Tras dos horas de marcha llegamos al campamento de los bagaudas, unas chozas de madera y cañas, con niños descalzos y semidesnudos correteando. Les recibieron con muestras de alegría y la mujer levantó la copa.
De uno de los chamizos de madera salió un anciano de pelo grisáceo del que se desprendía un aspecto de mayor autoridad. Se notaba que los bagaudas le respetaban. Tomó la copa y la elevó al cielo, después rió con una sonora carcajada y pidió algo, le trajeron unos pellejos de los que escanció vino; después bebió y pasó la copa a la mujer, ésta la pasó al hombre con aspecto de oso; sucesivamente, la copa se fue llenando de vino y pasando entre todos los hombres del campamento.
Todos reían. Yo permanecía a un lado, asustada, mirándoles. Entonces el jefe del campamento gritó, se le saltaron los ojos, inyectados en sangre, comenzó a vomitar y a retorcerse de dolor. Uno a uno, todos los que habían probado la copa enfermaron. Sólo el resto de las mujeres, los niños y algunos jóvenes estaban bien. Me miraron con horror como causante de sus males, introdujeron en los chozos a los hombres y a mí me ataron a un palo central en el campamento. Se oían sollozos por todas partes. El sol fue describiendo una curva en el cielo mientras en las cabañas los hombres no mejoraban.
Me dejaron la primera noche fuera, atada a la intemperie; hacía mucho frío, y estaba calada hasta los huesos. Desde el lugar donde me encontraba podía divisar el campamento de los bagaudas, gente sin ley, salteadores de caminos, desheredados de la fortuna, expulsados de un lado y otro. Sentí horror y compasión por ellos, por sus niños mal nutridos, y los escasos perros que rondaban, famélicos, mostrando todas sus costillas. En el acantonamiento de los bagaudas faltaba la comida pero nunca el vino, fruto quizá de saqueos en los caminos, los hombres estaban alcoholizados. Las casas de piedra del castro de Arán, al lado de aquellas guaridas inmundas, parecían palacios.
La primera noche de mi cautiverio el cielo permaneció cubierto, pero hacia la madrugada las nubes se abrieron y pude ver la estrella de la mañana y la luna acercándose hacia su plenitud. Aquél fue el primer día que recé al dios de Enol. Le pedí un milagro para Aster y lloré por él. ¡Estaba ya tan cerca de conseguir curarle! Y todo se había torcido… Mi angustia era mayor aún que cuando fui apresada por los suevos.
Después, pasaron los días, días que hoy veo como en una nube, que se han difuminado de mi memoria por el dolor. Me incorporé a la vida del campamento. Me hicieron ocuparme de las tareas que desempeñaban las mujeres: coger leña en el bosque, moler el grano, bajar a por agua a un río cercano, me convertí en menos que una sierva.
En los días siguientes, murió el hombre mayor que parecía ser el capitán del grupo. El resto de los enfermos continuaban graves, vomitando y sin poder moverse por la fiebre. Los bagaudas tenían hambre, pronto mataron a mi caballo y lo asaron; a mí me dieron restos del penco, que comí con hambre. Entré a menudo en trance y ellos me temieron, por mis trances y por los poderes de la copa. Me respetaban pero no me trataban bien. Los niños eran tan salvajes como los mayores y a menudo me lanzaban piedras.
Les fui conociendo poco a poco. Me di cuenta de que no solían mantener un campamento muchos días, vagaban de un sitio a otro, cometiendo tropelías. Ahora que su jefe había muerto y los enfermos no mejoraban, permanecían allí.
Llegó el plenilunio, esa noche lloré pensando en la muerte de Aster, que para mí ya era segura. A partir de ese momento los enfermos comenzaron a mejorar. Se decidió que en unos días se iniciaría la marcha hacia el sur.
La mujer de las greñas grises se acercó al lugar donde yo trabajaba y me examinó el cabello y la dentadura. Entendí que iban a venderme. Todo me daba ya igual. Mi vida no podía ser peor de lo que era.
Pasó un tiempo que no acierto a recordar, en el que todo era confuso, y por fin, un día, los bagaudas iniciaron su nomadeo hacia el mediodía. Pude entender que iban a unirse con otros grupos similares en la meseta. Mientras tanto, la copa era custodiada por la mujer de cabellos hirsutos que resultó llamarse Cassia.
La mayoría de los hombres caminaba delante, siguiéndoles a cierta distancia mujeres y niños, yo con ellos; por último, un grupo de hombres fuertes cerrando la retaguardia. Aquellos hombres detrás de mí me vigilaban continuamente.
—Muchacha, camina más deprisa —me dijo Cassia.
—No puedo más —le contesté—, estoy muy cansada.
—No te rezagues o tendrás problemas con los hombres. Están deseando pillarte a solas.
Aunque ellos habían sido groseros conmigo y más de uno había intentado atacarme, las mujeres de aquellos vagabundos errantes, escapados de las revueltas del valle del Ebro, eran hasta cierto punto amables y habían intentado hacer mi cautiverio menos pesado.
Asustada aceleré el paso, y procuré seguirla.
—¿De dónde venís? ¿Quiénes sois?
