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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (8 page)

En las palabras de Lesso palpé la fuerza de su amistad y noté que quería ayudarme, pero yo le miré con desapego, no quería caer en la cuenta del peligro. En aquel tiempo, ya había nacido en mi corazón una admiración ciega hacia Aster; por ello respondí:

—Si Dingor lo sabe podríamos morir… —dije en voz burlona, de falsete, y después proseguí con enfado—, pero tú no dirás nada, Lesso.

Después con convencimiento hablé intentando persuadirle:

—Lesso, debemos ayudarle. Va mucho en ello.

—¿Y cómo?

—Me ha dado esto.

Y extendí la tésera, una tabla de arcilla rectangular en la que se veían grabados algunos caracteres y que se veía partida.

—¿A quién pertenece?

—Es del herido, de Aster, pero la otra mitad la tiene… —dudé—, bueno, él dice que la tiene tu hermano Tassio. Aster me ha dicho que precisa encontrar a Tassio y que quiere un caballo.

Lesso no pareció estar sorprendido de que su hermano Tassio conociera a Aster.

—La noche que siguió al día que curaste a mi padre, Tassio estuvo en la herrería. Sólo hablé yo con él. Me dijo que habían atacado Albión y que Aster había caído herido y no lo encontraban. Creen que no debe de estar lejos. Me pidió que me enterase de algo. Yo sé dónde está Tassio. Se fue camino de Montefurado. Fusco y yo le encontraremos.

Me alegré de haber confiado en Lesso y asentí a lo que decía, pensé que debía haberme fiado antes de los chicos del poblado.

—Quisiera ir con vosotros.

—¿Y quién cuidaría de Aster? Tú eres la única que podrías hacerlo sin levantar demasiadas sospechas.

—Hay una reunión en el castro, la ha convocado Dingor. Temo algo.

—No creo que ese zorro sepa nada de Aster, pero es posible que haya escuchado rumores de que Tassio estuvo en el poblado. Querrá amedrentar a la gente. Dicen además que anda por ahí un hombre de Lubbo queriendo cobrar más tributos.

Caminamos hacia el poblado, vimos el humo saliendo entre las cabañas. Las mujeres estarían cocinando, era ya tarde y los hombres volvían del campo a comer y a dormir la siesta. Algunos nos saludaron y le preguntaron a Lesso cómo estaba su padre. Quizá pensaron que yo le estaba aclarando algún remedio.

Le pregunté a Lesso:

—¿Sabes por qué Aster cayó herido?

—Tassio me contó que intentaron entrar en Albión, dentro hay también rebeldes que odian a Lubbo. Pero alguien les traicionó. Aster se defendió y fue herido, después huyó y le dispararon una flecha emponzoñada. Lubbo le busca vivo o muerto. Le odia porque sabe que mientras alguno de la casa de Nicer esté vivo, su poder entre los pueblos peligra. ¿Sabes que Lubbo mató a Nicer?

—Eso he oído.

—Lubbo mató a Nicer, lo sacrificó a sus dioses sanguinarios abriéndole el corazón, y lo hizo delante de Aster, su hijo. Dicen que ató al chico, que no tenía más de doce años, delante del lugar de la ejecución y le obligó a presenciarla. Después le esclavizó y Aster vivió algún tiempo prisionero en Albión, pero le ayudaron a huir a Ongar hasta las montañas donde vive la familia de su madre.

Entonces yo uní ideas y entendí mejor lo que Aster me había relatado varios días atrás.

—Cuando hablé con él me contó que alguien había matado a su padre… Pero no quiso decirme cuál era su nombre… Yo no sabía que era el hijo de Nicer.

—Quizá lo hizo para protegerte. Lubbo daría la mitad de su poder por encontrar a Aster. Ahora se da cuenta del error que cometió al no ejecutarle con su padre, Aster es la esperanza, el único que puede aglutinar a los clanes y ahora son malos tiempos, las gentes se rebelan contra el poder de los suevos y contra Lubbo. Lubbo es cruel. Cualquiera que conozca el paradero de Aster corre un grave peligro.

—Lubbo no puede conocer todos los senderos del bosque.

