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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (57 page)

Aquel día me fui muy pensativa al palacio de los baltos. Pensé en lo que me había dicho Mássona y recé. Por la noche tuve un sueño: vi a Aster en las montañas de Ongar, hablando con Mailoc, como yo hablaba con Mássona, en su cara había una expresión de paz.

Eso me llevó a decidirme, confesé a Mássona que quería alcanzar la fe de mi madre. Él se alegró por mí, pero me pidió que lo hiciese en secreto. Él temía a Leovigildo. Mi voz temblaba al hacer la profesión de fe. Poco sabía yo que en el norte, Aster se bautizaba de manos de Mailoc con todos los que le habían seguido desde Albión.

Entonces, cuando mi embarazo tocaba a su término, llegaron rumores de la corte de Toledo. El rey Atanagildo estaba enfermo y el palacio real era un nido de intrigas. Leovigildo y Goswintha estaban en todas ellas. Leovigildo, y con él su hermano Liuva, intrigaban para ser candidatos al trono godo. Goswintha quería controlar al sucesor de su esposo. Escuché a las damas murmurar que Leovigildo y Goswintha eran amantes. No me importó.

Llegó el parto, la luna era menguante. Fue menos doloroso que el de Nicer y me dieron a mi hijo. Le hice bautizar en secreto con el nombre de Juan, pero después Leovigildo ordenó que le llamase con un apelativo que él decía regio: Hermenegildo.

En su rostro pude descubrir los rasgos de Aster, la boca pequeña y firme del señor de los albiones; sus ojos cerrados, a los que aún no llegaba la luz, eran claros como los míos, pero sus pestañas negras me recordaban al príncipe de la caída Albión, su pelo también era castaño y oscuro, como el cabello de los cántabros. Sentí un gran consuelo y ya no me encontré sola en aquellas tierras del sur que no amaba.

El rey Atanagildo mejoró y mi esposo Leovigildo volvió a Mérida. Lucrecia intrigó para denunciar mis salidas ante Leovigildo y explicó que me había hecho cargo de la hacienda de los baltos. Durante el tiempo que mi esposo permaneció en Mérida, no pude volver a Santa Eulalia, pues me prohibió todo contacto con los ajenos al credo arriano. Como Mássona había predicho, aceptó a su hijo sin dudar, sin preguntas. No era un padre cariñoso, pero estaba orgulloso de tener un descendiente con sangre de los antiguos reyes baltos, de Alarico y de Walia, de Eurico y Teodorico.

Mi hijo va creciendo, sus rasgos son cada vez más parecidos a los de su padre. En él diferenciaré a Aster niño, adolescente y joven. Algún día le contemplaré como cuando le conocí en el arroyo del bosque herido, pero sus ojos son suaves y claros como los míos. Mi hijo Juan, Hermenegildo le llaman los godos, es impetuoso desde niño, siempre sabe lo que quiere pero su corazón es suave. Alguna vez me ha visto llorar y pone su manita contra mi cara:

—¿Quién te hace llorar, madre?

Yo sonrío y le acaricio suavemente, deseando que su padre estuviese junto a nosotros, recordando a su hermano Nicer. Mi alma sigue llorando por Aster, es una herida que no quiero que se cierre, pero el dolor no es tan lacerante como los primeros días. A veces me pregunto si habrá otra mujer en su vida, o quién estará cuidando de Nicer. A menudo veo en mi mente el mar del norte blanco, neblinoso o gris y bravío, pero pronto me despierto de los recuerdos y desde lo alto del palacio vislumbro los campos dorados de la ciudad Emérita Augusta; y el río, el río Anas, con sus aguas corriendo eternamente hacia el mar.

Desde la muerte de Enol, olvidé el arte de las curaciones, pero un día, cuando mi pequeño Juan no tendría dos años, enfermó Braulio, el criado antiguo y noble, que me había acompañado a ver a Mássona y que me era fiel. El hombre al que yo estimaba pues había servido a la casa de los baltos en los tiempos de mi padre. Los físicos no sabían qué le ocurría y ninguno quería atenderle pues sabían que su mal era mortal y si le atendían no recibirían estipendios.

Atravesé un patio con un peristilo y un estanque, después crucé una zona en la que quedaban unas antiguas termas de tiempos romanos, semidestruidas, donde en la actualidad sólo había ratones y se almacenaba grano. Por la parte trasera abierta a un patio no muy limpio se accedía a las habitaciones de los criados. La servidumbre no se mostró excesivamente sorprendida de que el ama de la casa se acercase por allí. No hice caso de las quejas de Lucrecia, que protestaba como siempre diciendo que no era digno que una dama penetrase en la habitación de un criado. Entonces, irrumpí en el cuchitril donde Braulio yacía empapado en sudor y con la respiración fatigosa. Me miró agradecido. Le desvestí ante la mirada atónita de las damas y le examiné por completo. Su hígado era grande, también me di cuenta de que sus piernas estaban hinchadas. Los físicos le habían sangrado y sus mucosas mostraban una gran palidez.

