El monje sonrió y continuaron recitando la oración. Finalmente dijo «Amén», que quiere decir «Así sea», y Aster con esperanza repitió «Sea así».
Dicen que en aquel momento yo abrí los ojos y sonreí, sentí los labios de Aster sobre mi frente, mojados por lágrimas saladas de esperanza.
Lo supe después. Aster no me habló de aquella noche de primavera en la que una luna blanca y grande iluminaba con fuerza el mar, llegando hasta la playa de arena de plata. Fue Tassio quien me contó lo acaecido en aquella noche de luna llena.
La peste había pasado y los hombres y mujeres jóvenes de la ciudad celebraban el plenilunio. El primer plenilunio de una nueva primavera tras la epidemia. El invierno había cedido y había júbilo entre los hombres.
Desde lo alto de la muralla norte, sobre el acantilado, Aster observaba el ir y venir de las gentes. Una sensación de alegría y plenitud henchía su corazón; la enfermedad había levantado ya su garra sobre Albión; yo, su esposa, mejoraba en la gran acrópolis del poblado, y ahora, en el tiempo presente, la luz de la luna iluminaba con una estela el mar en calma. Aster escuchaba el canto de los jóvenes, los tambores retumbando en la playa, la flauta y la gaita, que en una algarabía casi salvaje se unían con el estruendo del mar estallando sobre la arena. Todo aquello producía un sentimiento de regocijo y libertad en su corazón. Después, una cierta melancolía, él no sabía bien por qué, llenó su espíritu.
Abajo, los ritmos de la playa se volvieron más y más frenéticos. Algunas parejas de hombres y mujeres, abrazados, se ocultaron detrás de las rocas. Decidió irse. Tassio, que le había acompañado hasta la muralla, lo siguió. No solía alejarse mucho de él. Bajaron las escaleras de la muralla y penetraron en las callejas del poblado. Húmedas por el rocío de la noche, brillaban las piedras bajo la luz de la luna. Las callejas, silenciosas, no estaban aún libres del olor penetrante a enfermedad y muerte. Al pasar frente a una casita de pescadores, antes llena de los gritos de varios hijos, sólo oyó silencio, la puerta estaba clausurada por dos grandes tablas de madera cruzadas y claveteadas. Ya nadie habitaba allí, la peste había reclutado a los hombres de aquel lugar hacia un viaje sin vuelta.
Siguió andando, Tassio le acompañó caminando detrás, no hablaban pero Tassio podía sentir los pensamientos de su señor. El tiempo era cálido, una primavera tardía llenaba el ambiente y las fragancias de nardo se difundían por la ciudad alejando el olor a muerte.
Más allá en su camino oyó sollozos, salían de una choza de madera, allí había fallecido un hombre. Era padre de familia, uno de los soldados de la guardia. ¿Quién cuidaría de la viuda y de los hijos? Aster y Tassio se sintieron sobrecogidos, la peste había castigado a Albión de modo cruel. Más adelante en su camino pasaron por delante de una casa de piedra, pequeña pero bien distribuida, aquella casa había sido de Goderico y de Vereca, ahora vacía, sin nadie que la cuidase, el verdín crecía por todas partes.
Se dirigían hacia la acrópolis con ánimo cada vez más triste; al llegar a un lugar donde las calles se ensanchaban en una pequeña plaza formada por el cruce de varías calles, vieron luces y oyeron una música distinta y extraña hacia la que se dirigieron. Delante de una casa grande, en otra época un gran almacén, se reunía un grupo de gente frente a una hoguera. Aster reconoció a algunos de ellos, en la peste habían trabajado mucho y compartido fatigas, obedeciendo sus órdenes sin quejarse. Eran hombres y mujeres que en aquel momento callaban. Cerca del fuego y rodeado por otros hombres envueltos en túnicas se encontraba Mailoc, el monje de Ongar, revestido por unas ropas talares. Al acercarse, Aster se cubrió con su capa para no ser reconocido, y Tassio le imitó. Oyeron unas palabras griegas y latinas.
—
Alfa et omega. Principius et finis. Christus eri et hodie, ipse et in saecula
.
Comprendieron que se trataba de un rito cristiano. El rito de primavera de la pascua y de la resurrección. Desde que Lubbo había abandonado Albión, y sobre todo desde que Aster era príncipe de la ciudad, los cristianos habían abandonado la cueva de Hedeko y se reunían en aquel lugar.
Ocultos entre los hombres, pero quizá no del todo desconocidos, Aster y Tassio siguieron con atención los ritos de la ceremonia. Observaron cómo Mailoc encendía una vela directamente del fuego de la hoguera y cómo después la lumbre pasó de unos a otros mediante cirios encendidos. Escucharon un cántico. Los participantes parecieron no ver a Aster y a Tassio y no les pasaron las luces. Después todos entraron dentro del gran almacén; ellos les siguieron y se situaron al final; al frente vieron un altar rudimentario con varias velas que fueron encendidas con luz proveniente de la hoguera. Mailoc tomó agua y aspergió al pueblo.
