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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (49 page)

»—¿Eres Juan? ¿Juan de Besson?

»—Me bautizaron con el nombre de Juan —dije— y este lugar es Besson, seré yo el que buscáis. ¿Qué se os ofrece?

»—Hay fama de que poseéis el arte de la curación. El rey Clovis requiere tus servicios en la corte. Su esposa, la reina Clotilde, que Nuestro Señor guarde muchos años, necesita tu auxilio.

»—Pero yo no puedo abandonar este lugar —dije incómodo y preocupado—, he hecho un voto de permanecer aquí.

»—El rey nos ha pedido que vengas, si no vienes voluntariamente… te llevaremos a la fuerza.

»Una vez más debí dejar atrás una parte de mi vida. Desde la mula que me conducía hacia la corte de los francos, divisé el cenobio donde había vivido largos años, las cabañas cercanas a la iglesia. Los monjes se dolieron por mi partida y formaron una comitiva que me acompañó durante un trecho. Algunos campesinos salían a despedirme al camino, recuerdo a los niños corriendo y saludando a mi paso con cara de agradecimiento. La abadía había supuesto una mejora en la vida de las gentes del lugar, muchos habían recibido enseñanzas y amparo en los momentos de violencia y terror, de luchas entre las facciones francas. La iglesia era lugar sagrado y cuando hordas bárbaras intentaban asaltar a los labriegos, ellos y sus familias se ponían a salvo en la casa de Dios. Desde mi montura divisé a las mujeres, muchas de ellas atendidas por mí en sus partos, a los hombres a los que había curado de sus heridas, a los niños a quienes había bautizado. Las gentes durante un tiempo siguieron a la comitiva.

»Nos alejamos. Con la guardia enviada por el rey Clovis, recorrí lentamente la campiña; aquellas tierras de los Francos me recordaban las verdes tierras cántabras, pero más amplias y despejadas. A menudo llovía, entonces me resguardaba bajo mi pobre manto de monje. A nuestro paso, se extendían tierras de cultivo y, muy lejanas, algunas montañas rodeaban la gran llanura.

»Desde Besson hasta la ciudad del rey Clovis recorrimos muchas leguas. Ascendimos por la margen del Sena, y nos unimos a unos comerciantes que se dirigían a la ciudad de París.

»Recuerdo muy bien mi llegada a la antigua ciudad de los parisios, después la Lutecia romana y por último la capital del reino merovingio. La ciudad se sitúa en una pequeña isla en un río, rodeada de un alto muro, casi una muralla. Se accede a ella desde las dos orillas a través de puentes de madera; dentro hay viñas e higueras que, cuando llegamos, al ser invierno, se protegían con paja. No hacía frío, gracias a la proximidad del mar. Dentro de las murallas se alzaba la fortaleza de los francos; en la margen izquierda del río se extendía la ciudad romana y en medio de ella algunas basílicas e iglesias.

»Al ver la ciudad en el río, con su fortaleza central, sin saber por qué me llené de una gran inquietud. La piedra gris veteada de verdín, el cielo cubierto de nubes, el ruido de artesanos y de los vecinos me indicaba que allí me encontraría una vida muy diferente a la vida áspera pero ordenada y serena que había llevado tras los muros de Besson.

»Vienen ahora a mi memoria, como si no hubiese pasado el tiempo, los pasos rítmicos de los caballos sobre el puente de madera que conducía hacia la Cité, y me parece ver aún el día oscuro y plomizo, y los muros verdigrises de la fortaleza, coronados de banderas y vigilados por soldados.

»Entramos en el gran patio de armas en el centro de la fortaleza del rey merovingio, y mientras desmontábamos, oímos voces y gritos.

»Dos mozalbetes se revolcaban por los suelos.

»—¡Te mataré, Childerico! Aunque sea lo último que haga.

»—Veremos quién mata a quién…, ¡pedazo de inmundicia!

