Lesso y Fusco observaron la batalla desde la altura. Reían y lloraban viendo a los hombres de Lubbo sepultados por la montaña y Aster luchando contra un gran guerrero cuado al que le clavó la espada en el vientre. Junto a él, Tibón y Tilego luchaban con brío. Fueron adelantando las filas, y los esclavos se unían a ellos, atacando a sus captores. De pronto Lesso gritó: una flecha de penacho negro atravesaba a Tassio, que caía al suelo. Desde allí arriba, en la parte más alta, oyeron su grito. Después Lesso vio cómo su hermano se arrancaba la flecha y seguía peleando con la ropa empapada en sangre.
La batalla duró hasta el anochecer. Los hombres de Ongar se hicieron con una gran cantidad de oro y con armas. Aster ofreció la libertad a los esclavos, o incorporarse a ellos para luchar contra Lubbo. Muchos esclavos de las minas de Montefurado se les unieron.
Lesso y Fusco bajaron de lo alto de la montaña buscando a Tassio. Lo encontraron cubierto de sangre pero sonriendo.
La mujer gimió. El parto se prolongaba, haciéndose más complicado. Romila la trataba con solicitud y al mismo tiempo presionaba con fuerza su abultado abdomen. Me situé en su cabecera acariciando aquella frente perlada por el sudor y contraída por el esfuerzo. La mujer emitió un grito agudo y una cabeza oscura asomó entre sus piernas. Romila me hizo una señal y recogí al niño, que acerqué a su madre. La madre sonrió y lo abrazó con alegría, aún sucio del parto. Romila y yo nos miramos contentas, el chico era un varón fuerte que se puso a llorar con vigor. Con los años ayudaría a su padre en el trabajo del mar. Lavamos a la criatura y la arropamos con ropas de lana, dejándola junto a su madre. Después salimos de la pequeña casa de pescadores. Entonces se acercó una mujer bien vestida, era la criada de Blecan. La reconocí porque había hablado conmigo en el impluvio.
—Romila, vengo a buscaros. Un nieto de mi amo está enfermo y quizá podáis ayudarle.
—¿No habéis acudido a los físicos?
—Sí, pero no saben qué hacer.
Romila estaba muy fatigada, se estaba haciendo mayor. Suspiró y sin pensarlo más dijo:
—Vamos, niña, habrá que atender a ese nieto del viejo zorro de Blecan.
Debíamos cruzar toda la ciudad desde la zona más al sur en donde vivía la mujer recién parida hasta la zona nordeste, al barrio donde residía Blecan. Emprendimos con calma el camino, Romila se apoyaba en mi hombro.
Para caminar más deprisa, subimos al dique. Desde allí es desde donde mejor se divisa la ciudad del Eo. Durante miles de años el río, en su desembocadura al océano, horadó la roca del acantilado, esculpiendo arcos y bóvedas en la roca negra. Con el tiempo la corriente fue alejándose de la roca y el delta se distanció de la pared abrupta del despeñadero, y ese terreno se transformó en una tierra muy fértil, a menudo inundada por el mar. Allí, miles de años más tarde se alzó la ciudad del Eo, la cuna de los albiones. Ellos fueron quienes construyeron un dique ciclópeo, una barrera que impedía que las aguas inundasen la explanada en declive donde se sitúa Albión. Así, la ciudad está construida bajo el nivel del mar.
—Hoy hay hombres luchando en la explanada delante de la fortaleza de Lubbo.
—Son mercenarios —me explicó Romila—. En otras épocas, los hombres de Albión se defendían ellos solos frente al enemigo, se apoyaban en los hombres de los castros, que les obedecían, pero desde que Lubbo domina la ciudad, les ha retirado las armas y ha enrolado a una gran cantidad de mercenarios en su guardia personal, la mayoría son guerreros suevos que siembran el terror en la ciudad con total impunidad. El capitán de ellos es Ogila. Es cruel, y fiel a Lubbo, pero sobre todo es fiel a sí mismo. De vez en cuando, con sus hombres baja hacia el sur, trayendo vino, trigo y mujeres como esa Vereca que habita contigo.
Miré a Romila, su expresión era seria y apenada, ella amaba a la ciudad junto al Eo y conocía todo su pasado.
—Esta ciudad es triste —dije—, no es como mi poblado.
—Sí. Hay miedo. Lubbo domina el concilio de ancianos de la ciudad de Albión; si alguien se opone a los mandatos de Lubbo, Ogila le castiga, y destruye su casa. Muchos han claudicado a la fuerza de Lubbo, incluso los más valientes.
No siguió hablando, habíamos alcanzado el extremo del dique y unas escaleras estrechas nos condujeron de nuevo al dédalo de callejas irregulares que formaba el castro sobre el Eo. Romila y yo nos introdujimos por un pasaje estrecho entre dos casas, después seguimos avanzando hacia el interior de la ciudadela y llegamos a la gran explanada de la fortaleza donde la guardia nos miró al pasar. Después caminamos por la gran vía que se abre al puente sobre el Eo, Torcimos hacia el oeste y pude ver una construcción más hermosa que las otras, era la casa de Blecan. Toda de piedra y de dimensiones considerables, tenía un pequeño pórtico a la entrada y dentro un patio.