Aster y Tassio oyeron la historia del mundo, de la creación y de cómo el hombre había caído, cómo la esperanza de la salvación había sobrevivido en los siglos en los hijos de Sem y cómo había llegado a Jesucristo; principio y fin. Aster escuchaba todo aquello atentamente, y le parecía oír su propia historia y la de su pueblo, desde los tiempos remotos. Entonces el ermitaño dejó de leer y habló. Algunas frases de aquella homilía se quedaron grabadas en la mente de Aster.
—Dios podía habernos llamado a su presencia, pero estamos aquí, y si Él nos ha dejado es porque tenemos un destino. Muchos de nuestros familiares han muerto, vosotros lloráis, os falta su presencia, pero su ida no es para siempre, volveremos a ellos y en su ida hay esperanza. Esta mortandad es una pestilencia para los que no creen en Él, pero para los que creemos, para los servidores de Dios, la muerte es una salvadora partida para la eternidad. Nuestros hermanos son llamados por el Señor, todo es de Él, y libres de este mundo sabiendo que no se pierden sin que nos preceden, que como navegantes van delante de los que quedamos atrás, caminan hacia la luz. Se puede echarlos de menos, pero no llorarlos y cubrirnos de luto porque no podemos dar a los paganos ocasión de que nos censuren con toda razón: si viven con Dios no podemos llorarlos como perdidos y aniquilados. Al morir pasamos por la muerte a la inmortalidad. El mismo Cristo Señor Nuestro nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida y el que cree en mí aunque haya muerto vivirá.» Todo proviene de Cristo Señor Nuestro, que vendrá a nosotros en unos momentos. El Cordero que quita el pecado de los hombres.
Entonces, Aster se sintió conmovido por estas palabras y recordó a su padre que había hablado también de un Cordero que quitaría los pecados de los hombres. Un agradecimiento profundo salió de su corazón. Sintió deseos de pagar al Dios Todopoderoso de Mailoc tantos dones: no haber perdido a su esposa, la paz que presidía la ciudad y la desaparición de la peste. Notó que, indudablemente, había alguien, una providencia amorosa que cuidaba de él, de mí y de la ciudad. Una luz se abrió en su interior, aunque él no quería reconocerlo enteramente, por eso no quiso oír más y salió despacio de aquel lugar de quietud. De nuevo recorrió las callejas del poblado, pero ya no oía ni veía el ruido de la muerte, ni el dolor en las casas, reconocía esperanzado en todas partes la presencia de aquel Dios grande y lleno de amor.
Entró en la fortaleza, y los guardas se cuadraron ante él, que pareció no verles. A través de las cámaras llegó hasta el lugar en el que yo descansaba. Me acarició el cabello y yo fingí estar dormida, para poder observar su expresión; con los ojos entrecerrados pude ver cómo hacía una señal de la cruz sobre su frente, sobre su pecho y después cómo hacía la misma señal sobre mí.
Se quitó las botas, se retiró la coraza, se aflojó el cinturón y se acostó a mi lado, pero yo pude ver cómo sus ojos permanecieron abiertos y pensativos largo tiempo. No hablé nada, sentí que debía respetar su silencio.
Los hombres sanaron, Albión recuperó la rutina de antes de la epidemia; pero la ciudad no era la misma, se notaban los ausentes y los muertos. Muchas casas seguían vacías, cerradas con el aspa de tablas que indicaba que allí había habido peste. En las caras de los habitantes del castro, el dolor había dejado su huella, muchos rostros habían sido dañados por la enfermedad, estaban enflaquecidos y con cicatrices en el cuello por los bubones.
Se publicó un bando en el que Aster convocó a los hombres a limpiar la ciudad, se quemaron los restos de las casas en donde había habido apestados. El cielo se llenó de nubes de humo gris ascendiendo hacia un infinito de color azul intenso, y llegó el calor, durante días y días no llovió en aquel lugar del norte donde las lluvias son casi perennes.
Comenzó mi vida en el gran palacio en Albión. Tras tantas penalidades, me maravillaba de ser la dueña y señora de aquel lugar de horror que ahora era el hogar de Aster y mío. A la gran fortaleza de Albión llegaban presentes humildes pero llenos de afecto. Muchos en la ciudad no olvidaron el esfuerzo que realicé en los días de la peste y también que, en aquellos días, había estado cercana a pasar al lugar de donde ya no se vuelve. Por mi parte, ya no me sentía forastera entre aquel pueblo de cabellos castaños y mirada clara, que mostraba una amistad difícil de ganar y también difícil de perder una vez conquistada. De nuevo fui feliz, y mi vientre crecía lleno de esperanza. En aquella época estuve cerca de Aster. No había suevos o godos en las montañas, y los bagaudas asustados por la peste no atacaban las poblaciones de la cordillera; Aster permanecía largo tiempo en Albión. Desde que era su esposa, tal y como Enol había anunciado años atrás, los trances habían desaparecido y en mis noches el sueño velado por Aster era suave y tranquilo. Durante el día, en el patio de la fortaleza se oía el sonido de las armas entrechocadas en luchas, los guerreros más avezados entrenaban a los jóvenes.
