—Necesitas descanso —dijo Enol.
—¿Cómo agradecer vuestra ayuda?
—Callando —contestó secamente Enol—. Aquí estarás seguro, pero si te encuentran no hables de nosotros. La niña te traerá comida, y yo cuando pueda vendré a verte y revisaré tus heridas. No salgas de aquí. Si te encuentran los del poblado… bien, no podré hacer nada por ti.
Salimos de la cueva, era muy tarde, pero la luz de una luna que descendía en el cielo nos iluminaba en el camino. En el poblado, los guardas habrían cerrado ya las puertas, pero la casa de Enol no estaba dentro de la muralla. Eran tiempos de paz aparente y fuera de los muros del castro vivían gentes sin recursos, o extranjeros como Enol y como yo. Sobre la puerta de nuestra casa nos recibió el escudo de acebo, símbolo del sanador. Enol no habló apenas por el camino. Yo ardía en preguntas, pero conocía bien que en aquel momento él nunca las hubiera contestado.
Cada tarde, cuando las sombras de los árboles se volvían largas y estrechas, tomaba mi cántaro y en lugar de dirigirme a la fuente me adentraba en el bosque. Llevaba al herido agua y comida. Yo no sabía quién era.
Tiempo después Aster me confesó que deseaba que el sol descendiera del cielo a la caída de la tarde sólo para verme aparecer. Mi figura clara aparecía a su vista en el bosque umbrío y muchas veces creía ver a un hada o una ninfa de las fuentes, o una jana de los bosques. Así comenzó a llamarme, Jana, el mismo nombre que tiempo después me dieron mis captores. Me dijo también que contenía la respiración al ver el sol de atardecer reflejándose sobre mi pelo dorado.
Fueron días alegres y arriesgados. Deseaba que descendiese el sol para ver a mi herido y durante el día me consumía de impaciencia, temía encontrarlo peor porque sus heridas tardaban en curar. Anhelaba que llegase el momento de volver a estar junto a él y entre mis ocupaciones diarias en el hogar, con Marforia, se me representaba a menudo su rostro maltrecho. Veía su boca firme y fina, sus cejas negras y arqueadas, sus ojos oscuros, casi negros, que se fijaban en mí al entrar en la cueva, como se fijan los ojos de un perrillo pendiente del amo. Su piel blanca se había tornado casi translúcida por la pérdida de sangre, la barba escasa de hombre joven se iba formando en un rostro anteriormente lampiño. Su cara angulosa, enmarcada por los pómulos elevados y rectos, mostraba a menudo un rictus de dolor. Ansiaba que llegase el momento de volverle a ver, pero no siempre era fácil escapar sin ser vista; los mozos del lugar, anteriormente mis compañeros, me seguían porque sospechaban que ocultaba algo.
Yo no había nacido en el poblado, Enol y yo llegamos a Arán en un tiempo del que no tengo memoria. Enol construyó la casa fuera del castro, labró toscamente el escudo de piedra de sanador, y con su arte se ganaba la vida. Adquirió prestigio en el lugar como druida y curandero, venían de lugares lejanos a que él les sanara. Me crié con un ama —la vieja Marforia— que me nutrió, pero nunca hubo un sitio para mí en el poblado. Al correr de los años, Enol se ausentaba a menudo, nunca me dijo adónde se dirigían sus pasos, y a menudo me quedaba sola en la casa, o lo que era peor, cuando Enol preveía que se iba a ausentar durante mucho tiempo, me recluía en la casa de la vieja Marforia. No trataba a las niñas de mi edad porque sus madres las retiraban de mí, apartándolas por ser extranjera. Sin embargo, nunca me vi sola en el poblado de Arán, los chicuelos del lugar jugaban por el bosque y no me negaron su compañía, me convertí en uno más de ellos e incluso, no sé por qué extraña jugada del destino, aquellos muchachos me obedecían.