Nos recibieron reticentes, no confiaban en Romila y habían llamado a los físicos, pero no habían logrado mejorar la situación. Encontramos al niño sudando mucho por la fiebre. La cabeza, con las fontanelas abombadas, parecía muy grande. Romila palpó con cuidado el cráneo de la criatura, solicitó un estilete, después punzó la cabeza del niño y salió un líquido acuoso y sanguinolento. Por el orificio Romila introdujo un ungüento en la cabeza del infante. La madre observó horrorizada a la curandera. Yo recé a los dioses. El niño gritó pero su expresión de sufrimiento cedió y entró en el terreno del sueño. La madre nos miró agradecida y Blecan, un hombre mayor con cara adusta, pareció dulcificar sus rasgos. Les explicamos lo que debían hacer con el niño, y nos fuimos.
Con un gesto Romila me indicó el camino. Entendí lo que quería decirme. Tanto a ella como a mí, nos gustaba divisar el mar rompiendo contra el malecón del puerto y después bajar y caminar descalzas sobre la arena, viendo las olas estrellándose y limpiando la playa.
Romila miró al sol y hacia el mar centelleante por la claridad del mediodía. Elevó sus súplicas al dios de la luz alzando sus brazos hacia el horizonte en un gesto de adoración.
Luego bajó los brazos, y las dos permanecimos en silencio.
—¿Por qué elevas los brazos al sol?
—Es un gesto ancestral, el gesto de los sanadores. Cuando conseguimos alguna curación se la ofrecemos al sol, símbolo del Único Posible, la divinidad que está en todas partes.
Las olas del mar chocaban contra el dique. Por una escalera de piedra descendimos hacia la playa buscando algas y moluscos, el estruendo del mar y los gritos de las gaviotas lo llenaban todo. Era primavera y el cielo azul, sin nubes, se reflejaba en el océano. Hacía frío y me rebujé en mi manto. La brisa marina refrescó nuestros rostros y mi pelo brillaba al sol. En el horizonte de aquel día límpido y claro, me pareció ver en la distancia unas islas rodeadas de nubes, muy lejos, más lejos de lo que nadie pudiera ver.
—¡Romila! —dije—, allá, muy a lo lejos, en el horizonte veo una isla llena de luz.
Ella dudó un instante, después con voz temblorosa dijo:
—Quizás es un espejismo del sol sobre el mar, pero también podría ser una tierra real, la tierra de Albión, adonde fueron nuestros padres y de donde a menudo vienen gentes. Yo vine de allí.
Miré a Romila interrogante. Todavía me parece escuchar su voz tras de mí, mientras contemplamos el mar que lame la costa rocosa y las playas de arena blanca. Entonces Romila se hundió en el pasado y con una voz que brotaba de un tiempo inmemorial habló:
—Nuestro pueblo proviene de muy lejos. Más lejos de lo que nadie imagina. Los hombres que una vez poblaron el país de los astures vinieron de otro mar diverso a éste, vinieron del sur, de más allá del océano que rodea todas las tierras circundándolas. De más allá de ese mar que los romanos llamaron Mediterráneo, por estar situado en medio de todos sus territorios. De un mar más azul que este en el que no existen las brumas del Cantábrico.
Imaginé una masa de agua enorme, iluminada por un sol perenne, al sur de aquel lugar; yo iba a preguntar algo, pero Romila siguió hablando.
—Más allá del mar, en su extremo más oriental y al este de las tierras bañadas por el Mediterráneo, en un tiempo muy antiguo, un hombre tuvo tres hijos. Uno de ellos fue maldito porque se rió de su padre borracho, los otros dos le cuidaron y sobre ellos cayeron las bendiciones de su padre. El hijo maldecido se llamaba Cam, permaneció en la tierra de su padre e intentó doblegar a los otros, que huyeron. El mayor, Sem, fue al norte, el menor, Jafet, emigró hacia el oeste. Del hijo mayor descienden los semitas, de Jafet descienden los pueblos del mar, nosotros entre ellos. Los descendientes de los dos hijos sumisos a su padre siempre han adorado a un único Dios y lo hacen en las noches de luna llena.
—En mi poblado se hacía así y mi padre, Enol, asistía.
Los ojillos de Romila se fijaron en mí con interés, ella quería llegar a mi pasado.
—¿Conociste a Enol?
Rápidamente contesté:
—Enol ha muerto.
—Eso no puede saberse.
—La última vez que le vi, estaba herido…
—Reaparece cada generación, encarnado en otro hombre. La historia que te estoy contando tiene cientos de años y Enol siempre vuelve. El verdadero Enol posee la copa de la curación.
—Dime, Romila, ¿qué es esa copa?
—Procede de los tiempos antiguos, al principio de todo.
—¿Quién la hizo?
La curandera mostraba un rostro rejuvenecido, parecía que al relatar esta historia de un tiempo tan lejano todo en ella se fortalecía.
