—Falta poco —susurró Uma—, pero hay que correr.
Después de ver cómo Lesso y Fusco caían en el túnel, los hombres de Tilego retrocedieron, y se dirigieron otra vez al este hacia Albión. Galoparon rápidamente y llegaron a un robledal. Tras los árboles, se abría una explanada de hierba verde que finalizaba en el acantilado sobre Albión. Tilego y sus hombres esperaron en el bosque a que cayese la noche; después, alumbrados por la luz de la luna casi llena, se acercaron al borde del despeñadero que rodeaba la ciudad, desde allí arriba se divisaba el gran castro sobre el Eo. Debían esperar a que la marea descendiese para descolgarse por el acantilado. Después tendrían seis horas para bajar, si el portillo de Albión al que Lesso y Fusco debían llegar no se abría, podrían morir cubiertos por las aguas.
Los hombres de Tilego ataron unas largas cuerdas a los árboles del bosque y desde allí descendieron lentamente descolgándose por el acantilado. Con la oscuridad los hombres se confundían con las rocas, en el cielo brillaba una luna casi plena, como un gran faro sobre el mar. La luz era tan intensa que en algún momento debieron detenerse pues temían ser vistos desde abajo por la guardia de Albión. Lentamente descendieron hasta llegar al estrecho pasillo limítrofe con la muralla; en esa cuaderna de la muralla se situaba un pequeño portillo, tapado por ramajes, que comunicaba con la ciudad. Aquél era el punto de encuentro con Lesso y Fusco.
La bajada era penosa y Goderico tropezó. Uno de los hombres de Tilego le ayudó en el descenso. Colgados de las cuerdas los hombres se golpeaban contra las rocas. Debían proseguir en silencio sin que les oyesen. Bajo el acantilado se situaba la muralla con los soldados de Lubbo haciendo guardia. Los suevos patrullaban. En un momento dado, la guardia de Albión se situó justo debajo de ellos, por lo que debieron plegarse hacia el acantilado y guardar silencio.
La muralla de Albión y el acantilado ahora estaban separados por un estrecho pasillo de playa; si no abrían pronto, la marea alta llenaría de agua aquel foso y los sepultaría. Debían bajar deprisa o quedarían atrapados y algunos no sabían nadar. Pero si procedían demasiado deprisa harían ruido y los soldados les oirían. Cuando la mayor parte de los hombres llegó al suelo, los de arriba comenzaron a introducir por el acantilado las armas ocultas en el carro; una gran cantidad de espadas, flechas, lanzas y mazas. Ésa era su misión, aprovisionar a los hombres de Albión rebeldes al tirano, para que constituyesen una quinta columna que ayudase en el asedio a Aster. La maniobra era peligrosa, para ellos era vital que Fusco y Lesso hubieran llegado al portillo para no quedar atrapados por las aguas.
Mientras tanto, Fusco y Lesso, guiados por las mujeres, corrían por Albión. Sabían que a medianoche comenzaría a subir la marea, y que si no llegaban a tiempo, los hombres de Tilego con sus armas y pertrechos podrían quedar atrapados. Al fin, llegaron a la muralla, oían al otro lado del muro el oleaje que ascendía. Uma levantó unas plantas colgantes de la muralla y debajo vieron un portillo, que se cerraba con una tranca de grandes dimensiones dentro de unas grandes abrazaderas herrumbrosas. Comenzaron a tirar, pero dos muchachos y dos mujeres no podían ejercer suficiente fuerza sobre aquellas estructuras oxidadas y añosas. Jadeaban. Entonces, la guardia sobre la muralla oyó algo y se alertó, corriendo sobre el pasillo encima de la muralla se dirigió hacia la zona del portillo sur con grandes antorchas, que iluminaron la calleja. Ellos se callaron e intentaron ocultarse bajo el ramaje, pero los soldados comenzaron a bajar por una escalera lateral de la muralla.
