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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (18 page)

BOOK: La reina sin nombre
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En aquel tiempo y quizá más que nunca, Lubbo deseaba la copa, y las sospechas de que yo conocía su paradero se acentuaban. Intentó de nuevo torturarme pero los dioses de nuevo permitieron que perdiese el sentido cuando el suplicio se volvía insoportable.

En los días siguientes, las siervas de la ciudad que acudieron al impluvio a lavar nos trajeron más noticias.

—Ninguno de los albiones se atreve a desafiar a Lubbo abiertamente, pero su poder está menguando. Los suevos le temen pero ayer hubo una revuelta de los hombres de Ogila, querían sus soldadas y Lubbo no tiene ya suficiente oro para pagarles. Desafiaron a Ogila. Entraron en la casa de mis amos y se llevaron el oro y las joyas que había. Muchos se han ido buscando un amo que les pague mejor.

Otra de las mujeres habló:

—Los soldados de Lubbo mataron a uno de los hijos de mi amo que se atrevió a oponerse.

Después de aquella revuelta, Lubbo se ausentó de Albión, dejando a Ogila al mando. Más que nunca necesitaba el apoyo de los suevos. Se decía que había acudido a la corte del rey Kharriarhico en Bracea para pedir ayuda contra la rebelión interna que se le iba de las manos. Su ausencia en Albión se tradujo en un ambiente de alivio generalizado. Ya no temí ser llamada a la fortaleza para ser de nuevo torturada.

En aquel aparente período de paz pasó un tiempo sin apenas noticias, pero después por algunos mercaderes llegaron nuevas de los rebeldes. Tras haber liberado miles de esclavos en las Médulas y conseguido un abundante botín, los hombres de Aster se retiraron. Les seguían muchos de los hombres de las minas de Montefurado, pero Aster no tenía prisa en recuperar lo que era suyo. Se decía que su ejército no era tal, que los hombres de las minas estaban famélicos, destrozados por un trabajo inhumano; pero él confiaba en aquellos desheredarlos de la fortuna y se dirigió a su base en las montañas de Ongar; compró alimentos y armas, y ayudado por algunos que conocían el arte de la guerra comenzó a adiestrar a aquel ejército desunido y bisoño.

Las huestes de Aster crecían debido a que por los castros de las montañas corrió la voz de que un hijo de Nicer había vuelto. Las tradiciones de siglos revivieron, y los notables de los castros ofrecieron vasallaje a Aster a cambio de protección contra los hombres de Lubbo, los bandidos y las alimañas. Aster era precavido. No se dejaba nunca llevar por la improvisación. Aceptaba el vasallaje de unos y otros pero a cambio les pedía hombres y armas o un tributo en especie.

Lesso y Fusco no habían cumplido aún los quince años y su talla seguía siendo pequeña, pero ellos se sentían importantes. Aster los envió a diversas misiones. Se iban haciendo mayores. Cazaron un oso que destruía los ganados de un castro de las montañas y lucharon contra los hombres de Lubbo en distintos lugares.

Años más tarde Fusco y Lesso me hablarían de Ongar; de cómo las agrestes montañas de Vindión se elevaban sobre el valle de Ongar; de cómo en lo profundo de la vaguada los hombres de Aster se disponían alrededor de una cueva donde vivían monjes cristianos. Cerca de allí, el río Deva nacía entre las rocas, con una cascada que formaba una laguna antes de despeñarse en un torrente. Desde siglos atrás, junto a la cueva existía un pequeño castro, que hacía dos o tres generaciones había acogido a los bretones huidos de las islas del norte tras la invasión de los anglos, con ellos habían llegado monjes celtas. De allí procedía la madre de Aster.

El poblado colindante a la cueva de los monjes no era suficiente para acoger al ejército de Aster que crecía día a día.

