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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (40 page)

El druida prosiguió, con voz satisfecha y más amigable:

—Mírame. ¿Piensas que yo querría algo para ti que te perjudicase? Desde niña te crié, pensando en el momento en el que pudiera cumplir una promesa que hice muchos años atrás. Ahora ha llegado el momento. Vas a volver al lugar de donde nunca debías haber salido, y yo cumpliré el juramento que me hice a mí mismo y a tu madre. Entonces estaré en paz.

El rostro de mi antiguo tutor estaba, en aquel momento, bañado por la pasión; el sudor hacía brillar su frente y sus mejillas enrojecieron, su perfil se volvió más parecido al de un águila. Enol dirigió su vista hacia el horizonte; a lo lejos la ciudad de Astúrica Augusta se levantaba firme, rodeada de las murallas que un día construyeron los romanos.

—Mira —señaló al frente—. Llegamos a Astúrica, la capital de estas tierras, pero sólo es un paso, después iremos a Emérita Augusta, la ciudad de tu padre, conocerás Toletum, donde está lo mejor del reino godo. Olvidarás el pasado. Un mundo nuevo se abre ante ti, no mires atrás, tu futuro está en el sur.

Enol siguió hablando y con la fuerza de sus palabras, por un instante, olvidé el pasado. El ansia de conocer nuevas tierras que un día llenara mi corazón volvió durante un breve lapso; pero al pensar en aquel tiempo lejano, me recordé hablando con un herido en el bosque… diciéndole que quería conocer nuevos mundos y, en mi mente, me pareció escuchar su risa alegre ante mis palabras de niña. El dolor me llenó de nuevo.

El antiguo druida calló, parecía no entender mi pena, o quizá no quería hacerlo. Uno de los soldados godos hizo sonar una trompa, Enol y yo miramos al frente, el portaestandarte señalaba que nos aproximábamos a la urbe, y desde la muralla las trompas de los vigías contestaron al saludo.

Al ver las enormes murallas con paneles de granito y torreones circulares entendí lo fácil que había sido para el ejército godo, acostumbrado a ciudades así amuralladas, destruir la pared de adobe y piedra que rodeaba Albión. Bajo la sombra del parapeto, cruzaba un río y unos grandes portones se desplegaban hacia la llanura. Desde aquellas puertas los soldados que custodiaban la ciudad nos exigieron que nos identificásemos; el emisario de Atanagildo desplegó su enseña, los guardias se cuadraron y nos permitieron pasar.

Atravesamos las calles estrechas y no muy empinadas, los habitantes eran de una raza similar a la de los cántabros del norte, sin embargo sus ropajes diferían. Muchos de ellos portaban largas capas hasta el suelo y no llevaban pieles. Me indujeron a un palacio en el centro de la ciudad, sede del duque que gobernaba la provincia astur cántabra. El edificio mostraba rasgos romanos, pero había sido acondicionado como fortaleza al gusto visigodo, contrafuertes de piedra guarnecían las gruesas paredes fortificándolas. Al interior se accedía a través de una puerta formada por un arco de medio punto y columnas con capiteles en los que se entremezclaban figuras de guerreros y cruces de aspecto germánico.

Descabalgamos y atravesamos el patio central. Caía agua al aljibe desde un tejadillo. El patio se rodeaba de pilastras de piedra con capiteles de hojas de acanto y el suelo era adoquinado. Cruzamos el patio, y penetramos en una habitación en la que frescos de color siena con distintas escenas de caza decoraban las paredes. En el pavimento, un hermoso mosaico de osos y pájaros se hallaba cubierto a retazos por alfombras y pieles. Leovigildo se sentaba en una silla de amplios apoyos. Cuando entramos, se levantó.

—Salud a la hija de Amalarico —dijo ceremoniosamente.

