Tras la huida de los suevos se devolvieron las posesiones robadas a los hombres de la ciudad, se organizó un consejo que presidió Aster y él juzgó con rectitud sin beneficiar a amigos y sin perjudicar excesivamente a los que no habían sido fieles, pues él pensaba que todos los habitantes de la ciudad, en definitiva, habían sufrido con la tiranía de Lubbo.
Mientras tanto, preparaba a sus tropas para una guerra que aún no estaba terminada. Sabía bien que la batalla con Lubbo no concluiría mientras el druida no estuviera muerto o preso. Corrían rumores de que el antiguo amo de
Albión
se había refugiado en la corte de Bracea y se preparaba para volver. Pero, en medio de todo, en Albión había paz y la fortaleza se reconstruía. Se abrió de nuevo el puente, llegaron grandes barcazas con mercaderes, y aparecieron también barcos de mayor calado de las islas del norte. Aquel año la cosecha fue buena y se esperaba en la luna de primavera una gran fiesta, en la que ya no habría sacrificios humanos.
Uma fue rescatada por Tibón; los hermanos tardaron en reconocerse después del largo tiempo transcurrido. Habitaron en la antigua casa de su familia en el lado noble de la ciudad. Uma me pidió que me fuese con ella, pero no quise, mi lugar era el gineceo. Muchas de las mujeres fueron liberadas, dejando aquel lugar: Verecunda encontró a Goderico y no quisieron volver con los suyos, los godos, pues Goderico guardaba una extrema fidelidad
a Aster
, de hecho se había convertido en su escudero. El príncipe les dio una pequeña casa cerca del palacio.
Romila estaba enferma y cansada, la caída de Lubbo había afectado a su espíritu triste e inquieto. Yo, que la conocía bien, sabía que en su mente coexistía la alegría por la libertad y por el fin de los sacrificios, con la preocupación por Lubbo, su antiguo amor de juventud.
Continué viviendo en la casa de las mujeres de Albión, muy cerca de Aster, pero sin verle. Después de la batalla nuestro trabajo se multiplicó; muchos de los heridos fueron llevados allí, donde había espacio y donde las mujeres teníamos reputación de sanadoras. Me trasladé a la casa de Romila, y se amplió el lugar para los heridos. Pude abrazar a Lesso y a Fusco como hermanos perdidos y reencontrados. Me trajeron a Tassio. Su mal era difícil de curar, Romila y yo le aplicamos todos los antiguos remedios que conocíamos pero no mejoró.
Vi muy poco
a Aster
. A menudo me escondía en las sombras del antiguo palacio de Lubbo para verlo pasar pero él parecía no reconocerme. De cuando en cuando enviaba hombres heridos, como Tassio, y yo procuraba aliviarles. Me gustaba vivir de aquella manera, sabiendo
que Aster
estaba cerca aunque no fuese para mí. A veces pensaba en volver al valle de Arán, pero Lesso y Fusco me desanimaban, diciéndome que en el poblado ya casi no vivía gente. Al fin y al cabo, ¿qué iba a hacer yo sola allí? Ahora estaban creciendo, se hacían mayores, unos soldados jóvenes del ejército del príncipe de Albión que ya no miraban atrás. El viejo herrero estaba muerto y las mujeres de su casa se habían establecido como amas de nuevos lugares. Ni Tassio ni Lesso querían ser herreros y Fusco odiaba las ovejas.
Los veía de vez en cuando y me traían noticias de Aster. Un día me llamaron al palacio: una de las mujeres de la cocina se había quemado gravemente y acudí a curarla. Cuando volvía hacia el antiguo gineceo por un largo corredor de piedra con las paredes oscuras, me encontré de frente
a Aster
. Él no pudo evitarme. Caminaba emanando fuerza, marcando cada paso. Detrás de él iban dos de sus hombres. Nunca podré decir quiénes eran, quizá Mehiar o Tilego, o algún otro soldado. Me quedé parada y asustada, pegada a la pared. Entonces él me miró, con aquella mirada suya oscura y dulce, y dejó que su escolta se adelantara.
