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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (21 page)

—¡Hasta Albión! —exclamaron.

Después los hombres de Mehiar subieron a caballo y volviendo grupas se dirigieron al camino del interior hacia Albión, alejándose del mar.

Aster siguió a sus hombres hacia la oquedad de las rocas. Animaba a los indecisos que sentían miedo al entrar en la cueva oscura, pero su fuerza y determinación les estimulaba. En el interior de la cueva olía a humedad y a pescado. El subterráneo dejaba pasar el agua, que se estrellaba contra el acantilado. El mar penetraba por una gran arcada a un lado de la cueva; la marea estaba baja pero comenzaba a subir, y era posible que en algunos momentos aquel lugar fuera intransitable; pero ahora era un pasadizo natural entre las rocas. Caminaron un tiempo y se asomaron a una ensenada, un puerto natural inaccesible desde cualquier otro camino en la costa, que finalizaba en una playa de arenas blancas. Entonces comprendieron adonde les conducía Ségilo; aquel lugar era un inmenso almacén de barcos, balsas y botes destrozados en su mayoría, pero alguno aún estaba en buen estado.

Poco a poco, fueron sacando del interior restos de navios, cuadernas enteras, algún bote. Atardecía en un día cálido. La playa se oscurecía por la sombra creciente de los acantilados. Los hombres de las rocas saltaban entre las ruinas de los barcos, y riendo levantaban alguno como señalando que podía aprovecharse para navegar. Aster ordenó a sus hombres que ayudasen a sacar las balsas del agua y las distribuyesen en la playa. En aquel lugar recóndito, nadie sino los hombres de las rocas había penetrado jamás. Allí, organizó a los hombres y las barcas. Muchos de los hombres, a pesar de su confianza en el joven príncipe de Albión, dudaban pensando si aquellos troncos rudimentarios en algún momento podrían llegar a flotar, pero todos siguieron trabajando.

La playa umbría se fue llenando de barcazas. Se estableció una camaradería extraña entre los hombres de las rocas y el pequeño ejército proveniente de la cordillera. Aster repartió aquellos de sus hombres que conocían el mar en cada una de las balsas a modo de guía, después las completó con los hombres del interior. El sol caía ya sobre el mar, y la primera de las barcazas entró en el agua. En mis sueños vi los rostros de los hombres de las tribus de las montañas asustados al iniciar la navegación. En algunas barcas los hombres apreciaron cómo el agua penetraba en el casco, pero los hombres del mar distribuyeron bien el peso y las balsas no zozobraron.

Cuando la primera embarcación rozó la superficie del mar, el sol de poniente se hundió lentamente en el horizonte. El día del asalto a Albión la luna lucía en todo su poder. Aster lo había previsto así, y el plenilunio nos comunicaba a ambos. Yo, inquieta, velaba en Albión, esperando el regreso de Uma y Vereca. La tensión se palpaba en el ambiente, los guerreros dirigieron su mirada hacia el horizonte y contemplaron la luna llena y el mar calmo y terso como un lago. El astro de la noche iluminaba el trayecto de las barcazas hacia Albión pero su fulgor no era tan intenso como para que los vigías de la ciudad vieran a aquel ejército que se aproximaba a sus torres y murallas.

Aster indicó que se remase en silencio y los barqueros introducían las palas con cuidado en el mar. Las naves avanzaban despacio, muy suavemente.

A Tassio no le gustaba el mar, la fiebre comenzaba de nuevo a subir y sentía frío y calor. Miraba con desconfianza la inmensa superficie cada vez más negra y oscura. Cerró los ojos, Tibón le miró intranquilo. No debían haberle llevado con ellos, pero Aster había insistido en que fuera así; se preocupaba de un modo especial por aquel hombre, apreciaba al montañés, como a alguien a quien debía su regreso a Ongar; quería su curación, y parecía seguro que en Albión había alguien que podía sanar a los heridos.

Tibón le miró; el príncipe de Albión encabezaba la empresa en una barcaza más grande, casi un barco. De pie en la popa de la nao, parecía seguro del éxito de aquella empresa, que podría considerarse descabellada: el asalto a una ciudad inexpugnable desde un grupo de barcazas fruto del desguace de barcos naufragados. En el negro cabello del príncipe de Albión brillaba la luna.

Acercándose a la costa, el pequeño ejército de montañeses parecía un conjunto de troncos. A un gesto de su capitán las barcazas se dividieron yendo unas por el río y otras por el mar; rodearon Albión. Los hombres se agacharon dentro. En la fortaleza se oyeron gritos. Desde las torres una voz preguntaba por quién se acercaba a la muralla, pero no podían adivinar el número y la cantidad. Desde las embarcaciones ya debajo del dique, los hombres oían las voces de la torre:

—¿Quién va? —decía uno de los vigías.

El otro miraba hacia el mar y no veía más que bultos negros flotando sobre el océano.

—Pues quién va a ir… Son troncos flotando. ¿No lo ves, Trujimo?

—Pero… ¿tantos?

—Seguro que los hombres de Ségilo tuvieron buen botín hace días, que el dios Lug les parta pronto en dos.