Se había talado un gran claro en el bosque, con los troncos se construyeron cabañas, almacenes y barracones de madera. A uno de ellos condujeron a los heridos de la batalla de Montefurado, entre ellos a Tassio, que tardaba en recuperarse de la herida. Le asaltaban fiebres cuartanas que le postraban y, poco a poco, perdía fuerzas. Fusco y Lesso intentaban atenderle y llevarle comida. Uno de los hombres, procedente de la zona de los pésicos, que decía conocer el poder de las plantas intentó atenderle pero fracasó. Tassio seguía igual, le devoraba la fiebre y muchos días permanecía acostado en la cabaña de madera. Fusco y Lesso le visitaban con frecuencia, ambos estaban muy preocupados por la evolución del herido.

Un día, Lesso buscó a Aster; le encontró sentado fuera del campamento, en un lugar elevado desde el que se veía la cascada del Deva. El día era claro pero algunas nubes bajas cambiaban lentamente de lugar en el cielo color turquesa. Hacía frío. Aster se sentía en paz, contemplando el horizonte, mientras afilaba su espada contra una roca. Lesso no se sentía intimidado ante su capitán, y se acomodó a su lado. Aster se dio cuenta de que había alguien junto a él y salió de su ensimismamiento.

—¿Qué te ocurre, pequeño guerrero de Arán?

—Mi señor, mi hermano Tassio está enfermo, empeora de día en día.

Aster miró con comprensión a Lesso pero no habló. Conocía bien a los hombres y apreciaba a los pequeños de Arán, como les llamaban en el campamento. Lesso prosiguió:

—La hija del druida sanaría a Tassio.

Aster se sobresaltó, y la expresión de su cara cambió, y algo añorado volvió a su corazón. Entonces, Aster, el que nunca se inmutaba por nada, preguntó vacilante:

—¿La hija del druida? ¿Dónde está?

—Se dice que cuando los hombres de Lubbo arrasaron Arán, la llevaron cautiva al castro del Eo y que está allí, sierva en Albión, en la casa de las mujeres.

—¿Arán? ¿Arrasado?

—Tras nuestra huida, los hombres de Lubbo destruyeron el poblado, dicen que buscaban una copa y sobre todo encontraron huellas de que habíais estado allí.

Aster calló unos minutos, en el ambiente se palpaba que estaba dolorido, después habló.

—Iremos a Albión —dijo lentamente—, pero aún no ha llegado el momento.

Después enmudeció de nuevo, aparentemente abismándose en el paisaje de aquellos picos rocosos y aún nevados. Sin embargo, él no miraba la cordillera, sino que su vista se adentraba más allá, hacia el occidente, atravesando las montañas, hacia el lugar donde se había situado el poblado de Arán, hacia el oeste, donde se levantaba Albión. Lesso observó tímidamente la cara de Aster, en la que se veía una expresión de dulzura y de añoranza; después Lesso se fue, dejando a Aster solo y pensativo. Se acercó al almacén donde Tassio descansaba. Lesso apreció que su hermano estaba débil y sin fuerzas. Al ver a Lesso, Tassio intentó levantarse:

—¿Cómo estás, Tassio? —preguntó Lesso.

—Estoy bien.

—Buscaré a la hija del druida. Ella te curará como curó a padre.

—No podemos ir a Albión. Jamás lograremos entrar.

—Yo entraré.

Desde aquel día, Lesso tuvo en su mente la idea fija de asaltar Albión. Hablaba frecuentemente de ello con Fusco, quien no tenía muchas ganas de meterse en nuevas aventuras, por más que también estuviese preocupado por Tassio. Fusco estaba más entusiasmado con los montes que les rodeaban, y desde la caza del oso, sólo pensaba en los animales de aquellos picos.

