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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (11 page)

BOOK: La reina sin nombre
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Pasado el tiempo comprendí a qué se refería al decir aquel «si puedes». Enol presentía el fin del castro de Arán.

—Me da miedo el bosque de noche.

—Debes vencer el temor. Nada te ocurrirá.
Lone
irá contigo.

—No quiero dejarte solo y herido. ¿Qué te han hecho?

—Hay gente que no me quiere bien. —Después prosiguió con dificultad—. Tú no eres de aquí, bien lo sabes, pero tu estirpe es alta. Vendrán del sur a por ti y deberás seguirlos. Entonces tras el hueco del manantial encontrarás tu pasado, todo lo que te pertenece, lo que yo nunca toqué. Allí, detrás de la fuente donde vas a esconder la copa de los druidas y los sortilegios. Allí, hay un tesoro que te pertenece por nacimiento.

—Por nacimiento. ¡Por favor, Enol! ¡Dime quién soy!

—Eres de la estirpe más alta que hay entre los godos. Pensé que había llegado el tiempo en que volverías, el rey que mató a tu padre ha muerto.

—¿Quién mató a mi padre?

—La muerte la ordenó el que fue rey de los godos. Debes saber su nombre: Teudis se llamaba. Hace dos primaveras Teudis fue asesinado y el sur comenzó a cambiar. Por eso he ido al sur durante estos meses, intentando que recuperes tu lugar. Pero el que ha seguido a Teudis es un hombre inhumano, lujurioso y amoral, y el que le ha seguido es aún peor, Agila, un tirano. Ahora los godos están en guerra… aún hay esperanza.

Entonces, con una enorme compasión, Enol prosiguió hablando lentamente.

—Vienen tiempos difíciles, sé que sufrirás mucho por causa de la copa.

Me acarició el pelo y con una voz de tristeza dijo:

—¿Cuánto daño te he hecho? ¿Cómo podré nunca repararlo?

Enol me instó a marchar y ya no habló más. Sentí que el druida desconfiaba de aquellas gentes que le habían acogido, quizá por un ancestral deber de hospitalidad. Al salir de la cabaña el hombre me miró con expresión torva. Sin
Lone
a mi lado, aquel hombre me habría atacado. Como la mayoría de los habitantes de los bosques de Vindión, aquel individuo respetaba a Enol porque le tenía miedo.

La noche era cerrada al salir de la cabaña.
Lone
, a mi lado, me empujaba de nuevo hacia delante, el lobo parecía saber adónde se dirigía y me guiaba. Yo notaba el peso de la copa bajo mi manto. Llegamos hasta una senda ancha que nos permitía avanzar más deprisa.

Entonces de frente en el camino me encontré a los guerreros suevos. Volvían pletóricos, una pequeña compañía de unos cinco hombres. Intentaron atraparme y me golpearon pero
Lone
los atacó. Al final huyeron del lobo, no sin antes haberle herido, por lo que quedó atrás. Tuve miedo de que encontraran la copa y proseguí yo sola, magullada y jadeante, mi camino hacia el castro de Arán, con una única idea: debía esconder la copa. En aquel tiempo —y muchas veces después— pensé en las palabras de Enol y en aquellos nombres: Teudis, Agila. No eran del todo extraños a mi memoria.

Cuando llegué al valle de Arán, la niebla se levantó y divisé el castro destruido e incendiado por los guerreros de Lubbo; las casas humeantes, la muralla semidestruida, todo bañado por la luz plateada de la luna. Me acerqué a la vieja cabaña de Enol aún ardiente y descendí por la colina hasta el manantial. Después, los hombres de Lubbo volvieron, me descubrieron junto al agua y me apresaron, pero yo ya había escondido la copa.

VII.
Albión

Atravesando varios patios contiguos al gran palacio, accedimos a las callejas del poblado, empedradas y húmedas. El ambiente rezumaba olor a mar y a salitre. A lo lejos escuché el bramido de la marejada, y mis oídos se llenaron de la sonoridad de las olas rompiendo contra la ensenada. Por encima del estruendo del mar, se escuchaba el sonido que salía de las gargantas de miles de gaviotas sobrevolando el poblado.

Custodiada por los soldados de Lubbo, atravesé el gran castro sobre el Eo. La ciudad se distribuía como Arán en estrechas callejas formadas por la construcción al azar de las casas, unas de piedra, otras de madera y adobe. Transitamos cerca de unas casas bajas de barro que eran la morada de los soldados y la servidumbre. Las mujeres molían en el umbral mirándome con curiosidad. Más adelante, unos niños sorprendidos nos observaron y siguieron el paso de los soldados, como jugando. El malestar después del trance hacía que mis pasos vacilaran. Los niños lanzaron exclamaciones que podrían ser insultos, posiblemente me llamaban borracha.

