—No llores, niña.
Miré la caja rota y mis lágrimas mojaron su interior.
—Lo único que tenía de mi madre. No sé quién soy. Y nunca le podré decir a él quién soy.
Callé, asustada por mis propias palabras, él era Aster. No debía hablar con nadie del herido que encontré en el bosque. Marforia respondió en ese tono de burla tan característico suyo:
—Así que hay un «él».
Enrojecí.
—Pues ese «él» —prosiguió ella— debería saber que no hay nada vergonzoso en tu pasado.
Intenté que Marforia me revelase algo de ese pasado mío que tanto me intrigaba, pero ella de nuevo se transformó en la mujer huraña de siempre. Después, entre las dos, comenzamos a limpiar y ordenar el caos. Amontonamos fuera los cacharros rotos y barrimos el suelo lleno de hollín del fogón. Yo no me encontraba bien y seguía a Marforia como si flotase en una nube. Encontró un cántaro íntegro, sin romper, y fue a por agua. Detrás de la casa, en el gallinero, donde las aves habían volado, descubrí un huevo y Marforia lo coció con verdura. Comenzó a oscurecer y tomamos el potaje, luego subimos en silencio al desván a acostarnos. No hacía frío pero Marforia me cubrió afectuosamente con una manta. No pude dormir, oía las ratas entre las sacas de cebada y bellotas; del techo se colaban entre las tablas los rayos de luz de la luna llena.
En la madrugada cantó un gallo. Desperté intranquila, la congoja henchía mi corazón. En mis sueños había visto a Aster y a mi madre. El fin de lo conocido estaba llegando, y la tristeza me oprimió el pecho, después perdí el sentido en un sueño inquieto en el que vi el castro de Arán ardiendo, destruido. Tal y como está ahora.
Desperté cuando el sol se alzaba en el horizonte. Marforia trajinaba en el fogón. La manta con la que ella me había cubierto estaba a un lado, seguramente por la noche yo la había apartado por el calor. Me incorporé pensando en Aster y bajé por las escaleras, Marforia me saludó con un gesto y me indicó un tazón de leche de oveja:
—La he ordeñado esta mañana.
Yo le sonreí mientras bebía la leche tibia. No hablamos, pues estábamos todavía con la impresión de lo ocurrido la tarde anterior. Después tomé el cántaro y metí unas tortas y manzanas.
—Ten cuidado, niña, sé que ocultas a un hombre en el bosque. Si es el que busca Lubbo, destruirán el poblado y mucha gente va a morir. Lubbo no tiene respeto a nada.
—Le cuido porque me lo encomendó Enol.
—Mientras dormías he estado en el pueblo; los hombres de Lubbo se han ido, pero han amenazado con volver y si no aparece el hombre y la copa arrasarán el poblado casa por casa. Ya sabes que cumplen sus amenazas.
—La copa la tiene Enol y el huido sólo es responsabilidad mía.
—He visto al tejedor que fue hacia Albión a comprar género, me dijo que vio a Enol cruzando el Esva camino hacia aquí, es posible que vuelva hoy.
—Si Enol vuelve, dile que he ido adonde él sabe, en el bosque.
Salí deprisa de la cabaña, y Marforia me siguió hasta la cerca. Vi su rostro preocupado pero no pensé en ella sino en mi herido. Deseaba volverle a ver con ansiedad. El bosque estaba más callado que otras veces, o quizá mis pensamientos no me permitían oír los ruidos externos, abismada en mi interior. Aster debía irse y debía hacerlo cuanto antes, su vida y la de todos corrían peligro.
Al acercarme al refugio saltó
Lone
. Después vi la figura de Aster surgiendo de la cueva, muy alto, muy serio. Me sentí intimidada ante su presencia, para mí no era ya un evadido de Albión, sino el príncipe de nuestras gentes. Le ofrecí lo que portaba en el cántaro, y balbucí:
—Sé… sé… quién eres… —lentamente pronuncié su nombre y su estirpe—, Aster, hijo de Nicer, príncipe de los albiones. ¿Por qué no me dijiste nada?
