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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (17 page)

BOOK: La reina sin nombre
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La noche se me hacía interminable. No podía dormir. Soñé que Tassio había sido herido, intuí que aquello era una premonición, pero me desperté y miré los lechos de mis compañeras, como otras noches. Uma no estaba allí, Lera dormía plácidamente y Vereca daba muchas vueltas en su lecho intranquila. Uma salía a menudo furtivamente de la casa de las mujeres, acompañada por otras mujeres jóvenes del gineceo, iban a ver a los soldados de la guardia.

Pasaron las horas y volvió Uma, sonreía contenta de haber estado con alguien y comenzó a contarme lo ocurrido aquella noche, excitada.

—Mirón me ha prometido sacarme de aquí en el próximo plenilunio. Me desposará y seré libre.

Al ver su excitación sonreí; Uma era mayor que yo pero a veces se comportaba como una niña. Había tenido varios pretendientes que le prometían casorios, soldados suevos que duraban en Albión unos meses y después desaparecían.

—¿Te fías de los suevos? —le dije.

—¿Por qué no? Además, éste es distinto. Quiero cambiar de vida, tener hijos y una casa propia.

Con el ruido de Uma al entrar, todas despertaron. Sensatamente Vereca intervino en la conversación.

—Y ¿piensas que Lubbo permitirá que una de las doncellas, y joven, deje la casa de las mujeres? No lo creo. No estamos en los tiempos de Nicer.

—Sí. En los tiempos de Nicer las cautivas duraban poco tiempo aquí, la casa de las mujeres estaba casi vacía. Nicer no permitía la servidumbre; había mujeres que procedían de las guerras en la meseta pero pronto marchaban de aquí. Ahora cada vez somos más… y están los sacrificios.

Su voz vibró asustada al hablar de los sacrificios. Verecunda habló de nuevo:

—Uma, tengo miedo. Lubbo está loco y se acercan los sacrificios de primavera.

—En tiempos de Nicer las cosas eran distintas.

Lera estaba pálida y asustada. Pensando en lo que días atrás me había relatado Romila, intenté desviar la conversación y le pregunté a Uma:

—¡Uma! ¿Por qué no nos cuentas la historia de Nicer?

Entonces Uma se animó, ella conocía la ciudad y todas las historias que circulaban, le gustaban las habladurías y las historias de los tiempos antiguos antes de que Lubbo llegase a Albión.

—Nicer fue el mejor de los hombres de Albión, muchos le amaban.

Miré fijamente a Uma, su expresión infantil había cambiado, ahora hablaba seria y su gesto era de concentración.

—Su tiempo fue un tiempo de paz. Las cosechas fueron buenas y comerciábamos el estaño y el hierro con los hombres de las islas del norte, parientes nuestros. Un día Nicer fue hacia el nordeste cazando, llegó a las montañas de Ongar, cerca de los lagos de Enol. Allí vivía un clan de bretones que habían escapado a la conquista de los anglos y que eran cristianos, obedecían a un grupo de monjes. En un soleado valle, entre aquellas montañas con picos cubiertos por nieves perpetuas y junto a una fuente, encontró a una hermosa mujer que recogía agua. Se llamaba Baddo. La visitó a menudo y se desposó con ella en el solsticio de verano. Los viejos del Senado no estuvieron de acuerdo: los príncipes de Albión desde la llegada de Aster se habían casado con mujeres de la familia de Ilbete para asegurar la unión entre los pueblos. Había una mujer ya designada para unirse al descendiente de Aster. La mujer con la que Nicer debería haber tomado matrimonio se llamaba Lierka, su hermano era Blecan, que aún hoy es un hombre importante en la ciudad. Lierka estaba emparentada también con Lubbo y con Alvio, porque Amrós, el padre de ambos, se había casado con una hermana de Lierka.

—Lierka. ¿Es la que conocemos? —Uma estaba encantada con los comadreos locales, conocía muy bien las antiguas familias de la ciudad ya que pertenecía a un linaje antiguo.

