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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (16 page)

BOOK: La reina sin nombre
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—Una copa dorada y verdinegra con caracteres extraños en los bordes y arandelas romboidales.

—¿La has visto?

Enrojecí. No quería haber dicho aquello, pero Romila poseía el don de contar historias, y aquélla había penetrado dentro de mí, haciéndome olvidar toda precaución sobre el secreto de la copa.

—Enol decía que aquella copa era capaz de fabricar bebedizos que curaban los venenos y, sobre todo, las enfermedades del alma. Era un gran sanador, el mayor que nunca haya existido entre nosotros. Su influencia llegó a ser tan grande que lo habrían hecho rey. Nunca lo consintió y siempre se sometió al gobierno de los hijos de Aster.

Romila enmudeció, pero yo estaba ansiosa por conocer las leyendas de mi pueblo.

—¿Y después?

—Las leyendas cuentan que Enol subió a un barco y volvió a las islas de donde había venido; otros dicen que se transformó en un lago en las montañas de Ongar; y que de vez en cuando desciende a los valles; pero se dice también que cuando nuestras gentes tienen necesidad, cuando hay guerras o peste, Enol regresa de las montañas y cuida a nuestro pueblo.

Deseaba conocer más sobre la copa de poder, el objeto que había ocultado en la fuente y que todo el mundo parecía buscar.

—¿Y la copa?

—Lo cierto es que la copa retornó, de alguna manera, a sus antiguos dueños, los pueblos britos o los galos. La guardaron durante generaciones, pero luego los galos fueron traicionados por un druida que pasó la copa a un centurión romano. César dominó a las tribus galas, y la copa del poder fue a Oriente y después, cuentan, fue llevada a Roma. Dicen que por eso el imperio de los romanos fue tan fuerte y duró tanto tiempo. Hay quien cuenta también que después pasó a los godos; que Alarico, en el saqueo de Roma, la obtuvo al desvalijar una gran iglesia, por eso los godos son en la actualidad poderosos. Pero ahora se ha perdido.

—¿Y cómo sabes todo esto?

—Lubbo me lo cuenta. Lubbo desea la copa más que nada en el mundo, sabe acerca de ella. Creo que cuando Lubbo y Alvio fueron al norte, su padre les encargó recuperar la antigua copa de los druidas, pero los dos hermanos se pelearon y sus caminos fueron divergentes. Nunca se supo bien lo que ocurrió entre ellos. Ahora, Lubbo ha sabido que Alvio posee la copa, y le busca por un lugar y otro, Lubbo piensa que con la copa recuperará el vigor que le falta, y la vista del ojo que ha perdido. Lubbo odia a su hermano Alvio.

Romila no dijo lo que pensaba de los dos hermanos.

Recordé las torturas de Lubbo y temí que Romila pudiese revelar algo.

—Yo sólo sé que la copa está bajo el poder de Enol —y pensé en lo que Aster había sospechado—; el que yo llamo Enol podría ser ese al que conocéis como Alvio.

Me detuve, temí haber dicho demasiadas cosas, después hablé apresuradamente.

—No sé nada de ella.

Se me quebró la voz, capté que Romila dudaba de mis palabras, la sanadora había percibido que yo conocía más información de la que confesaba.

—Quizás Enol, el Enol que yo conocí, consiguió la copa en sus viajes al norte. Romila, no quiero hablar de Enol, me hace sufrir. Era como un padre para mí. No sé quién soy. Y tampoco tengo claro quién fue o quién es Enol… Le juré que no diría nada de la copa… y estoy incumpliendo mi juramento.

Pensé en los siglos pasados, en aquel hombre que se llamaba como el druida que me había cuidado. Romila perdía su mirada en el mar. Se cubrió los ojos con una mano y miró al sol. Noté en ella una plegaria.

X.
Las historias de los tiempos antiguos

Desde aquel día junto a la costa, la curiosidad por el pasado dominó mis pensamientos. Sin embargo, las jornadas siguientes llenas de quehaceres impidieron que Romila y yo hablásemos a solas. Uno de esos días, la curandera obtuvo permiso para salir de las murallas de Albión y recoger hierbas medicinales en la llanura junto al río. Solicitó que yo la acompañase y me llevó con ella. Cruzamos el gran portón de la ciudad y los soldados nos detuvieron, pero Romila mostró un salvoconducto que Ulge le había proporcionado y nos dejaron pasar. Caminamos rápidamente sobre la pasarela de tablazón pero tuvimos que apartarnos a un lado para dejar paso a soldados de la guardia de Lubbo. Galoparon junto a nosotras con rostros que mostraban urgencia. Estuve a punto de caer al agua y me cogí con fuerza a las grandes cadenas de hierro que sujetaban el puente. Romila me tomó de la mano, e insultó a los jinetes sin preocuparse de que fueran o no armados.

Al traspasar la plataforma de madera, no seguimos mucho tiempo el camino sino que Romila se introdujo en el herbazal hasta llegar al río. La corriente circulaba caudalosa y sus aguas doblaban los juncos del margen.