Él repitió lo que un tiempo atrás me había dicho:
—Hay cosas que no deben conocerse…
Le miré, y le vi nimbado por la luz del sol colándose entre los árboles, sentí su fuerza. De modo repentino me eché a llorar:
—Ha venido un hombre de Lubbo. Te buscan a ti, y quieren la copa de Enol, debes huir. Han destruido todo en mi casa y Enol no está, y yo estoy sola, sola con Marforia y no sé quién soy…
Bajé la cara empapada en lágrimas, y noté su mano sobre mi pelo. Oí su voz amable, que hablaba como si consolase a un niño pequeño:
—¡Eh! Niña de los bosques, no debes llorar.
Caí sentada en el suelo, y él se situó inclinado a mi lado; después preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
—Ayer llegó un hombre de Albión, y convocó a todos los del poblado, quiere un nuevo tributo y te buscan a ti.
—¿Quién es el hombre de Albión?
—Dice llamarse Ogila.
—Sé quién es.
Levanté la cabeza y noté que al oír aquel nombre, el odio afloraba a los ojos antes tranquilos de Aster. Proseguí:
—Registró toda la cabaña, y destruyó algunos pergaminos, buscando la copa de Enol.
—Sí, pude ver esa copa cuando me curasteis. ¿La ha encontrado?
—No. Cuando Enol se ausenta largamente la lleva siempre consigo. ¿Conoces la historia de la copa?
—Esa copa es muy importante —contestó Aster—. Sé que Lubbo la busca desde hace años. No puedo asegurarlo, pero quizá podría adivinar la historia que ha conducido a que el que tú llamas Enol posea la copa.
Aster comenzó a hablar y narró una antigua historia, en la que aquella copa era una parte importante.
—Hace mucho tiempo, antes de los abuelos de mis abuelos, los hombres de las islas llegaron a estas costas. Huían de la crueldad del norte, los ritos inhumanos. Aquellos hombres, bretones o celtas les llamáis, se unieron a las mujeres de las montañas en la desembocadura del Eo y formaron un nuevo linaje: se llamaron los albiones, porque los hombres provenían de la isla de Albión. El jefe de aquellos hombres tenía por nombre Astur o Aster, tal y como yo me llamo, y contrajo matrimonio con Ilbete, la reina de estas tierras. Los hombres de Albión no eran muy distintos de las gentes de las montañas astures y cántabras porque todos los pueblos atlánticos somos hermanos. Desde entonces, los albiones siempre han tenido un jefe natural, elegido entre los hombres de mi estirpe y descendientes de aquel primer Aster o Astur y de Ilbete. Aquel primer Aster trajo consigo un adivino-sanador —un druida le llamarían en el norte— que fundó en Albión un linaje de magos y hechiceros. Antes de que yo naciera, en la familia del druida nacieron dos hijos, el mayor se llamaba Alvio y el menor es este Lubbo a quien conoces. Alvio, al ser el mayor, heredaría los poderes, pero los dos fueron desde niños adivinos y sanadores. Al nacer, su padre entró en trance y tuvo una visión profética: uno de sus hijos encontraría la copa de poder perdida años atrás cuando los druidas fueron vencidos por Roma. Lubbo y Alvio crecieron y ambos amaban los conocimientos ocultos, pero eran distintos: Lubbo envidiaba a Alvio, que poseía un talento natural para adivinar el porvenir y para curar. Alvio no sentía rivalidad frente a su hermano. El padre de ambos quería que llegasen a ser sabios y poderosos, y los envió a las islas del norte, a aprender la sabiduría inmemorial de los videntes, invitándoles a buscar la antigua copa céltica para devolver el esplendor a la familia.
Aster narraba la historia como si fuera un bardo, y yo me hundía en sus palabras.