—No —respondió—. La Lierka de la historia de Nicer es una tía de la que tú conoces que es hija de Blecan.

Después sin hacer caso a mi interrupción Uma prosiguió.

—La nueva esposa de Nicer nunca fue totalmente aceptada. Era cristiana. Aquel año, las cosechas fueron malas, Baddo dio a luz un hijo, que murió. Comenzó a correr por la tierra de los castros el rumor de que Baddo era un mal agüero y que atraía la mala suerte. Fue en aquel tiempo, después de años fuera, cuando volvió Lubbo a Albión. Se había ido con Alvio y regresó solo. Había cambiado mucho. Era cojo pero regresó tuerto, con ese ojo extraño que difunde resplandores rojizos, estaba lleno de un odio extraño hacia todo lo cristiano. Odió a Baddo porque lo era y porque había impedido el matrimonio del príncipe de Albión con Lierka, que pertenecía a su familia. Muchos hemos pensado que Lubbo fue quien lo originó todo; sembró la discordia en Albión y levantó el templo a los dioses antiguos, que ya estaban olvidados, y en el solsticio realizó el primer sacrificio sangriento: mató un caballo blanco. Nicer lo consintió en recuerdo a su padre, que había seguido a Amrós, el padre de Lubbo. Aquel año la cosecha fue buena y ese sacrificio prestigió a Lubbo. Baddo dio a luz a un niño al que llamaron Aster. El ascendiente de Lubbo creció aún más entre la gente. Cada vez realizaba más sacrificios y todo el mundo le seguía. Lubbo creó una facción rival a Nicer, con la excusa de que olvidaba los tiempos antiguos por haberse unido a una cristiana. En esa facción estaba toda la familia de Lierka, despechada por el rechazo de Nicer y muchos de los antiguos nobles. El ambiente del poblado se volvió gris e incómodo. Entonces desapareció la prometida de Tilego, uno de los nobles, amigo de Nicer. Apareció muerta con señales de haber sido sometida a un rito extraño. Había indicios que implicaban a Lubbo, pero no se pudo probar nada. Nicer le expulsó de Albión y Lubbo se refugió en la corte de los reyes suevos, donde adquirió una gran influencia. Les reveló el secreto del oro enterrado en los montes y de nuevo comenzaron a cavar túneles, horadando la montaña. Necesitaban esclavos y asolaron los castros de los montes Argenetes. Nicer hubo de enfrentarse a ellos. Albión fue asediada. La guerra se volvió contra Nicer y éste decidió enviar a su esposa y a sus hijos a las montañas. En el camino, mataron a Baddo y a sus hijos, sólo su hijo mayor, Aster, se salvó. Fue llevado prisionero a Albión y su padre rindió la ciudad para salvarlo. Después mataron a Nicer en una noche de plenilunio delante de Aster.

—¿Qué ocurrió con Aster?

—Durante varios años fue esclavo en el castro junto al Eo, no se sabe por qué extraña razón Lubbo le temía. Muchos de los albiones, en desacuerdo con Lubbo, ayudaron a Aster, que huyó. Escapó con mi hermano Tibón, atravesando los túneles bajo el mar y se refugiaron con los hombres de la costa. Después, llegó a Ongar, donde Rondal y Mehiar, hermanos de Baddo, le protegieron. Comenzó a luchar contra Lubbo y ha ganado prácticamente todas las batallas, los hombres de Ongar le siguen hasta la muerte, y sé que en el claro del bosque de Arán el Senado cántabro le nombró príncipe y sucesor de Nicer. Desde entonces Lubbo le busca. Sabe que cada vez más gente se le une; algún día reconquistará el lugar que le pertenece.

En la oscura estancia en la que nos hallábamos reinó el silencio. Creo que cada una de nosotras pensó en Aster a su manera, Vereca, como el posible liberador de Goderico, Uma, con su hermano Tibón al que apenas conocía, Lera, como en el único que podría evitar la tragedia. Yo recordé el bosque de Arán, y vi al hombre.

