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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (4 page)

—Preguntas mucho —dijo él.

—Bueno. Aquí nunca hay novedades… los hombres van al sur y vuelven con botín, o cazan en el bosque. Las mujeres labran la tierra y cuidan las casas. Alguien muere, una mujer pare, a otra la casan.

—Yo te saco de la rutina… —el herido me cortó meditabundo—, eso quiere decir que en tu poblado hay paz.

—A veces se pelean… me refiero a los hombres del poblado.

—Eso sigue siendo la paz y el orden, un orden relativo, claro está.

—Sí. Yo quiero conocer otros mundos —le dije—, otras gentes.

—¿Y…? ¿Cómo sabes que hay otros mundos?

—Enol me enseñó. Él sabe leer y tiene pergaminos, y yo he leído.

Me miró sorprendido, y susurró, como hablando consigo mismo.

—… entiendo las letras… pero sólo manejo bien la espada.

Le observé atentamente, estaba cansado y se reclinó hacia atrás, con la mirada en lo lejano. Sentí una profunda curiosidad por conocer de dónde provenía y cuáles habían sido sus pasos hasta ese momento.

—¿Cómo es tu tierra?

—Es un lugar al norte, en los lagos. Un lugar lleno de nieve en invierno y de torrenteras en verano… el hogar de la familia de mi madre. A lo lejos desde lo alto de los picos, en los días claros se ve el mar. Pero yo nací en Albión.

Calló. Parecía que el pasado volvía a su mente, cerró los ojos y por su interior pasaron los días de aventuras, los combates. Noté cómo un rictus de dolor cruzaba su cara, y sentí compasión. Con suavidad, con un dedo, dulcemente, toqué una de sus heridas en el brazo. El semblante del herido se dulcificó, abrió los ojos, y examinó mi cara anhelante. Yo quise conocer más y pregunté.

—¿Quién te hirió?

—Lucho contra Lubbo. Desde la montaña bajamos una partida de hombres para hostigarle. Caí prisionero. Me trasladaban hacia Albión, pero pude escapar gracias a mis hombres, no obstante murieron. —No quería hablar, y finalmente cortó la conversación—. ¡Preguntas mucho, niña!

—Enol, bueno, es tan callado… casi nunca me cuenta cosas que ocurren fuera, me entero por los chicos del poblado, y yo quiero saber qué ocurre lejos de aquí, en otros lugares.

—Lejos de aquí, en donde, a pesar de la tiranía de Dingor, hay paz, todo lo demás está en guerra, y Lubbo es uno más de este mundo revuelto. Anteriormente, hace muchos, muchos años, Roma estaba abajo en la meseta, nosotros los pueblos cántabros vivíamos en paz y protegidos por sus leyes. Roma cayó, entraron en las tierras del sur y hacia el oeste los suevos —cuados les llamáis vosotros—, los vándalos y más al sur y aún más tarde los pueblos godos. Los albiones y las otras tribus del norte siguieron libres, salvaguardados por las montañas. Sólo los suevos nos acosaban; fue entonces cuando Lubbo nos traicionó, mató a Nicer y gracias a los guerreros suevos se hizo con el poder. Yo lucho contra él. A pesar de todo, aquí en el valle de Arán hay paz, en este lugar escondido en las montañas todavía hay paz. Sólo pagáis un tributo a Lubbo pero no estáis enteramente dominados por él.

Le interrumpí. Entendí parcialmente lo que me explicaba, lo había oído relatar en el poblado, pero no sabía qué quería decir cuando decía «Hay paz», en su expresión se apreciaba que él la añoraba. Yo no veía la paz, y menos aún en los últimos tiempos desde que los hombres de Lubbo entraban y salían del poblado, llevándose a menudo las cosechas.

—No hay tanta paz como dices. Los hombres del poblado se pelean por Lubbo, a muchos no les gusta, aunque callan —dije—; desde que Lubbo sometió a Arán al poder de los cuados todos tienen miedo. Por las noches se cierran las puertas del poblado. Los lobos bajan de la montaña. Enol y yo nos quedamos en la casa aislados, a veces yo también siento miedo.