—¿Cómo estás? —titubeó.
Yo sonreí tímidamente.
—Bien, mi señor.
—Has crecido —dijo.
Se acercó mucho a mí. Me encontré pegada a la pared bajo el gran velón del pasillo. Su luz cálida me iluminaba la cara y también la de Aster. Sus ojos se cruzaron otra vez con los míos, los ojos negros de Aster, tan expresivos, coronados por sus cejas pobladas y oscuras, expresaban el deseo de que aquel momento se prolongase. No ocurrió nada más. Sus hombres lo llamaron y él prosiguió su camino.
Mi anhelo de estar junto a él, desde entonces, se hizo más grande. Los acontecimientos, sin embargo, se sucedieron rápidamente. Tenía noticias de lo que estaba ocurriendo por Lesso, Fusco y Tassio. Este mejoró un poco de aquel extraño mal y se incorporó de nuevo al ejército de Aster.
—Hay rumores —me dijo Tassio—. Lubbo está reorganizando a sus hombres, va a atacar de nuevo, Aster quiere adelantarse. No quiere detenerse más en Albión, que puede convertirse en una ratonera. Dentro de dos días nos iremos hacia el oeste.
—Todavía no estás bien, Tassio —dije—. Romila no te dejará ir, y tu marcha me parece precipitada. No sé qué piensan los capitanes pero hay todavía mucha gente herida.
—Ellos piensan que es peligroso dejar que Lubbo se rearme, que hay que atacarle cuanto antes. Sin embargo, los de Albión, los de Blecan y los de Ambato quieren quedarse —prosiguió Tassio—. No entiendo cómo Aster se fía de ellos. Pronto se convocará el Senado en Arán. Los de las familias principales quieren recobrar sus antiguos privilegios. No sé qué va a hacer el hijo de Nicer. Parece que a los nobles de Albión se les olvidan pronto las atrocidades de Lubbo, y que su única preocupación ahora es la pérdida de poder. No ven que, si no hubiese sido por
Aster, que
aglutinó a los pueblos de las montañas, habrían continuado dominados por Lubbo eternamente.
—¿Recuerdas a Enol? —le pregunté dirigiéndome a Lesso.
—Sí, claro —respondió.
&mdash
;Él me dijo una vez que cada pueblo tiene el jefe que se merece.
—Enol era un hombre sabio. Después de todo lo que han sufrido con Lubbo —prosiguió Lesso—, no son capaces de obedecer a su nuevo príncipe y le imponen cargas… que no son adecuadas.
—¿Cargas? —pregunté—. ¿Qué tipo de cargas?
—Quieren
que Aster
tome por esposa una mujer noble de la casa de Blecan o de Ambato.
Yo palidecí.
—Y Aster… ¿Qué dice?
—No mucho. No quiere ni oír hablar de ello.
Siguieron hablando un rato y después se fueron. No tuve tiempo de entristecerme. Me reclamaban para cuidar enfermos en toda la ciudad, mi fama de sanadora se difundía… Y, curiosamente, aquella fama me daba miedo. Conocía mis limitaciones, sabía algunas cosas que había aprendido en los pergaminos de Enol, otras que él me había enseñado y había aprendido otras más con la vieja Romila, pero yo no dominaba aún el arte de sanar. Sólo tenía intuición para hacerlo. Yo seguía con Romila, porque con ella aprendía y me sentía segura. A pesar de haber algo oculto en Romila, nos entendíamos bien; descubrí que conocía muchos misterios de la vida. Con ella me dirigía a menudo a la playa a buscar algas, otras veces subíamos por la escala del acantilado hasta un bosque donde encontrábamos plantas. Tras la ida de Lubbo, Romila me pareció cada vez más anciana, más hundida en el tiempo y más llena de sufrimiento. Era sabia, versada en la sabiduría ancestral que dominaban Lubbo y Alvio.