Entre nosotros se hablaba de la caída del príncipe de Albión y del gobierno despótico de Lubbo; pero, niños aún, los sucesos no nos afectaban más que por la cara adusta de los mayores.
Los habitantes del lugar, como los de los otros castros de las montañas, estaban divididos. Para algunos, los tiempos antiguos les parecían los mejores; éstos eran partidarios de Lubbo, que había restaurado el orden tradicional. Lubbo permitió sacrificios de animales e incluso de hombres en los castros. Lubbo era cruel y se había aliado con los guerreros cuados para derrocar a Nicer,
princeps Albionis
, príncipe de Albión.
Los hombres más sabios y prudentes de los castros odiaban a Lubbo. A éstos, los tiempos antiguos les causaban horror; del sur llegaban aires nuevos, y hombres de paz predicaban una buena nueva. Los hombres prudentes habían querido a Nicer, príncipe de Albión, y sabían que la ocupación de Lubbo y los cuados era injusta, pero no se atrevían a levantarse en armas contra Lubbo. Sólo algunos resistían en las montañas de Ongar, proscritos de sus castros, pero a la vez siendo la esperanza de muchos otros, que confiaban en que la invasión terminase y la tiranía de Lubbo alcanzase un final. Dentro de los poblados, nadie protestaba abiertamente, habían perdido toda esperanza; después de la muerte de Nicer y la caída de Albión, todo había acabado y se sometieron a Lubbo.
Entre mis compañeros de juegos, los más valientes odiaban a Lubbo, algunos habían perdido a parientes y familiares cercanos en la persecución que se originó tras la caída de Nicer. Lesso era uno de ellos, pensaba que Nicer o alguien como él volvería. Su hermano Tassio había escapado hacia Ongar.
Aquellos días, no podía ver a Lesso, no debía hablar del herido y Lesso, que me conocía bien, habría adivinado que tenía un secreto. Juré a Enol no hablar con nadie del hombre del bosque y debía cumplir mi palabra.
En cuanto a Enol, su actitud era extraña, cuando en el poblado se hablaba de Lubbo y de Nicer, él se mantenía al margen. Extranjero en aquellas tierras, no parecía interesarle la suerte de los albiones, de los luggones o de los pésicos. Sin embargo, yo intuí muchas veces que Enol odiaba a Lubbo. Sí. No lo expresaba con palabras, ni decía nada al respecto, pero cuando el jefe del poblado se acercaba trayendo noticias de Albión y de las iniquidades de Lubbo, una nube negra cruzaba la mirada de Enol.
Sé lo que va a ocurrir. A menudo veo el pasado o lo que ocurre en cada momento, a veces presiento el futuro. Enol se sorprendía por ese don, en el que él mismo me inició. El druida me decía que explorase en mi interior. Dentro de mí aparecerían ideas y sentimientos que me harían conocer a los hombres, de esa manera podría intuir lo que harían, y eso me permitiría predecir el futuro. Adiviné que los cuados me llevaban a su poblado y no iban a matarme. Querían algo de mí, y supuse qué querrían. Al principio temí que me sacrificaran a su dios cruel y ávido de sangre, pero ahora percibía que me consideraban valiosa para Lubbo.
Unos días después del trance, los hombres de la cuadrilla comenzaron a olvidarlo. Habían perdido el miedo. Ese día llamé a los gusanos de la noche. En un alto del camino, cuando el sol lucía fuerte, me pude sentar en el suelo. Unos pequeños animales, invisibles para mis captores me rodearon, los introduje en una faltriquera entre mis ropas. Nadie se dio cuenta. Prosiguió el camino, lento y fatigoso. Un guerrero de pelo rojizo intentó tocarme, el capitán me defendió. Tenía miedo, en la noche nadie me salvaría. La luz se fue apagando lentamente en aquel día de otoño y, al fin, llegó la noche. Cuando el fuego de la hoguera se volvió brasas, una luz de luciérnagas salió de mi pelo, de mis ropajes. El hombre pelirrojo quiso acercarse, pero al ver las luces pequeñas pensó que los duendes del bosque me protegían y salió corriendo. Los otros hombres, desde su duermevela, miraban y callaban asustados.
