—Mi dios me ha abandonado.
Entonces se encogió y comenzó a retorcerse, la espuma salía por su boca y sus miembros se desperezaban en una y otra posición, emitía ruidos guturales. La estancia se llenó de horror, no se oían las respiraciones de los hombres. Finalmente, Lubbo se revolcó sobre sí mismo, y por último se estiró rígido. Su espíritu había huido de él. Me fijé en su cara, cérea, y en su ojo tuerto en el que ya no brillaba el resplandor rojizo.
En aquel momento, el hombre que me había capturado, preso de un pavor supersticioso, me soltó. Al notarme libre me revolví contra él y pude darle una patada, el hombre se retorció de dolor, se agachó y soltó el cuchillo, yo lo pude coger en el suelo y con él acuchillé a mi captor. Mientras tanto Ogila, espada en alto, se dirigió hacia la copa con ánimo de tomarla. Enol abrió los ojos. Herido e indefenso, Enol, llamado Alvio entre los druidas, miraba el rostro muerto del que había sido su hermano. Entonces, yo logré alcanzar una de las antorchas que ardían en la estancia y la lancé contra la cara de Ogila. El fuego le dio de lleno en el rostro. Él se retiró hacia atrás gritando, de modo que la antorcha se estrelló contra la lona de la tienda. Las llamas comenzaron a subir hacia el cielo, y todo el campamento godo se despertó. Los hombres que nos rodeaban en las sombras huyeron. Cuernos y trompas comenzaron a sonar por doquier. Al oír el cuerno de caza y los gritos en la tienda de Enol, varios soldados godos entraron en el entoldado que ardía por todas partes. Me acerqué a Enol, estaba muy pálido, casi no podía respirar, y sólo articuló una palabra:
—¡La copa!
La copa yacía en el suelo a un lado del cadáver de Lubbo, brillaba de una forma extraña, el interior estaba limpio como si nunca se hubiese bebido vino en ella. Las llamas nos rodeaban, Enol extendió el brazo y cogió de mis manos la copa, con ansia. Entonces yo lloré sobre él y dije:
—Vamonos, vamonos de aquí; si no, moriremos.
El humo me asfixiaba, arrastré a Enol, que intentó levantarse pero volvió a caer al suelo. En aquel momento, Ogila, enfurecido, me golpeó por detrás y ya no vi más. Sólo una luz blanca similar a cuando entraba en trance, pero yo sabía que aquello no era una de mis crisis que tiempo atrás habían cedido. La luz blanca me atraía; me llevaba fuera de mí, hacia las estrellas. Desde lo alto, tuve la visión del campamento godo, con sus fuegos y la tienda de Enol ardiendo. Mi espíritu sin nada que lo sujetase huyó al norte, vi
a Aster
y a Nicer, vi a Urna, a Mehiar. Les vi con los ojos del espíritu llegar a Ongar, yo no quería regresar a mi cuerpo, sino ir con ellos y quedarme con ellos para siempre pero, desde la luz, alguien me decía que aún no era el tiempo de partir.
Volví en mí, noté el frescor de la noche. Nos habían arrastrado fuera de la tienda, a mí y a Enol. Sentí que no podía mover mis miembros. A mi lado, unas voces en el amado dialecto de los albiones decían que yo había muerto, no podía verles ni hablar con ellos. Sufría. Oí a mi lado a alguien, un hombre joven, sollozar.
—¡Jana! Vuelve.
No reconocí la voz, aunque me era familiar. Después oí a otra persona que decía:
—Ha muerto. Ha muerto.
—¡Vamonos! Vienen los godos.
Oí pasos que se alejaban en la noche. Pasó el tiempo. Por fin pude abrir los ojos y comencé a mover los miembros. Al recuperar la fuerza, lo primero que hice fue buscar con ansia a los que habían hablado en el dialecto cántabro, pero a mi lado no había ya nadie, sólo Enol tumbado en el suelo junto a mí.