Tassio, debido a su estado, no aguantó la expedición y pronto volvió a Albión. Nos contó lo ocurrido allí. Al parecer, en los montes de Arán se había reunido de nuevo el Senado de los pueblos cántabros. Había hombres de cada una de las gentilidades más importantes de las montañas. Todos rindieron pleitesía al nuevo señor de Albión y se sometieron a voluntario vasallaje.
—El problema —nos dijo Tassio un día a Romila y a mí— son los albiones. Quieren un trato especial, y que se les tenga en mayor consideración. Como pertenecen a la capital del territorio se consideran distintos. El resto no opina igual que ellos. Además quieren
que Aster
celebre su boda con alguien de alguna familia noble de Albión. Por último, está el problema de los dioses. Nadie quiere volver a los tiempos de Lubbo y les da miedo reiniciar los sacrificios. Pero ocurre que muchos temen que si no rinden culto a los dioses éstos se volverán en contra nuestra, castigándonos con la peste o el hambre.
—Y Aster… ¿qué dice?
—Bueno, él es prudente y de momento no se pronuncia, pero pienso que no está de acuerdo con las familias de Albión.
Después Tassio calló, estaba cansado y le preocupaban las luchas internas que su señor tenía que dirimir. Al cabo de un tiempo siguió hablando:
—Por otro lado, están los cristianos… Cada vez hay más en las montañas. En el Senado se presentó Mailoc, que es un hombre santo, un ermitaño, habló de paz y concordia. Sé
que a Aster
le agradó su discurso.
Tassio de nuevo se detuvo, otra vez se sentía mal. Yo miré a Romila preocupada. ¿No íbamos a conseguir curarle nunca?
—No te preocupes, Jana, sé que este mal no tiene remedio —dijo Tassio—, lo que lamento es ser un estorbo y no poder luchar a su lado después de tantos años de combatir juntos.
—Tú has hecho lo que has podido. No debes preocuparte —dije consolándole; luego pregunté—: ¿Adónde han ido ahora Aster y los suyos?
—Se dice que ha salido de Bracea un ejército suevo en el que van Lubbo y Ogila. Al llegar a Luccus los hombres de la ciudad le impidieron el paso y han diezmado sus tropas… pero Lubbo está lleno de odio y no va a cejar hasta que recupere Albión.
Consolé a Tassio y alivié su mal con una infusión de adormidera. Yo sabía que tenía el don de calmar los espíritus; la gente venía a mí a curar las heridas del cuerpo pero también para vaciar su espíritu de pesares, para poder desahogarse del pasado; quizá por eso los hombres y las mujeres de Albión recurrían más a mí que a Romila, aunque ella era más experta que yo en el arte de la curación.
Era ella la que me había ayudado a controlar mis trances y hacía tiempo que ya no los padecía. Sólo muy de tarde en tarde volvían. Algunos eran pavorosos: en uno de ellos vi la ciudadela de Albión atacada por mar y algunos edificios ardiendo. Vi la cara de Aster dolorida y triste. No sabía si aquello sería el futuro y procuraba no pensar en ello.
Un día me llamaron a casa de Blecan. Una sobrina de Blecan, Lierka, estaba postrada en cama. Le pedí a Romila que me acompañase. Recorrimos varias calles en Albión para llegar a la fortaleza norte. Blecan vivía en una casa de piedra mucho más grande que cualquiera de las de alrededor. Me condujeron a la cámara de la muchacha. Era suave y hermosa, con un pelo largo de color castaño oscuro, y unos ojos de color miel.
Cuando la examiné no me pareció que tuviese fiebre y sospeché que sus males no tenían un origen físico. Romila me susurró: «Es mal de amores.» Yo asentí y le pedí a Romila que se fuese.
