—Hay una salida, el túnel bajo el mar —dijo.
—Pero… ¿quién sabe dónde se inicia y si no fue cegado por Lubbo?
—Yo sé dónde se inicia y hace meses que está abierto. Es la única salida de la ciudad.
—Sigue habiendo lucha en las calles, el palacio está rodeado, si huimos entrarán y nos seguirán, moriremos atrapados en los túneles.
—No —dijo Aster—, unos cuantos nos quedaremos en la retaguardia, e impediremos el paso a los godos. Un grupo irá delante, detrás las mujeres y los niños; por último, tras habernos dado un tiempo, saldremos los defensores.
Abato miró a Aster.
—Años atrás yo no confié en tu padre, aquello fue su ruina, es cierto que no le traicioné, pero no le ayudé en el momento difícil; ahora quiero reparar el daño. Huye con tus hombres y con las mujeres por los túneles. Tú conoces bien el camino. Yo y mis hombres mantendremos la lucha aquí.
—No quiero que mueras por mí. Yo me quedaré.
—No. Tú conoces el camino y sobre todo… tú eres la esperanza de las gentes de las montañas. Si sobrevives, los montañeses se unirán de nuevo y no serán dominados. Si mueres, el futuro se tornará aciago para las gentes cántabras.
Aster se abrazó a Abato y organizó la huida. Las gentes de Abato salieron de la fortaleza contra los godos, intentando impedir su avance. La lucha se prolongó durante todo el día. Supimos más tarde que prácticamente todos los hombres de Abato cayeron muertos o prisioneros; pero cuando los godos entraron en la fortaleza, ésta se encontraba vacía y la puerta de entrada cerrada y disimulada a las pesquisas de los godos.
Primero las mujeres y niños y después los hombres guardando la retaguardia, descendimos a los sótanos de la fortaleza de Albión. Allí, Aster ordenó golpear el gran muro de piedra. La entrada del túnel estaba cegada desde los tiempos de Lubbo pero él conocía bien su localización. Tilego, Lesso y Fusco, ayudados de los soldados, golpearon varias veces el muro, finalmente la puerta se abrió. Tomé en mis brazos a Nicer, que gimoteaba asustado, y emprendimos la marcha.
Avanzamos por los túneles hasta llegar a la gran cueva de Hedeko, allí encontramos a otros fugitivos y emprendimos el camino bajo el mar. Aster ordenó derrumbar el techo del lugar por donde huíamos.
Oí cómo se producía el derrumbe del techo detrás de nosotros. Fusco y Lesso caminaban juntos, recordaban su entrada en la ciudad por aquellos túneles bajo el mar. Lesso no sentía nada, sólo veía la muerte de su hermano Tassio bajo los arcos de los soldados godos. A veces no podía evitarlo y las lágrimas se deslizaban por su rostro. Lesso, en aquel momento odiaba a Aster, pensaba que quizás él podría haber evitado la muerte de su hermano, pero al mismo tiempo la devoción hacia su príncipe y señor se sobreponía. Fusco intentó animarle y le tomó por los hombros, haciéndole caminar adelante.
Aster se aproximó hacia ellos, se detuvo y puso su mano sobre el hombro de Lesso. Después le habló:
—No podía hacerlo. No pude hacer nada por él.
Lesso se retiró de su brazo, hosco y seco.
—Era mi hermano, él hubiera dado su vida por ti.
—Lo sé y siempre le estaré agradecido.
Aster guardó silencio y avanzó con decisión, pasó junto a mí sin apenas verme pero pude distinguir en su rostro los rasgos de la desolación. Entonces llegamos a un punto del camino en el que el túnel seguía hacia el oeste. Aquél era el lugar por el que Lesso y Fusco habían llegado desde la costa. Sin embargo no seguimos en la dirección por la que Fusco y Lesso habían venido. Aster se volvió hacia la pared, y con un hacha golpeó la roca, una y otra vez, se oía un sonido hueco. Los otros hombres le ayudaron, la entrada a un nuevo túnel se desplomó.