Incliné la cabeza, e hice una breve reverencia, asustada ante aquel hombre, pero él rápidamente se acercó hacia mí y me levantó. Sonrió con una mueca torva y su cara tomó una expresión extraña. Después habló:

—Eres hermosa, tan hermosa como el viejo Juan de Besson —dijo, mirando hacia Enol—, me aseguraba.

Aquel al que los astures denominaban Alvio y yo llamaba Enol, era nombrado por los godos como Juan de Besson.

Leovigildo intentó interrogarme pero yo callaba en un silencio obstinado, de mi boca no salían palabras porque la opresión que sentía en el corazón impedía que emitiese ningún sonido.

—Indudablemente eres la hija de Amalarico, el retrato de tu padre, aunque tienes los ojos transparentes como los de tu madre. Sí. —Sonrió de nuevo torvamente—. Sí. No hay duda, decían de tu padre que era perfecto entre los hombres, tenía igual que tú una larga cabellera blonda y rizada, y esa nariz, tan recta. Y esa altivez, que yo sabré bajar…

Intentó tocar mi cabello, pero yo lo retiré con un gesto de repulsión.

—Veo que no estás contenta. No importa. —Rió—. No creas que tu odio me desagrada, yo lo sabré dominar.

Después se dirigió a Enol.

—Pronto será la ceremonia —dijo Leovigildo—. Es preciso que el rito se cumpla con todo derecho. ¿Está bautizada?

—No.

—Uno de los capellanes de la corte se encargará de ella y mañana será bautizada según el rito arriano. Enseguida tendrá lugar la boda.

—Cuando vos queráis, señor—dijo Enol.

En aquel momento deseé huir y volver al norte, con los míos; pero ya era imposible. Incliné de nuevo la cabeza. La guerra debía cesar en las montañas cántabras y el pueblo de los castros debía ser, de nuevo, libre. Recordé a Lera, muerta años atrás por Lubbo, recordé a Tassio, pensé en mi hijo Nicer y en Aster.

—Mañana serán los esponsales —habló Leovigildo con voz potente—. Podéis elegir, noble hija de Amalarico, o colaboráis y me aceptáis como esposo delante de los hombres; o el ejército godo vuelve al norte llevando como estandarte a la esposa del príncipe de los albiones. El tal Aster ya dejó caer Albión por ti, ahora es capaz de hundir las montañas.

Horrorizada, pensé que todo aquello era verdad, pero ahora Aster y los suyos eran libres; sólo yo estaba frente a él. Estaba segura de que su interés por los rebeldes de las montañas era relativo, a Leovigildo le interesaba el poder y al poder llegaría desposándose con la hija de Amalarico.

Mi voz sonó fría.

—Seré tu esposa, libremente y delante de los hombres de tu pueblo; pero júrame, si eres capaz de mantener un juramento, que inmediatamente tras las bodas partiremos hacia el sur y nunca más has de volver a estas tierras del norte.

Leovigildo sonrió complacido por mis palabras.

—Me complace grandemente tu petición.
Espero no volver en mucho tiempo a estas tierras salvajes. Y tú serás mi esposa. Una bella, devota y virtuosa esposa.

Leovigildo se acercó más a mí. Con su mano tocó mi cabello extendido ante mi pecho, yo temblé al notar el roce de su mano.

—Pareces una salvaje… —desaprobó—. Es preciso mejorar tu condición, necesitas damas que te acompañen y te enseñen las costumbres de la corte.

Leovigildo dio una palmada fuerte. Al instante entró un criado y le encargó que avisase a las damas. Se hizo el silencio en la sala. No fui capaz de mirar a Enol, ni tampoco a Leovigildo, que me observaba con una expresión entre burlona y altiva. Miré al pavimento, los mosaicos blancos y negros se entrecruzaban formando una greca vegetal, nerviosa moví los pie sobre el suelo.

Entraron las damas, una mujer gruesa, vestida con una saya de colores claros y abalorios al cuello acompañada de dos criaditas más jóvenes. La dueña caminaba con la espalda estirada, mientras cimbreaba sus caderas de un lado a otro.