—El río está más lleno de agua que otros años, este invierno ha nevado en los Argenetes.

—¿Argenetes? ¿La cordillera no se llama Vindión?

—Vindión es un nombre antiguo y alude a toda la cordillera. Los romanos llamaron así a la parte de la cordillera en la que nace el río Eo, muy cerca de Montefurado. Allí hay plata, en su lengua,
argentium
, es la plata; son los montes de la plata.

Aproveché las palabras de Romila para sonsacarla y saciar mi interés por el pasado.

—¿Tú conociste los tiempos de los romanos? Cuéntame más cosas —le supliqué.

Romila se inclinaba hacia el borde del río, la sanadora guardaba en su mente un tesoro de leyendas e historias, unas quizá reales, otras interpretadas a su manera.

—Durante siglos, los astures y los cántabros resistimos al empuje de Roma. Finalmente, los romanos llegaron aquí, hasta la costa, y derruyeron la antigua ciudad de Albión, pero en los poblados perdidos del interior nuestra raza aguardaba mejores tiempos. Roma se asentó en la costa, pero en las montañas, en poblados dispersos como el tuyo, como Arán, mantuvimos nuestras costumbres y evitamos pagar el tributo a los conquistadores romanos.

Recordé Arán, el lugar de mi infancia donde todo me parecía rutinario e igual, un lugar difícilmente accesible.

—Cuando el poder de Roma menguó, de nuevo recuperamos territorio y desde el interior avanzamos hacia la costa. El Senado de las tribus volvió a reunirse y se nombró príncipe de todas ellas a un descendiente de Aster. En la desembocadura del Eo se decidió reconstruir la antigua Albión, pero la ciudad estaba bajo el agua. Los más fuertes de los hombres edificaron un gran dique, robándole terreno al mar, detrás de la muralla con el puente sobre el Eo. El Senado decidió construir allí un lugar inquebrantable donde pudieran acudir las gentes de todas las tribus de la montaña en tiempos de guerra. La ciudad se construyó de nuevo y los hombres trajeron a sus mujeres de los castros de las montañas. Después cayó Roma; muchos de los hombres de la nueva Albión pensaron que su caída traería grandes beneficios, pero otros dudaron de ello. Y así fue, lo peor aún estaba por venir. Roma era el orden frente al caos. Después llegó la anarquía, a galope de jinetes de rostros extraños con lenguas extranjeras. Jinetes negros que quemaban las cosechas, robaban y violaban. Se llamaban a sí mismos suevos o, a veces, cuados, también vándalos y alanos. Cuando llegaron a la costa, el dique aún no estaba acabado; por entonces era de adobe y no de piedra, la muralla no se había concluido. Invadieron la ciudad, rompieron el dique y el mar entró, Albión fue casi destruida. Los castros dejaron de habitarse y en las montañas llegó la pobreza, con la población dispersa y sin protección.

—Pero ahora es una ciudad fuerte —dije yo asombrada de que Albión hubiese sido destruida—, la ciudad más fuerte que he conocido.

Romila sonrió, quizá pensó que yo no debía de haber conocido demasiados lugares en mi vida, me ruboricé.

—Los hijos de Aster habían muerto en la batalla y el linaje parecía haberse extinguido. En los poblados quedaban únicamente las mujeres que habían sobrevivido a la peste y a la guerra. Llegó un invierno más frío que ningún otro. Los lobos y los osos bajaron de las montañas, las mujeres no sabían cómo defenderse, mucha gente murió, parecía no haber ya esperanza, pero con la llegada de la primavera unas velas blancas aparecieron en el horizonte. Un pueblo de hombres de cabellos castaños, tez clara y ojos grises desembarcó en nuestras costas. Eran hombres que huían de las islas septentrionales, bretones y celtas del norte, que escapaban de la invasión de los anglos y sajones. Hablaban una lengua similar a la nuestra pero con un acento diferente. Eran también albiones que, siglos más tarde, regresaban a la tierra de donde en tiempos inmemoriales sus antepasados habían emigrado. Procedían de las invadidas islas, su capitán se llamaba Aster. Con ellos regresaba un druida al que después las mujeres llamaron Enol. Aquellos hombres se asentaron en la desembocadura del Eo y comenzaron a reconstruir la fortaleza. Rehicieron la antigua Albión como si la conociesen desde años atrás.

—¿Y los guerreros oscuros, los suevos?

—Al principio impidieron que se asentasen, hubo guerras, pero los hombres de las islas, los hombres de Aster, eran belicosos, querían poseer la tierra donde sus antepasados habían vivido años atrás y se unieron a lo que restaba del pueblo de las montañas. Después supimos que los sajones habían incendiado sus poblados en las islas del norte, y los guerreros de las velas blancas lo habían perdido todo: mujeres, casas, hijos… querían volver a empezar. Eran hombres desesperados.

—Como los hombres de mi poblado cuando lo destruyeron.

Recordé a los hombres de Arán, sus gritos de desesperación en el incendio y saqueo del castro. Romila hizo caso omiso de mi interrupción y continuó relatando el pasado como si lo viera ante sus ojos.

