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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (14 page)

—¿Cómo conoces eso?

—En Ongar conocí a un hombre que trabajó en estas minas. Logró escapar y pudo llegar a las montañas. No vivió mucho después de aquello, pero sí lo suficiente para contar el horror que se padece.

Tassio quedó callado. Como Lesso, era hombre de pocas palabras, y no gustaba comentar los horrores de las minas; pero Fusco se impacientaba.

—¿Por qué estamos parados?

—Mira allí, Fusco. Aster está deliberando con los otros jefes de grupo.

—No estaban en Ongar. ¿Quiénes son? —preguntó.

—Los que cabalgan junto a Aster: Mehiar, Tibón y Tilego. Mehiar es el de pelo oscuro y más fuerte.

—No parece un albión.

—No, es un hombre de las montañas de Ongar. Guarda una relación muy directa con la familia de la madre de Aster, es un hombre de las tribus de las montañas. Haría cualquier cosa por Aster, lo acogió cuando llegó a la montaña, huido de Albión, es su tío. Los otros dos son albiones.

—Sí, se parecen a nosotros, el cabello castaño y los ojos más claros. Desde que hemos salido de Ongar no he visto pronunciar una palabra a Tilego. Siempre está callado y en su expresión solamente hay odio.

Tassio asintió, su hermano había captado lo que distinguía a Tilego de otros hombres.

—Años atrás Lubbo sacrificó a la prometida de Tilego, una de las más hermosas mujeres de Albión, para satisfacer a los dioses carniceros y asesinos a los que rinde culto. Ese crimen no se demostró pero Nicer expulsó a Lubbo de Albión por ello. Tilego nunca perdonó a Lubbo, siempre le acusó del sacrificio de su joven desposada. No habla, pero durante la noche en sueños grita y acusa a Lubbo de aquello. Lo que dices es cierto, Tilego es un hombre callado, en su interior sólo busca la venganza. Aster confía mucho en él porque es extremadamente meticuloso en todo lo que emprende.

—¿Y el otro?

—Es Tibón, un ser alegre, no lo ves desde aquí.

Miraron en aquella dirección y pudieron observar cómo aquel hombre moreno, llamado Tibón, musitaba algo en voz baja a Aster, este último sonreía y le indicaba que callase.

—Tibón es también un albión, huyó con él del gran castro sobre el Eo. Son como hermanos. Con hombres como Mehiar, Tibón y Tilego, Aster puede conquistar el mundo. Son valientes y nobles. Tienen la nobleza en la sangre… además de la que han ganado peleando.

Tassio calló repentinamente, le brillaban los ojos, admiraba a sus señores. Estaban en lo alto de la montaña y se oía incesante el repiqueteo de palas, picos y azadas. De repente todo cesó y un silencio hosco y extraño cruzó el valle, un silencio en el que hasta los insectos y pájaros del lugar guardaron un mutismo quedo; de repente, con un estallido atronador, la montaña frente a ellos vibró y se desplomó. Un gran grupo de rocas cayó ante ellos, con un estruendo ensordecedor, entremezclado con los relinchos de caballos, los gritos de los hombres y la caída del agua. Se había soltado el dique y los túneles, horadados desde tiempo atrás, habían estallado por la presión del agua. Un alud de piedra, cieno y polvo llenó el valle. El sol de aquel día de otoño se oscureció. Después cesó lentamente el estruendo y los ruidos de los bosques reaparecieron. Se oyeron los gritos de los capataces golpeando a los esclavos de las minas, y sus quejidos lastimeros. Los siervos de la mina se dirigieron al alud a buscar oro.

Aquel oro por el que los cántabros y astures habían sido sometidos por los romanos y por otros pueblos era de nuevo motivo de sufrimiento para los montañeses. Para los hombres de Ongar, la conquista de Montefurado respondía a sus deseos de justicia, el oro de Montefurado era un símbolo de los pueblos astures y al mismo tiempo lo que mantenía el poder de Lubbo.

