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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (53 page)

»Volví a la corte, pero Childerico, ávido de aplastar al godo, había conseguido un gran número de tropas y el ejército había abandonado ya dos días atrás la ciudad del Sena. A las tropas de Childerico de París se unieron las de Clotario de Soissons. El rey había también partido cuando regresé a Lutecia.

»Emprendí el camino hacia el sur. El ejército del rey había requisado los animales y no me fue fácil encontrar monturas para cambiar mi caballo exhausto, debía detener mi cabalgada por las noches. Me llegaron noticias de que las tropas francas y godas se habían encontrado cerca de Narbona y los godos habían sido rechazados por los francos, pero todo era confuso.

»Al fin, desde la lejanía, en una llanura frente al mar y cerca de la ciudad de Narbona, divisé a los dos ejércitos dispuestos frente a frente. Las tropas de la vanguardia se dirigían una contra a otra, la batalla en aquel momento estaba aparentemente igualada. Sobrepasé la retaguardia del ejército franco con un salvoconducto que me había expedido Childerico y a través de vericuetos extraños me introduje en las líneas godas.

»La lucha era intensa, al acercarme más al campo de batalla distinguí las murallas de la ciudad de Narbona y, aún más allá, el mar que brillaba en el golfo de León. No había mucha vigilancia por ningún sitio y sí un gran descontrol. En el campo de batalla unos soldados godos huían mientras que otros se dirigían al frente. Todo era un caos. Entendí que Amalarico había despreciado al experimentado duque Teudis e intentaba dirigir las tropas tal y como si fuese una de sus correrías nocturnas. Pero la suerte no favorecía al rey godo.

»Me retiré y desde una cumbre pude ver la ofensiva entre godos y francos. Como aves carroñeras que buscan su presa los ejércitos francos avanzaron mientras los godos se deshacían. El frente se situaba en una hondonada entre cumbres no muy altas, pero sí escarpadas, de montañas de piedra cizallada. A lo lejos rutilaba el Mediterráneo. En aquel valle antes habían existido campos de labor que ahora habían sido destruidos por la guerra. Los campesinos habían huido. Un río de escaso caudal corría con las aguas teñidas por la sangre de muertos y heridos.

»Pude ver el pendón de Teudis a un lado del frente de batalla. Junto a él, desafiando la deserción general de los godos, algunos hombres destacaban por su valentía. Desde mi atalaya pude observar a un hombre joven fuerte y hábil con la espada. Descabezó de un golpe de hacha a un enemigo: era Leovigildo. Cerca de él, luchaba su hermano Liuva, un hombre grueso y poderoso que avanzaba con precaución pero sin miedo. Un jinete franco espoleó su caballo hacia delante a todo galope, intentando atravesar a Liuva con la lanza, pero él se agachó a tiempo y al pasar el jinete, Liuva le hirió por el ijar. Teudis mientras tanto lanzaba a sus hombres a la batalla y se mantenía firme observándolo todo detrás.

»La lucha se prolongó durante todo el día. La victoria de los francos era evidente, pero al llegar la tarde los dos ejércitos se retiraron a sus campamentos. Al anochecer pude avanzar hacia el campamento godo.

»Entonces me dirigí hacia la tienda donde lucían los gallardetes del duque Teudis. Al entrar, pude ver a varios capitanes reunidos, entre otros se encontraba el duque Teudiscío, hombre de buen beber que alzaba una copa, y el duque Claudio de la Lusitania. Hablaban en voz tenue.

»Penetré inesperadamente, tapado por una capa oscura que cubría mi pobre hábito monacal. Los capitanes presentes en la tienda se sobresaltaron y llevaron su mano a las espadas; entonces me descubrí y Teudis habló.

»—Serenaos —dijo Teudis—, es Juan de Besson, de confianza.

»—He cumplido el mandato que me indicasteis.

»—Podéis hablar con libertad, todos están en nuestros planes.

»—Bien. El rey Childerico está al frente de las tropas. La batalla está perdida para vos.

»Teudis habló lentamente, en su rostro no se adivinaba pena por la derrota ni arrestos para conseguir la victoria, su expresión era neutral.

»—Nuestra esperanza hubiera sido que Amalarico cayese en el combate, pero el cobarde ha huido, y nos ha dejado en el campo de batalla frente a frente con el enemigo. Si nos rendimos caeremos en manos de los francos y no habremos logrado nuestros propósitos.

