Entramos en la gran ciudad por el norte, cruzando el puente de piedra sobre el río Albarregos, a nuestra izquierda; un gran acueducto construido con piedras milenarias abastecía de agua a la ciudad. No podía abarcar con mi mirada la altura del monumento y de las murallas. Al otro lado, junto al camino, campos de labor con hortalizas regados por el agua del río canalizada en acequias. Más a lo lejos, antiguas villas romanas fortificadas, con siervos trabajando en el campo. Mi hijo se estremeció cuando yo examinaba la urbe, pensé que a él también le sobrecogían con su majestad las edificaciones. Mérida tenía monumentos, alcázares, basílicas e iglesias que excedían a toda ponderación y una muralla como no habían hecho otra los hombres.
Me acerqué al lugar donde Enol, acostado, viajaba. Su gravedad parecía haber cedido y mostraba un semblante alegre.
—¿Has visto nada igual? —dijo.
Respondí suavemente al viejo druida:
—No, Enol, es la ciudad más grande que he visto nunca desde… Albión.
Entonces callé y él me cortó hablando rápidamente, intentando evitar que de nuevo el pasado se alzase entre nosotros.
—Albión no tiene comparación alguna, en el norte sólo hay salvajes. Éste es el lugar que te corresponde, donde serás reina y señora. Leovigildo, bien lo sé, llegará a ser rey. Es un hombre que por naturaleza es señor de las gentes.
Me entristecí al oírle hablar de aquellas cosas y me aleje de él. Mi alma, rota en dos, aún no podía soportar escuchar el nombre de la ciudad hundida bajo las aguas y de mi pasado tronchado, quebrado por las guerras. Recordé el tiempo en el que hablaba con Aster de conocer otros mundos, me di cuenta de que había llegado a encontrar aquellos mundos por los que suspiraba de niña, a costa de romper con lo más amado de mi existencia.
Antes de entrar en la ciudad, hicimos un alto en el camino y me llamó la dueña. Doña Lucrecia quería que me situase en un carruaje abierto, arrastrado por un tiro de caballos, arregló mi cabello, me cubrió con un manto de piel suave.
Una vez cruzado el puente atravesamos los portones y la muralla ciclópea, después subimos por el decumanus, una calle ancha, con edificios de dos pisos, algunos de ellos guarnecidos por columnas de piedra. La calle amplia y mellada por las ruedas de los carros estaba cruzada por vías más pequeñas perpendiculares y rectas; por ellas salían los hombres y las mujeres a ver a los vencedores del norte. Vitoreaban al triunfador, eran un pueblo alegre amante de las fiestas y los espectáculos. Más adelante entramos en los foros de la ciudad, pude ver basílicas de gran tamaño y lonjas de contratación. Los foros habían sido esplendorosos no mucho tiempo atrás, por lo que aún conservaban su solera, y aunque algunos edificios estaban deshabitados, la multitud bulliciosa atestiguaba que eran el centro social de la urbe. A los lados de la plaza, los templos de los dioses paganos amenazaban ruina.
Leovigildo cabalgaba al frente, muy recto, con su largo cabello rizado sobre la espalda y su abdomen ligeramente prominente distendido por el orgullo. Su cara de águila sonreía con satisfacción y expresaba la vanidad del vencedor.
Dispuso que yo me situase junto a él en aquel carruaje abierto, alhajada con las joyas del tesoro. Una vez más, como a mi llegada a Albión, me convertí en un trofeo de guerra.
Detrás, en una gran carreta descubierta, se mostraban piezas de oro.
Los heraldos aclamaban:
—¡Salve al gran duque Leovigildo! ¡Vencedor de los bárbaros del norte! ¡Salvador de la hija de nuestro rey Amalinco!