En ese momento notaron que alguien llamaba al otro lado del portillo. Era Tilego y sus hombres. Olvidaron todo miedo, volvieron a tirar de la tranca con fuerza. En ese momento los soldados de la guardia llegaron.
Mientras Lesso y Fusco recorrían las calles de Albión, yo, en una duermevela, presentía todo aquello, comencé a entrar en trance, y aunque intentaba que el espíritu no entrase en mí, pronto perdí el conocimiento y vi a Aster, asaltando Albión.
En Ongar los días se sucedieron lentamente. Tras la marcha de Tilego, no se observaron cambios, pero el nerviosismo se notaba entre la gente. Aster no tenía prisa, necesitaba entrenar a aquel ejército disgregado procedente de diversos lugares en las montañas.
Aster no se alojaba en el poblado, sino en una cabaña en el campamento con Mehiar, Tibón y Tilego, pero acudía con frecuencia allí, donde aún vivían parientes de su madre y donde estaba la fortaleza que le pertenecería. El jefe del poblado de Ongar era Rondal, hermano de Mehiar, ambos siempre habían sido fieles a la casa de Aster. A menudo se reunían en la parte alta del castro de Ongar y trazaban planes. Tibón y Mehiar estaban deseando atacar a Lubbo, querían aprovechar la ventaja que suponía la derrota en Montefurado, pero Aster dudaba, conocía la dificultad en el asalto de la fortaleza de Albión. El príncipe de Albión se enfurecía recordando el pasado y estaba lleno de odio hacia Lubbo, pero no quería precipitarse, deseaba destrozar a su enemigo. Debatían un plan tras otro y a menudo no llegaban a ningún acuerdo. Después de alguna de aquellas discusiones Aster se retiraba a la cueva de los monjes y en el silencio del templo en la roca algo en él se dulcificaba, después volvía sereno al campamento. Mailoc, el guardián de la cueva, solía dejar que el príncipe de Albión meditase allí sin interrumpirle.
Tras la marcha de Tilego y sus hombres, se difundía en el campamento la sensación de que la batalla se avecinaba. La intranquilidad se traducía en que los hombres peleaban entre sí; en teoría, para entrenarse pero en realidad para calmar la impaciencia por la espera. Tassio, entretanto, no mejoraba, unos días tenía fiebre y se encontraba mal; en cambio, en otros momentos parecía casi curado. La luna crecía en el cielo; al llegar a la mitad de su ciclo, entre los hombres se inició una actividad febril. Aster dispuso que partieran pronto y unos días más tarde, el ejército abandonó Ongar y emprendió el camino hacia la costa. Tassio iba con ellos en una pequeña compañía que comandaba Tibón. Aster galopaba al frente y Mehiar a su lado.
Para no despertar sospechas, y evitar los espías de Lubbo, el ejército se movía de noche. Por el camino, hombres de los castros se fueron uniendo a ellos, y en la mayoría de los poblados les proporcionaban provisiones. Al fin llegaron al litoral, a un lugar de la costa muy cercano a Albión. Aster reunió a sus hombres en una playa de arenas blancas, bajo el acantilado de piedra oscurecida por mil mareas, en un entrante en la costa. Muy a lo lejos, brillando al sol como un punto en el horizonte, los de vista aguda podían divisar Albión. Algunos de ellos lo señalaron, y un suspiro inaudible corrió entre aquellos guerreros venidos de la montaña. Muchos de ellos, huidos desde años atrás, presentían a sus familias en la fortaleza, otros todo lo habían perdido y sólo pensaban en vengarse, por último los más jóvenes soñaban con alcanzar el botín y la gloria.
La ciudad, sin embargo, parecía inalcanzable rodeada por el mar, el acantilado de piedra y el río. Pocos de ellos sabían nadar. Sólo algunos pésicos de las costas y los cilenos, hombres de los ríos, conocían el agua y se atreverían a sumergirse en las aguas frías del Cantábrico.