Sensatamente, Lesso contestó:

—No lo sabes. Él tiene muchos espías.

—Debemos ayudar a Aster.

—Sí, él es la única posibilidad de recuperar la libertad. Necesitamos estar unidos contra los suevos al este, contra los godos al sur.

No escuché lo que Lesso me decía, me paré a pensar en la extraña actitud de Enol; ayudaba a Aster pero guardaba desconfianza hacia él.

—No entiendo a Enol. Él sabía quién era Aster, podía haberlo puesto en contacto con su gente. Enol le curó en el claro del bosque y odia a Lubbo. Desde hace unos meses está más tiempo en el sur que aquí, me dice que en la meseta hay novedades que nos afectan y —dudé— sobre todo a mí, que no soy de este lugar.

—El druida es difícil de entender. Para él los pueblos de las montañas no somos lo primero. Es un extraño para nosotros, aunque dice que es de nuestra raza y que nació aquí, Enol es un hombre raro que guarda dentro algún secreto —dijo Lesso.

—Aster adivinó algo. ¿Te suena el nombre de Alvio?

—Sí, pero no sé quién era exactamente, sé que tenía alguna relación con Lubbo, que era uno de los nuestros que vivió tiempo atrás en Albión.

Lesso no conocía bien las historias antiguas, no iba a revelarme nada nuevo. Se hacía tarde, yo debía acudir a la reunión del poblado.

—Debemos separarnos.

—Toma la tésera. Llévasela a Tassio.

Lesso examinó la tésera, intentando descifrar los caracteres, pero Lesso no sabía leer. Seguimos caminando, vimos las dos torres que flanqueaban las murallas del castro, y los dos guardas en la puerta. Dentro del poblado había ruido y movimiento. Los hombres de guardia nos saludaron. Pasadas las puertas del castro nos separamos y yo me dirigí a la acrópolis, Lesso se fue por un atajo a buscar a Fusco.

Las casas olían a comida, a verdura cocida con algo de grasa, faltaba poco tiempo para mediodía. Los olores se mezclaban y a mí no me gustaba aquella mezcolanza de diversos olores: el hedor a heces y comida, a estiércol y ganado.

Algunas mujeres, las de la casa de Lesso, me saludaron. Me acerqué a ver al herrero, que se había levantado y, aunque débil, tenía un buen aspecto. Al verme, se acercó, apoyó su enorme manaza sobre mi cabeza y sonrió. Me alejé animada y proseguí mi subida a la acrópolis a paso rápido por las callejas. En las otras cabañas, las mujeres me evitaban. Ocultaban a sus hijos pues temían que les pudiese echar el mal de ojo. Pensé que me precedía mi fama de bruja.

Aceleré aún más el paso, y pronto llegué a la acrópolis en lo alto de la colina. Era un lugar fortificado dentro de las murallas del castro, allí moraba Dingor en una casa cuadrada un tanto mejor que las del resto del poblado, rodeada de las casas de sus hijos y hermanos. Junto a la fortificación principal se había reunido gente y Dingor les estaba hablando. Dingor era un hombre achaparrado, que tendía a la obesidad, con el pelo oscuro matizado por hebras canosas y barba casi blanca de aspecto hirsuto. El atrio de su casa era elevado y allí, en un improvisado estrado, hablaba al pueblo. Junto a Dingor vi a un oficial cuado y, cerca de él, a algunos hombres de Lubbo. Abajo, en la explanada, rodeando la acrópolis, se congregaba ya la gente. Hombres llegados del campo, leñadores, algunas mujeres… distinguí a Marforia.

Dingor habló:

—Lubbo, señor de los albiones, amigo de los suevos, precisa un nuevo tributo. Nos ha enviado a Ogila, capitán de los cuados, que va a dirigiros unas palabras.

El llamado Ogila habló en latín vulgar pero con un acento extranjero a estas tierras.

—Se ha conocido que un enemigo de la raza de Albión se esconde por estos montes. Cualquiera que le preste acogida…

Se extendió un rumor ininteligible entre los hombres del pueblo. Un hombre a mi lado habló en voz baja: «Siempre buscando dinero y traidores, con esa excusa nos someten.» Otros asintieron, pero nadie habló abiertamente; todos tenían miedo.