Entramos en una cueva muy grande. De las paredes calizas colgaban estalactitas y el suelo lleno de estalagmitas era irregular, el agua circulaba por doquier, bajo la luz de las antorchas todo tomaba un aspecto fantasmagórico y extraño. La cueva era inmensa como un gran bosque de árboles de piedra, en el que parecía fácil perderse, pero Aster parecía conocer bien aquel lugar; se dirigió a donde yo estaba con Uma y Nicer, me hizo retroceder unos pasos y sin que Uma lo oyese dijo como liberándose de un peso:
—Tibón y yo recorrimos todos estos túneles para escapar de Albión, vivimos escondidos largo tiempo entre las rocas, y ahora Tibón ha muerto también.
Más allá, Uma caminaba sin hablar, como una autómata, la muerte de su hermano había recrudecido su enfermedad, llevaba a Nicer en sus brazos y no quería soltarlo. Su expresión no era triste sino impasible y neutra, me di cuenta de que ni siquiera se sentía afligida, canturreaba una canción de cuna a mi hijo. En su mente, cruzaba una y otra vez la caída de su hermano atravesado por una lanza y, sin embargo, todo aquello no le parecía real.
Aster se situó de nuevo al frente; caminamos largo tiempo por aquella oquedad alargada y pétrea, llena de agua y de aspecto fantasmagórico. Yo le seguía con la mirada puesta en él, cerca siempre de Uma, que llevaba a mi hijo.
—Seguiremos la dirección contraria a la corriente; éste es un río que desemboca en el mar y que mana de las montañas en la región de Arán.
Un frío húmedo nos retentaba los huesos, el pequeño Nicer lloraba asustado; suavemente retiré al niño de los brazos de Uma, que me dejó hacer, y le estreché muy fuerte; Aster se giró y me miró desde lejos, a mi lado caminaba Lesso, y al cruzarse sus miradas, Aster desvió la vista hacia el frente. Yo sentí una enorme tristeza, recordando a Tassio, siempre fiel a su príncipe y señor. Evoqué aquel momento, cuando le conduje hacia Arán, y él me defendió en el camino. También me apené al darme cuenta de que Lesso culpabilizaba de alguna manera a Aster.
Alcanzamos el término de la cueva, un manantial se abría hacia la gruta y un camino paralelo a la corriente conducía hacia el interior de la montaña. Ascendimos en una fila estrecha, caminando de uno en uno. Nicer dormía en mis brazos, Ulge lo tomó con cuidado para que yo descansase, pues el niño pesaba. Me apoyé en la roca, y observé cómo el río torrentoso dentro de la montaña había labrado un sendero natural. Todo era oscuro en aquel lugar iluminado únicamente por la luz de las antorchas, la humedad nos calaba la ropa hasta los huesos, un olor extraño a salitre y tierra mojada llegaba hacia nosotros. Sentí frío y un dolor grande provocado por la pérdida de la ciudad. Poco a poco el camino se fue ensanchando y llegamos a una gran cueva. Al fondo de ella brillaba la luz del sol, colándose entre unos matorrales. De entre la muchedumbre se oyeron suspiros de alegría, pero Aster los hizo enmudecer. No sabíamos lo que estaba ocurriendo fuera.
Miré al grupo, posiblemente los únicos supervivientes del gran castro de la desembocadura del Eo. Estaba Ulge, la buena y vieja Ulge, atareada en cuidar a Nicer. Junto a mí, con una cara inexpresiva y extraña se encontraba Uma, que había perdido a su esposo, a su hijo y por último, a su hermano Tibón. Su rostro estaba enflaquecido y su cabello cruzado por hebras de plata. Detrás, un grupo de unas cuantas mujeres con algunos niños. Delante del grupo de mujeres vi a Aster con el único de sus capitanes que había sobrevivido al fin de Albión: Tilego. Pensé en Mehiar, quizás habría muerto o quizás habría alcanzado Albión, pero ya era demasiado tarde. Al fondo, detrás de todos, unos cuantos pescadores y labriegos, entre ellos pude ver a Mailoc, el ermitaño. Fui escrutando de uno en uno, cada semblante, el rostro de los que todo lo habían perdido.