—Entonces —respondió él sonriente—, veo que por aquí tampoco la vida es tranquila.

—Sí, pero para mí todos los días son iguales, y… —repetí— quisiera ver otros mundos.

Él rió de nuevo, vi sus dientes blancos brillar en la penumbra de la cueva, y un fulgor alegre en sus ojos.

—¿Otros mundos? —dijo él—. ¿Qué mundos?

—Enol me ha explicado que al norte, en las Galias, hay reinos gloriosos, que en las islas están los antiguos druidas, que muy lejos, en Oriente, hay un imperio donde los nobles llevan joyas de oro y diademas. Yo he visto sus mapas y leído sus pergaminos.

Cuando le hablaba de todo aquello, él me miraba sorprendido; yo proseguí:

—A Lesso y a los otros, nunca les he hablado de todo esto.

—¿De qué?

—De que leo y de que hay otros mundos.

Después supe que a él le gustaba verme así, niña y mujer, y sabia. Allí, en aquellas horas al lado del arroyo, él comenzó a intuir el misterio que rodeaba a mis días, misterio del que yo misma no era plenamente consciente.

—¿Tú lees? —pregunté.

—Hacia el oriente del país, en las montañas, viven eremitas. De niño aprendí algunas letras y los monjes cristianos son sabios.

—¿Cristianos?

Aquello me llenó de curiosidad. En aquel tiempo del final de mi infancia, me gustaban los dioses y las leyendas, y los cristianos, con su extraño Dios, divino y humano, me intrigaban.

—¿Tú eres cristiano? —le pregunté.

—No.

Su respuesta sonó bruscamente, como si hubiese dado en algo que le dolía.

—No. No soy cristiano —repitió con fuerza y después más despacio prosiguió—. Para eso hay que creer, y yo no creo.

—¿Creer en qué?

No se sintió molesto ante mi insistencia, continuó hablando con suavidad.

—En un Dios bueno que se ocupa de sus criaturas. Creen en el perdón. Yo no puedo perdonar a quien me hizo daño. Por eso no quiero creer.

Noté que el pasado había vuelto a su mente, un tiempo ya ido en el que un sufrimiento profundo había marcado su vida para siempre. Él necesitaba hablar de la herida de su espíritu, una herida más profunda que las que marcaban su cuerpo.

—¿A quién no perdonas?

—A Lubbo. Él mató a mi padre. Quiero hacerle sufrir todo el daño que me causó a mí y a mi gente. Quiero vengarme. —Después de un silencio tenso prosiguió—. Los cristianos perdonan pero yo no soy capaz. Me gustaría ser como ellos. En el poblado había un monje, un ermitaño, te he hablado de él. Cuentan que se encontró con el asesino de su familia, y no le mató, le perdonó y le bautizó. Yo, yo no puedo perdonar y por eso no puedo ser cristiano. Es imposible perdonar al que te ha causado el mal.

—¿Entonces…? —Me detuve un momento sin entender—. Si no aceptas el perdón… ¿por qué te gustaría ser como ellos?

—Porque odian los sacrificios humanos. Porque adoran a un Único Dios. Porque ese Dios camina a su lado y… —se detuvo tomó aliento y continuó con esfuerzo— porque mi padre era cristiano. Él supo perdonar. Mi padre perdonó a su asesino, y yo estaba delante, atado, viendo cómo moría.

Bajó la cabeza, como si hubiera revelado algo largamente guardado en su corazón, algo que era una herida profunda, dolorosa, que le torturaba día y noche, atormentándole continuamente. Después susurró:

—Durante años, fui un esclavo en Albión, esclavo del mismo hombre que mató a mi padre. Lubbo continuó su extraña venganza en mí.