XI
El sacrificio

Lubbo regresó a Albión, y el ambiente en la casa de las mujeres se tornó opresivo. Romila y Ulge discutían a menudo. El tiempo mejoraba y la primavera cubrió de flores los campos que rodeaban la ciudad.

Se acercaba el plenilunio. En las noches aún frescas, veíamos las estrellas y la luna, una línea blanca sobre el cielo del castro de Arán fue creciendo. Al llegar el cuarto creciente, Ulge hizo llamar a Lera, y la condujo hacia la entrada del gineceo. El ama de la casa de las mujeres mostraba un semblante pálido y descompuesto; nos abrazamos a Lera, que se dejó llevar sin oponerse.

Después supimos que la habían encerrado en el sótano de Albión en una prisión bajo tierra. Permitían a Romila acercarse hasta allí y yo podía acompañarla.

Vimos cómo la luna iba creciendo en el cielo y todas temimos el plenilunio. La tarde anterior a la noche de luna llena llamaron a Romila a la fortaleza, y solicitó que yo la acompañase. Al atravesar el castro pudimos observar los preparativos para la fiesta. En medio de nuestro dolor comprendimos que a muchos de la ciudad el sacrificio no les era molesto sino más bien se preparaban como si de una fiesta cualquiera se tratase.

Escoltadas por dos guardias emprendimos la marcha hacia la fortaleza. Romila caminaba con paso lento apoyándose en mí. Yo portaba un frasco con un brebaje que la noche anterior la curandera había confeccionado, y también unas hermosas vestiduras blancas para Lera.

Penetramos en el interior del recinto y descendimos por una rampa muy ancha hacia los calabozos. Aquel lugar olía muy mal, a algo pútrido que no supe identificar bien. Descendimos dos niveles y llegamos a un estrecho corredor alargado con calabozos a los lados; los hombres al vernos comenzaron a gemir.

—¡Agua!

—¡Di a mi esposa que vivo!

Los soldados no permitieron que nos detuviésemos y tuvimos que avanzar muy rápidamente. Al fondo se abría un pequeño calabozo sin prácticamente ventilación, en el suelo estaba Lera. Sentada sobre un mojón de piedra con las manos entrecruzadas sobre las piernas y el rostro sereno.

—Lera —dije.

—Voy a morir. —Y al decir aquellas palabras no hubo queja en sus labios sino el convencimiento de algo ya aceptado—. Ya no tengo miedo. Es como un milagro pero no tengo miedo, voy a descansar del temor.

Miré a Romila. Ella también sufría.

—Debes vestirte para el sacrificio.

—¿El sacrificio? —Parecía como si ella pensase en otra cosa—. Ah, sí. Me gustaría tanto asistir de nuevo al sacrificio.

Pensamos que deliraba, pero después entendimos que se refería a otro sacrificio, el sacrificio cristiano.

—Debes vestirte —dijo Romila—, te he traído una sustancia narcótica, con ella sufrirás menos.

Romila me pidió el frasco, lo abrió y de él salió un perfume suave.

—No hace falta —dijo Lera—, no estoy nerviosa ni preocupada. Voy en paz porque mi Dios va conmigo.

La sanadora se acercó a Lera y comenzó a desvestirla, después con un aceite aromático limpió su rostro, coloreó su cara y cepilló su largo pelo castaño que trenzó con unas flores. Por último, le introdujo por la cabeza la larga túnica blanca y brillante, los pliegues se amoldaron sobre su hermoso cuerpo. Romila ató la túnica con un cordón dorado bajo su pecho. Lera estaba muy hermosa.

—Debes beber el tónico.

—No, Romila, te lo agradezco pero no lo haré.

—Bebe —insistió Romila.

Lera se negó y la sanadora acercó de nuevo el brebaje a sus labios. Nos miró con ansiedad y finalmente bebió.

Los soldados de la guardia llamaron fuera.