—Estimada Lucrecia —habló Leovigildo—, os haréis cargo de la educación de la que será mi esposa.

La mujer escrutó de arriba abajo mi figura, sorprendida de que el duque godo contrajese matrimonio con una vulgar lugareña, pero asintió complaciente con la cabeza.

—Viste como una campesina del norte —le explicó el duque—, pero es de alto linaje, la única hija del difunto rey Amalarico y la reina Clotilde. Deseo que la transforméis en una mujer distinguida y que la eduquéis en las normas del protocolo de la corte.

Entonces oí la voz de Lucrecia, una voz atiplada y aduladora.

—Se hará como deseéis.

—Aporta al enlace joyas de gran valor. Es mi deseo que las lleve en la ceremonia, que será mañana.

—¿Mañana? ¡Oh, mi señor, eso es imposible!

—Haréis como digo. Tengo prisa. Quiero partir de Astúrica tan pronto como sea posible. Liuva, mi hermano, aguarda en la ciudad de los vacceos. Es largo el camino y no es bueno que una noble dama viaje sin haber contraído matrimonio.

Leovigildo no dejó que Lucrecia protestase más y se retiró con Enol. Nos quedamos las mujeres a solas. Ella comenzó a examinarme y me condujo a uno de los aposentos de la casa; de una arquilla extrajo una túnica de lana muy fina y tejida con hilos de oro. Me desnudaron por completo, Lucrecia observó mi cuerpo de joven madre con interés. Posteriormente la dueña comenzó a medirme y a probarme la ropa, la mujer rezongaba en un dialecto extraño que me costaba entender, mezcla de latín y un dialecto del norte.

—Eres hermosa, pero nunca te has cuidado. Veo que no eres doncella, y que ya has sido madre.

Me eché a llorar.

—Deja las lágrimas. Tú, una indigente del norte, vas a ser la esposa de un duque. No veo que eso sea motivo de lágrimas. Acepta tu suerte con alegría. Yo soy de una estirpe ilustre y he de contentarme con servir.

Me di cuenta de que hubiera continuado diciendo «a alguien como tú, plebeya»; pero la mujer calló porque en aquel momento entraba un criado con un cofre; en él venían algunas de las joyas que Enol había guardado en la roca. Una pequeña diadema con perlas y rubíes, labrada en oro macizo, aretes, pulseras y varios collares. Las joyas brillaron ante los ojos extasiados de Lucrecia.

—¡Qué joyas! Hace años que no se ve orfebrería como ésta. ¿Son tuyas?

Parecí subir algo en la estimación ante la dama, que mostró las alhajas con grandes aspavientos a las otras dos mujeres. La luz fue bajando en el exterior y pronto se encendieron las antorchas, las dueñas trabajaban cosiendo para confeccionar el traje que debía vestir en mi boda. Me dieron a comer queso y uvas, pero fui incapaz de probar la comida. Se hizo de noche y apagaron las antorchas. No podía dormir, miraba el cielo sin luna ni estrellas, un viento frío anunciaba la llegada del otoño. ¿Qué sería de mí?

La noche fue insomne, a veces entraba en un sueño ligero lleno de pesadillas y volvía a ver a los muertos de Albión que me acusaban de haber sido su ruina.

Al amanecer, me dormí profundamente sin soñar en nada; entonces Lucrecia y las criadas me despertaron. Me desnudaron y me bañaron en un gran caldero con agua caliente, frotando mi cuerpo con esencias. Después me vistieron con los atavíos que habían confeccionado para mí, me trenzaron el pelo y lo adornaron con agujas de oro y la gran diadema de rubíes y perlas. Noté que Lucrecia se mostraba satisfecha de su obra; ahora, se había vuelto muy amable. Entonces llegó Enol, que se arrodilló ante mí. Lo miré con los ojos vacíos y él se asustó al observar mi mal aspecto. Me hizo beber un brebaje con el que me sentí atontada.