Y a continuación en voz más alta dijo:

—Pero no hay que pensar en el pasado. Ahora soy libre y llevaré a término mi destino.

No me atreví a hablar. La luz del verano se introducía entre los árboles del bosque, en el silencio se oían los gorjeos de los pájaros, y un viento cálido agitaba las hojas. Advertí que me gustaba estar allí. Las venganzas de tiempos pasados desaparecían ante la naturaleza viva, y él, mi herido, alcanzaba una cierta paz en su alma dolida. Sentí que manaba de mí un suave consuelo que curaba el alma afligida del herido.

Una ardilla trepó entre los castaños y mordisqueó un fruto verde de un árbol. Más allá, un pájaro carpintero picoteó rítmicamente un quejigo. Mientras, mi herido, callado y dolorido por las heridas del cuerpo y del espíritu, entraba en una duermevela. No quise dejarle solo, él necesitaba mi presencia para dormir tranquilo. Pasado un tiempo en el que el sol se movió en el cielo y las sombras de los árboles crecieron, el hombre despertó.

—Tengo sed —dijo.

Bebió con ansia, luego levantó la cabeza de la vasija, me sonrió, tomando mi mano con gratitud. Ambos callamos para mantener el hechizo y la voz de la naturaleza se hizo presente. Una voz que yo reconocía a menudo.

Él se incorporó apoyándose contra la roca, su cara transmitía paz. Pensé que quizás hacía tiempo que no había sentido una mano femenina que le cuidase; años huyendo, escapando de enemigos. Me sentí conmovida, y no quise dejarme llevar por aquella emoción que me parecía inexplicable e impropia. No quería alejarme de su lado, pero me puse en pie.

—¿Te vas?

—Es tarde… debo volver; quizás Enol haya regresado ya, y se preguntará qué he estado haciendo aquí tanto tiempo.

—¿Y qué le dirás?

—No lo sé. Dijo que no hablara contigo.

—Y, sin embargo… has hablado conmigo.

—Contigo estoy a gusto —dije tímidamente—, sabes cosas de otros lugares. Me gustaría conocer tu nombre.

—No tengo nombre —negó él de modo misterioso—. Tú tampoco lo tienes.

—Me iré si no me lo dices —insistí.

Él no contestó a mis preguntas, sólo pidió con voz suplicante:

—¿Cuándo volverás?

Me distancié de él y revisé las vasijas a su lado para comprobar que estaban llenas de agua.

—Quizá mañana… tienes bastante hasta mañana. Volveré.

Me alejé corriendo, él intentó seguirme, pero sus heridas no estaban todavía bien cicatrizadas y el dolor atravesó su cara. Yo me marché saltando entre las piedras. Llegué a un gran castaño y lo rodeé dando vueltas en torno a su tronco grisáceo. El corazón me latía deprisa y supe que no era tan sólo por la carrera.

Las puertas de la fortificación aún estaban abiertas y por el camino transitaba un carro lleno de hierba, y unos paisanos se daban prisa intentando que la noche no les cogiese fuera. La noche les imponía respeto. Se escuchó a lo lejos el aullido del lobo.

Pronto llegaría a casa, a lo mejor Enol habría vuelto ya, a lo mejor se hallaría aún lejos. En cualquier caso Marforia me sermonearía por haber tardado tanto en regresar. Aceleré el paso, el sol se reclinaba sobre las montañas al fondo del valle, y se introducía en ellas llenando el cielo de luz rojiza y violácea. Corriendo sobre el camino, resbalaba en la cuesta abajo que conducía hacia la casa, pero antes de llegar en una vuelta del camino encontré a Lesso. Casi choqué con él; Lesso intentó detenerme pero yo no quise hablar con él. Me conocía muy bien y era capaz de intuir las emociones que me embargaban.

—Déjame —le dije—, llevo prisa, Marforia me estará esperando.

—Espera, hija de druida —suplicó—, necesito tu ayuda, hay problemas en casa.