—Amo a uno de los oficiales suevos. Pero mi padre le odia y ahora nunca va a volver.
—Entiendo lo que te ocurre.
—No, no lo entiendes, los suevos son invasores. Lubbo es malvado y yo estoy enamorada del enemigo de mi padre, que además no va a volver.
—Y tu padre qué dice.
—Quiere unirme con Aster, pero él ni me mira. Sólo piensa en las batallas y en redimir Albión. No creo que yo sea la mujer de Aster.
Procuré consolar a la joven como pude, tendría mi misma edad o quizá fuese incluso mayor. Entendía su mal de amor porque era el mismo que me atenazaba a mí. Ella, sin embargo, quedó más animada.
A la vuelta, me dirigí hacia el mar, mostraba un hermoso color verdiazul iluminado por el sol alto en el horizonte, la marejada levantaba encajes en el océano. Miré al sol, y en la lejanía pude ver la fina lengua de una luna nueva. Una nostalgia de
Aster, una
gran melancolía llenó mi alma, y sentí un afecto agridulce en mi corazón.
Desde el campo de batalla, Lesso y Fusco volvieron a Albión como mensajeros. Traían buenas noticias: la batalla contra Lubbo se había ganado y aunque el druida consiguió huir, muchos de los mercenarios aliados a Lubbo estaban muertos, heridos o prisioneros. Los suevos se retiraban a sus posiciones en Bracea, al sur de la tierra galaica, y el occidente de la tierra astur había sido liberado.
Los dos emisarios se dirigieron a la fortaleza de Albión, donde Tibón asumía el gobierno mientras su señor permanecía en el frente de batalla. Después de cumplir con su deber de informar a sus superiores de la misión realizada, ambos comieron en las casas de los soldados y por la tarde fueron a ver a Tassio, que se recuperaba en las habitaciones de enfermos. Abandoné mis tareas de sanadora para escuchar sus nuevas. Ellos hablaban apresuradamente relatando lo ocurrido.
—Lubbo fue finalmente vencido, y el ejército destrozado. Los hombres de Luccus nos ayudaron porque odian a los suevos tanto como nosotros.
—¿Lubbo ha muerto?
—Él no, pero uno de sus pájaros fue muerto por una flecha de Aster.
Lesso al recordar aquello mostraba una expresión de miedo, estaba asustado evocando aquel suceso tan extraño.
—Yo miraba al gran búho blanco —dijo Lesso—. No sé si me creerás pero… al atravesar la flecha el cuerpo del animal, el búho se deshizo en un humo negro. Lubbo tapó al otro pájaro y salió huyendo. Dicen que el día que mueran sus pájaros carroñeros, Lubbo morirá. Pero él escapó y dicen que los suevos le siguen protegiendo.
—¿Y Aster?
—Fue herido por una flecha.
—¡Aster, herido!
—Sí, superficialmente, pero la herida sanará.
—¿La flecha era de Lubbo?
—Sí.
—¿Cómo era? ¿Tenía un gran penacho negro?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
Recordé la flecha que Aster llevaba clavada en el bosque de Arán. No contesté, pero Lesso dijo con admiración:
—Me olvidaba de que eras bruja.
Lubbo les había tendido una emboscada cuando la batalla estaba prácticamente liquidada, habían salido ilesos, pero cuando Lubbo huía, ordenó que se disparase una flecha con penacho negro que dio de lleno en un brazo de Aster. Él se la arrancó sin esfuerzo. Al oír esas noticias, me llené de preocupación. Después de hablar un rato con Tassio, Lesso y Fusco, se fueron. Desde aquel momento me sumí en la intranquilidad y el paso de las horas se hizo más lento.
Dos días más tarde volvieron los hombres a Albión. Las gentes aclamaban al ejército a su paso. Yo observé a Aster desde una callejuela. Efectivamente el príncipe de Albión había sido herido y su semblante mostraba una gran palidez.