»El llamado Childerico, un joven de unos dieciséis años fuerte y bastante obeso, consiguió maniobrar para situarse encima del otro, se sentó a horcajadas sobre su rival, le sujetó ambas manos contra el suelo y le inmovilizó.

»De las caballerizas, emplazadas al fondo del patio del castillo, salió un tercer muchacho más pequeño que los contendientes.

»—Clotario, ayúdame a sujetar a Clodomir.

»Y es que Childerico sujetaba con sus manos los dos brazos de Clodomir, y sus orondas posaderas retenían contra el suelo el cuerpo del otro. En el momento en el que le hubiera soltado algún brazo o que se hubiera levantado ligeramente, Clodomir le podía atracar de nuevo.

»Clotario rió y se aproximó a la pelea, sujetó los brazos del caído en el suelo; entonces, Childerico comenzó a golpear la cara de Clodomir.

»—¡Cobardes! —gritaba Clodomir.

»—Te lo mereces —decía Clotario mientras el otro le zurraba.

»Por una escalera lateral, bajaron una mujer y un niño. Al ver a la mujer, a Clotario se le cambió la cara, en la que se dibujó una expresión alarmada.

»—¡Ahora mismo dejáis de pelearos! —dijo la mujer—. ¿Me oís? Vuestro padre va a saber lo que está ocurriendo entre vosotros. No sois ningunos niños.

»Los tres muchachos se separaron. Me fijé en el pequeño, tendría unos diez años, las finas líneas de sus labios mostraban una cierta malicia y sonrió.

»—Thierry, ¿de qué te ríes, mocoso? Ya has ido con cuentos a nuestra madre —habló Childerico.

»El chiquillo se escondió detrás de las faldas de la mujer.

»—Madre, no era más que una pelea —dijo Childerico.

»—¿Una pelea? —respondió la madre encolerizada—, ¿y ese ojo de tu hermano? ¿y la ceja? Podíais dejar de luchar como barraganas y adiestraros como caballeros. La próxima primavera vuestro padre saldrá a la guerra y necesitará hombres, no alfeñiques que se zurran como mujerzuelas.

»La apariencia de aquella mujer no cesaba con su carácter fuerte. Era muy delgada y frágil, con una apariencia de endeble, su rostro surcado de arrugas mostraba retazos de un sufrimiento interior.

»Ella pronto percibió una presencia nueva entre sus gentes, y me miró. No olvidaré la fuerza de aquella mirada que parecía traspasar los pensamientos. Al mismo tiempo, los soldados se cuadraron ante ella.

»—La reina Clotilde —me informaron.

»—¿Sois el abad de Besson?

»—Sí, mi señora.

»—Se dice que tenéis un don para la sanación y que quizá podáis curar a mi hija —y dirigiéndose a los muchachos que le rodeaban expectantes—, aunque si conocéis cómo tratar a los lunáticos podríais hacerlo también con estos hijos míos que no cesan de darme disgustos.

»Los causantes del enojo de Clotilde protestaron.

»—Fuera de mi vista —dijo ella a los jóvenes.

»Se fueron de la presencia de su madre cabizbajos; después se dirigió a mí y me indicó:

»—Podéis venir conmigo.

»Ascendimos a la fortaleza, formada por piedras mal labradas, y muy fortificada, y penetramos en unos corredores fríos y húmedos, escasamente iluminados por la luz del sol. Después, atravesamos varios patios descubiertos en el interior del recinto, caía una lluvia fina que cubría las ropas sin mojarlas. Allí, algunos cipreses alzaban su copa al cielo. A un lado pude ver una pequeña capilla de pocos metros de altura, ornada por una cruz. Las patrullas de soldados que hacían guardia saludaron al paso de la reina.

»En el centro del mismo patio donde se situaba la iglesia, se alzaba una torre, y entramos en ella por un portillo lateral. Ascendimos por una estrecha escalera de caracol, un ventanuco angosto se abría hacia la derecha, por allí entraba la tibia luz del invierno. La lluvia seguía cayendo mansamente fuera del torreón. Con un crujido se abrió una puerta opuesta al ventanuco y en la penumbra distinguí un camastro y sobre él una figura delgada. Nos acercamos, la reina se sentó en el borde del lecho, sus finas manos acariciaron la figura yaciente.

