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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (10 page)

El gran castro sobre el Eo está rodeado por una fuerte muralla, y es romboidal. En la parte oeste, la muralla está separada por un foso natural del acantilado, una lengüeta de mar cuando la marea está alta, y una línea de arena cuando ya ha bajado. El acantilado forma como una segunda muralla por el lado oeste y constituye una barrera inaccesible, que protege la fortaleza. Después el acantilado tuerce hacia el este y limita por el sur con el río, el precipicio va descendiendo gradualmente y con el paso de las gentes se ha formado un camino que llega hasta un embarcadero en el río.

El camino se va haciendo más y más escarpado en el descenso, llega a ser casi un despeñadero. Los hombres caminan despacio, atentos al estrecho sendero, pero no dejan sin embargo de vigilarme. Intuyo que debo ser la parte más importante de la misión que les llevó a Arán.

Llegamos al final del precipicio. En la parte más baja de la barranca se extiende ante nosotros una explanada de hierba rala, seguida de una planicie de arena, más amplia ahora que la marea está baja. Es la desembocadura del río. Avanzamos a favor de la corriente y alcanzamos un embarcadero. Varios hombres con calzas oscuras y túnicas cortas, saludan a los guerreros, mirándome sorprendidos. Después, los caballos y pertrechos suben a grandes balsas de troncos unidos entre sí. Los remeros empujan a las embarcaciones y por último saltan sobre ellas. Las barcazas se adentran grácilmente en el río, cruzan la corriente en la que se mezcla el agua dulce con la salada. Las gaviotas planean sobre las barcas. Gritan el nombre del río, «¡Eo!, ¡Eo!». En lontananza, la luz blanca de un cielo cubierto de nubes se refleja en el mar y lo torna grisáceo.

Desde el embarcadero hemos avanzado a través del río que lame la muralla por el este, y constituye un foso natural. Llegamos al embarcadero donde los caballos y vituallas saltan al dique de piedra. La ciudad en aquel lugar está bordeada de campos verdes. Rodeamos la gran muralla de Albión hacia el este y en su lado más oriental nos encontramos con la puerta más noble de Albión, con un amplio arco en la entrada y dos torretas con vigías a los lados. El portón, ahora que es de día, está bajo formando un gran puente sobre el río. Al atardecer, los vigías levantan con cadenas la puerta y la ciudad se vuelve inexpugnable.

Entramos en la fortaleza, me doy cuenta de que es algo más que un simple castro. Una ciudad de construcciones mucho más complejas que las de la aldea. Es casi una isla, por un lado el acantilado por el que descendimos, por otro el río y, por el tercer lado, el mar; formando los tres un gran triángulo que se introduce en el océano; en esa península se encuentra Albión.

Sigo en la cabalgadura que me han asignado pero en aquel momento dos hombres me atan las manos. Mis captores se yerguen, enhiestos en sus caballos, orgullosos de su victoria, exhiben sus trofeos ante las gentes de Albión: centeno, figuras de plata, joyas. Los restos de mi pasado. Y sobre todo, me exhiben a mí.

Hombres y mujeres de piel blanca y cabellos castaños salen a recibir a la comitiva, gritan. Me miran con sorpresa y admiración, les sorprenden mis cabellos rubios casi blancos. Escucho de nuevo el nombre que me dieron los guerreros: Jana. Entiendo lo que dice la gente del poblado, hablan el mismo lenguaje de las montañas, en latín vulgar, aunque varía algo el acento. Las noticias parecen correr deprisa. Piensan que soy bruja; desde entonces siempre lo pensarán. Observo a aquellas gentes desconocidas con preocupación y temor.