Al salir al exterior de la cueva, nuestros ojos tardaron en acostumbrarse a la luz del día. Salimos a un robledal, la luz del sol se introducía entre las ramas de los árboles. Atardecía y frente a nosotros los rayos del sol se situaron en el centro de la copa de un gran roble centenario. Aster siguió indicando silencio, y se situó delante de nosotros, que le seguimos. Anduvimos de modo rápido entre la arboleda. Una ardilla corría libre entre los árboles, al verla sentí un hálito de esperanza. La ardilla no tenía nada pero era libre, nosotros todo lo habíamos perdido pero también seguíamos insumisos. Durante una hora ascendimos hasta la parte más alta de la montaña; desde allí se veía Albión y pudimos divisar su final. El sol se inclinaba ya cercano al mar.
Vimos la muralla aún enhiesta y el fuego que ascendía desde muchas casas. Entonces, los soldados godos destruyeron la muralla. Con grandes troncos y animales de carga empujaron a golpes el talud que protegía la ciudad del mar. La marea, baja en aquel momento, no penetró en el interior del antiguo castro de los albiones, pero al descender el sol sobre el horizonte, las aguas fueron anegando las tierras de Albión situadas bajo el nivel del mar. El templo quedó sumergido bajo las aguas, y las casas de los albiones, una por una, el antiguo almacén en el lado sur del poblado; por último, la gran fortaleza de Albión fue cubierta por las aguas, y la antigua ciudad de los albiones desapareció de la historia del mundo.
Desde la montaña, Aster y yo vimos la caída de la ciudad. Su rostro estaba pálido y frío. Una cólera atroz refulgió en sus ojos. Levantó la espada hacia el cielo clamando venganza. Oíamos muy lejanos los relinchos de los caballos y los gritos de las gentes de la ciudad. Todo nuestro mundo celta se hundía ante nuestros ojos. Era el fin.
Después Aster enmudeció: miraba hacia el horizonte, y el mar cubría la ensenada donde anteriormente existía una ciudad. Le tomé de la mano e hice que se alejase de allí. Él me siguió dócilmente. Miré hacia atrás, distinguí a los pocos supervivientes de Albión, hombres y mujeres que huían en barcazas a través del río. Divisé a los arqueros godos disparar contra ellos, y el mar se tiñó del color rojo de la sangre. Se hizo un silencio tenso entre los hombres y mujeres que habíamos escapado de Albión.
—¿Adónde iremos?
—A Ongar, al lugar más alto y más alejado en las montañas de Vindión. Allí seguiremos luchando. Mehiar nos espera.
Aster no dio opción para el descanso, evitó que pensásemos en la caída de la ciudad y nos alejamos de aquel lugar y de Albión ya para siempre. El grupo caminaba despacio con la pesadumbre por la destrucción de Albión en nuestros corazones, y el dolor por la pérdida de familiares y amigos; pero éramos un grupo compacto, fiel a su guía, mi esposo. El sol se ocultó, y las sombras de la noche fueron cubriendo los árboles. Nos encontrábamos en un bosque de castaños, hayas, abetos y sauces, cerca de la corriente de un arroyo. Aster detuvo el grupo. No permitió que se encendiese fuego, nos situamos uno junto a otro, intentando buscar calor. Dejé a Nicer en los brazos de Uma, ella acunaba al niño y parecía encontrar algún consuelo. En el cielo, brillaba una estrella, la luna era poco más que un filamento curvado y ensanchado en el centro. Luna nueva.