Sin embargo, en poco tiempo los sucesos se precipitaron. Días después, llegó un mensajero. Las noticias eran buenas, les habló de las revueltas en Albión, y también de la ausencia de Lubbo de la ciudad. La guardia había disminuído en Albión. Por el poblado de las montañas de Vindión corrieron las nuevas y los capitanes se reunieron. Mehiar, Tibón y Tilego consideraron que había llegado el momento de atacar la ciudad. Aster recomendó esperar, pero en su rostro, habitualmente tranquilo, latía la impaciencia. Después del consejo de capitanes, mandó llamar a Lesso:

—Creo que querías partir hacia Albión.

Lesso asintió y después le preguntó al príncipe:

—¿Cómo podría entrar alguien en Albión sin ser conocido de Lubbo? Sabes bien que desde que Montefurado cayó la ciudad está cerrada, y todo el que entra debe presentarse a la guardia de Lubbo y justificar su presencia allí.

—Hay un modo… —dijo Aster.

—¿Sí? —preguntó Lesso con dudas—, ¿cómo entraremos? ¡Yo no sé el camino!

Aster le observó con esa mirada suya, tan penetrante, que hacía que los hombres le obedecieran y habló.

—Tilego irá a Albión con vosotros, conoce a gente que nos puede ayudar. Tú y tu amigo Lesso tendréis otra vez una misión.

—¿Cuál, señor?

—Necesitamos que alguien penetre en la ciudadela para abrirnos paso. Tilego te puede indicar un camino de entrada. Discurre bajo tierra. Hace años fue cegado, pero mis informadores afirman que podría ser practicable para alguien como tú y tu amigo, Fusco.

—¿Nosotros?

—Sabéis cavar.

Cuando Lesso informó a Fusco de los planes de Aster, vio cómo se erizaba el cabello rojo de su amigo.

—¿Cavar otra vez? Odio los lugares cerrados… Me da náuseas solamente pensar en túneles. Ni me hables de eso.

—¿No me dirás que te quieres quedar aquí mientras todos vamos a la guerra?

—Me gustaría quedarme aquí cazando…

—Piensa en Tassio, es mi hermano. Además es ridículo pensar que mientras todos luchamos, tú te quedas cazando.

Fusco dejó de quejarse y entendió que Lesso tenía razón, no se había ido de Arán para cazar osos y ciervos en los montes. Lesso continuó:

—Aster me ha dicho que ha destinado a Tassio al grupo de Tibón, él le cuidará y nosotros buscaremos a la hija del druida.

—Confías mucho en ella.

—Tiene un don, Enol una vez me lo dijo, tiene el don de curar y sé que ella puede curar a Tassio como curó a mi padre.

Al día siguiente, al alba, se produjo la salida de una expedición al frente de la cual cabalgaba Tilego. En medio del grupo dos mozalbetes con expresión decidida: Lesso y Fusco, subidos a una carreta en la que se almacenaban armas y otros pertrechos; Goderico, el hombre de Montefurado, también fue con ellos.

Aquellos días llovió mucho, el agua fina empapaba las ropas de Tilego y sus hombres. Lesso y Fusco estaban permanentemente calados. El grupo avanzaba deprisa a pesar de la lluvia. Con la humedad, la naturaleza de aquel lugar del norte destilaba verdor; los arroyos llenos de agua dificultaban el paso de la carreta. A menudo se encontraban con hombres de distintas tribus que huían de la guerra y de la ira de Lubbo, muchos se dirigían a Ongar, buscando la libertad con Aster. En los últimos tiempos varios poblados habían sucumbido arrasados bajo la cólera del tirano; tras la caída de Montefurado, necesitaba oro y joyas para pagar a sus soldados. Por lo que los evadidos contaban, Lesso y Fusco entendieron que Lubbo se había trastornado en una furia ciega que destruía los castros sin ningún fin. Cuando los poblados habían sido devastados y sólo quedaban cadáveres, lanzaba sus pájaros carroñeros sobre los cadáveres. Todos temían a aquellas dos aves que engordaban con la muerte.