Las mujeres nos siguen, alguna tiene algún gesto hostil pero las más jóvenes me miran con curiosidad. Alcanzamos el gran edificio central. No he salido nunca del valle de Arán y la fortaleza de los príncipes de Albión me asombra. Muros de piedra, una entrada con un enorme arco y columnas pétreas rematadas por capiteles de hojas. Se detiene la comitiva. Escucho el sonido de trompetas, dos heraldos de vestiduras blancas las hacen sonar con fuerza. Esperamos a la entrada de la fortaleza, rodeados por las gentes de Albión. El capitán se revuelve nervioso en su caballo. Del gran palacio surge la figura de un oficial de mediana edad que indica a los hombres que desmonten. Los criados y hombres del séquito son despedidos, el capitán y los guerreros de más importancia son autorizados a penetrar en el reducto. Con las manos atadas me hacen caminar entre dos de ellos.

Las estancias son oscuras. Rodeada por los soldados suevos atravieso un largo corredor iluminado por la luz mortecina de las teas. El capitán camina por delante, detrás los hombres y yo entre ellos. Alcanzamos una estancia circular y abovedada, la luz penetra a través de una cavidad en el techo, es blanca y tenue y provoca una sensación de irrealidad. En el centro un hombre mayor, de edad indefinida, pelo rojizo y vestiduras pardas nos recibe sentado en un asiento elevado, similar a un trono. Sobre él sobrevuelan dos pájaros que no puedo distinguir bien, sólo aprecio que uno es blanco y el otro es negro.

El capitán se dirige al hombre del trono, hablando un idioma extraño —el lenguaje germánico de los suevos—; no puedo entender bien las palabras pero acierto a comprender el sentido de lo que dicen; explica cómo ha sido destruido el enemigo, las bajas que han sufrido, el botín, y por último se vuelve a la prisionera. Describe mi trance, las luces sobre mi cuerpo por las noches, y el episodio del lobo. El anciano escucha interesado y fija su mirada en mí. El hombre ve solamente por un ojo, el otro permanece cerrado y su órbita está hueca. Su rostro es atemporal, como una máscara sembrada de cicatrices. Se halla encolerizado y eleva el párpado fijando sobre mí su cavidad rojiza. Me examina de arriba abajo. La suciedad cubre mi cuerpo, mi cabello está enmarañado y lleno de polvo. En las faltriqueras se esconden las luciérnagas. Me siento inmunda y tengo miedo. No soy nadie. Sé que ese hombre es Lubbo, el hombre que ordenó la destrucción del poblado. Puede matarme cuando le plazca o respetarme la vida.

El senescal hace salir al capitán. En la sala, la luz que penetra del techo cae sobre el pelo rojizo de Lubbo, y le hace adoptar un aspecto estremecedor. Dos soldados, imperturbables cual figuras de piedra, miran al frente, la vista perdida en el infinito. Tiemblo. Después, Lubbo dirige hacia mí su faz aguileña. Escucho sorprendida palabras en mi propio idioma.

—¿Conoces a un tal Enol?

—Es mi padre.

—No sabía que Enol tuviera hijas —dijo el anciano con sarcasmo— o que amase mujeres. Él vivía para su ciencia y para los dioses de la naturaleza. No. No eres su hija. Tú eres de una raza diversa a la suya, diferente de la de Albión.

Bajó del trono y se acercó hacia mí.

—Estos cabellos nunca los tuvo el que tú llamas Enol. Ni esos ojos.

Metió la mano en mi faltriquera y yo asustada me retiré. Los soldados no parpadeaban. En su mano una pequeña luciérnaga de la noche brillaba tenuemente en la semipenumbra de la sala.

—Es un viejo truco. Quizá te lo enseñó el que tú llamas Enol. Te enseñó muchas cosas. También domesticar a un lobo es propio de él, y tus trances convulsos. ¿Te enseñó todo eso Enol?

—Sí —dije y mi voz sonó asustada.

—Dime, hija mía, ¿dónde está ese que tú llamas Enol?

—Ha muerto.

—No, hija mía —exclamó el senescal—, Enol no ha muerto. Les indiqué a mis hombres claramente que trajesen el cadáver del druida, y no han podido. ¿Dónde está?