Aster detuvo la cabalgada y les indicó que se guareciesen tras los árboles. Los caballos piafaron y su capitán les hizo callar. Esperaron y pronto vieron avanzar a un hombre de corta estatura, semidesnudo y vestido apenas con los harapos de un esclavo de las minas. Aster desmontó de su caballo y se dirigió en silencio hacia él. El hombre se abrazó a las piernas del príncipe de Albión. Lesso vio cómo el hombre hablaba con Aster, primero en tono lastimero, abrazado aún a sus rodillas, después Aster le levantó y el hombre habló en un tono más alto y suplicando ayuda. El príncipe de Albión asentía pero le solicitaba algo en tono imperativo, el otro afirmaba y juraba. Aster le señaló a Mehiar, y el hombre le hizo un saludo respetuoso, después Mehiar desmontó y caminando con paso firme se dirigió a los hombres de Arán.

—Venid conmigo. A ver, Tassio, Lesso, Fusco, los hombres de a pie. Vosotros, también.

Ellos se situaron tras él.

—Si alguno tiene miedo que vuelva atrás, pero que nunca más regrese al campamento. ¡Los que no tengan miedo…! ¡Adelante, conmigo!

Siguieron a Mehiar y dejaron atrás a los hombres a caballo.

—¡Ni un ruido! —susurró Mehiar.

La bajada era empinada y los hombres debían arrastrarse al caminar, resbalando por la pendiente. El siervo de las minas miraba asustado alrededor cada vez que alguien hacía crujir una hoja, o tropezaba y provocaba un sonido. Al fin, divisaron el campamento de esclavos. Lo vigilaban varios soldados suevos. El hombre se sentó frente al campamento con una expresión de dolor cruzándole el semblante. Mehiar no tenía paciencia, el otro le tranquilizó diciéndole que esperase. De pronto crujió el monte con mucha más intensidad que antes.

—Se lo dije —sollozó el esclavo—, era peligroso, el monte está cayendo y sepultará a muchos de los cautivos, pero no les importa.

Se oyeron gritos y un gran desorden surgió del lado de la mina, sobre el campamento de Montefurado. Los vigías asustados abandonaron sus puestos y el esclavo que acompañaba a los hombres de Mehiar hizo una señal para que avanzasen. Anochecía y la luna de otoño brillaba sobre los árboles.

Se introdujeron sigilosamente en los barracones de los siervos; allí yacían heridos de desprendimientos anteriores, y un gran desorden lo dominaba todo. El lugar olía a excrementos, a húmedo y a cerrado. Algunos enfermos se hacinaban en los camastros. Mehiar ordenó a sus hombres que se cambiasen de ropa con los atavíos de los esclavos. Lesso y Fusco se sentían pequeños y perdidos entre tanto hombre adulto. Mehiar les explicó el plan; era peligroso: debían introducirse por los túneles de la montaña, el esclavo les guiaría.

Lesso y Fusco se miraron un tanto inquietos, no llevaban más de dos meses con los hombres de Ongar, para ellos todo había sido nuevo y ahora se hallaban desconcertados, estaban asustados. La ropa que se habían puesto despedía un hedor nauseabundo, uno de los hombres que acompañaba a Mehiar les había dado un pico y una pala. No entendían para qué. ¡Si al menos Tassio estuviese con ellos! Sin su hermano, Lesso se sentía perdido, pequeño entre tantos hombres aguerridos. Por suerte, Fusco estaba con él.

—¿Dónde ha ido Tassio? —susurró Fusco a Lesso.

—No lo sé —contestó Fusco en el mismo tono—, pero quizás ha ido a la zona de la montaña donde están algunos de los siervos de Montefurado apresados por rebeldía, deben liberarlos.

—Y nosotros ¿adónde vamos?

Lesso no contestó, miró su pico con cara de resignación.

—A los túneles, a cavar.

—¿A cavar?