Los hombres de la ciudad gritaban alegres al paso de la comitiva. Al llegar al foro, Leovigildo quiso pasar por debajo del arco de Trajano, cubierto de mármol, con inscripciones romanas a los lados. Posteriormente procedió a entrar en una de las basílicas que rodeaban los foros. Allí tuvo lugar un solemne acto de acción de gracias oficiado por un clérigo arriano. Todo era un espectáculo para servir a la alabanza del gran duque Leovigildo, dominador de los bárbaros del norte.
A continuación, escoltados por una multitud cada vez más nutrida, salimos de los foros y nos introdujimos en una calle que cruzaba la ciudad y descendía hacia el río. Al fin, junto a la muralla llegamos a nuestro destino, el palacio de los baltos. El ama me indicó que aquélla había sido la residencia de los reyes godos en su estancia en Mérida y que, por gracia de nuestro gran rey Atanagildo, volvía a pertenecer a la casa baltinga, sería mi casa y la de Leovigildo.
El edificio estaba construido sobre el antiguo templo de una diosa, con unas columnas a la entrada, que a mi vista parecían no tener fin, y que estaban cimbreadas por capiteles corintios. Al atravesar el umbral, penetramos en una sala espaciosa donde la servidumbre nos dio la bienvenida y nos rindió pleitesía. Dentro, un patio lleno de plantas de suaves olores al que se abrían los aposentos.
Enol fue transportado hacia una cámara amplia a través de cuya ventana se divisaba el río Anas y la llanura donde comenzaba a brotar el trigo. La estancia era hermosa, estaba estucada y tenía suelo de mosaico. Le acompañé hasta su lecho, donde, agotado del viaje, se dejó caer, durmiéndose enseguida. La servidumbre me miraba; ordené a uno de los criados que me inspiró confianza que atendiera al antiguo druida. Cerré las contraventanas por donde entraba la luz y la estancia quedó a oscuras, iluminada por las llamas de una chimenea que barboteaba al fondo.
El ama, solícita, me mostró el palacio. Subimos a la terraza que cubría el edificio y desde allí vi por primera vez el río Anas, anchuroso y de color azul brillante. El río, navegable, estaba cruzado por diversas embarcaciones: había naves griegas, galeras bizantinas, navíos similares a los que habían causado la ruina de Albión, posiblemente del ejército godo, barcas pesqueras. La luz lo llenaba todo y el agua refulgía.
Después me acompañaron a las habitaciones, muy cercanas a las de mi esposo Leovigildo. El lecho se hallaba dispuesto con finas telas y colgaduras en el dosel de la cama, el ambiente olía a flores. Los criados me saludaban con profundas reverencias. Todo era hermoso… pero yo estaba sola y tenía miedo a aquel a quien llamaban su duque y señor. Me quité las pesadas ropas con las que me habían vestido para la triunfal entrada en la ciudad, retirando a un lado el manto. Una joven doncella me ayudó a vestir una fina túnica de lana, y encima de ella una saya de satén rojizo. Al hacerlo sentí náuseas, noté el abdomen prominente y abultado por el embarazo, me mareaba y me recliné en el lecho. Escondí la cara entre las manos, y las lágrimas brotaron lentamente. Noté un pequeño golpe dentro de mí. Mi hijo se movía. «Será fuerte —pensé—, fuerte como su padre y desafiará al mundo.» Noté entonces que las fuerzas volvían a mí y me levanté renovada. En un rincón, en una gran fuente de plata había fruta. Comí algo sin ganas, temía a Leovigildo; después escuché sus pasos por el corredor. El ruido de sus botas y sus espuelas chocaba contra el suelo. Un escalofrío recorrió mi espalda.
Leovigildo estaba contento después de haber sido vitoreado en la ciudad, por sus triunfos en el norte, venía con aires de conquistador. Se situó en la entrada de la estancia con las piernas entreabiertas y los brazos apoyados en la cintura. Entonces me habló:
—Me obedecerás en todo y así cumpliré la promesa que hice a Juan de Besson; llegarás a ser reina entre los godos. Me debes respeto.