—Nos llaman bagaudas, los vagabundos. Ahora ya no sabemos de dónde venimos ni adonde vamos. En tiempos de los padres de mis padres llegamos a ser poderosos y a asolar la meseta. Luchamos en aquella época contra los nobles y contra la población de las ciudades.
—Y… ¿cuál era el motivo?
—No hace tanto en estas tierras había un orden relativo, pero el mundo de mis abuelos y de los padres de ellos se fue hundiendo, los desheredados se unieron entre sí. Se formaron grupos de hombres errantes, campesinos libres que tenían sus tierras y podían cultivarlas si había paz. Con las guerras se habían arruinado y endeudado; eran colonos que habían servido a los nobles. Pero tras la entrada de los bárbaros, sin el poder de Roma, y destruidos muchos de los poderosos senadores hispano romanos. En fin… Tiempos pasados… Los campesinos perdieron a sus amos y sus útiles, sus cosechas y sus protectores. Se unieron entre sí en bandas de salteadores. Eso somos nosotros. Gente nómada, hambrientos y sin hogar, con nuestros hijos errantes y condenados a la miseria.
Tenían hambre. Desposeídos de sus tierras, sin apoyos ni protectores, habían sido condenados a vivir del robo, el saqueo y la rapiña. Los pueblos montañeses, donde yo había vivido de pequeña, tenían ganados, y se defendían; el castro de Arán y los otros estaban formados por pueblos de cazadores y ganaderos, que estaban unidos en grandes gentilidades y se protegían entre sí. En cambio, en la meseta y en los fértiles valles del sur, al cesar la estabilidad política, muchos campesinos no habían tenido más salida que el bandolerismo.
—¿Adónde os dirigís?
—Hacia el sur, al lugar de donde vinimos, más allá de la tierra de los vacceos. Los godos nos expulsaron de allí y pusieron orden en aquellas tierras. Pero ahora hay una guerra civil entre ellos. Luchan los hombres de Agila con los de Atanagildo más allá del valle del río Anas, por eso han dejado el lugar donde nosotros vivíamos sin protección. Volvemos a las tierras del Ebro, que son más ricas que estos montes escarpados donde no hay nada que comer más que bellotas. Allí podrán encontrar lugares para saquear, más ricos y menos defendidos que los poblados de las montañas.
—Y conmigo… ¿qué haréis?
—Alguien te busca. Nos pagará una buena cantidad por ti. Eso si consigo que los hombres no te pongan la mano encima.
Yo callé asustada. Entendí que Cassia me había protegido, porque me consideraba un buen producto para la venta.
—¿Y la copa?
—La llevo yo. Esa copa está bendita y maldita. El que te busca quiere también la copa.
—¿Quién es?
—Le llaman Juan de Besson.
Ante aquel nombre me sentí confusa, nunca lo había oído.
—Ese hombre —prosiguió Cassia—, el que nos ha pedido la copa, es del sur. Nos dará riquezas. También te quiere a ti.
Yo me asusté.
—No la entregues a nadie —dije preocupada—. Es peligroso. Has visto lo que sucedió con tus hombres. Alguno murió, muchos tardaron en sanar. En cambio para el que la usa bien es un don, la copa me pertenece.
—¿Lo crees así? La copa es ahora nuestra y nos va a permitir salir de la pobreza. Mañana Eburro la llevará hacia el sur. Nos han prometido tierras si entregamos la copa y te llevamos a ti. La copa saldrá mañana, y a ti te llevaremos a ese hombre que te busca.
No pude protestar más, porque ella se fue, dejándome con los niños de la tribu. Permanecí de pie, mirando el ruinoso campamento, el humo que lo cubría todo. El desánimo llegó de nuevo a mi corazón, Aster y Tassio muertos. La copa hacia algún lugar ignorado y yo sierva entre desconocidos.
Efectivamente, al día siguiente Cassia entregó la copa a un hombre cetrino que respondía al nombre de Eburro. Después permanecimos en el mismo lugar unos días mientras los convalecientes se fortalecían. Yo miraba al sur, con miedo, sentía que de alguna manera, mi destino estaba allí, que mis gentes no eran las de la montaña. Sin embargo, yo amaba las altas montañas de Vindión, el mar salvaje de la costa de Albión, los verdes valles de Arán. Emprendimos el camino y cada paso nos alejaba de aquellos a quienes yo había amado, de los lugares donde había transcurrido mi infancia y juventud. Los verdes valles, los torrentes caudalosas, llenos de agua que cantaban la melodía de las Xanas. No quería alejarme, pensé en huir, pero Cassia me vigilaba de cerca.
Atravesábamos un paso entre montañas, un lugar sin vegetación cruzado por un arroyo del deshielo. A ambos lados, picachos de roca madre nevados entre los que se cruzaban los rayos blancos de un sol de plenitud. El cielo era azul intenso, surcado por nubes algodonosas que a menudo se confundían con las cumbres llenas de nieve. Dejamos atrás un valle con pastos y bosques, subimos la montaña y descendimos por las escarpadas laderas, a lo lejos, hacia el sur, pude ver unos campos ilimitados, mares de trigo amarillo recién segado y árboles achaparrados, de los que no conocía el nombre. Bajamos la montaña y, en la llanura, un río coronado por álamos se doblaba en un meandro hacia el sur.
