yo veo en él lo que podría ser y no es…
»—Entonces… ¿Quieres todo el mal que te hace a ti y hace a otros?
»—No, sé que hay cosas que no son buenas en él, y no me gustan pero yo veo más allá, amo en él al hombre bueno que podría ser y que, por su educación, por su pasado, no es.
»Me retiré de la cámara de Clotilde rabioso, lleno de celos y de odio hacia aquel que destrozaba a la princesa. Nada podía hacer con ella, que confiaba ciegamente en Amalarico y pensaba que él cambiaría. Ella le quería y yo no podía soportarlo. Me llenaban el rencor y los celos hacia el godo.
»Una mañana en la que, al alba, la reina se dirigía a una iglesia, Amalarico la divisó desde lejos. Clotilde iba recogida devotamente. La ciudad aún no había despertado. Acompañaban al rey un grupo de hombres jóvenes, templados por el vino tras una juerga nocturna. Entonces, los compañeros de Amalarico lo incitaron contra ella y riendo se dirigieron a las cuadras del palacio. En un cubo recogieron una buena cantidad de excrementos que mezclaron con agua. Se escondieron a la salida de la iglesia. Cuando Clotilde avanzaba entregada a sus pensamientos, la rociaron de inmundicia.
»La reina llegó al palacio demudada, sin proferir una queja, pálida de horror y de asco. Aquel mismo día, Clotilde, por primera vez, se enfrentó a su esposo y defendió lo que ella creía. No supe cómo fue la discusión pero finalmente él le prohibió volver a salir a la iglesia, aunque condescendió en habilitarle un lugar en el palacio de Barcino donde pudiese celebrar la misa católica ocultamente. Así, ordenó que los vasos y los ornamentos litúrgicos fueran retirados del tesoro y después devueltos a él.
»Entonces, celebré la misa para ella.
»Al acercarme al altar temblaba, porque no me sentía digno. Musité las palabras con calma, intentando concentrarme, pero me distraía. Balbucí las palabras sagradas sobre el pan, y entonces tomé en mi mano el cáliz donde se había depositado el vino. De modo rutinario musité las palabras sagradas:
»—
Hie est enim calix
…
»
”E ste es el cáliz”
, había dicho en latín; fue en aquel momento cuando me fijé en la copa y me detuve asustado. La copa brilló y no pude seguir sino que me quedé mirándola durante unos segundos que se me hicieron eternos. El acólito, que me acompañaba, me tocó el hombro y yo regresé a la realidad y finalicé las palabras. Después elevé el cáliz y de nuevo lo observé en lo alto; una copa de medio palmo de altura, exquisitamente repujada con base curva y amplias asas unidas con remaches con arandelas en forma de rombo. En la base, vi unas incrustaciones de coral y ámbar. En aquel momento, aprecié que en la base donde debía existir una incrustación ámbar, simétrica con otra de coral, no estaba, había un hueco en aquel lugar, y allí se había marcado una cruz.
»Mi corazón comenzó a latir precipitadamente.
»Acabé la celebración como pude. Después, me retiré a mis aposentos, dejando a Clotilde sorprendida por mi actitud. Desde aquel día, me obsesioné con la copa, oficiaba el rito eucarístico sin devoción. Sólo miraba la copa, con ella curaría para siempre a Clotilde, con ella conseguiría el poder y el amor.