—Si llegase un hombre de Albión, herido —prosiguió el hombre de Lubbo—, ha de serme entregado. Se busca a un hombre joven, moreno y alto, herido por una flecha. Si en este poblado se le protegiese el poblado será destruido.

El hombre de Lubbo continuó amenazando al poblado. Dingor, a su lado, obsequioso, se mostraba acorde con todo lo que decía Ogila, pero me fijé que Dingor buscaba a alguien entre la concurrencia y cuando me distinguió, fijó su mirada en mí y se volvió para hablar a uno de sus hombres, alguno de su familia. Este dejó el atrio de la casa de Dingor y se acercó a mí. Sentí miedo al verle acercarse.

—Hija de druida, te busca el jefe Dingor.

Me tomó de un brazo y me llevó a la acrópolis, introduciéndome por la parte trasera por la zona del establo, Oía el mugir de vacas detrás de mí y el ruido de moscas zumbando. Por el calor muchos insectos alados sobrevolaban el patio. Me llené de angustia pensando qué querrían de mí. Hacia el frente, la casa de Dingor me protegía, vi a la esposa de Dingor, una pequeña mujer de rasgos asustadizos, que me sonreía suavemente. Desde lejos, se podía escuchar muy apagado el rumor de descontento de la gente y las amenazas de Ogila. Al fin todo acabó y la multitud se alejó de allí.

Dingor rodeó la casa y se acercó a la zona trasera donde yo le aguardaba. Le acompañaba Ogila, los otros suevos se quedaron fuera.

El jefe habló:

—Has curado al herrero, hija de druida, te estamos agradecidos.

En los años que Enol y yo llevábamos en el poblado, el jefe Dingor nunca se había dirigido a mí. Yo era poco menos que una cosa que el druida poseía; sin embargo aquel día mi persona debía de ser importante para Dingor, por eso se esforzaba en ser amable y conciliador. El jefe de Arán prosiguió:

—Tenemos un enviado de Lubbo, príncipe de Albión. Es Ogila, viene a recoger impuestos, pero sobre todo está interesado por algo que tú podrías poseer, o tal vez indicarnos dónde se oculta.

Le miré interrogadora, pensé qué sería aquello por lo que Lubbo mostraba tanto interés.

—Lubbo quiere una copa dorada que, al parecer, está en posesión de Enol. Algunos hombres del poblado se la han visto utilizar para las curaciones, ¿sabes algo de esto, hija de druida?

—Enol está lejos —contesté con timidez, me asustaba el semblante duro de Ogila y la actitud del jefe—, no sé de lo que hablas, Enol tiene sus instrumentos y yo no los veo.

—Muy bien, hija de druida —dijo Dingor con decepción—, si no quieres colaborar, Ogila y sus hombres registrarán la cabaña de Enol, y te obligaremos a revelar dónde está esa copa. Si nos ocultas algo serás castigada.

—¡No! —grité—. No tenéis derecho a entrar en la casa de Enol.

Dingor rió mostrando sus dientes prominentes y amarillos, después Ogila y los guardias me hicieron avanzar. Frente a la acrópolis la multitud se dispersaba, los hombres se retiraban con un murmullo de descontento. En algunos ojos se distinguía la repulsa y el disgusto hacia el jefe Dingor. Los hombres se alejaban de la fortaleza y entre los corrillos se preguntaban quién sería el herido; suponían que alguno de los rebeldes de Ongar. Mucha gente del poblado tenía familiares en Ongar, por eso en muchos rostros se palpaba la preocupación y la pena. Al verme pasar, escoltada por la guardia de Ogila, con el jefe Dingor a un lado, un movimiento de cólera surgió en algún grupo:

—¿Adónde llevas a la hija del druida? ¡No es más que una niña! Si le haces algo, te las verás con nosotros. Y cuando vuelva Enol… te convertirá en sapo. —La voz salía del grupo de la familia de Lesso, agradecida aún por la curación del herrero.

Dingor se disculpó, temía al herrero, que era un hombre importante y muy considerado en el castro.