—Pasaron muchas lunas, el padre de ambos murió y su historia y la de la copa sagrada se convirtió para nosotros en leyenda. Pero un día, cuando todos los dábamos por muertos, regresó Lubbo. Dijo que su hermano Alvio se había perdido. Lo acogimos en Albión como el druida que durante años esperábamos. Siempre fue un hombre extraño, pero a su regreso tenía la faz deformada, muy atormentado por el pasado. Mi padre descubrió que practicaba la magia negra. En los días de la llegada de Lubbo, desapareció la hermosa mujer de uno de los hombres de Albión y se encontró su cadáver muerto por un rito macabro. Mi padre sospechó de Lubbo, aunque no pudo demostrarse nada, y le expulsó de Albión. Años más tarde volvió Alvio, traía una copa con él y dicen que a una niña; mi padre no quiso que se estableciese en Albión, veía algo raro en él, pero le permitió asentarse en las montañas. Nunca se conoció bien el lugar donde Alvio se había establecido. Diez años más tarde Lubbo volvía con los suevos, se vengó de mi padre y conquistó Albión.
Su tono cambió y sus palabras cesaron. Entendí que no quería recordar su pasado, doloroso y lejano.
—¿Crees que Enol es Alvio y que su copa es la antigua copa de los bretones? —pregunté.
—No lo sé, tú la has visto, hija de druida, yo casi no pude verla. Mi padre llegó a examinar la copa de Alvio, decía que era muy antigua, de base curva y con remaches con arandelas en forma de rombo, tenía unos caracteres druídicos grabados. Es una copa de poder. Se dice que el que la posea podrá curar todas las enfermedades y, a través de ella, encontrar la sabiduría.
Callamos. El verano tocaba a su fin, la temperatura era suave. Me olvidé por un instante de las amenazas que se cernían sobre nosotros y pensé en los tiempos pasados, en la vida de Alvio y de Lubbo, en los hombres de las islas, en la raza de los albiones a la que yo no pertenecía.
—Ya no lloras —dijo él.
—Contigo es difícil llorar —contesté ingenuamente—, lloraba porque tenía miedo y porque me duele no saber quién soy, ni quién es mi padre, pero a tu lado me siento calmada. No sé el porqué.
Le sonreí y noté que él, de algún modo, se emocionaba. Yo, sentada aún en el suelo, le observaba con admiración, habría hecho cualquier cosa por él. Me ayudó a levantarme.
Lone
comenzó a dar vueltas alrededor de nosotros alegremente, pero de pronto se detuvo y comenzó a correr hacia el bosque.
—¿Qué habrá encontrado? —dijo Aster, mientras suavemente me retenía junto a sí.
—No sé —dije yo—. Algún animal de monte.
Se oyó ruido entre los árboles. En el bosque junto a
Lone
, apareció Enol, se veía su cara muy fatigada. Avergonzada me liberé del suave abrazó de Aster, y me lancé hacia Enol, quien me acogió apretándome fuertemente contra él.
—¡Oh! Enol, estaba asustada, creí que no volverías. Ayer llegaron los hombres de Lubbo y destruyeron los manuscritos y destrozaron la casa.
—Lo sé. He visto a Marforia, sé lo que buscaban pero afortunadamente está a salvo.
Se volvió a Aster.
—Tus heridas están mejor. Debes irte.
Aster asintió.
—Pero ¿cómo?
Enol silbó y en el bosque se oyó el ruido de un caballo que avanzaba lentamente entre la maleza. Después aparecieron Fusco y Lesso, tirando de un enorme caballo asturcón en el que montaba un hombre joven, de corta talla: Tassio.
—Los encontré camino de aquí después de cruzar el Esva y me hablaron de que corrías peligro en la aldea.
La cara de Aster se llenó de alegría, y mientras Tassio desmontaba, ambos se estrecharon dándose palmas mutuamente en la espalda como dos hombres jóvenes que no se ven desde hace tiempo.
—¡Tassio! Pocas veces me he sentido tan contento al ver a alguien.
—Te creí muerto —oí decir a Tassio.
—Ya sabes que no es tan fácil acabar conmigo.
—En Ongar comenzó a correr ese rumor, pero el ermitaño tuvo una visión de que estabas vivo. Al ver tu tésera me volví loco de alegría.