Leovigildo elevó la voz al decir estas palabras y después habló en un tono más bajo, pero quizá más amenazante:
—Sé que esperas un hijo. Confío en que eso te devuelva la sensatez. Si me desobedeces en lo más mínimo te quitaré al niño y lo educarán como corresponde a un descendiente de la dinastía baltinga.
Cuando Leovigildo abandonó mis estancias, sentí un gran abatimiento. El miedo me atravesaba la piel. Entonces decidí ver a Enol. Tras la muerte de su hermano había cambiado, quizás él pudiera ayudarme. Atravesé el patio central donde el agua manaba en el impluvium, hacía frío y una fina capa de hielo flotaba sobre el estanque.
Al entrar en la cámara de Enol, él se incorporó en el lecho. Sus ojos brillaban por la fiebre. Me di cuenta de que volvía a empeorar. Le ardía la frente. El lugar donde había penetrado el arma de Lubbo estaba de nuevo putrefacto y la respiración del druida se hacía fatigosa.
Recordé todos los conocimientos que el viejo druida me había transmitido. Pedí agua caliente y diversas hierbas a los criados y comencé de nuevo mi labor de sanadora, pero los remedios que le aplicaba no eran eficaces. La copa sólo curaba al que quería ser curado y Enol… ya no quería ser curado.
—Estoy cansado.
Permanecí junto a su rostro cada vez más consumido día y noche. Afortunadamente, Leovigildo se mantuvo aquellos días muy ocupado. Lucrecia me informaba de las actividades que desarrollaba mi esposo y yo podía dedicarme a cuidar a mi antiguo preceptor.
Un día tosió y en el esputo había sangre, entonces ambos supimos que iba a morir. Nada más cabía hacer por él.
El antiguo druida sostenía una lucha interior. Quería revelarme algo. A veces me llamaba y cuando le preguntaba qué era, enseguida me respondía que no, que no era nada. Nada que precisase preocupación.
Pasaron los días, una mañana Enol me llamó de nuevo a su cámara. Parecía tener más fuerzas.
—Me has cuidado bien, niña.
Volvía a tratarme como cuando era adolescente en el bosque de Arán y aquello hacía que yo volviese a sentirme así.
—No sé si duraré mucho.
—¡Oh! No te vayas. Me dejas sola, me quedo sin nadie.
—Niña, ¡cuánto mal he hecho en mi vida! ¡No sabes cuánto! Presiento que se acerca la muerte y necesito estar en paz. Llama al obispo Mássona…
Me sorprendió aquella petición, conocía bien que Enol era un hombre religioso que adoraba al dios presente en la naturaleza, pero nunca hubiera pensado de él que conociese al obispo católico de la ciudad.
—¿Eres cristiano?
—Sí. Fui cristiano y fui monje, de una antigua orden a la que después traicioné y abandoné, como tantas cosas en mi vida. Estas manos que ves —y Enol extendió las suyas ante mí— un día fueron ungidas. Necesito ver a Mássona. Debe venir cuanto antes.
Salí de su cuarto y ordené a la servidumbre que buscara a aquel hombre al que reclamaba Enol. Los sirvientes no entendieron que mandase llamar a un clérigo de una religión a la que se consideraban extraños los godos.
Tras solicitar la presencia de Mássona, Enol cerró los ojos, fatigado. Le había supuesto un gran esfuerzo requerir el auxilio de una religión que durante los años de Arán había rechazado. Mi tutor guardaba un pasado lleno de un dolor, una pena albergada en el fondo de su mente, oculta por un esfuerzo de la voluntad que impedía que saliese al exterior. Algo de lo que se sentía culpable y ahora, cuando se sentía morir, abría la cara oculta de su vida. Enol temía aquel momento, el momento de ponerse en paz consigo mismo, pero posiblemente lo había anhelado durante años. Atravesaba una gran tensión. Me situé junto a su lecho, velando su sufrimiento.