Alcanzamos un conjunto de viviendas con techo de madera y planta oval, como un pequeño enjambre, el lugar estaba rodeado de un alto muro a trozos derruido, pero que distinguía claramente del resto del poblado y no permitiría salir fácilmente de allí a sus ocupantes. Dentro se abría un enorme patio o corral al que comunicaban unas edificaciones pequeñas. En el centro, un pilón grande al que caían las aguas de las lluvias, en el que las mujeres lavaban. Nos paramos en el acceso a aquel lugar, que después supe que era llamado «la casa de las mujeres», y esperé que la guardia nos diese paso. Desde la entrada vi en el patio a niños de corta edad que jugaban en el barro y unos perros corriendo de un lado a otro.

En la puerta de una de las construcciones de piedra una anciana de rasgos hombrunos parecía trabajar distraídamente limpiando guisantes. Más allá, otras mujeres molían bellotas. Cuando llegaron los guardias, las habitantes me miraron con curiosidad, una de ellas dejó lo que estaba haciendo y se introdujo en el interior llamando a alguien. Hablaban mi misma lengua, la latina deformada por el acento de los albiones.

Salieron más mujeres. Una de ellas, mayor que las otras, parecía revestida de una dignidad especial. Su atuendo era una túnica larga, adornada con ajorcas de piedras, y un largo manto cerrado por una fíbula. Puso su mano sobre mi hombro y despidió a los guardias del palacio.

—Soy Ulge —dijo—, señora de la casa de las mujeres. ¿Cuál es tu nombre?

—No tengo nombre —contesté como dudando—. Me han llamado Jana porque me encontraron junto a una fuente y mi padre era un druida.

Ulge miró a la multitud que nos rodeaba, curiosa, y me indicó con un dedo sobre los labios que debía callar.

—Aquí, ninguna tenemos pasado, y Jana es un nombre como cualquier otro. Todas somos cautivas aquí, hasta yo que os dirijo, procedemos de muchos lugares y cada una lleva consigo su propia historia.

Me sentí confortada por aquella mujer de grandes y finas manos que se movían expresivas al hablar y de cabello níveo que brillaba al sol. Ella prosiguió diciendo:

—Ven, hija mía, necesitarás descansar y asearte.

Me hizo avanzar en el recinto; era un lugar alegre donde se cultivaban flores y los niños de corta edad jugaban, las gallinas y los perros corrían de un lado a otro. No había hombres allí.

Varías mujeres a las órdenes de la anciana, riendo y charloteando en un dialecto parecido al de Arán, en el que se mezclaban palabras suevas y latinas, me empujaron hacia una de las construcciones redondas. Dentro se cocía el agua y unas ventanas sin vidrios, entreabiertas, apenas dejaban pasar la luz. De allí pasé a una estancia redonda cubierta por ramas de parra entrecruzadas; a la sombra de ellas, un gran baño circular en el que entraba agua constantemente por un manantial que surgía de la pared. Se bajaba a él por escaleras talladas en la roca, y al meterme en el agua, con sorpresa descubrí que era tibia, un manantial caliente surgido de la roca. Semidesnuda, el agua tibia y agradable al tacto me cubrió. Me lavaron los cabellos con esencias olorosas. La suciedad me abandonó. Sólo dos doncellas jóvenes permanecieron dentro, vertían sobre mí cántaros de agua caliente. Cuando estuve limpia las dos mujeres me examinaron los dientes, me palparon el cuerpo, y acariciaron los largos cabellos ahora limpios del polvo y del ramaje del camino. Me vistieron con una túnica limpia de lana fina, cruzada por un cordón, y después me trenzaron el pelo.

Al finalizar el aseo, las mujeres de los baños me condujeron al exterior, a un gran patio entre las casas; el resto de las moradoras de aquel lugar miró con interés y una cierta admiración a la recién llegada. Limpia, con una túnica fina y el pelo trenzado me sentí descansada y con esperanza de que nada malo me fuese a ocurrir.

Salimos de nuevo al patio central y atravesando aquel espacio irregular entre las casas me condujeron al frente del recinto, a un lugar en donde una construcción de mayor tamaño lo dominaba todo. Los habitantes de la casa de las mujeres nos seguían y, de allí, al oír el murmullo de la gente, salió Ulge. Me hizo entrar en su casa para interrogarme.

—¿De dónde vienes?

—Vengo de la montaña, del castro de Arán; hace apenas una semana los soldados atacaron y destruyeron mi poblado.

—Aquí hay godas, cautivas de la región de los autrigones, mujeres de los leggones y los pésicos. También hay mujeres de poblados rebeldes, como debió de ser el tuyo. Nos protegemos unas a otras. No hables mucho de tu pasado. Todas somos iguales, porque todas hemos dejado algo atrás. Cada una tiene su función. ¿Sabes tejer?

—No, pero puedo aprender.

—Irás al recinto de las tejedoras y esta noche dormirás con Urna, Verecunda y Lera. Algún día bajarás a la costa y, si es necesario, ayudarás en la fortaleza de Lubbo.

Al oír aquel nombre, me asusté.

—¿Temes a Lubbo?

—Sí —musité.

Ella calló, me miró comprensiva y no quiso seguir hablando de aquello. Después llamó en voz alta:

—¡Vereca!

Por la puerta apareció una mujer muy alta, con pelo rizoso de color rojizo y aspecto un tanto hombruno.

—Conduce a Jana a vuestro aposento.