Aster se volvió hacia ellos. Con voz imperativa, les ordenó que se acercasen a las rocas, escondiéndose entre ellas. Con sus vestimentas pardas, aquellos hombres serían difíciles de distinguir del roquedo oscuro; en cambio, de pie en las arenas blancas de la playa se podrían ver desde muy lejos, y Lubbo tenía espías.
Tassio no se encontraba bien pero no quiso quedarse en Ongar. Sus heridas no cicatrizaban y una de ellas supuraba; se acordaba constantemente de los de Arán, de su hermano Lesso y de Fusco. Era posible que hubieran sido capturados en Albión, y él, lo sabía bien, moriría. Había visto heridas como aquéllas, infectadas, que no cicatrizaban y lentamente devoraban a quien las había recibido. A pesar de que en aquellos días el sol brillaba alto en el horizonte, y la naturaleza de Ongar derramaba verdor, su corazón estaba oscuro, ceniciento y entristecido. Los viejos compañeros de armas le habían subido a un caballo y él había galopado con los ojos fijos en Aster, muy cerca de Tibón. Era éste quien se ocupaba ahora de Tassio, no le perdía de vista; bien sabía el capitán que aquel hombre estaba herido pero, y él lo comprendía así: ningún hombre valiente conociendo que la muerte se acerca quiere morir en un lecho; prefiere gastarse en la lucha y encontrar la muerte con gloria y honor.
Tassio miraba el mar y el horizonte, que a menudo giraba en torno a él por el mareo. Pensó que necesitarían barcas para llegar hasta Albión. ¿De dónde iban a sacarlas? Seguramente Aster tendría un plan prefijado, entonces dirigió de nuevo su mirada hacia Aster. El príncipe de Albión, que estaba erguido sobre su caballo, rodeó una roca alta. Mehiar y tras él Tibón le acompañaron. Entonces Tassio percibió algo que, quizá por su mal estado físico o bien por su posición, no había divisado antes. Entre las rocas, medio escondida, se podía ver una gran puerta oscura, de madera negruzca, sujeta por unas enormes bisagras enmohecidas.
Aster avanzó hacia la puerta. Se hizo el silencio en la playa, solamente se oía, estruendoso, el ruido del mar a las espaldas de los guerreros, el viento silbando entre las rocas emitiendo ruidos extraños al cruzar entre las grietas del acantilado. Tassio tembló. En el cielo gritó una gaviota, después se oyó un ruido seco, lento, repetido. Era Aster golpeando la puerta de madera. El silencio entre los hombres se hizo más profundo.
Tassio oyó una voz llena de temor que decía:
—Llama a los hombres de las rocas.
Circulaban mil leyendas entre los montañeses y pescadores sobre los hombres de los acantilados. Se decía que eran los que provocaban las tormentas y llevaban los barcos al fondo del océano, se decía que venían de un lugar lejano, que eran peces convertidos en personas, que hablaban el lenguaje de los animales y no el de los hombres. Se decía que robaban mujeres y comían carne humana. Se decían muchas cosas, pero muy posiblemente nada de ello era cierto.
Entonces la puerta se abrió, y los hombres de Aster sintieron que no se había abierto en mil años atrás. Un crujido lento y persistente, el de las bisagras enmohecidas girando sobre sus goznes, ahogó el ruido del mar, el silbido del viento y el de las gaviotas. Dentro de la cueva sólo se veía oscuridad y un túnel de piedra prolongado en la roca. Sintieron la impresión de que las puertas se movían solas, y notaron que el desasosiego ante lo desconocido se introducía en sus corazones. Oyeron unos pasos que se arrastraban y unas sombras aproximándose. Los hombres de Aster de nuevo se turbaron. Él, sin embargo, parecía no sentir temor alguno y con un semblante serio se acercó a la entrada de la cueva, pero su piel era quizá más pálida que otras veces.