Los guardias desde las troneras lanzaron una yesca encendida en dirección a los troncos que, afortunadamente, no tocó ninguna de las barcas.

De pronto, los soldados de la muralla oyeron trompetas y ruido de cuernos al sudeste de la muralla.

—¿Qué ocurre?

—No sé. Ayer atacaron a la guardia de la zona sur, a lo mejor están atacando de nuevo.

—¿Vamos hacia allí?

—El capitán nos ha dicho que no descuidemos la muralla.

Los vigías se alejaron siguiendo la ronda, encaminándose hacia el lugar de la muralla de donde provenía el ruido. Mientras tanto abajo en la muralla, los hombres de Aster alcanzaban el dique y se encaramaban a las rocas. De pronto se oyó un susurro sordo, un grito, y el paseo de los guardias cesó.

XIV.
La cueva de Hedeko

En la muralla, Fusco, Lesso y las dos mujeres retrocedieron hacia las ramas que colgaban de las paredes intentando buscar cobijo. No les sirvió de nada, los soldados de la guardia los vieron y se dirigieron hacia ellos:

—¡Alto! ¿Quién va?

Fusco desenvainó la espada, que brilló de modo amenazador bajo la luna creciente. Al verla, se llenó de valor, era un arma temible, ligera pero de gran tamaño, el de Arán pensó que el hombre del túnel debía de haber sido un guerrero poderoso. Lesso, por su parte, sacó un puñal de su cintura y se dispuso a combatir. Estaban rodeados por cuatro hombres armados y era muy posible que hubiesen llamado a la guardia. El que llevaba el mando se lanzó hacia la gran espada y atacó a Fusco; éste hubo de retroceder ante los golpes del otro. Fusco y Lesso fueron acorralados contra la pared por los cuatro hombres. Dos de los soldados atacaban a Lesso. Las mujeres comenzaron a tirar piedras pero poco más podían hacer. Después, Verecunda dejó las piedras y se lanzó contra los soldados de la guardia de Lubbo, era una mujer muy fuerte y de sus músculos se desprendían golpes a diestro y siniestro, cogió por detrás a uno de los que atacaban a Lesso y le agarró por el cuello; el hombre soltó el arma y asió las dos manos que le estrangulaban, pero Verecunda no cedía y el hombre cayó al suelo sin sentido. En medio de la refriega, viendo que no cabía esperanza si alguien no les ayudaba, Uma huyó a buscar ayuda, se introdujo por una callejuela, se dirigió a una pequeña casa de barro y llamó. Le abrió un hombre de mediana edad, que la reconoció enseguida, y le pasó el brazo sobre el hombro. Ella le habló deprisa y el individuo llamó a otros en su casa.

Junto a la muralla, Fusco y Lesso se defendían con rabia. De pronto al otro lado del portillo se oyeron de nuevo voces, pedían que les abriesen porque subía la marea, Lesso reconoció la voz de Tilego y de sus hombres; pensó que si no eran capaces de abrir el portillo, los hombres de Tilego se quedarían allí atrapados por la pleamar.

Dos de los hombres atacaban a Fusco, pero él se defendía bien, parecía que su espada tenía vida propia. Lesso lo pasaba peor, era pequeño y su cuchillo no daba de sí. Su único enemigo le había desarmado con un golpe de mandoble, y se disponía a ensartarle con la espada cuando como por ensalmo aparecieron cuatro hombres con Uma. Vestían la ropa de los habitantes del castro de Albión: túnica corta castaña con capa de color oscuro y botas altas de cuero. Algo en ellos revelaba un espíritu militar, pero no eran soldados. Dos de ellos liberaron a Lesso y abatieron a su atacante. Los otros se dirigieron a ayudar a Fusco. Los dos hombres, aunque no tenían espadas, eran fuertes y manejaban cuchillos de gran tamaño, pudieron desarmar a los soldados de la guardia; uno de los guardias fue muerto, el otro, gravemente herido.

Fuera, tras la muralla, se oía el fragor del mar, ascendiendo. Lesso señaló la puerta, y entre todos lograron descerrajarla; por ella entraron los hombres de Tilego, a quienes comenzaba a cubrir la marea. Entonces, Tilego descubrió a uno de los hombres que les había ayudado y le abrazó, después se separó de él rápidamente. Verecunda miró hacia los que entraban y entre ellos divisó a un hombre de gran altura. Palideció. Él, al verla, la estrechó con fuerza. Los dos esposos no eran capaces de separarse, permanecían ajenos a los hombres caídos y a la lluvia que en aquel momento manaba mansamente del cielo.

Entonces Tilego dijo:

—Dejémonos de bienvenidas. Es peligroso estar aquí.

—Sí —dijo Fusco—, la guardia puede volver enseguida.

—¿Qué hacemos con estos hombres?

—Los cadáveres —dijo Tilego— los echaremos al otro lado de la muralla, la marea se los llevará. Los otros convendría matarlos. ¿Tú qué opinas? ¿Abato?

—Lejos de ti matar al prisionero —dijo el hombre bruscamente—, no se nos ha dado poder para quitar la vida si no es en la propia defensa.