Salí de aquel cuartucho, las criadas cuchicheaban tras de mí. No les hice caso. Pensé que necesitaría algunas plantas medicinales. Ordené que me trajesen hígado de vaca, y después que lo cocieran en un caldo espeso que hice triturar, sabía que eso mejoraría la anemia de las sangrías. Pero necesitaba más, precisaba una planta tonificante con hojas en forma de dedal, pregunté por ella pero no la conocían.

Por la noche, una noche clara en la que la luna era llena, una de esas noches que yo amaba pues me recordaban a Aster, salí a los campos, cerca de la cuenca del río Anas. Las puertas de la muralla estaban cerradas pero las atravesé por el portillo del palacio de los reyes baltos sin ser vista. La luna brillaba sobre el agua del río. Miré al cielo, pensé si Aster miraría también a la luna. Después empecé a buscar plantas. Comprendí que la vegetación de las cálidas tierras del sur en nada se parecía a las plantas del norte. La luna me proporcionaba una luz abundante, lo que buscaba debería estar en un lugar umbrío. Un poco más lejos divisé un bosquecillo, atravesado por un regato que fluía hacia el río Anas. En sus orillas, encontré las plantas campaniformes que deseaba.

Regresé rápidamente a la fortaleza, con una gran llave abrí el portillo y me introduje en las cocinas. Allí busqué un pocillo de cobre viejo, sabía que las propiedades de la planta saldrían a la luz al hervirlas con los restos de cianuro que habría en el fondo del cacharro de cobre. Después me lo llevé a mis habitaciones, durante la noche lo dejé enfriar y que se evaporase. Por la mañana había un lodo en el fondo del recipiente, lo revolví bien y me dirigí hacia la habitación del criado. Le di una pequeña cantidad de aquel remedio, que después tapé.

—Todos los días por la mañana te tomarás este preparado en muy poca cantidad. Debes beber mucha agua hervida con estas plantas que te harán evacuar los malos humores.

Dispuse que una de las jóvenes criadas cuidase de él.

En unos días, Braulio mejoró; aquello transcendió en una ciudad en la que todo se comadreaba. Los criados me preguntaban por remedios para sus males y yo aplicaba lo que sabía. Leí con interés los pergaminos de medicina que había encontrado en la biblioteca.

Poco a poco comencé a curar fuera del palacio, pero yo sabía que a Leovigildo no le gustaba que su esposa, una mujer noble, acudiese a los arrabales. Entonces, en secreto y por las noches, salía acompañada del fiel criado al que había curado. Las damas nobles de la ciudad me rechazaron por ello, consideraban que el papel de una princesa goda estaba en su casa, y mi atención a los enfermos les parecía cosa de brujería. Así, me fui aislando del mundo de Emérita Augusta.

Se difundió por la ciudad una leyenda, se decía que santa Eulalia había venido a atender a los pobres, otros decían que era la propia Virgen. Algunos que conservaban tradiciones romanas hablaban de la diosa Minerva, la de los halados pies, la de los níveos brazos.

XXXIV.
El hombre nuevo

Cuando mi pequeño Juan tenía tres años, Leovigildo volvió a Mérida; llegó con un viento frío que preludiaba el invierno y rodeado de sus tropas. Aquel viento arrastraba nubes oscuras y grandes que no lograron cuajar, ni cubrir por completo los cielos perennemente azules de las tierras del sur.

El motivo de la vuelta de Leovigildo era llevar más hombres entre los siervos que trabajaban nuestros campos. El mismo correo que anunciaba la llegada del duque pedía a Braulio que buscase entre la clientela baltinga más soldados.

En el palacio, se adecentaron las estancias y las cuadras. Braulio, durante varios días, reclutó hombres en edad militar para incrementar las tropas del duque. Las dependencias de los criados estaban llenas de un ir y venir de gentes, de desorden y ruidos. Los patios se limpiaron y llenaron de nuevas flores pareciendo aún más hermosos. Hermenegildo no se estaba quieto, contagiado por la efervescencia del ambiente. Era un muchachito alegre que todo lo preguntaba. Con frecuencia se escapaba del cuidado del ama, y lo encontrábamos escondido en lugares impensables.

El día anterior a la venida de Leovigildo, el ama que lo cuidaba apareció en la estancia donde las mujeres hilaban, azacanada y descompuesta.

—¿Otra vez se ha perdido el niño? —dije y mi cara palideció.

—Llevo mucho rato buscándole.

—No le debéis quitar ojo.

Dejé la labor que cosía sobre mi regazo y me levanté, preocupada. Intenté tranquilizarme pensando que no podía haberle ocurrido nada malo, pero sabía que Hermenegildo era tan travieso que podía haber hecho cualquier diablura y haberse lastimado.

La última vez que se perdió lo encontramos en las antiguas termas, calado en el lodo. Otra vez en las caballerizas, tirándole de la cola a un caballo que relinchaba molesto, a punto de cocear al pequeño que reía indiferente. En otra ocasión, después de buscarle horas y horas le encontramos en el pajar, dormido, hecho una pequeña bola.

Pasaron las horas y lo que al principio no parecía más que un juego del niño se empezó a convertir en un tiempo angustioso. Revisé estancia por estancia, y todos los lugares de la casa.