Las sombras de la cueva se transformaron en personas, en hombres de largos cabellos y barbas oscuras, vestidos con ropas viejas, enceradas, mojadas, de un color verdigris, túnicas cortas marrones, y capas más largas acabadas en pico. Un rumor de alivio corrió entre las tropas, pero todos agarraron con fuerza sus armas, por si fuese necesario usarlas.
Aster habló. Un lenguaje milenario con rumores a mar salió de sus labios, y los hombres de las cuevas le escucharon atentamente. Después sacó oro y, entre las sombras, un hombre, un individuo de pequeña estatura se hizo presente. Tassio observó que al divisar a aquel personaje, Tibón se adelantaba entre los guerreros de Ongar y lanzando su caballo a la carrera se acercaba hasta la fila de hombres de las rocas, quienes al verle avanzar desenvainaron unas espadas cortas y herrumbrosas; entonces el hombre pequeño, un jefe entre ellos, rió y tirando la espada saltó hacia Tibón, éste bajó de su caballo y ambos se abrazaron. Aster los miraba enhiesto en su caballo, divertido por la escena. Después el hombre de las rocas se separó de Tibón y se dirigió hacia Aster. Mucho más tarde supe por el propio Aster lo que aquel hombre decía en un lenguaje ancestral.
—¡Hijo de reyes! —dijo inclinándose ante Aster.
—Ségilo. No reconoces a los amigos.
—Lo hago cuando traen oro —respondió sonriendo.
—Sigues igual, el paso de las estaciones no ha ablandado tu corazón.
Ségilo mostraba en su cara una expresión afable, sus rasgos eran duros como tallados en la roca, pero se dulcificaron algo al hablar con Tibón y Aster.
—Hay algunos —y muy contento les miraba—, que no necesitan llamar a la puerta, han vivido con nosotros y son como nosotros: hombres de las cuevas. Tibón y tú, hijo de reyes, me salvasteis la vida hace ya muchas lunas; erais fugitivos escondidos entre las rocas, y me librasteis de los hombres de Lubbo. Nunca olvidaré vuestra ayuda. Ségilo es hombre agradecido. Los hombres de las cavernas siempre pagan sus deudas.
Aster prosiguió hablando el lenguaje antiguo de los hombres de la costa que los de las montañas no entendían.
—Diles, pues, que envainen las armas, venimos en son de paz y solicitamos vuestra ayuda. Necesitamos embarcaciones.
Ségilo sonrió y habló a la manera de los hombres de la costa, con sonidos sibilantes como el ruido del viento entre las rocas.
—Pedir barcos a los hombres de las rocas es como pedir vida al sepulturero. Sabes que tenemos barcos pero barcos desguazados. Naves tronchadas. —Sonrió con una sonrisa en la que había algo de horror.
—No habéis cambiado. —Aster habló apenado y serio.
Ségilo no quiso oírle. Durante siglos los hombres de las rocas habían vivido de estrellar barcos en los agrestes acantilados del Cantábrico, por eso eran temidos y odiados por los otros habitantes de la costa. El origen de los hombres de la costa se perdía en el tiempo y eran de una raza ajena a los otros pueblos cántabros.
—¿Qué barcos podemos ofrecerte?
—No necesito grandes navios sino barcazas que se sostengan en el mar y que permitan que mis hombres alcancen Albión de noche.
Ségilo sonrió aviesamente, odiaba a Lubbo y cualquier ataque contra el druida contaba con su aprobación.
—Dile a tus hombres que me sigan.
Después se dirigió a su gente y se introdujo en las entrañas del acantilado. Aster habló con Mehiar y convocó a la mitad de sus hombres para que siguiesen a Ségilo. Al frente de ellos puso a Tibón, que sin dudar se introdujo en las cuevas. Mehiar, con el resto de los hombres y los caballos, permanecieron en la playa, observando cómo el resto se introducía en el túnel. Ambos capitanes se despidieron.