La expresión del denominado Abato era dura y dolorida, pero bajo la rigidez de su cara se escondía una rica humanidad. Después prosiguió:

—Les llevaremos a la cueva de Hedeko.

Tilego se mostró de acuerdo con Abato.

—Tenemos poco tiempo, el cambio de guardia es al amanecer. Entonces descubrirán que faltan estos hombres y darán la alarma general.

—No te preocupes, Tilego, aún falta tiempo para eso —dijo Abato—. Esos perros tardarán en darse cuenta.

Después señaló el cielo:

—Las nubes y la lluvia nos protegen. La noche se ha tornado bien oscura para poder encontrar a nadie.

—Durante el descenso —y Tilego señaló el acantilado— la diosa luna nos acompañó. Pero ahora las nubes la han tapado. Alguna deidad de las tuyas nos protege.

Abato no le contestó, pero Lesso notó que al hablar de los dioses antiguos Abato se sentía incómodo, de modo que comenzó a caminar y mientras se alejaba Lesso pudo oír:

—Después de todo lo que pasó, no sé cómo te atreves a hablar de los dioses.

La piel de Tilego se volvió cenicienta y lívida, el dolor que tantas veces cruzaba su rostro volvió a él; Abato, sin embargo, aunque caminaba deprisa, se mostraba sereno y en paz.

La noche, ahora sin luna, era oscura como la boca de un lobo. En la muralla norte se divisaban las luces de la guardia.

En aquel momento, oyeron el sonido de los cuernos y trompas de la guardia.

—Nos han descubierto —dijo Abato—, ¡corred!

Él mismo comenzó a caminar más rápido en el dédalo de callejuelas de Albión. Empujaban a los prisioneros delante de sí, amenazándoles con cuchillos; sin embargo, éstos tardaban en avanzar. Todos corrían sin darse respiro pero las mujeres y los prisioneros se iban quedando rezagados. Abato les esperó mientras les hacía una señal para que avanzasen más deprisa.

Llegaron a una calleja estrecha, no tenía salida porque acababa en la valla de un corral.

—¡No hay salida! —dijo Fusco.

—Sí, sí que la hay —le contestó Abato.

Saltaron uno tras otro la valla de lo que parecía un corral de animales; al fondo se situaba un establo techado y cerca de la pared un abrevadero para animales. Abato y su compañero cogieron el abrevadero vacío de piedra y lo movieron con gran esfuerzo. Debajo se abría una oquedad alargada que dejaba ver un túnel y una rampa en la roca. Abato y uno de los hombres bajaron por allí. Los otros dos esperaron a que Tilego, Fusco y Lesso con el resto descendiesen y tras su paso volvieron a cerrar la entrada al pasadizo.

Al penetrar allí, Lesso notó de nuevo el olor a mar y quizás a podredumbre que había percibido en el túnel de la costa. Caminaba deprisa entre Tilego y Abato; los dos hombres, mucho más altos que él, hablaban entre sí.

—Os esperábamos hace días.

—No sabíamos cómo entrar, la guardia estaba reforzada y todas las entradas subterráneas cerradas —dijo Tilego—. Aster pensó que estos muchachos quizá podrían abrir el túnel del mar. Y lo han conseguido.

—¡El túnel del mar! Estaba cerrado desde los días de la huida de Aster y Tibón. Hubo un derrumbe, allí murió Uxentio.

—Será el hombre que encontramos en un derrumbamiento. Vimos sus restos —dijo Lesso— y Fusco lleva su espada.

—¿Una espada? Déjame ver.

Fusco desenvainó el arma. Abato se detuvo a examinarla admirado por el hallazgo; después habló con emoción.

—Es la espada de Nicer.

—¿Nicer?

—Uxentio era el escudero de Nicer, guardaba la antigua espada de los príncipes de Albión y entró para rescatar a Aster. En la huida se sacrificó por su señor, derrumbó la entrada al túnel para evitar que los hombres de Lubbo apresaran a Aster y murió allí. Todos pensábamos que la espada se habría perdido.

Fusco se sintió defraudado, creía que la espada era ya de su propiedad, nunca se le hubiera ocurrido que pudiera tener otro dueño.

Las antorchas iluminaban la piedra mojada, Fusco percibió que aquel lugar era conocido, de hecho le parecía haber estado allí alguna vez. De pronto, se dio cuenta de que el túnel subterráneo por donde habían entrado ellos comunicaba con el lugar que estaban recorriendo. Llegaron a un lugar en el que el camino torcía hacia la derecha pero, de frente, una piedra grande tapaba la roca y parecía impedir el paso. El compañero de Abato hizo una maniobra de palanca y la piedra se desplazó.

Abato se dirigió a las mujeres.

—No debéis seguir con nosotros, si descubren que falláis, habrá problemas para vosotras y para todos. Por este túnel se llega al almacén de la casa de las mujeres, desde allí llegaréis a vuestras habitaciones sin dificultad. Es crucial que no os descubran.

Verecunda se despidió de Goderico con un gesto, en sus ojos había lágrimas de alegría y esperanza. Proporcionaron a las mujeres una antorcha y siguieron su camino alejándose de ellas.

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