—La forjó Tarsis, hijo de Yaván, hijo de Jafet. Huyendo de los camitas, Tarsis llegó al país de los egipcios. Allí, aprendió el arte de la fragua y la fundición. Tarsis fundó un linaje que se ha prolongado en el tiempo. Él y sus hijos conocieron una sabiduría inmemorial, dominaron el arte de la fragua que resumieron en la fundición de una copa sagrada. La copa tenía grabados en caracteres antiguos, los misterios de la curación y del poder. Tarsis engendró cuatro hijos: Aster, Gael, Aitor y Abrás. A la muerte del patriarca, la copa pasó a su hijo mayor, Aster. Los hijos de Tarsis sirvieron a los egipcios hasta que fueron expulsados en tiempos del gran faraón Ramsés. El faraón persiguió a los judíos que eran pueblos semitas y descendían de aquel antepasado común a Tarsis. Eran esclavos en Egipto y se enfrentaron al faraón. Los descendientes de Tarsis los protegieron y por ello tuvieron que escapar de las iras del faraón. Huyeron en dos grupos, unos hacia el norte y otros hacia el Mediterráneo. Al fin, ambos grupos llegaron al extremo occidental del mundo conocido, al lugar que los romanos nombraron como Hispania. Durante siglos habitaron en el sur de aquel país, y fundaron un reino que se llamó también Tarsis, en recuerdo del padre de todos. Allí, cerca de la desembocadura de dos ríos, encontraron oro y crearon una hermosa ciudad llena de riqueza. Dominaban el mar, comerciaban con los pueblos del sur y del oeste. Tarsis se convirtió en el país del oro, y el oro fue su perdición. Sus habitantes olvidaron las costumbres de sus mayores, el pueblo degeneró, se embrutecieron y se debilitaron. Se mezclaron además con las idolatrías de los pueblos vecinos abandonando el culto al Dios único, al Único Posible; adoraron a los ídolos.
Yo recordé las palabras de Enol.
—¿El Único Posible? ¡Así llamaba Enol a su dios!
Romila prosiguió, sin escuchar mi interrupción.
—Se dejaron poseer por el vino y la molicie; su civilización entró en decadencia. Mientras tanto, en el Mediterráneo, otros pueblos se fortalecían. Fueron atacados, la batalla fue cruenta y destruyó la antigua ciudad de Tarsis. Los supervivientes emigraron al norte, a las montañas de Vindión y al Pirineo; se organizaron en cuatro grandes tribus: la tribu de Aster, la tribu de Gael, la de Abrás y la tribu de Aitor. Los hijos de Aster formaron los pueblos astures, los de Gael los galaicos, los de Abrás los cántabros y los de Aitor los vascones. La tribu de Aster poseía la copa mágica. Los hijos de Aster fueron poderosos, la copa les fortalecía, dominaron el mar, como sus antepasados, y se hicieron navegantes. Desde las altas costas del norte en los días claros, se podían ver las lejanas islas septentrionales, y amaron aquellas tierras. Lucharon y colonizaron las islas que llamaron Albión y Eire, por eso los pueblos astures y galaicos han conservado las mismas lenguas y las mismas costumbres que los hombres de Albión y Eire. Durante siglos los astures comerciaron con las islas y trajeron metales preciosos; sobre todo cobre, plata y el preciado estaño.
—¿Desde aquí se pueden ver esas islas?
—Sí. En los días claros como hoy se produce un extraño espejismo y se ve una costa cubierta por neblina blanca, es allí adonde emigraron los antepasados de los astures y con ellos se llevaron la copa.
—¿Por qué se llevaron la copa?
—La copa es mágica, les facilitó conocer los caminos del mar. La copa proporciona el triunfo en la guerra y la prosperidad en la paz al pueblo que la posea. Un día los que la portaban, los hijos de Aster, no volvieron a las tierras de Vindión, emigraron hacia nuevas tierras en el país de los bretones y los galos. Al faltar la copa en las montañas cántabras, los astures decayeron. Pasaron los años y la desolación llegó a la tierra. Las cosechas fueron malas y para sobrevivir los astures salieron al sur, se alistaban como mercenarios en los ejércitos o atacaban poblados en la meseta. Los hombres morían en las guerras. Con la guerra llegó la peste y el hambre. En los poblados morían los niños y los adultos. Las pilas de cadáveres ardían por doquier. Dicen que cuando la desesperación fue más grande llegó Enol. Era sanador. Nunca fue joven ni anciano, siempre igual a como es ahora, una barba canosa y ojos azules centelleando bajo unas cejas espesas, como un lago de paz; es igual que los lagos de Enol, azules y resguardados de agrestes montañas.
Interrumpí a Romila, le había escuchado largo tiempo mirando el horizonte que se cubría de nubes blancas. Nos habíamos sentado en el suelo, sobre la arena. Le dije:
—Así era Enol, mi padre.
Después, callé, y la anciana prosiguió:
—Enol es un nombre de leyenda. Dicen que aquel antiguo Enol trajo de nuevo la copa y con ella curó a muchos. Nunca se detenía. Recorría una aldea tras otra y examinaba a los enfermos, los aislaba en casas ajenas al poblado, y allí los trataba con una pócima que fabricaba en una copa dorada…
No pude callar.