Acudieron más soldados y los capitanes al lugar donde había estado la tienda de Enol; entre ellos se encontraba Leovigildo, pero las llamas les impedían el paso. Entonces me incorporé y sentada en el suelo, me apoyé en una mano. Busqué con la mirada a Enol, él seguía a mi lado recostado y agarraba con fuerza la copa. El aire fresco de la noche nos reanimó. Las llamas de la tienda ardiendo se elevaban cada vez más altas hacia el cielo y conformaban apariencias desiguales y extrañas. Me pareció que las llamas formaban la figura de un enorme pájaro, quizás un búho.
Oí a mi lado la voz de Enol que volvía en sí.
—Todo ha concluido. Fue él quien lo quiso. Yo intenté avisarle. «El que bebe el cáliz del Señor indignamente come y bebe su propia condenación.»
No entendí las palabras de Enol, imaginé que se referían a Lubbo, pero no sabía quién era aquel Señor del que él hablaba. Alrededor de la hoguera de lo que había sido la tienda del druida, se situaban los hombres godos en un silencio respetuoso. Parecía oírse quejidos de dentro de la hoguera.
Leovigildo se dirigió hacia mí:
—¿Estáis bien, señora?
Asentí. Me sorprendió que Leovigildo se preocupase por mí, pensé que lo hacía cuidando de una propiedad más de las suyas, pero realmente su faz era más afable que otras veces. Después se acercó a Enol y observó su aspecto.
—El viejo Juan de Besson está grave… mandaré a los físicos.
Me levanté tambaleándome y supliqué:
—Permite, mi señor, que acomode a mi tutor en la tienda en la que habito.
—Sea como deseáis —dijo, inclinando la cabeza, y se fue a valorar los daños que el incendio había causado.
Enol mostraba una gran palidez, revisé su herida y comprobé que era profunda, atravesaba las costillas y se hundía en el pecho. El resentimiento que en los últimos tiempos yo había albergado contra Enol se desvaneció. Lo ocurrido había cambiado mis disposiciones hacia mi antiguo tutor. El pasado se hundía en la noche, amanecía en mí un afecto compasivo hacia el anciano druida que de niña me había cuidado y ahora me necesitaba. Todo el odio de las últimas semanas me abandonó, y recordé que Enol había sido durante años mi padre.
Acomodé al druida en un lecho en la tienda que compartía con las mujeres de mi séquito. Ellas miraban sorprendidas. Le examiné detenidamente, la herida había atravesado el pecho del viejo druida, pero no había alcanzado el corazón. Si la fiebre le atacaba, no habría remedio. Era extraño que Lubbo no hubiese alcanzado el corazón, quizás estaba escrito que él no iba a causar la muerte de Enol o quizás el propio odio y la ansiedad por la posesión de la copa había desviado el cuchillo de Lubbo.
Le examiné delicadamente. Al notar mis manos suaves y afectuosas sobre su pecho, Enol abrió los ojos y me sonrió mansamente. Yo le dije:
—Te curaré.
—Ni la pócima más maravillosa podría curarme.
—Utilizaré la copa.
—¡No! —dijo Enol asustado—. Mi mal no tiene cura, y la copa no debe ser utilizada, yo la usé y lo hice mal. La copa ha sido consagrada y no debe ser empleada más que en el ministerio sagrado.
Hablé con firmeza:
—La copa puede utilizarse para el bien. Otras veces se ha hecho.
—Mira lo que ha ocurrido con Lubbo.
Le interrumpí:
—Tú no eres Lubbo. Lubbo era sanguinario, su maldad se volvió contra él. Algo en él estaba torcido, bebió con afán de dominio y burlándose de lo que representa esa copa, que por lo que puedo comprobar es la pureza de vida. Yo utilizaré la copa con hierbas de curación. La copa ha sanado a otros. Y tú no eres diferente de ellos.