En silencio, Vereca me acompañó a través del conjunto de habitáculos en torno al patio central. Las casas se comunicaban directamente con la fortaleza, el palacio de Lubbo.

Accedimos a una de esas casas, un almacén en el que se amontonaban sacos de bellotas, castañas y manzanas. La mujer era muy callada. Extendió una estera sobre el suelo y me pasó una manta formada por las pieles de varios animales pequeños, para que me abrigase. Después ella se retiró.

Durante la noche me desperté varias veces, allí dormían otras mujeres, entre ellas, la que Ulge había llamado Vereca. Seguí dormitando. En mis sueños, Enol me habló y pude ver a Aster, pero un Aster diferente, galopaba hacia unas montañas de cumbres blancas, rodeado de muchos hombres, con él estaban Lesso y Fusco. Mis sueños enlazaban a menudo con el pasado, o el futuro, pero en aquella época mis visiones me comunicaron con Aster y pude saber así que sus heridas se habían curado; en mis visiones las gentes se congregaban alrededor de él y le seguían.

Desperté antes del alba, la luna y las luces de las antorchas en el exterior iluminaban un recinto estrecho y alargado. A lo lejos cantó un gallo. Junto a mí, en esteras en el suelo yacían otras tres mujeres. Pronto amaneció y pude contemplarlas. La mayor era Vereca, las otras dos eran jóvenes, quizá mayores que yo pero no pasaban la veintena, una de ellas de cabello muy oscuro, dormía apoyada sobre un brazo de piel dorada, el largo cabello le cubría la cara. La otra mujer dormía boca arriba, sin moverse, tenía unos rasgos muy puros y el cabello castaño largo y ondulado y su piel era de un blanco lechoso. Los ojos muy grandes y de largas pestañas permanecían cerrados y debían de ser hermosos, después comprobé que eran grises. Cantó de nuevo el gallo y la luz del sol se introdujo con más fuerza por las grietas de la puerta. Vereca se levantó primero.

—Vamos, vamos, arriba —dijo—. Hoy Lera y yo iremos a la fortaleza.

Lera miró a Vereca asustada, sus grandes ojos grises se llenaron de miedo, y la hermosa piel de su cara se ruborizó. La observé con comprensión, a mí también me hubiera asustado volver a la morada de Lubbo.

—Nos ha dicho Ulge que irás con Urna al telar.

Miré a Urna, era la mujer morena, que dormía con el cabello extendido sobre su cara. Al levantarse vi su rostro. Tenía unos rasgos muy pronunciados, una nariz muy grande, aguileña, con una cara cuadrada, los ojos grandes y rodeados por ojeras, que los hacían parecer profundos. El conjunto resultaba agradable aunque no era hermosa.

—Yo la acompañaré.

Recogimos las esteras y las pieles y las dejamos a un lado, después salimos hacia el telar por el camino, Urna no dejó de hablar.

—¿Cuándo has llegado?

Me gustó su forma de hablar, clara y directa.

—Ayer.

—Te acostumbrarás, aquí la vida no es dura aunque no podemos hacer siempre lo que queramos.

Atravesamos el espacio central, correteaban niños, gallinas, perros y algún cerdo y ovejas. Llegamos a una amplia cámara, encalada y limpia, donde varias mujeres hilaban y tejían. Al verme me rodearon.

—¿Eres la nueva?

—Sí, debo de serlo. —Sonreí tímidamente.

—¿Sabes tejer?

—No.

—Ayudarás a Urna a devanar la lana.

Me senté en un banco pequeño y Urna, frente a mí, me enseñó a hacer los mismos movimientos que ella. Sonreía a menudo y me sentí tranquila junto a ella. Las puertas del telar estaban abiertas, en el techo se entretejían ramajes que nos tapaban de la lluvia tan frecuente en aquellas tierras. Al fondo, el fuego del hogar calentaba el ambiente, y la luz entraba por las puertas muy abiertas. Todo me llenaba de curiosidad.

—Anoche, además de Verecunda en el lugar donde dormimos vi a otra mujer, me pareció muy hermosa.

—Es Lera, procede de Ongar, el lugar de los rebeldes, ya sabes. En un ataque de Lubbo fue capturada; allí las mujeres son hermosas, pero no lo son tanto como lo eres tú.

Yo enrojecí.

—Aquí las mujeres no tienen el pelo dorado, ni la piel tan clara. ¿De dónde procedes?

—Vengo de Arán, un poblado en las montañas.

—Eso no es posible. Allí la gente no es como tú.

—Sé que llegué allí de niña, procedente de otro lugar. Viví con un sanador, un druida, creí que era mi padre. Pero ahora no estoy segura. Y él ya no está.

—¿Ha muerto?

—No lo sé.

En mis visiones, en mis sueños, una y otra vez aparecía Enol, unas veces le veía vivo y otras muerto por un arma blanca, apuñalado, con un semblante similar al que recordaba cuando me despedí de él en la cabaña en los bosques. Pero mis visiones no tenían tiempo, podían ser del pasado o transcurrir en un tiempo futuro. Era difícil saber si mi visión sobre Enol era pretérita y él había muerto, o correspondía a un tiempo que aún no había llegado.

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