»—Clotilde, hija mía, ¿cómo estás?

»La figura giró en el lecho y pude verla. Una joven de unos quince años, con una larga cabellera dorada que le cubría parcialmente la cara. Sus ojos de un azul transparente, rodeados de ojeras, irradiaban una luz de otro mundo.

»Se incorporó en el lecho y habló:

»—Ya pasó madre, ya pasó… siento molestaros tanto.

»La reina alzó los ojos hacia mí.

»—Es mi hija Clotilde, mi única hija. Un espíritu infernal la posee y la arroja al suelo. Vive aquí escondida de la mirada de todo el mundo porque su padre se avergüenza de ella.

»La joven se sonrojó al oír hablar así de su padre. Yo la examiné atentamente, me senté en el borde de su cama, le acerqué la mano a la frente, ella se reclinó hacia atrás y se apoyó en la pared.

»Me sentí compadecido y dije:

»—No es ningún espíritu infernal. Son los humores de un cuerpo joven que necesitan descargarse.

»La reina exclamó con ansiedad:

»—¿La podréis curar, padre?

»—Creo que podré mejorarla.

»Abrí el pobre saco de viaje, comencé a extraer hierbas, buscaba adormidera y amapola. Me levanté, pedí a la madre agua y un recipiente de metal para hervirla. La reina dio las órdenes oportunas. Nos quedamos callados, yo de pie buscando hierbas, la reina sentada en un banco lateral y la joven en el lecho. La princesa cerró los ojos, descansó apoyada contra la pared y cubierta por una manta de lana. Un silencio incómodo cruzó la habitación. La lluvia fuera sonaba con más fuerza al chocar contra las piedras de la fortaleza de los merovingios. Transcurrió el tiempo mientras preparaba la pócima; pero, de pronto, de modo brusco, la niña comenzó a balancearse, gritó y su cabeza giró hacia la derecha, los ojos se abrieron, las pupilas se dilataron y su brazo se elevó hacia la derecha, señalando al infinito. Perdió el sentido, y después unos movimientos convulsos recorrieron su cuerpo fino y delicado. La crisis duró unos minutos; mientras ocurría, la madre, aterrorizada, intentaba sujetar a la hija. Separé a la reina de la princesa, que se dejó apartar sin oponer resistencia; oí cómo sollozaba a un lado y escuché que exclamaba suspirando:

»—Es un castigo. Un castigo de Dios por los pecados de su padre.

»Impedí que la niña se mordiese la lengua o se golpease contra la pared. En los últimos estertores de la convulsión, acaricié suavemente el cabello de la chiquilla. Pasó un tiempo, ella se quedó aplacada e inconsciente, por fin volvió en sí.

»Al ver la cara de su madre, se echó a llorar:

»—Otra vez me ha ocurrido. No quiero que suceda, pero me pasa una y otra vez sin poder evitarlo.

»Después, recordó el trance y una paz entró en su alma.

»—He visto una luz al principio, una luz suave y diáfana.

»Entonces ella abrió intensamente los ojos que me traspasaron con su luminosidad verde azulada.

»—En la luz, te he visto… con una copa dorada, con piedras color de ámbar que refulgían.

»Me sobresalté, y aún más cuando ella prosiguió.

»—Esa copa me curará.

»Antes de que yo pudiera responder, se abrió la puerta de la estancia y entraron varios sirvientes, llevaban agua. Al fondo del aposento, un fuego chisporroteaba en el hogar. Calenté el recipiente de metal y, cuando estaba al rojo vivo, vertí una pequeña cantidad de agua, salió vapor, entonces introduje las hierbas, y cubrí la infusión con una tapa de madera. Dejé que hirviera durante unos instantes, súbitamente levanté la tapa y la habitación se llenó del maravilloso perfume del malvavisco y la menta, del mirto y la adormidera. Una brisa procedente de la naturaleza llenó la habitación. La reina dejó su expresión abatida, y la joven Clotilde sonrió pacíficamente.