»—¿Entonces?

»—Todos nuestros planes han fallado. Algunos confidentes nos han indicado que el rey ha ido a Barcino. Al salir del campo de batalla sólo tenía dos objetivos que os atañen directamente: el primero es vengarse de la reina, a la que acusa de esta guerra y de llamar a su hermano. Childerico envió un mensaje a Amalarico en el que atribuía la causa de la guerra a las torturas sufridas por su hermana a manos del godo. Cree que ha sido su esposa la que ha llamado a los francos, salió del campo de batalla con la idea de vengarse en Clotilde.

»Al oír aquello me asusté y exclamé preso de una gran consternación:

»—¡Oh! ¡Gran Dios! La matará, sé que la matará…

»—A no ser que vos le matéis antes.

»—¿Matarle…?

»—El segundo fin de Amalarico es huir con el tesoro regio, dicen que ha ordenado que se embarque ese tesoro en una nave en el puerto. Con el tesoro está la copa que tanto deseáis.

»—Haré lo que me digáis.

»—Mirad, buen monje, no tengo ningún interés en la princesa franca pero deseo con todas mis fuerzas la muerte de ese engreído que ha destruido el reino que yo y su abuelo con tanto esfuerzo construimos. Id a Barcino y matad a Amalarico. Después podéis adueñaros del tesoro real Y tomar de él lo que os plazca. Si hacéis esto tendréis mi total amistad. Pero matad a ese renegado, a ese tirano.

»El rostro de Teudis traslucía todo el odio que e1 duque albergaba hacia Amalarico. Durante la infancia de Amalarico, Teudis había hecho crecer el reino godo, pero a la muerte de Teodorico el Grande, Amalarico se había rodeado de aduladores y de los nobles que le acompañaban en sus salidas nocturnas, prescindiendo totalmente de sus servicios. Ahora que Amalarico se hallaba en apuros con los francos, le había hecho llamar de nuevo, pero no seguía sus indicaciones y le había despreciado delante de los nobles de la corte. Teudis había intentado por todos los medios que muriese en la batalla pero Amalarico, cobarde al fin, había huido de la refriega, dejando la guerra atrás. Los nobles reunidos en torno a Teudis mostraban la misma actitud de odio al monarca. Estaban confabulados para proclamar rey a Teudis en cuanto cayese Amalarico, y después rechazar a los francos, pero no contaban con la huida del rey. Ninguno de ellos quería mancharse las manos con un regicidio y por ello me enviaban a mí a que lo cometiese.

»Salí de los reales de Teudis, con un doble propósito: encontrar a Clotilde y matar a su esposo. Al sur, discurría la via Augusta, la antigua calzada romana que recorría la costa y llegaba hasta Barcino. La luna iluminaba el mar con fuerza; desde los acantilados, la visión del océano, calmo y sin olas, me sobrecogía. Yo respiraba odio hacia Amalarico. A mi mente volvía una y otra vez la hermosa copa dorada, la copa que había pertenecido en el pasado a mi familia y, de alguna manera, me parecía verla en el brillo de la luna sobre el océano. Cabalgué toda la noche y, al alba, mi caballo agotado no pudo seguir. Descansé apenas unas horas y cuando mi caballo se repuso continué todo el día y toda la noche mi recorrido hacia el sur por la vía Augusta.

»Aún no había amanecido cuando divisé Barcino, sus murallas octogonales, las torres y, a lo lejos, los dos fondeaderos donde los barcos se balanceaban con el viento de la noche. Cuando me aproximé a la ciudad, el alba llenó el cielo de resplandores rosáceos, a lo lejos centelleó el mar que está en medio del mundo, el Mediterráneo, de un azul verdoso suave y resplandeciente, muy distinto del brumoso mar del norte. Las puertas de la ciudad se abrieron y los guardas me dejaron pasar ante las credenciales de Teudis. En la ciudad había revueltas que acusaban al rey de la derrota frente a los francos, y sus habitantes tenían miedo de que la ciudad fuese pasada a cuchillo si era tomada por las tropas de los merovingios. Recorrí las calles estrechas y empinadas de Barcino, pasé el foro, llegué al palacio de los reyes godos, el lugar donde Gala Placidia había desposado a Ataúlfo, en el origen del reino godo en Hispania. Desmonté del caballo dentro ya de la fortaleza; los guardias al verme me saludaron con una inclinación, reconocieron al monje que servía a la reina; sus caras eran sombrías. Recorrí los oscuros pasillos del alcázar, alumbrados débilmente por la luz de las antorchas. Al fondo, cerca de los aposentos de Clotilde, oí a las mujeres sollozar.