No conseguí conciliar el sueño. A pesar de las luces, los hombres podían volver. En el cielo, en una noche sin luna, las estrellas brillaban con luz diáfana y suave. La Vía Láctea llenaba de un polvo brillante el cielo, a lo lejos brillaba Orión, la Estrella del Norte, Andrómeda, el Carro Mayor y el Menor. Más allá Vega, Sirio y Venus elevándose sobre el horizonte. Regresé con mi mente al pasado, al tiempo en el que Enol me explicaba los nombres de las estrellas, al tiempo en el que atendimos a un herido en el bosque.
Al caer la tarde, salía ocultamente del poblado, en una ánfora grande guardaba la comida y las vendas para curar al herido. Por el sendero que va al castro, caminaba hacia la fuente, pero antes de llegar a ella, bruscamente torcía el rumbo. Así, si alguien del poblado me observaba, no vería nada más que una joven de las muchas que en las tardes de verano se dirigía a buscar agua al manantial. Después cruzaba el bosque de castaños que rodea el torrente, más allá de un robledal, giraba a la izquierda, alcanzaba el río y después el arroyo. Siguiendo su cauce, tras caminar más de una hora llegaba a la cueva. Al principio me solía acompañar Enol, después iba sola. En los primeros días de su enfermedad el herido deliraba y yo vigilaba atentamente su sueño. Después de depositar en el suelo la comida y las pócimas que Enol le había preparado, me sentaba a su lado mirando. Cuando él despertaba, yo huía llena de temor. Me avergonzaba de algo que no sabía qué era. Su sueño, en cambio, me enternecía, me agradaba verle dormir. Día tras día, sentada junto a él, velé su sueño.
Un día, él abrió bruscamente los ojos. Desde tiempo atrás, a través de sus párpados entrecerrados, acechaba mis movimientos. Sus ojos muy oscuros, casi negros, rodeados de pestañas oscuras y espesas sobre una piel blanca, se posaron en mí. Yo me fijé en sus rasgos recios, en los que una barba oscura iba creciendo joven, sobre una boca pequeña, masculina e interrogadora.
Me asusté, e intenté irme.
—No te vayas… —me dijo.
—No puedo…
—¿Por qué?
Con timidez pero rápidamente me levanté, y él cogió la falda de mi túnica para evitar que huyera.
—Enol no quiere que hable contigo.
—No entiendo a ese Enol, me ayuda pero en su mirada hay odio, y no te deja hablar conmigo.
—Enol es un hombre bueno y justo, es sanador, protege a los desvalidos.
Me miró asombrado y divertido.
—Así que eso me consideras… —Se rió—. ¿Un desvalido? Al hombre más peligroso y más buscado de todos los astures y cántabros… ¿le llamáis desvalido?
Yo callé, intentaba desprenderme de sus manos, me sentía cada vez más asustada. Volvió a reír.
—No te dejaré ir hasta que me digas tu nombre.
Callé obstinadamente.
—Te llamaré Jana, eres como una ninfa del bosque que surge junto a un manantial, y tu pelo dorado brilla al sol. Sí, serás Jana, nombre de bruja y de hada del bosque. A lo mejor lo eres. —Suspiró y después me tomó el pelo—. Muy joven. ¿Cuál es tu edad? No tendrás más de trece o catorce años.
Aquello me ofendió
—Ya he cumplido quince, muchas de la aldea suelen estar casadas a mi edad y algunas… —dudé— son madres.
—Sí, pero tú eres más niña. Te he observado estos días, mientras muy seria creías velar mi sueño. No creo que seas hija del hombre que me curó.