Al fin, al cabo de un largo tiempo, cuando ya atardecía, apareció Braulio con el niño en los brazos.

—Lo he encontrado junto al puente.

Cogí a Hermenegildo, agachada a su altura, y sin poderme contener le zarandeé con ganas de abofetearle.

—¿Dónde te has metido?

—Busca… a padre… —dijo con su media lengua.

Quizá porque estaba nerviosa, sin poderlo evitar me eché a reír, después más seria, le regañé:

—No puedes alejarte del palacio. Te podría pasar algo.

—No. Yo soy fuerte.

El niño hizo un gesto que indicaba su fortaleza.

—Viene padre, con muchos hombres y caballos.

—¿Quién te ha contado todo esto?

—Lucrecia —dijo el niño en su balbuceo—, dice que el duque es un gran guerrero, que mata a los malos.

Me incorporé de mi posición reclinada junto a Hermenegildo y me dirigí a Lucrecia, le hablé con rudeza.

—¿Qué le explicas a mi hijo? —dije yo muy seria.

—Lo que debe saber y nadie le ha explicado —habló el ama con voz engolada—, que su padre es un hombre noble y que debe guardarle lealtad.

—Tiene tres años, Lucrecia, ¿no crees que es muy joven para recibir clases de protocolo?

—Nunca es pronto —dijo ella con voz avinagrada.

Me retiré con Hermenegildo, le cogí de la manita, él caminaba a mi lado sin esfuerzo. Lo llevé a la muralla.

—No te escapes más, te llevaré a ver cosas más allá del río… pero no te escapes.

Me miró con sus ojos azules tan transparentes, parpadeó con sus negras pestañas y con la cabecita afirmó que sí. Entonces le besé en el pelo y le estreché.

Aquella madrugada, los cascos de los caballos redoblaron sobre el empedrado, después se oyeron golpes sobre el gran portón de entrada, el ruido de la puerta al abrirse y por último los gritos de los criados y las voces de los soldados en el atrio. Entre aquellas voces distinguí el tono duro de Leovigildo. Apresuradamente, me levanté de mi lecho y me cubrí con un manto. Sentí miedo, hacía unos dos años que no había visto al duque. Durante aquel tiempo había olvidado que algún día él volvería y pediría lo que consideraba como suyo. Siempre había temido el reencuentro.

Tras cruzar las columnas del peristilo me encontré a mi esposo rodeado de sus hombres. Vestía una coraza labrada y se cubría con un manto ribeteado en pieles; su postura enhiesta, con las piernas entreabiertas, hacía más prominente su abdomen. Al verme fijó en mí una mirada gélida.

—Señora… —exclamó.

—Mi señor duque Leovigildo… —Me incliné respetuosamente como indicaban las normas.

—No parecéis ya la montañesa que traje de la campaña del norte. Veo que os han aconsejado bien en el vestido —prosiguió orgulloso—. Parecéis una auténtica dama goda, la mujer de un duque.

Lucrecia, que había bajado también a recibir a Leovigildo, se mostró complacida, atribuyéndose a sí misma el cambio en mi aspecto.

—Me han llegado noticias de que domináis la casa —rió—, incluso que la tiranizáis, pero de eso hablaremos más tarde.

Percibí una complicidad entre Lucrecia y mi esposo, ella le había puesto al tanto de las novedades del palacio.

—Me he hecho cargo de la administración de los bienes que fueron de mis padres.

—No me desagrada que ocupéis vuestro lugar, una mujer de vuestro linaje debe controlar a los inferiores.

Allí se heló la sonrisa de Lucrecia.

—¡Quiero ver al chico!

Entonces fue a mí a quien se le heló la sangre en las venas, y balbucí una excusa.

—Es muy tarde. Está durmiendo.

—Quiero verlo, ¡ahora!

Hice un gesto al ama y se retiró a buscar a Hermenegildo. Después, Leovigildo habló.

—¡Tenemos hambre! ¿No se va a preparar nada para unos hombres cansados y hambrientos?

—Sí, mi señor —respondí.

Di unas órdenes, Leovigildo y sus hombres pasaron a la gran sala de banquetes, pronto las mesas se llenaron de frutas, queso, vino y carne curada; al ver la comida, la comitiva del duque se abalanzó sobre ella soltando expresiones de júbilo y palabras gruesas.

Leovigildo mordía a grandes bocados una gran manzana, saciando su apetito y sin hacer apenas caso a lo que le rodeaba. Entonces el ama se acercó con Hermenegildo de la mano, el niño se frotaba los ojos cargados de sueño. Le noté enfadado como siempre que lo despertaban de un sueño profundo. El ama hizo una reverencia delante de Leovigildo.

—¡Señor! Vuestro hijo.

En el fuego de la sala los criados doraban chuletas de un buen cordero. Leovigildo dejó la manzana y se inclinó ante el niño. La mirada de Hermenegildo era desafiante, sus ojos azules aún cargados por el sueño miraron al duque sin miedo. Este tocó su pelo castaño y levantó su barbilla, después palpó sus brazos y sus piernas, examinándole con interés. Le trataba como si fuese una bestia de carga que fuera a comprar.

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