Me detuve, su voz sonaba lastimera y Lesso no acostumbraba quejarse. «Algo le sucede a los suyos», pensé. Me olvidé de Marforia, del herido, de mi extraño estado de ánimo y pregunté:

—¿Qué ocurre?

—Mi padre se hirió hace una semana con una barra de hierro candente, y ahora se ha hinchado, delira y arde de fiebre —me explicó Lesso—; he ido a buscar a Enol, pero no está. Tú puedes ayudarnos.

Conocía las formas de curar de Enol, pero nunca había aplicado ninguna de ellas. No quería tener problemas en una aldea donde me despreciaban por ser extranjera. La mirada suplicante de Lesso, sin embargo, me hizo recapacitar y me decidió.

—Iré a casa, a buscar algunas hierbas y las cosas de curar de Enol. Haré lo que pueda por tu padre.

Caminamos juntos, deprisa. Dejamos a un lado el poblado y subimos la cuesta que conducía a la casa del escudo de acebo.

La casa de Enol es, era, grande, mucho más grande que cualquiera de las del castro de Arán, rodeada de una cerca de laja de pizarra. Su estructura era ovalada, con dos pisos, toda ella de piedra. La puerta se cerraba con una pesada tranca, y sobre el dintel se podía ver el árbol de Enol, un acebo cuajado de bayas. El portón de madera solía estar abierto, pero en la casa penetraba la luz por la puerta y por un ventanuco que se cerraba con un contrafuerte de madera en invierno. La puerta de la casa no estaba entornada y vimos la luz del hogar encendido en el que cocía una marmita.

Dentro, la casa se hallaba dividida en dos por una mampara de madera, por una escala se accedía al piso de arriba, un almacén de grano, donde yo dormía. En la cámara posterior del piso bajo, moraba Enol, allí guardaba sus hierbas y pócimas. Me dirigí a su aposento a buscar lo necesario para atender al padre de Lesso.

En la cerca me esperaba Marforia, me había visto subir por la cuesta hacia la casa. No estaba muy contenta, mostraba su enfado con su actitud: los brazos en jarras, apoyados en la amplia cintura y su cara de enfado.

Sin hacer mucho caso a los sermones de Marforia, me introduje en la casa, y ella siguió detrás de mí gritando improperios, y haciendo aspavientos.

—Esta niña… es una cabra loca —Marforia no entendía que me dirigiese a la habitación de Enol y no respondiese a sus gritos—, ¿se puede saber qué haces?

Detrás de mí entró Lesso.

—Dejadla, señora, mi padre está enfermo, y sólo ella puede ayudarnos.

—¿La niña? ¿Ayudaros?

Lesso me miró con sus grandes ojos amables y serenos.

—Ella acompaña a Enol en sus curaciones. Es la única de nosotros que conoce algo del arte de la sanación.

Me sentí halagada por sus palabras, y escapé de las manos de Marforia. Me introduje en la cámara de Enol y revolví entre sus cosas, entre los pergaminos apilados, las cestas con hierbas aún verdes y sustancias que todavía desconocía. No encontré la copa, pero debajo del lecho, entre calderos llenos de hierbas, descubrí diversas plantas secas y raíces que introduje en un paño, anudé sus extremos y cerré la tela.

Marforia no se atrevió a entrar en la cámara de Enol. Respetaba profundamente al druida, y le temía. Oí cómo rezongaba fuera. Yo salí contenta con mi botín de hierbas, pero Marforia se escandalizó de mi atrevimiento y perseguida por sus gritos crucé la cerca.

—Cuando venga Enol, sabrá de esto —me dijo Marforia.

—No te preocupes, yo misma se lo diré.

Fuera me esperaba Lesso.

—Date prisa —exclamó—, cerrarán la puerta del poblado.

—Hay tiempo —respondí.

Me puse el manto sobre los hombros, ocultando el hatillo con las hierbas. Sonreí a Lesso abiertamente, y él me miró con timidez agradecida.

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