Me estremecí ante esas palabras. Recordaba su capa llena de sangre y mi huida hacia el valle con la copa entre mis manos. Un hálito de esperanza llegó a mi corazón. Quizás Enol no había muerto. La habitación se llenó de luces que procedían de un trance que se apoderaba de mi cuerpo. El anciano se retiró de mi lado, y sentí alivio. Subió las escaleras del trono. De nuevo fijó en mí sus ojos.

A lo lejos vi la cara del príncipe de Albión, ávida de poder, que me decía:

—¿Dónde está la copa? ¿Dónde se halla la copa de Enol?

Intuí entonces que aquello era lo que habían buscado todo el tiempo pero, por un prodigio de los dioses, la copa se hallaba a salvo.

—Él, Enol… —dije arriesgándome—, la tendrá, si está vivo.

—Si Enol tiene la copa, le encontraré, sé que volverá a por ti. Tú serás mi señuelo.

Aquello era lo que buscaban los hombres de Lubbo, lo que había hecho que destrozasen el poblado. La copa que Enol poseía era la antigua copa bretona, la copa que quizá tiempo atrás Lubbo había disputado a su hermano Alvio y que había desaparecido.

Miré la cara amenazante de aquel hombre, Lubbo, el enemigo de Aster, quien había destruido el poblado. Sentí un terror irracional, extraño, profundo, que no pude dominar, y entré en trance. Entonces perdí prácticamente todo contacto con la realidad, pero no caí al suelo. En mi sueño oí las palabras de Lubbo llamando a los guardias, y al notar cómo me desataban las manos, fui volviendo en mí. Los dos hombres me condujeron hacia la luz solar, lejos de la cámara oscura y regia. La luz del sol me deslumbró.

Me conducían a mi cautiverio, mientras caminaba sin apenas conciencia en la luz blanca de la mañana lloré por el pasado y por Enol y recordé los últimos días en Arán…

Tras la marcha de Aster, los acontecimientos se sucedieron muy deprisa. Marforia y yo volvimos a aquella rutina de la que Aster se reía. Yo pensaba en él a menudo, su promesa de regresar se me hacía unas veces cercana y otras lejana. El poblado permaneció aparentemente tranquilo pero había miedo. Me dirigía al bosque y recorría los lugares que me habían unido a Aster: la cueva junto al río, los árboles… Me parecía extraño que él hubiese estado allí.

La marcha de Lesso y Fusco no sorprendió a nadie. El herrero se hundió en el trabajo, y en la tristeza. Todos sus hijos varones se habían ido. Se oía su martillar junto al yunque, día y noche. En su casa solamente quedaban las mujeres.

Ahora yo tenía más trabajo en el poblado, Enol no regresó y después de la mejoría del herrero la gente del poblado confiaba en mí. A menudo me llamaban y yo aplicaba los antiguos remedios que años atrás Enol me había enseñado.

Con Marforia atendía a los partos de las mujeres y las heridas de los hombres. Leía mucho, con avidez escrutaba los pergaminos, allí se albergaba la sabiduría de siglos y llegué a aprenderlos de memoria. Había tratados de Hipócrates, de Galeno y de Celso. Me sumergí en todo aquello para intentar olvidar mi soledad y mis preocupaciones. Me sentía vacía sin Aster y sin Enol, temía que no volviesen ya más. Por otro lado, sin Lesso y Fusco no podía hablar con nadie de lo ocurrido, Docio y Aro me evitaban y Marforia se volvió hosca. Sin embargo, todo parecía en paz, con la antigua rutina que antes me aburría y ahora calmaba mis temores pero que también me enervaba de impaciencia, porque sabía que algo iba a ocurrir.