—Enol.
—¿Quién es?
—Es mi padre —dije dudando.
—Un hombre extraño. Conozco a los hombres por la expresión de sus rostros, es un don que heredé de mi padre. Me parece ver a veces a Enol entre los árboles. Aquel día vi una copa muy hermosa entre sus manos.
No debía hablar de la copa, pero él me había tratado como una niña y yo quería impresionarle.
—Es un druida, sabe sanar, utiliza la copa para hacer las pócimas.
—¡Ah! Sí, las pócimas… —dijo con aparente desprecio para hacerme hablar—. Será un curandero.
—No, no es un curandero. Es un verdadero druida. Ha estado en el norte, en la isla de Man y en Britania.
Sentí sus ojos escrutando mis palabras inquisitiva, atentamente, con sorpresa y preocupación.
—Lubbo dice también que es druida. Quedan pocos. Son peligrosos. Guardan tradiciones de tiempos antiguos y aman la sangre humana y de animales.
—Enol, en cambio, odia los sacrificios. Además, te ha salvado la vida —protesté yo— y le debes agradecimiento.
—Lo sé.
Cerró los ojos. Cada vez que él cerraba los ojos, la luz se apagaba en la cueva. Soltó mi manto, noté que estaba fatigado.
Me dejó ir y me alejé de él, al principio lentamente. Después atravesé el bosque deprisa y, al llegar al camino, la luz de entre los árboles se apagaba, atardecía en aquella tierra verde. A lo lejos, vi a dos hombres cargando con un gran haz de hierba recién cortada para el ganado, se daban prisa en llegar al poblado antes de que se hiciese de noche y se cerrasen las puertas del murallón de entrada. Llené con calma el cántaro en la fuente. Yo no tenía prisa, de lejos divisé la luz del hogar, Enol había llegado ya. Corrí hacia la casa, noté sus brazos, fuertes pero cansados, que me acogían, después me ayudó y puso a un lado mi cántaro lleno de agua.
—¿Cómo está el herido?
—Está mejor —respondí tímidamente—, me ha hablado.
Se puso serio. Elevó una de sus cejas, de aquel modo que Enol solía hacer.
—Será inevitable que hables con él. —Suspiró y como si viese en la lejanía, después continuó hablando—. Debo partir de nuevo.
Me entristecí, y él me acarició posando su mano en mi mejilla.
—Sé que no entiendes mis viajes y que no te gusta estar en la casa de Marforia, le he pedido que se traslade a vivir aquí.
—No es lo mismo.
—No sabes mucho de ti misma… pero tú no eres de la raza de los albiones, tú procedes de otra estirpe. Debes recobrar tu lugar. Yo tengo esa deuda contigo, pero todavía es pronto.
Le miré con asombro, intentando averiguar lo que querían decir aquellas palabras, «otra estirpe».
—Prométeme que hablarás lo menos posible con el hombre del bosque.
—Lo menos posible —repetí sin convencimiento.
—Está bien —aceptó con resignación.
Yo asentí.
Al amanecer, partió Enol en una cabalgadura vieja, que solamente usaba cuando sus viajes se iban a demorar largo tiempo.
Los días de aquel verano pasaron como las nubes cuando amenaza tormenta. Seguí yendo a visitar al herido y gradualmente vencí la timidez inicial; ahora yo ardía en curiosidad, quería conocer todo acerca de él.
—¿De dónde vienes?
—Más allá —y señaló al oriente—, en las montañas altas siempre cubiertas de nieve, hay un pueblo que es como el tuyo. Allí me crié, en el pueblo de mi madre, cerca de los lagos de Enol.
Me observó alegre, unas semanas atrás yo no habría pronunciado palabra en su presencia, a él le gustaba verme así preguntando mil cosas. Y yo, ahora, a su lado sentía como si hubiese descubierto a un amigo, largo tiempo, esperado.