—No se le hará nada —dijo Dingor—, necesitamos algo para Lubbo, que podría tener ella.

Los guardias apartaron ceñudos a la gente que se arremolinaba alrededor de nosotros. Sentí a mi lado una mirada compasiva. Era Marforia. Nos seguía de lejos y en su gesto latía una gran preocupación. Gran parte de los asistentes también nos siguieron. No vi a Lesso ni a Fusco. Pensé que habrían iniciado su viaje para encontrar a Tassio.

Entre las callejas del castro, algunos hombres se alejaron; otros, llenos de curiosidad, nos siguieron. Salimos por el portón superior, más cercano a la acrópolis y a la casa de Dingor, los guardias no nos miraron al pasar. Luego descendimos por la montaña en la que se situaba el castro, siguiendo la falda de la muralla. Mientras caminábamos repasé todo lo que había en la casa que quizá podría comprometernos. Los recuerdos de mi madre, las pócimas de Enol, los pergaminos. Cualquiera de aquellas cosas podría hacernos sospechosos a los hombres de Lubbo. Lo único que me tranquilizaba era conocer que la copa no estaba allí, la había buscado para curar al padre de Lesso y no estaba en su lugar. Conocía intuitivamente que la copa era muy valiosa y también sospechaba que no debía caer en manos de Lubbo.

Atrás quedó la fuente y el bosque de robles que separaba la casa de Enol del castro, llegamos frente a la puerta de nuestra casa y pedí al Dios de Enol, si era tan poderoso, que me protegiese. Me quedé fuera, custodiada por los guardias, Marforia se acercó y me tomó por los hombros, detrás se situó el herrero con una pequeña multitud del pueblo, intentando protegernos de la cólera de Ogila si llegaba a producirse. Dentro de la casa se producían sonidos de saqueo, los ruidos de los hombres de Ogila buscando y destruyendo. Yo lloraba. Revisaron palmo a palmo la pequeña casa de Enol. Por último, subieron al desván donde yo dormía, y escuché cómo dejaban caer a través del hueco de la escalera los sacos con bellotas y grano. Temí que prendieran fuego a la casa, pero no lo hicieron, quizá respetaban a los hombres del pueblo que, fuera de la casa, montaban guardia. Al fin, los vimos salir de la pequeña vivienda. Ogila cargaba con algunas cosas de Enol.

—Llevaré esto a Lubbo, le interesará.

Me lancé hacia ellos.

—¡No podéis hacer esto! —grité.

Los guardias me contuvieron y contestaron riendo como si fuese una niña sin sentido.

—Sí, podemos.

El herrero y sus vecinos nos ampararon y, al fin, los hombres de Lubbo y la guardia de Dingor emprendieron la retirada. Marforia y yo nos quedamos paradas en la puerta de la casa sin saber qué hacer, los paisanos se acercaron preguntando si precisábamos alguna ayuda. Les agradecimos el gesto, pero preferimos estar solas y ellos se retiraron.

Entramos en la casa, la destrucción era mucho peor de lo que yo sospechaba. Sollocé en el umbral. La vieja Marforia se me acercó y me abrazó con cariño, me volví sorprendida y vi lágrimas en sus ojos. Habían revisado todo, hasta levantado las piedras del hogar, y las lajas del suelo, las cosas estaban desbaratadas y rotas. Las marmitas de cobre abolladas, los cántaros de barro quebrados. Entre todo aquel caos busqué, en primer lugar, aquello que me ligaba con el pasado: la pequeña caja de metal en donde se encontraba el cabello de mi madre. No la hallé. Pasé a la cámara del druida, donde el desorden era aún mayor, rebusqué por toda la estancia y en una esquina encontré la caja de plata abierta y partida. Dentro había desaparecido el cabello dorado que perteneció a mi madre. Los pergaminos estaban desparramados por el suelo, muchos de ellos rasgados y arrugados. Lloré sentada en el suelo de tierra mientras iba colocando pergaminos, en ellos se veían dibujos de plantas, de constelaciones y letras latinas y griegas. Los fui estirando con las manos, alisándolos y con un paño de lana los sequé; al poco noté una mano sobre mi cabeza. Era Marforia.

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