»Los criados me miraban con curiosidad. Pedí un cuenco; para no quemarme, agarré con mi capa el recipiente aún hirviendo e introduje su contenido en la escudilla de madera y revolví suavemente la pócima para hacerle perder el calor. Entonces lo acerqué a la joven, que tomó el recipiente entre sus manos y miró al fondo, aspirando el aroma.

»—Acércalo pero no lo bebas, cuando deje de salir vapor, espera un tiempo y trágalo muy despacio cuando yo te diga.

»Sostuvo el cuenco muy cerca de su nariz un largo tiempo, sus cabellos rubios rodeaban la copa.

»—Ahora —le dije.

»Bebió despacio el líquido, después me dio las gracias y sonrió. Esperé un tiempo y vi cómo se cerraban sus ojos, inmediatamente se durmió. La acosté en su lecho y la tapé. Dije que la dejasen dormir, y mandé salir a todo el mundo de aquella estancia. Nos quedamos con ella la reina y yo.

»—¿Cómo fue su nacimiento? —pregunté.

»La reina se detuvo, algo doloroso cruzó por su mente.

»—Mi esposo Clodoveo luchaba contra los burgundios…

»En su voz había una gran amargura, la miré expectante, y ella habló con voz débil.

»—… mi familia es burgundia. Él, mi esposo Clodoveo, mató a muchos entre mi gente. Me llegaron las noticias y se adelantó el parto, que fue difícil.

»Miró a su hija.

»—Ella nació muerta, pero la reanimaron. Después volvió mi esposo, yo no podía perdonarle, pero él me amaba e intentaba hacer lo posible por ser perdonado. Fue entonces cuando, tanto por complacerme a mí, como para ganarse a muchos de los galos a quienes regía, abrazó la fe cristiana.

»Suspiró, su rostro adquirió una coloración mate, y en su frente se marcó una arruga de preocupación.

»—Esta hija es especial, siempre lo ha sido, los otros no son tan míos. Su padre les dio una espada en cuanto se pusieron de pie, son salvajes y coléricos. Mi hija Clotilde es distinta. Sufre y yo sufro con ella. Su padre la desprecia.

»—No será así cuando el rey me ha llamado para curarla.

»—No. Te ha llamado por varios motivos. El monasterio de Besson tiene prestigio y se dice que eres sabio. Necesita el apoyo de la Iglesia ahora.

»La reina calló, entendí que no quería revelar determinadas cuestiones políticas, después siguió hablando:

»—Teodorico el Ostrogodo nos ataca de nuevo, mi esposo mató al rey godo Alarico, marido de la hija del ostrogodo. Ahora las cosas no van bien y mi esposo quiere algo que sólo el abad de Besson podría darle.

»Ante aquellas palabras la reina se detuvo, no consideraba adecuado hablar de aquellos temas políticos que concernían a su esposo, y sin dejarme preguntar nada, retornó al asunto que ocupaba su pensamiento.

»—¡Miradla…! Está encerrada desde hace años en esta torre. Si pudierais curarla. Ahora descansa tranquila. Hace mucho tiempo, largo tiempo que no veía que durmiese con esa paz.

»Fuera oscurecía aunque no había llegado la media tarde, el ambiente lluvioso entenebreció el ambiente. La reina se levantó.

»—Dejemos que descanse.

»Una última mirada hacia la joven me hizo ver sus ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia la pared, mientras el cabello le caía a los lados. Seguí a la reina Clotilde hacia el exterior. Llovía con fuerza, nos detuvimos en el umbral que conducía al patio, a mi derecha ascendía una escalera. En la puerta del torreón de la hija del rey hacían guardia dos hombres y la reina indicó a uno de ellos que me acompañase.

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