—Sí, eso han dicho… ¿No les has oído?

Fusco mostró su fastidio, y le contestó:

—¿Sabes, Lesso? Cuando nos fuimos con Aster, aquel día en el bosque, al verle… pensé en una vida de luchas con espadas, de vencer a enemigos enormes. Y ahora aquí estamos, con un pico y una pala, haciendo agujeros en la montaña.

Lesso permaneció en silencio. No eran más de cinco hombres, y estaba claro que no les habían seleccionado por su alta talla. Fusco y Lesso, adolescentes aún, eran muy bajos, y los otros tres hombres que les acompañaban no alcanzaban la alzada de un caballo. Circulaban por detrás de los establos, pegados a la pared, en dirección a la entrada a los túneles. Oyeron a los hombres de la guardia, que caminaban con paso recio y rítmico. Los de Ongar se pegaron a la pared. El aire de la madrugada soplaba fresco y aliviaba el mal olor que, como una mordaza, les había saturado en el interior del almacén de esclavos. Arrastrándose, llegaron a la boca de uno de los túneles que conducían a las excavaciones en la montaña. El esclavo les hizo una seña. Aquella entrada estaba descuidada, crecían matojos y zarzas. Uno de los hombres, a una indicación del guía, cortó los matojos con un cuchillo. Reptando, se introdujeron en la cueva y ya en el interior alguien encendió una tea. Avanzaron unos tras otros, muy despacio y semiagachados por la poca altura del túnel. Fusco le susurró a Lesso:

—Me dan miedo los lugares cerrados.

—No lo pienses… —dijo Lesso, casi sin poder articular las palabras por la angustia que le producía el pasadizo.

Siguieron avanzando con cuidado, el túnel se elevaba ahora ante ellos. Penetraron en una cueva muy amplia labrada años atrás por las manos de los hombres. De la sala central partían varios túneles y, en alguno de ellos, se podía vislumbrar luz a lo lejos. Entre los hombres de Ongar, el silencio se hizo sepulcral, Fusco y Lesso no se atrevían a respirar apenas. El guía los condujo por un pasillo lateral y al final de aquel túnel encontraron una pared; debían remover la tierra; se distribuyeron en distintos grupos. Fusco y Lesso cavarían en el túnel en dirección perpendicular adonde se encontraban, otros dos hombres perforarían el túnel en dirección contraria a los de Arán, los dos restantes horadarían la montaña de frente. Nadie hablaba. Con señas indicaron a cada uno lo que tenía que hacer. Fusco y Lesso comenzaron a remover tierra. De vez en cuando se acercaba el capataz y les iba dando instrucciones. Aquel hombre conocía la montaña, era capaz de adivinar lo que existía detrás de cada veta de mineral.

Cavaron un tiempo indeterminado que a los jóvenes de Arán les pareció eterno. Lesso comprobó que debían ser muchos los hombres de la mina implicados en aquel asalto. Los esclavos que les llevaban agua y comida no eran siempre los mismos. En la oscuridad vislumbraba escasamente sus rostros. Después de muchas horas todo paró en la mina. Fuera se había hecho de noche, y era preciso descansar, además los picos y palas de las otras galerías habían detenido su marcha. Si hubiesen seguido cavando el ruido se habría detectado desde el exterior.

Fusco se acostó al lado de Lesso; no podía dormir, entonces hablaron:

—Ayer oí rumores. Los cuados destruyeron Arán —dijo Lesso.

—Lo sé.

—¿Y no me has dicho nada? —Lesso se enfadó—. ¿Qué sabes de mi padre?

—Destruyeron todo, los que no habían huido antes murieron…

—¿Y mi padre?

Fusco calló, incapaz de articular la verdad; Lesso entendió lo ocurrido. Permanecieron en silencio. El muchacho ocultó sus lágrimas.

—Era un hombre bueno. No quería problemas, le dolía que luchásemos contra Lubbo… Para él sólo la fragua tenía importancia.