Entonces, desde la cordillera, un cuerno de caza sonó rebotando en las montañas. Vibró una vez en las rocas y otra y aún otra más. Los bagaudas se detuvieron, asustados.
Como por ensalmo, de las laderas de la sierra que dejábamos atrás, surgieron diez o doce montañeses a caballo, gritando, blandiendo lanzas y espadas. Al frente, un Aster con un rostro lleno de determinación; junto a él Tassio, Tilego, Tibón y detrás varios hombres. En medio de ellos Fusco y Lesso gritaban enfurecidos. Vi a Tilego tensar su arco y atravesar con flechas a uno de los hombres.
Me acerqué a los niños para protegerlos, las mujeres hicieron lo mismo y se agruparon junto al río, que resguardaba a los bagaudas de la furia de los montañeses. Los hombres rodearon al grupo de mujeres, que intentaron defenderse con piedras y hachas, pero la batalla era desigual.
Oí que Aster gritaba:
—¡Rendíos! ¡Rendíos!
Cassia retrocedió, se deslizó subrepticiamente hacia el río; pero antes de huir me asió por el cuello y me arrastró con ella, empujándome con un cuchillo sobre mi pecho. No podía defenderme, sólo grité. Los hombres de Aster se batían contra los bagaudas, los albiones eran pocos frente a los vagabundos, pero los montañeses iban a caballo, blandían lanzas y espadas mientras que los bagaudas a pie no poseían más que algún cuchillo y piedras. Vi a Aster guerreando, de nuevo llamé con voz fuerte. Entonces él giró la cabeza al oír mi exclamación. Aprovechando su descuido, uno de los bagaudas intentó desmontarle y le agredió con un palo largo por detrás, él se volvió hacia el atacante y lo evitó, con su espada le atravesó el hombro y lo tiró al suelo. Lo rodeaban algunos desarrapados pero se deshizo de sus atacantes golpeándolos con la lanza. Llamó a sus hombres:
—¡A mí! ¡Se llevan a la mujer!
Tassio y Fusco acudieron en su ayuda y Tilego, que estaba más cerca de la ribera se dirigió hacia donde yo me encontraba; cabalgando deprisa enfiló el río, hacia donde Cassia me conducía. Tilego agarró a la mujer, la separó de mí y la detuvo. Fácilmente la inmovilizó con una cuerda larga, y desmontando de su cabalgadura la ató.
Quedé sola en medio del río, mojada y tiritando de frío. Entonces vi a Aster, frente a mí, alto en su caballo, iluminado por la luz de un sol que reverberaba en las aguas del río. Él se inclinó desde el caballo y me cogió entre sus brazos, me alzó hacia su montura y me sentó delante de él. Sentí un escalofrío al notar su abrazo.
Volvimos hacia el meandro del río, algunos hombres habían muerto en la refriega. Sentí lástima hacia aquellas mujeres y sus niños. Me volví a Aster.
—Déjalos ir. Son miserables. No tienen nada.
El príncipe de Albión me escuchó y al llegar adonde los bagaudas se habían detenido, les habló:
—No os haremos más daño. Podéis iros o asociaros a las filas del ejército de Albión. Cuidaremos a las mujeres y a los niños.
Glauco, uno los cabecillas, habló:
—Preferimos seguir libres.
—Bien está —dijo Aster—. En cualquier caso, no podríamos haceros prisioneros. No somos suficientes para custodiaros. Podéis seguir libres. No volváis nunca más por estas tierras donde mandan los montañeses.
Glauco hizo una inclinación con la cabeza, agrupó a sus gentes. Vimos cómo la comitiva se alejaba hacia el sur, hacia las doradas tierras de la meseta. Aster descabalgó y me ayudó a descender del caballo, noté su mano sobre mi hombro. Le miré, su expresión era la de contento, dirigió sus ojos, llenos de vida, hacia mí y sonrió. Después, se alejó para ver a los heridos; alguno de sus hombres había muerto.
Tassio, Fusco y Lesso me rodearon, llenos de alegría. No cesaban de hablar. Yo abracé a Tassio, y dije:
—Te creí muerto.
—No soy tan fácil de matar. Cuando recuperé el sentido, tras el ataque de los bagaudas, tú ya no estabas, encontré el pellejo con la poción y bebí de ella. Sólo pensaba en Aster, que podía morir, anduve sin parar hasta llegar a Albión y le hice beber la pócima. Esa pócima fue portentosa, Aster se recuperó. Te hemos estado buscando largo tiempo.
Oí a Fusco que hablaba alegremente.
—¡Hija de druida! ¡Difícil eres de hallar! Seguimos tu rastro desde la última luna pero tus huellas aparecían y desaparecían.
—La vieja Romila te aguarda en Albión —dijo Lesso.
Después Aster se acercó a nosotros, formábamos un grupo dichoso aislado del resto: Aster y yo y los de Arán. Él estaba serio.
—Eres libre de seguirme a Albión o ir adonde te plazca.