Enol no habló, me miró sorprendido, entendía que yo me daba cuenta de aspectos de la realidad que él consideraba vedados para mí.
Me dirigí al arcón donde anteriormente había guardado la copa. Lo abrí y al tocarla temblé. Era muy hermosa, tenía una belleza que subyugaba, en el fondo de la copa refulgía un brillo de ágata rojo oscuro que atraía la mirada. Coloqué la copa encima del baúl, y sin saber por qué, me arrodillé ante ella. Oré al dios al que hubiese sido consagrada la copa y noté que a aquel dios, mi oración le agradaba. Enol me miraba, sorprendido y en silencio.
Después me incorporé y salí de la tienda; hablé con la servidumbre, solicité las mismas hierbas y raíces que tiempo atrás habían curado
a Aster
. Los criados de la comitiva me observaron con sorpresa, siempre habían creído que yo era falta de mente o, a lo mejor, muda; pero al verme mandar con decisión, me obedecieron sin reparos. Preparé la pócima tal y como lo había visto hacer tiempo atrás a Enol, la misma pócima que curó
a Aster
y a Tassio.
Él se mostraba pesaroso de haber aceptado utilizar la copa, intentaba una y otra vez disuadirme. Yo no entendía por qué Enol se negaba a usarla. Él decía que se estaba muriendo y que no merecía la pena gastar todo aquello en un viejo moribundo, pero yo no le contestaba y obraba. Calenté el agua, vertí las hierbas y la estancia se llenó de una fragancia suave, Enol abrió los ojos agradecido.
Vertí la poción en la copa, y la calenté lentamente al fuego, las criadas me observaban extrañadas. Le di a beber el brebaje a Enol. Noté que se relajaba, y que se sentía confortado por el bebedizo. Después, me retiré en silencio, a un rincón en la tienda, y le dejé descansar, durante horas velé su sueño, un sueño agitado en el que hablaba de Lubbo, de su padre, de Nicer y sobre todo llamaba una y otra vez a mi madre. Agotada, apoyé la cabeza entre mis rodillas, sentada en el suelo con las piernas flexionadas. Entonces me hundí en un sueño profundo.
En la madrugada, Leovigildo se acercó a la tienda de Enol. Había corrido por el campamento que la mujer callada, la sin mente, había preparado un bebedizo para una herida mortal.
Amanecía cuando el duque godo entró en la tienda de Enol, y yo dormía a los pies de mi antiguo tutor. Con sobresalto escuché la voz de Leovigildo:
—¿Qué haces?
—Le intento curar.
—Y tú, ¿qué sabes de curaciones?
—Sabe algo —dijo Enol suavemente—, yo le enseñé y en Albión curó a muchos.
Leovigildo no dijo nada. Muchas veces pensé que su cara era como una máscara que no revelaba nada del interior; sin embargo, me dejó hacer.
Aquel día, cuando el sol estuvo alto en el horizonte, Leovigildo ordenó iniciar la marcha y proseguimos el camino hacia el sur, Enol iba en unas parihuelas. Con frecuencia me acercaba a atenderle. Con sorpresa, noté que no le guardaba rencor por todo lo ocurrido, quizá debía haber sido así, quizá yo era un estorbo para Aster y lo que estaba sucediendo era lo mejor para los dos. Un dolor sordo de vez en cuando me atravesaba el pecho; me dolía mi hijo criado en manos ajenas a las mías, y echaba de menos desesperadamente
a Aster
, pero ahora, tras la visión, en mi corazón había paz. Intentaba no mirar al pasado, pero el sufrimiento más hondo no era el del recuerdo que lentamente se desdibujaba en mi memoria, que la visión había curado y había convertido en padecimiento lleno de amor.