Atravesaron las montañas, pasaron Albión de largo y llegaron a la costa a un lugar más alejado hacia el oeste. Unas playas blanquísimas flanqueadas por arcadas de piedra, que se clavaban en el mar y en la arena. Tilego, Goderico, Fusco y Lesso, con dos hombres más, bajaron a la costa. Los otros miembros del grupo permanecieron ocultos con la carreta en un bosque.

Las rocas formaban parte del enorme gigante de piedra centenario que, según la leyenda, se habría dormido en la costa cántabra con sus pies metidos en el mar. Tilego les guiaba con decisión, entre los pies del gigante, las negras arcadas. Entraron en una cueva portando teas que alumbraban débilmente el túnel. Ante su mirada se extendía una gran cavidad horadada por las olas, con el suelo formado por una arena color pajizo. Goderico encendió una gran antorcha y la cueva se iluminó. La pared frente a ellos tenía entrantes y salientes, la piedra unas veces era negra, otras parda, y a menudo del color de la arena.

—Por lo menos aquí podemos hablar —dijo Fusco—. No como en las Médulas.

Desde la cueva inicial labrada por el mar, habían llegado a una cueva más amplia, llena de estalactitas colgantes del techo que, al ser iluminadas por las antorchas, adoptaban distintos colores. Entonces Tilego iluminó un lugar hacia la izquierda de la cueva, allí había un pasillo semicegado por arena.

—Mirad, éste es el camino a Albión. Nicer mandó cegarlo en la guerra contra Lubbo, porque Lubbo lo conocía.

—¿Dónde acaba?

—En la casa de las mujeres en Albión. Allí hay mucho odio concentrado frente a Lubbo. Esta primavera pasada sacrificaron a una de ellas. Están asustadas. Harán lo que sea por librarse de Lubbo. Además, creo que allí tenéis a alguien conocido, que quizá pueda ayudarnos.

—Sí. Una de las prisioneras.

—Después abriréis el portillo del sur.

—El portillo del sur… el portillo del sur… —Fusco se enfadó—. ¿Cómo sabremos cuál es ese portillo del sur?

Tilego casi no movió su cara, tapada por una espesa barba rizada y castaña, pero sus ojos brillaban divertidos ante la espontaneidad de Fusco.

—Las mujeres os lo indicarán.

Comenzaron a excavar. Al rato, en la roca apareció una abertura estrecha por la que sólo cabría un mozalbete del tamaño de Lesso o Fusco. Años y años de mareas y corrientes marinas habían rellenado aún más la oquedad, y la labor se hacía difícil. Goderico les indicaba cómo debían apuntalar con maderas aquel estrecho espacio en forma de túnel para que no se les fuese encima, el túnel era muy estrecho y largo. Trabajaron durante horas en el interior de la cueva, iluminados por antorchas. Se sentían ahogados.

—¿Sabes, Fusco? Las galerías de Montefurado eran palacios en comparación con esto.

Los dos muchachos salían una vez y otra para tomar aire mientras se turnaban en la construcción del túnel. Goderico y los soldados de Tilego les daban agua para reponerse y ánimo para seguir adelante. Lesso cavaba febrilmente y después, cuando estaba cansado, Fusco proseguía. Ya se habían turnado muchas veces cuando Lesso introdujo el pico una vez más en la arena, ésta finalmente cedió, y entró aire muy húmedo con olor a mar. Detrás se abría una cavidad más amplia.

—¡Hemos llegado al final! —gritó.

Le pasaron más maderas para que apuntalase el agujero, y al final una antorcha para ver lo situado más allá.

—¡Hay una cueva… a…! —gritó Lesso.

No le dio tiempo de decir nada más; al asomarse al extremo del túnel cayó hacia delante entre arenas y rocas.

—¡Lesso! —gritó Fusco desde arriba iluminando la cueva—. ¿Estás bien?

Fusco se asustó al no oír respuesta, bajó precipitadamente hacia la cueva, teniendo cuidado de que no se apagase la antorcha.

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