—¿Ya habéis acabado?

—No. Aún no, esperad un momento.

Abrazamos a Lera, y ella comenzó a llorar.

—Sólo os pido una cosa —dijo—, rezad al Dios de Ongar, al Dios de mis padres para que sea fuerte.

—Lo haremos.

Besé a Lera en las dos mejillas y salimos de la prisión. Anochecía.

Volvimos lentamente a la casa de las mujeres, donde dejamos los afeites y el narcótico. Después nos dirigimos hacia el gran templo de Lug; queríamos estar con ella hasta el final. Allí se congregaba mucha gente, casi toda la ciudad, había gran cantidad de borrachos y a la entrada uno de los siervos del templo repartía una bebida de carácter afrodisíaco y alucinógeno. Me dio miedo la actitud de los hombres, Romila me indicó que me cubriese con el manto. Lo hice así y me incliné, en actitud de persona anciana.

Sonaron los tambores, una música salvaje comenzó a oírse, vimos llegar a Lubbo, su pájaro blanco apoyado en su hombro y el negro sobrevolando el altar de los sacrificios. Lubbo se inclinaba sobre un bastón de nudos y en la mano llevaba un cuchillo de oro con forma de hoz. Cerca del altar Lubbo comenzó a recitar una cantinela extraña invocando a los dioses antiguos, los hombres del pueblo coreaban alguna de las frases. Romila y yo nos pegamos a la pared del viejo templo de Lug.

Entonces, cuando la música era más frenética, entre varios soldados llegó Lera. Accedió al ara sacrificial ajena a la realidad, caminando como en sueños, posiblemente el narcótico había hecho su efecto. Lubbo miró a Lera mientras seguía recitando las palabras rituales, su mirada era dura y codiciosa. Los soldados suevos la hicieron caminar hacia el gran altar en el templo de Lug, situándola ante el altar. Oí su grito cuando Lubbo clavó el cuchillo y el ulular de los pájaros carniceros del druida. La sangre de Lera cayó sobre una pileta redonda y después fue recogida en un cuenco, Lubbo la bebió todavía caliente.

Yo no pude aguantar y perdí el sentido. Romila me sostuvo para que no cayese al suelo.

XII.
La guerra

A la ciudad de Albión llegaron noticias de nuevas batallas. Se rumoreaba que las minas de Montefurado habían caído en poder de Aster, y que las Médulas eran suyas. Se decía que un gran ejército se aproximaba. De todas las mujeres del gineceo, había una que en aquellos días se hallaba particularmente inquieta, era Verecunda.

La criada del judío llevó las noticias al impluvio, una mujer prieta en carnes que se sentía despreciada por servir a un judío y gustaba darse importancia frente a las demás.

—Mi amo y yo abandonamos Albión —dijo como si ella lo hubiese decidido—; desde que ha caído Montefurado, no llega oro a la ciudad, a mi señor ya no le interesa este lugar de montañeses.

Vereca no escuchó lo que se refería al oro, pero las palabras sobre Montefurado resonaron en su mente.

—¿Sabes qué ha ocurrido en la batalla?

—Aster y los de Ongar desviaron el curso de los canales y la mina estalló, han muerto muchos hombres.

—¿Y los esclavos?

—Dicen que algunos se salvaron y se unieron al ejército de Aster, pero que muchos han muerto.

El rostro de Vereca perdió su color rojizo habitual y se volvió blanco. La sierva continuó con sus noticias:

—Aster está formando un gran ejército. Los castros de las montañas le abren sus puertas y se someten a vasallaje de manera voluntaria.

—No me extraña —dijo Uma con tono apasionado—. No en vano en los castros se odia a Lubbo.

Yo callé, y al presentir la cercanía de Aster, una gran zozobra me desasosegó, intuí que cuando le volviera a ver, si esto llegaba a suceder algún día, nada sería como en Arán, nada sería igual entre la sierva del gineceo y el príncipe de Albión.

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