Ulge vivía en la fortaleza pues la casa de las mujeres diezmada por la peste se encontraba casi desierta. Me acompañaba en el alcázar, juntas tejíamos y preparábamos colgaduras para las salas y ropas para el que iba a venir. Uma también esperaba un hijo de Valdur, y me ayudaba, a menudo se acercaba a estar con nosotras, hablábamos y recordábamos los tiempos de Lubbo.
Pasadas aquellas semanas de calma, los nobles de la ciudad huidos por la peste regresaron a Albión. La gente humilde les miraba con un cierto menosprecio, por haber abandonado la ciudad a su suerte, pero nadie dijo nada. La familia de Blecan y la de Ambato, la del herrero y la de los más nobles habitantes de Albión, ocuparon sus antiguas moradas. Procedentes de aquellas casas, se esparcieron rumores y sospechas infundadas, se decía que yo había tenido que ver con la peste. Me llamaban la concubina de Aster, porque no había sido llevada al tálamo nupcial por mi padre. Ellos siguieron considerándome extranjera y advenediza. Una envidia larvada se difundió en la ciudad, ahora que las curvas de la maternidad llenaban mis formas, ahora que Aster con palabras y con hechos demostraba su amor hacia mí. Sin embargo, en aquel tiempo era tan feliz que ninguna de las críticas ni calumnias me afectaba, pero el mal comenzaba a realizar su acción en la ciudad. Como en los días arriesgados de la peste, en medio de mi felicidad, no creía que el mal fuese a dañarme jamás.
Entonces regresó Enol.
Yo tejía con Ulge en la fortaleza; desde aquel rincón, a lo lejos se podía ver el mar, reíamos contentas y uno de los sirvientes se acercó adonde trabajábamos.
—Un extranjero desea ver a la dama de Albión.
Me levanté con premura por la sorpresa.
—¿Quién es?
—Un anciano, dice llamarse Enol.
Al oír el nombre, el corazón me dio un vuelco, sin esperar más salí de la cámara.
—¿Dónde está?
Crucé los corredores del palacio, presurosa, sin detenerme ante nadie. En la puerta de la fortaleza hacían guardia Lesso y Tassio, que me vieron pasar, bajo la luz del sol de verano; en la puerta distinguí a un hombre vestido con una capa de color pardo y debajo una túnica oscura ceñida por un cinturón ancho. Al principio me costó reconocerle. Ahora era un anciano, en su rostro había huellas de amargura; quizá las había habido siempre, pero ahora que yo había crecido las sabía reconocer. No habían transcurrido más de tres años desde la última vez que le vi. Me dejó niña y ahora yo era mujer y madre. Eran los días del verano, había solicitado ver a Aster pero mi esposo estaba fuera.
—Saludo a la señora de Albión —me dijo, e hizo una inclinación de cabeza.
No pareció sorprenderse al verme allí, en el palacio de Albión y en avanzado estado de gravidez. Ya desde los tiempos de Arán, yo conocía que Enol siempre estaba informado. Respondí a aquel raro y protocolario saludo con otra inclinación de cabeza, pero en mi corazón sentí la necesidad de que él me abrazase como cuando era niña. Le miré con los ojos brillantes por la alegría, él apoyó sus manos arrugadas y firmes sobre mis hombros. Lesso y Tassio dieron un paso al frente temiendo algún ataque y desenvainaron las espadas para protegerme de aquel extranjero al que no conocían. Miré a Lesso.
—Es Enol, ¿no le conoces?
Lesso miró a aquel anciano, sorprendido, se retiró hacia atrás. Yo introduje a Enol en la fortaleza en un lugar donde nadie pudiese escuchar nuestra conversación.
—Enol, ¿dónde has estado? Pensé que estabas muerto o lejos de mí para siempre.
—He estado en el sur —dijo muy serio—. Arreglando cuestiones que te conciernen.
Al llegar a mi cámara hice salir a Ulge, que me miró sorprendida; allí abracé con cariño a mi antiguo preceptor.
—Te he echado tanto de menos…
—Niña, niña… —dijo él palmeándome la espalda de modo poco natural.
Todo en él había cambiado con respecto a como le recordaba. Pensé que su hosquedad se debía a que conocía que había perdido la copa, aquella idea me atormentaba mucho desde tiempo atrás.
—Oh, Enol, te desobedecí, tomé la copa de su escondrijo tras la cascada de agua, la necesité para curar del veneno de Lubbo… y me la quitaron. No la tengo. Sufrí las torturas de Lubbo para evitar que él la encontrase y ahora se ha perdido.
Entonces, Enol se puso muy serio.
—No debiste usar la copa.
—Aster la necesitaba… el veneno de Lubbo.
—Sí. Ya veo —dijo muy serio—. Nada te detiene cuando se trata de Aster. La copa es peligrosa, nadie debe usarla, ha sido consagrada para un único fin, para un alto misterio.
—Pero tú la usaste en Arán.