Lo peor para mí era Leovigildo, el rechazo visceral que me producía su presencia. Aquel hombre rudo y descortés me había ofendido. Sin embargo, tras la agresión a Enol, cambió en algo su actitud para conmigo. Era más amable y volvió a acercarse a mí. Ya no me consideraba falta de mente, intentaba hablarme pero yo no sabía qué responderle la mayoría de las veces. Sentía miedo ante su presencia, ahora que los cambios de una nueva gestación se iniciaban dentro de mí.
El camino cruzaba bosques de pinos altos y de copa redondeada, entre los pinos no había vegetación, vi correr conejos y liebres. A veces los soldados de la comitiva se alejaban para cazar alguno.
Durante el camino, pude rememorar de nuevo en mi mente la visión, y en ella sentí consuelo.
En mi visión los vi a todos.
Las montañas cántabras rodeaban a aquel pequeño grupo de personas, escapados de la masacre en Albión. Un hombre de rasgos endurecidos por el sufrimiento marchaba al frente, más atrás varios hombres jóvenes; después los niños y las mujeres; entre ellas una mujer con el cabello suelto al viento y una expresión enloquecida. Detrás, cerrando la comitiva, un monje y, junto a él, varios hombres armados cerraban la retaguardia.
Aster caminaba erguido pero sus ojos se perdían en la lejanía. Al acercarse a las montañas, el cielo, antes azul, se cubrió de nubes. Comenzó a lloviznar, caía un agua fina que no empapaba las ropas. A los fugados de Albión les llegó el olor de la tierra mojada. Las mujeres tenían esperanza en sus corazones, sentían que después de la ida de la mujer baltinga, sus hijos estarían seguros. Poco a poco la lluvia se hizo más intensa y enfangaba el camino pero se dieron cuenta de que también borraba sus pasos. Todos pensaban que estaban ya salvados, sin embargo Aster mantenía todas las precauciones, temía ser seguido por los godos. De vez en cuando, enviaba algún hombre detrás para asegurarse de que nadie los perseguía; y sobre todo quería, por todos los medios, que los caminos a Ongar permaneciesen ignorados.
La vereda se elevó lentamente, se hizo más irregular, a retazos el camino dejaba de serlo, las gentes se guiaban por el instinto de Aster y de los hombres de Ongar que marchaban precediendo la comitiva.
Se oían suspiros y algún lamento por el cansancio, a menudo les arañaban los zarzales. Aster no permitía el descanso, aunque alguna de las mujeres se quejaba. Ordenó que los hombres más fuertes tomasen sobre sus hombros a los niños. Uma no quiso que Aster llevase a Nicer, Aster no se enfrentó a ella sino que acarició a su hijo suavemente en el pelo y lo dejó estar en el regazo de Uma. Mailoc observó aquel gesto de Aster y sus ojos se tornaron brillantes, sonrió bajo sus blancas barbas.
Al llegar a lo alto de la montaña, el camino se dobló en una curva, al otro lado se abría un enorme precipicio donde, rugientes, corrían las aguas del Deva. De frente se extendían los Picos de Europa, las nieves perpetuas cubrían algunas de las cumbres, y aunque el cielo estaba cubierto, las nubes se hallaban altas. El ambiente, por la lluvia, era transparente y límpido. Brilló un rayo de sol sobre las hojas de los castaños.
Se detuvo la marcha y Tilego, que caminaba en la retaguardia, se adelantó situándose al frente, junto a Aster. Éste apoyó la mano en el hombro de Tilego, y con el otro brazo señaló al frente un desfiladero entre montañas, en el que había un bosque de robles.
—Estamos cerca —dijo—. Bajaremos la torrentera y allí encontraremos el paso de montaña.
—Me preocupan las mujeres y los niños.
—Descenderemos despacio y los ataremos con cuerdas.
Aster apretó con su mano el hombro de Tilego, él percibió la fuerza de su príncipe y se dio cuenta de que Aster no pensaba en sí mismo, sino en cómo conducir lo que restaba de su pueblo sano y salvo hasta Ongar.
—Entonces ¿estás bien?