Salimos de la casa, fuera esperaba una silla de manos, con cuatro porteadores. Me pasearon con las cortinillas abiertas y yo me recosté hacia el interior, me daba vergüenza la curiosidad de la gente. Los habitantes de la ciudad se asomaban a las calles para ver a la novia de la que corrían tantos rumores. Se oían exclamaciones de júbilo al ver mi aderezo y las joyas. Entre el gentío me pareció ver algún rostro conocido pero no pude distinguir a nadie claramente.

En la silla de manos me condujeron hasta una iglesia estrecha y oscura, que a mí me pareció imponente. Formada por gruesas paredes de piedra, por las que la luz entraba a través de filos estrechos horadados en las paredes, del techo pendían grandes lámparas de aceite y cruces de estilo godo.

Nada se fijaba en mi interior de todo aquello. No me importaba lo que me rodeaba y, quizá por el brebaje, estaba fuera de mí, como ausente. Entré por la puerta principal del templo, pero después me condujeron a un lateral, donde estaba situado el baptisterio. Me retiraron la diadema y vertieron el agua sobre mis cabellos. Al sentir el líquido frío sobre mi cabeza, me recuperé un instante del estado de semiinconsciencia en el que me encontraba. Después, acompañada de una comitiva nos introdujimos de nuevo en la iglesia. A través del pasillo central abarrotado de gente, nos dirigimos hacia el altar. Leovigildo me esperaba bajo una gran cruz visigoda que pendía desde el techo. Las palabras latinas y griegas se sucedieron en el rito, mi mente calmada por el narcótico lo examinaba todo como en una nube. La ceremonia llegó a su fin y Leovigildo quedó satisfecho. Salimos del templo, de nuevo recorrimos la villa hasta la fortaleza del duque de los cántabros. Después, el banquete. Delante de los nobles de la corte se mostraron los regalos de los invitados.

Al fin, Enol, ante los nobles godos que han acompañado a Leovigildo a la campaña del norte, entregó la dote que atestigua mi origen real. Abrió el gran cofre que contenía el enorme tesoro del que yo era dueña como hija de Amalarico; la parte del tesoro de los reyes godos, que había pertenecido a la estirpe baltinga; el caudal que mi padre había heredado de sus antepasados, de Alarico, conquistador de Roma, de Ataúlfo y Walia, de Turismundo y Teodorico; el tesoro que se conservó durante años oculto en una oquedad bajo una fuente. Del tesoro sólo faltaba una pieza, Enol se reservó para sí sólo un objeto, una copa de oro labrada con incrustaciones en ámbar y coral.

Toda aquella riqueza —bandejas de oro puro, monedas, joyas con piedras preciosas— según las leyes godas pasó a pertenecer a mi esposo Leovigildo; aunque yo gozaba de ciertos privilegios con respecto a mis bienes. Se escucharon las exclamaciones de admiración y envidia de los invitados.

Durante todo el día se prolongó el festín de los esponsales y en la ciudad hubo un ambiente festivo, con saltimbanquis y bufones en las calles. Leovigildo había convocado a gran cantidad de personajes ilustres y distinguidos de la zona para que fuesen testigos de su triunfo. Yo no conocía a ninguno de ellos. Al fin, el duque se retiró con su flamante esposa y quedé a solas con el enemigo de la raza cántabra, el hombre que había hecho caer la fortaleza de Albión.

La noche de mis bodas con el godo, lució una luna vieja en el cielo, un retazo estrecho y combado de luz, del mismo ciclo que noches atrás nos había iluminado a Aster y a mí, durante aquel último crepúsculo en las montañas. Leovigildo procedió conmigo salvajemente, sin mediar palabra, con desprecio y sin amor. No entendía mis silencios, pensaba que yo, quizás, era de mente corta. En la intimidad fui poco más que un perro para él, pero ante las gentes me trataba con honor, dándome el más alto rango.

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