—Ahora la fragua no existe —susurró Fusco—, todo nos lleva a seguir aquí. ¡Mal rayo le parta a Lubbo!

—¿Sabes algo de las mujeres?

—Sé que muchas huyeron a los bosques.

Lesso dudó en preguntar.

—Y… ¿la hija del druida?

—Dicen que está prisionera en Albión.

Fusco respiró hondamente.

—Debemos conquistar Albión y matar a ese puerco asesino de Lubbo. No sé qué hacemos aquí cavando túneles.

—El poder de Lubbo se basa en el oro, con él paga a sus hombres y a los suevos. Si conseguimos conquistar Montefurado, Albión caerá.

Oyeron una voz invitándoles a callar. Era el esclavo. A lo lejos, los pasos de un guarda que cuidaba las minas. Cuando cedieron los pasos, el esclavo se les acercó.

—Soy Goderico. Debéis hacer lo que yo os diga. En cuanto comiencen a perforar en otros túneles, debemos seguir cavando aún más rápido que ellos. Hay que acabar pronto. Después tendremos que salir corriendo y abrir el dique que da paso al agua. Lo haremos cuando oigamos en los montes resonar el cuerno de caza de Aster. Si no lo conseguimos, nuestro trabajo no habrá servido para nada. Quizá nos persigan, quizá muramos… pero hay que abrir el dique. Los montes se derrumbarán sobre estos cerdos y nosotros podremos ser libres.

Casi sin hablar asintieron. Después el silencio reinó en aquellos túneles. Lesso sentía un miedo irracional metido en aquel túnel estrecho, se angustiaba encerrado en aquel lugar que le parecía un nicho mortuorio. Estrechó fuerte el brazo de Fusco. Él también tenía miedo. Oyeron cavar en otros túneles. Rápidamente comenzaron de nuevo a extraer tierra. Trabajaban aceleradamente. Delante, Fusco y Lesso, los más pequeños, extraían la tierra, detrás los otros la drenaban. En un momento dado Lesso clavó el pico en la pared y no notó resistencia, se abrió un pequeño agujero por el que penetró un haz muy fino de luz. Goderico exclamó:

—Hemos acabado. Atrás.

Retrocedieron y siguieron a Goderico por el túnel, realizaron el camino en dirección inversa. Lesso se dio cuenta, de que Goderico tenía menos precauciones que a la ida, era como si ya no importase tanto ser descubiertos. En una cavidad amplia encontraron dos guerreros cuados, no intentaron ocultarse; Goderico y los tres mayores se lanzaron contra ellos, e indicaron a los de Arán que huyesen; Lesso y Fusco cogieron las teas de la sala y después prosiguieron el ascenso. Al fin, salieron por la parte más alta de las minas siguiendo una conducción de agua, ahora seca. La luz del sol señalaba la media tarde. Fue entonces cuando se oyó en el valle el cuerno de Aster coreado por sus hombres. Los que les seguían pararon, y ellos aceleraron el paso. A los cuados les pareció más importante aquel ruido en las montañas que unos esclavos intentando huir, por lo que algunos se volvieron atrás: estaban atacando Montefurado. Sólo un par de hombres iba tras ellos. De nuevo oyeron el cuerno de Aster, cuando habían llegado al dique.

Mientras tanto Aster y sus hombres rodeaban el poblado y lo atacaban. Por tercera vez oyeron el cuerno. Lesso y los otros estaban junto al dique. De un hachazo rompieron la cuerda que sujetaba la compuerta, la barrera cayó hacia delante y el agua inundó los túneles. La montaña crujió, sintieron temblar la tierra y los montes cayeron a sus pies en medio de una gran nube de polvo y piedra. Los hombres de Lubbo se vieron rodeados por la fuerza de Aster azuzándoles de frente y por las aguas y piedras de los montes cayendo sobre ellos. No podían retroceder ni avanzar ante los enemigos que les atacaban.

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