Me sentí al margen de aquella camaradería masculina.
Enol habló:
—Debéis iros de aquí cuanto antes. Los hombres de Ogila volverán y si te encuentran todos estaremos en peligro.
Tassio ayudó a Aster a subir al gran caballo de color melaza y de patas blancas, que relinchó al sentir su peso. Aster, todavía dolorido, se inclinó hacia el cuello del bruto. Tassio tiró de las riendas. Vi a Fusco y a Lesso seguirles.
—¿Os vais? —les dije.
—Sí. Dile a mi padre que me voy con Tassio. ¡Pero a nadie más!
—¿Adónde vais?
—A Ongar, donde las montañas de Vindión son más altas y nadie puede llegar.
Los vi alejarse por un estrecho sendero en el bosque. Apartándome de Enol corrí tras Aster, él acarició mi cabeza. Le miré expectante.
—Te esperaré —dije en voz baja.
—Algún día, cuando vuelva la rutina que tanto te disgusta, nos encontraremos.
Acarició mi cara, y recogió una lágrima que me caía sobre las mejillas, la besó. Luego se alejaron y Enol me retuvo a su lado. Su expresión era extraña. Limpiamos cualquier rastro de que alguien hubiera permanecido allí e hicimos una hoguera en un lugar apartado. Después Enol se despidió de mí.
—¿Cuándo te volveré a ver?
—Pronto tendrás noticias. Te enviaré a
Lone
y deberás seguirle.
Enol le hizo un gesto a
Lone
, que le siguió mansamente. Me quedé sola en el bosque. Sin Aster todo parecía vacío. Lentamente emprendí el camino de vuelta al poblado.
Pasado el tiempo supe que Aster, Fusco, Tassio y Lesso caminaron sin detenerse día y noche hacia las montañas siempre nevadas de Ongar.
Seguimos el curso de un río. Las aguas turbulentas por las últimas lluvias saltan entre las rocas. La naturaleza llora humedad. Escucho el rumor de las aves marinas y tras una vuelta del camino se abre el mar inmenso, azul oscuro, inabarcable. El dios de las aguas me saluda con un rugido. En el océano, lleno de brumas, desemboca el caudal tumultuoso de un río. La comitiva se va acercando a la costa y se detiene en el acantilado. Los hombres se alegran cuando divisan a lo lejos, rodeada por un despeñadero, la silueta de Albión. La costa es rocosa, con peñascos de color azabache que se zambullen en el mar, con playas de arena blanca que se extienden por delante del negro acantilado; desde allí, los pies de un inmenso gigante de piedra se sumergen en el mar.
Ante la luz que lo inunda todo, fuera del bosque umbrío, siento que voy a entrar en trance, intuyo que ya he estado aquí, siglos atrás, mucho antes de que Albión existiese. Comienzo a ver la luz blanca que me traerá a Enol en una visión. Miro a lo lejos, al mar, respiro hondo y la serenidad vuelve a mí.
Despacio, al doblar el estrecho sendero que discurre a lo largo de la costa, la algarabía de las gaviotas y los cormoranes nos rodea. La silueta de Albión se oculta, pero adivino cada vez más cerca el castro, la ciudadela en el delta del río. Seguimos nuestro camino y, más adelante, desde la altura del acantilado comienzo a divisar algunas casas redondeadas, o cuadradas. En el centro, una edificación más elevada, con altos muros de piedra. Es la antigua fortaleza de los príncipes de Albión, ahora morada de Lubbo. Alrededor de ella, las casas, mucho más grandes que las del castro de Arán, se distribuyen desordenadamente. En el lado opuesto al acantilado hay una construcción extraña, cuadrada y rodeada de un antemuro bajo que no puedo identificar; quizá sea el templo del que tanto se habló en Arán, días atrás, el templo que Lubbo edificó a un dios cruel. Todo el poblado se rodea de varios fosos llenos de agua del río. Un humo blanco sale de las casas y el viento describe curvas irregulares con las humaredas que salen de los hogares.