—Con las guerras muchos hombres habían muerto, otros se unieron a los bretones para luchar contra la barbarie. En los poblados quedaban sobre todo las mujeres. Desde las montañas, ellas observaban con miedo y con curiosidad a aquellos hombres del norte y las escasas mujeres que les acompañaban. Llegó el solsticio de verano. La noche más corta del año coincidió con la luna llena que se elevaba lentamente en el océano. Los hombres del mar habían finalizado la construcción de la muralla y del dique, Albión era casi como la ves ahora, pero sin el palacio ni el templo. Aquella noche del solsticio se encendieron grandes hogueras en las playas y comenzaron a tocar una música rítmica, que atraía los corazones, una música de flautas y de gaitas, muy parecida a la música que los hombres de las montañas habían tocado desde tiempo inmemorial. La noche se volvió día por la luz del plenilunio y por las hogueras de las playas. Luego llegaron las mujeres jóvenes. Sus madres las enviaban con presentes. Todos bailaron a la luz del plenilunio y Enol sonreía. Después, el príncipe de los hombres del mar se desposó con la hija de una mujer de la antigua familia de Aster. Ella se llamaba Ilbete. Los dos pueblos se fundieron en uno solo.

»Se fortificaron las aldeas de las montañas desde el Eo hasta el Navia y el pueblo astur renació en sus castros. Nacieron hombres y mujeres de cabellos castaños y ojos grises. Las antiguas gentilidades de cabarcos, límicos, pésicos y luggones volvieron a formarse y se rehicieron los castros. Todos obedecían a los hijos de Aster e Ilbete y tenían como guía a los hijos de aquel nuevo Enol que regresó con los barcos de Aster.

Ya no recogíamos hierbas, Romila hablaba y yo escuchaba mirando al mar, que en la lejanía se divisaba picado por la marejada.

—¿Y después? —pregunté.

—Comenzó un tiempo de paz. Los hombres de las montañas bien dirigidos por los hombres de las islas, que eran guerreros poderosos, no permitieron que los suevos volvieran a conquistarles.

—¿Y qué ocurrió entonces? —pregunté de nuevo.

—Aster engendró en Ilbete a Verol. Verol a Vecir, y Vecir a Nicer, padre del Aster que mora hoy en día en Ongar. Todos ellos se desposaron con mujeres que procedían de una misma estirpe, la familia de la que también procedía Ilbete. Así se reforzaba la unión entre los hombres que procedían de las islas con las mujeres de las montañas. En tiempos de Vecir se construyó el gran palacio de Albión donde hoy mora Lubbo.

—¿Y el druida?

—El druida era un hombre sabio, consejero de jefes, sanador y bardo. Reunió a todas las tribus de las montañas y consiguió formar de nuevo el Senado, que unió a todos los montañeses. Se nombró a Verol príncipe del Senado cántabro. El druida trajo consigo a su hijo Amrós; éste engendró a Alvio y a Lubbo, a quien bien conoces.

La anciana calló, aquellas historias excitaron mi imaginación, en mi mente me pareció ver a un hombre alto y moreno, muy parecido al Aster que yo había encontrado en los bosques de Arán, al frente de un barco procedente de las islas del norte. Al mirar a lo lejos, vi la playa de arenas blancas abrazada por el mar. Me pareció ver aquella misma playa, en una noche iluminada por la luna llena y las hogueras, y me pareció divisar también las bodas de los hombres de las islas del norte con las mujeres de las montañas.

Recordé a mi herido del bosque de Arán, y pensé de nuevo en él; quizás habría muerto, pero mi espíritu de vidente me decía que no, que aún vivía y que algún día le volvería a ver.

La curandera miró al sol en su descenso hacia el mar, seguíamos paradas junto a los juncos, sin realizar nuestra tarea. Romila un tanto disgustada me dijo:

—Niña, me haces hablar de los tiempos antiguos y no recojo las suficientes hierbas, pronto se hará de noche, y cerrarán la muralla.

La cesta que portaba Romila se llenó de plantas y semillas. No hablamos más. Pasó el tiempo y a lo lejos oímos las trompetas de los guardias de la muralla que anunciaban la próxima clausura de las puertas.

Llegamos al poblado al anochecer, detrás de nosotras se cerraron los portones de la muralla. En las calles de Albión las gentes se apresuraban a atrancar sus casas porque desde que Lubbo mandaba en la ciudad se había impuesto el toque de queda. Los hombres de Albión experimentaban el miedo cada vez que atardecía y los soldados de las torres hacían sonar el toque de queda. A más de uno, la guardia de Lubbo se lo había llevado a la fortaleza al haber sido encontrado por las calles después de anochecer. Allí lo habían torturado, para intentar descubrir imposibles maquinaciones ocultas contra el poderoso señor de los albiones.

En la entrada de la casa de las mujeres me despedí de Romila. Fui a la estancia donde se nos daba la comida, pero no quedaba más que un poco de potaje de bellotas que engullí con hambre. Después me dirigí al lugar que compartía con Uma, Lera y Vereca.

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