Me acerqué a Mailoc. El ermitaño reposaba sereno sentado junto a un árbol. Al oírme llegar abrió los ojos, claros y rodeados de arrugas. Me miró con compasión.
—Padre. No puedo dormir, veo todavía el horror de Albión y me siento culpable.
—Tú no has hecho nada. Curaste a muchos en la peste.
—Si me hubiera entregado. Bueno… quizá la ciudad no hubiera caído, pero no fui capaz y Aster me lo impidió.
El ermitaño habló, sentí que veía en el futuro, como a mí me ocurría con las visiones.
—Pronto deberás dejar todo lo que amas y te parecerá que no hay sentido en tus días. Pero en medio de la oscuridad, un día volverá de nuevo la luz.
Después Mailoc calló y no me dejó seguir preguntando, porque Aster se dirigía hacia nosotros.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¿Nicer?
—Está con Uma, ella encuentra consuelo con él. Lo ha perdido todo.
—Lo sé.
El ermitaño vio cómo Aster y yo nos alejamos. Nos sentamos en el suelo, un poco retirados del resto del grupo. Puso sus manos en las mías, y yo le miré a los ojos, aquellos ojos oscuros de mirada dulce unas veces y otras de rasgos coléricos. Suavemente le hablé:
—Aster, sé que debo irme. La ciudad ha caído pero intuyo que seguirán persiguiéndonos hasta que me encuentren y me lleven con ellos. Enol no cejará en su empeño de llevarme al sur.
—No te irás, ahora te necesitamos más que nunca.
—¿Me necesitáis?
—Te necesito yo.
Entre lágrimas sonreí. No hablamos más, tardé en dormirme y entre los brazos de Aster vi las estrellas girando en la bóveda celeste. Amaneció un nuevo día cálido y un sol lleno de fuerza nos despertó entre los árboles.
Reemprendimos el camino; tras varias horas de marcha, la luz de un verano tibio se colaba entre los árboles. Procurábamos no hablar mientras nos movíamos por senderos poco conocidos, los niños y ancianos demoraban nuestra marcha. Llegamos a un castro escondido entre las montañas. Los hombres de aquel lugar parecían fieles a Aster y nos ayudaron, proporcionándonos bebida y alimento. Oímos que el día anterior soldados godos habían pasado por allí buscando a los evadidos de Albión.
Los hombres del castro se congregaron en torno a Aster y Tilego, querían conocer bien la caída de Albión; Aster les contó la traición de Blecan y el derrumbamiento del muro. Les dio ánimos para resistir al enemigo godo y dejó entre ellos a uno de sus hombres para ayudarles a defenderse por si nuevos guerreros godos intentaban atacar el poblado.
—Estáis en un lugar estratégico —les dijo—. Una patrulla goda no podrá haceros nada. Vigilad siempre el camino. Es fácil de proteger. Necesitarían un ejército grande para derrotaros. Los montañeses somos hombres de espíritu libre y esos bárbaros no nos doblegarán. Deshabitad el castro y asentaos en las laderas, construid una fortaleza que impida la entrada al valle.
Pasamos dos días allí reponiendo fuerzas, después proseguimos nuestro camino hacia Ongar. El camino se torna más y más pendiente, a menudo había niebla o nubes bajas, pero no llovía porque el verano seguía presente en aquellas tierras del norte. Al fin, divisamos al frente un gran murallón pétreo e irregular, con picachos que se elevaban al cielo, cubiertos por nieves perpetuas, eran las montañas de Ongar a lo lejos, la parte más elevada de la cordillera de Vindión. Frente a nosotros, dos laderas llenas de bosques pardos, más abajo un valle con álamos altos y chopos junto a un río. Reconocí aquel lugar, no estaba lejos del castro de Arán.
Llegamos a un claro en medio de aquellas selvas, en el centro un aprisco donde los pastores guardaban los animales en el invierno. Nos detuvimos. Aster estaba intranquilo y preocupado. Oímos un ruido extraño a los lejos, parecía un pájaro.