»Entré en la habitación de la reina. Todo estaba en desorden. En el lecho, deformada por los golpes, yacía Clotilde inconsciente. Su abdomen estaba muy abultado.

»—Clotilde… —dije estremecido—, háblame. ¿Qué ha pasado?

»Pero ella ya no podía hablar. Una dama, tú la conocerás, se llamaba Marforia, que amaba en gran medida a la reina me dijo:

»—Ha sido el rey, últimamente la golpeaba con frecuencia, pero hoy al llegar del campo de batalla se ha ensañado. No hemos podido hacer nada. Salvad al menos a su hijo.

»—¿Su hijo?

»—Sí. Está vivo, ella sólo sollozaba pidiendo que respetase a su hijo. El rey gritaba que su sangre baltinga no se uniría con la sangre de los traidores francos.

»Examiné a Clotilde con mis manos experimentadas en la curación. Me di cuenta de que aún vivía, pero que no tardaría mucho en morir. Decidí que salvaría a ese hijo por el que ella había luchado. Con mi daga abrí su abdomen sin que ella articulase un lamento, apenas salió sangre de la herida; de dentro de su vientre salió una pequeña niña, prematura pero fuerte. Marforia, la cogió en sus brazos y la golpeó fuerte hasta que lloró.

»Entonces, yo me senté junto al lecho de la princesa franca, le cogí la mano y la besé. Ella pareció abrir los ojos. Fue en aquel momento cuando de nuevo recordé la copa. La copa que sanaba todas las enfermedades y que estaba en el tesoro regio, con esa copa curaría a Clotilde. Me apresuré a vendar el vientre de la reina y la dejé con sus damas, dirigiéndome al puerto de Barcino.

»No me fue difícil reconocer el barco de Amalarico en el que ondeaba la enseña real. Los soldados godos que le acompañaban me reconocieron como un servidor de la reina y franquearon mi paso. Me dirigí hacia el camarote de proa, donde encontré a Amalarico durmiendo borracho. Pensé que después de golpear a su esposa, lo habría celebrado bebiendo. No me oyó entrar.

»Por el suelo de la cámara rodaban las joyas del tesoro, armas engastadas en oro, monedas, collares y en medio de todo aquello pude ver, tirada por el suelo, la hermosa copa que había sido la esperanza de los celtas durante años; la copa de la curación. Al dirigirme hacia la copa, tropecé con un candelabro de cobre tirado en el suelo; en ese momento, Amalarico, tumbado en su lecho al fondo del camarote, despertó de su borrachera.

»—¡Ah! Es el monje, el fraile que obliga a mi esposa a obedecer a la religión inmunda. Pues ya no vas a poder hacer nada. La he matado. —Rió con voz de poseso—. No vas a poder tramar más traiciones. La franca ha muerto.

»—No, aún no ha muerto y tenéis una hija —le dije.

»—¿Una hija? Una hija de la puta.

»Al oír el insulto, una furia irrefrenable me dominó y comencé a temblar de arriba abajo. Sin poder contenerme alcé la misma daga con la que había abierto el vientre de Clotilde y apuñalé con ella al tirano, una vez y otra. Amalarico no profirió ninguna queja. Al matarlo, sentí placer; el placer de la sangre del que me había hablado mi hermano Lubbo. Metí la hoja del cuchillo profunda en su pecho, abriendo la cavidad torácica. Como en las ceremonias de los antiguos druidas, extraje de su pecho el corazón. Después contemplé la faz del último rey baltingo azulada y contraída por el dolor. Yo maté a tu padre, niña, y le hice morir sin sacramentos, sin permitirle el arrepentimiento, condenándole a un castigo eterno. Y gocé de odio, de rabia y de venganza.

Enol se estremecía en el lecho, su rostro mostraba la pasión que le había dominado. Sentí compasión hacia él. Aquel padre rey no significaba nada para mí y ahora, además, le despreciaba por haber asesinado a mi madre. Enol había sido mi guardián durante años, había cuidado de mí desde que yo era una niña. Entonces le pasé la mano por la frente con suavidad.