Transcurrieron las horas lentamente, hasta que se abrió la puerta de la estancia y apareció un hombre maduro de unos cuarenta años, con rostro varonil, recio, de músculos curtidos por el ascetismo. Era el obispo Mássona.
Al ver a Enol, no se sorprendió; me saludó con una inclinación de cabeza y sentándose en una jamuga cerca del lecho tomó suavemente la mano de Enol, le sonrió y dijo:
—Hermano, estoy aquí. ¿Qué deseas?
Enol tomó aire, con un gran esfuerzo, con voz ronca por la emoción habló:
—… confesar los pecados de una vida infame.
El obispo sonrió suavemente.
—Dios es clemente. Al fin has vuelto a Él después de tantos años.
—Sí, he vuelto a la fe que nunca debí abandonar.
Mássona hizo un gesto, indicándome que abandonase la estancia y yo me dispuse a irme; pero entonces Enol se hizo oír con esfuerzo.
—No te vayas.
—No me importa ya el pasado —dije—. Yo te he perdonado el mal que hayas podido hacerme.
Enol insistió:
—Debes oírlo, se lo debes a Aster y a tu hijo Nicer.
Palidecí, la herida que lentamente iba cicatrizando, la herida que yo había creído dormida, se abrió de nuevo con un dolor sordo. En mi mente resonó el cuerno de caza de Aster, vi su rostro pálido y dormido el día en que hube de abandonarle. De nuevo vi a mi pequeño Nicer en brazos extraños y, pese al consuelo de la visión, las lágrimas acudieron a mis ojos.
—Hermano Mássona, permite que esta joven escuche la confesión que quiero hacer de mis pecados. Ella es la principal víctima de lo que voy a manifestar.
—No es la costumbre entre los monjes celtas.
—Es necesario que sea así.
Mássona miró mi cara descompuesta y el rostro de Enol contraído por el dolor y finalmente aceptó. Así fue como el obispo de Mérida y yo fuimos testigos de la confesión en la que se relataba la vida del que entre los astures fue conocido como Alvio, aquel al que yo siempre llamé Enol, y entre los godos y francos se nombraba como Juan de Besson.
—Nací en la ahora ya destruida ciudad de Albión; de la que, como bien sabes, fui origen de su caída.
Después de pronunciar estas palabras Enol guardó silencio durante unos segundos, y su expresión se tornó aún más dolorida. Los dos sabíamos cómo había caído Albión y durante un instante me pareció que entre nosotros se alzaba el mar ensangrentado y los muros de la ciudad sepultados por las olas. Luego, con gran esfuerzo, prosiguió.
—Yo era hijo de druida, nieto de druida, descendiente a través de varias generaciones de aquellos antiguos sabios que desde los tiempos remotos rigieron los destinos de los pueblos celtas. Durante centurias mi familia había vivido en Britannia, pero una antigua tradición hacía proceder a nuestro pueblo de las costas cántabras e, incluso más allá, del mar Mediterráneo, aquel que está en medio de todas las tierras; nuestro pasado se perdía en la noche de los tiempos.
Al oír aquellas historias me parecía volver a recoger moluscos junto al mar Cantábrico con Romila y recordar un tiempo que ya no era.
Enol se detuvo, tomó aire y con esfuerzo prosiguió.
—Nuestro pueblo era un pueblo numeroso de ojos claros y cabello castaño, gobernado por una estirpe noble que procedía de un dirigente denominado Aster. Pero los jurisconsultos, los médicos y los bardos procedían de mi linaje, del linaje druídico. Los druidas de mi familia descendían de la progenie de Amergin, maestro de todos los druidas. Poseedores desde siempre de una sabiduría ancestral en la que se adoraba a la Fuente de la Naturaleza, al Único Posible y se le daba culto en los claros de los bosques, en los lugares que Él, el Único, había mostrado. Aquel Único Dios prohibía los sacrificios humanos.