Un mañana volvió
Lone
. Giraba en torno a mí como queriéndome enseñar algo, y me empujaba con el hocico. Intuí que aquello era de lo que Enol me había hablado, debía seguirle al bosque, barrunté que Enol no estaba lejos y que me quería para algo. Seguí a
Lone
a través del bosque, caminé detrás del lobo hasta la caída del sol hacia un lugar no muy lejano pero desconocido para mí. A veces yo dudaba y no quería seguir pero
Lone
me rodeaba amenazador y describía círculos en torno a mí evitando que me alejase, me empujaba continuamente hacia un lugar donde algo le llamaba. Corrí tras el lobo, siguiéndole a través de los bosques. Con la carrera no sentí el frío de la noche, llegaba ya el invierno a aquellas tierras.

Lone
y yo avanzábamos hacia el sur, internándonos en las montañas de Vindión. En lo alto de una montaña, a varias horas de marcha desde el castro, llegamos a una cabaña en el bosque, no era nada más que una choza, de troncos informe. Una luz brillaba en las sombras y
Lone
se dirigió en aquel sentido sin dudar. Aulló suavemente como un perro herido, entonces se abrió una puerta y salió un hombre desgreñado con cara huraña. Al verme me miró como si me conociese, me hizo una señal invitándome a pasar. Dentro se acurrucaban los hijos del paisano y junto al fuego una mujer muy sucia. Al entrar en aquel lugar divisé junto al hogar, en un lecho de hojarasca, una figura acostada. Era Enol. Le cubría su capa y estaba llena de sangre. Me arrodillé a su lado y él me abrazó con afecto, no me dejó hablar.

—No tenemos tiempo —dijo hablando con dificultad—, escucha atentamente.

—Estás herido.

—Eso no importa. —Habló en voz muy baja para que nadie lo oyese—. Debes esconder la copa.

Y de su manta sacó un objeto brillante, que refulgía iluminado por la luz del hogar. Era la copa y brillaba con una luz especial.

—Me persiguen los hombres de Lubbo, buscan la copa y es vital que no la encuentren. Sé que es una locura enviarte con la copa pero no hay otro remedio, si encuentran la copa el poder de Lubbo será infinito y con ese poder solamente obrará el mal. Es trascendental que Lubbo no encuentre la copa. Sólo hay un lugar seguro: la cueva tras la roca. Debes llevar la copa allí. Detrás del manantial al lado de nuestra casa hay una pared rocosa que oculta un antiguo secreto de los druidas. Yo lo descubrí hace años. —La voz de Enol entrecortada se detenía a veces por el esfuerzo—. Arriba, justo por debajo de donde mana el agua encontrarás una piedra que sobresale, con ella puedes hacer palanca empujándola hacia la derecha; si lo haces así se correrá una losa situada debajo de la fuente y se abrirá una pequeña cavidad. Después tirarás con esfuerzo de la losa y descubrirás una cueva tras el agua. Es allí donde debes esconder la copa. Cuando lo hayas hecho deberás cerrar la cavidad, la losa se corre tirando en sentido inverso, notarás que encaja y que la palanca vuelve a su sitio. No mires lo que hay dentro; no reveles jamás dónde has ocultado la copa.

Enol se detuvo, se fatigaba y casi no podía hablar. Me hizo repetir las instrucciones para entrar en la fuente, después prosiguió dándome indicaciones.

—Es crucial que no mires en el interior. Nunca. Allí en la cavidad bajo el agua esconderás la copa y nunca la podrán encontrar. Nadie debe conocer esto. Nunca más la volverás a tocar. ¿Lo harás?

—Sí. Haré lo que dices, pero tengo miedo.

—Son malos tiempos. Yo ya no tengo fuerzas, no sé si me queda mucho.

Sollocé asustada.

—No tengo a nadie más… sólo a ti.

—No llores, todo está llegando a su fin. La copa sólo estará segura tras el manantial. Es la copa de los druidas, es mágica, si cayese en las manos de Lubbo se convertiría en un instrumento de perdición… —Se detuvo de nuevo y después me miró largamente y en voz baja continuó—: Después vuelve aquí. Si puedes…

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