—Calma, calma —le dije entre lágrimas—, no hables más. Nada importa ya.

—No. Debo seguir, debes conocerlo todo —me dijo mirándome y después solicitó a Mássona—. Pido perdón a Dios por ese crimen execrable.

—Qué Él tenga misericordia de ti.

—Pido perdón también por lo que a continuación os relato.

»Metí en un saco el tesoro que guardamos durante años en la fuente y cogí la copa. Los soldados del barco me dejaron pasar sin sospechar nada de lo ocurrido con su señor. Monté a caballo y me dirigí hacia la ciudad, a la fortaleza donde tu madre agonizaba. Al llegar allí, ella ya estaba muerta. Las damas de la corte sollozaban sin saber qué hacer. Corté un mechón de sus cabellos y lo guardé en una caja de plata donde ella solía guardar sus joyas. Las lágrimas acudieron a mis ojos y me quedé allí contemplando su dulce rostro, ahora en paz.

»De pronto oí un sonido, un infante gimoteaba. Eras tú que aún vivías. Entonces, te tomé en brazos y delante del cadáver de tu madre juré que llegarías a ser reina de los godos. Ésa sería también mi venganza sobre tu padre, un descendiente de los francos estaría en el trono baltingo.

»Pronto las tropas godas entrarían en la ciudad escapando de la derrota frente a los francos. Debía huir cuanto antes. Entendí que el duque Teudis, que buscaba el poder, te mataría o te utilizaría para sus fines. Así que te envolví entre unas mantas y me dirigí afuera de la estancia. Entonces, Marforia, que tanto había amado a tu madre, me preguntó:

»—¿Adónde lleváis a la hija de Clotilde?

»—Lejos de aquí, Amalarico ha muerto y Teudis se alzará con el poder. No creo que le interese una princesa baltinga.

»—Permitid que amamante a la niña. Yo había sido destinada para ser la nodriza del hijo de Clotilde. No tengo a nadie, yo sabré cuidarla.

»Permití que nos acompañase y desde entonces veló por ti. Sé que llevaron los restos de tu madre a la tierra franca, a la ciudad del Sena, donde reposa al lado del rey Clodoveo y su esposa, la reina Clotilde.

Enol se detuvo fatigado por la larga confesión, tomó aire y siguió hablando.

—En mi huida me llegaron noticias de que Teudis había sido nombrado rey y que quería castigar al asesino de Amalarico. No le interesaba que un hombre como yo, conocedor de sus trampas y conjuras, anduviese suelto. Quería ganar para su causa a la facción que apoyaba a los baltos. Por ello, me acusó tanto del asesinato de Amalarico como de la muerte de Clotilde, y firmó la paz con los francos. Por el reino se difundía la búsqueda de Juan de Besson como el regicida, asesino de Amalarico y Clotilde. El reino godo me expulsaba, pero tampoco podía dirigirme al reino franco donde mi crimen y mi deshonor habrían ya llegado. Huyendo de la ira de Teudis me dirigí hacia el norte, al Pirineo. Con una niña recién nacida y con una mujer poco ágil, Marforia, no tenía muchos lugares donde escoger. Debía cuidar de lo único que había quedado de Clotilde. No podía ya ser monje, ni volver a Besson. En aquel momento creía que mis pecados me lo impedían y no entendía que el Dios al que adoraban los monjes hubiera muerto precisamente por hombres como yo. Acusaba al Dios de los cristianos de todos mis crímenes y en lugar de arrepentirme y pedir perdón por mis ofensas con dolor sincero, como hago ahora desde el fondo de mis entrañas, me enfurecía y me ensoberbecía. Culpé de todo lo ocurrido al Único Posible, pensé que me había abandonado. Volví a las creencias antiguas, a un Dios Bifronte que ahora me mostraba su cara más amarga. Entonces una última solución se abrió en mi espíritu, y una luz iluminó mi alma. Recordé la copa, decidí volver hacia las tierras cántabras, al país de mis antepasados. Con la copa en mi poder podía cumplir la promesa que le había hecho a mi padre: regresar como el druida capaz de acaudillar a los celtas, como el poseedor de la copa sagrada de nuestros antecesores.

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