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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (35 page)

Reconstruir los túneles era volver al pasado, en sus palabras se percibía una emoción oculta, Aster revivía sus años de infancia en Ongar.

—¿Te acuerdas de tu padre y el horror de la lucha con Lubbo? —le pregunté.

—Sí, no quisiera que nada igual os sucediera a ti y a Nicer.

—No ocurrirá —le dije con una falsa seguridad—, recuerda que soy bruja y veo el futuro.

Él sonrió con tristeza.

—Sólo he pedido a ese Dios de Abato una cosa…

Yo sabía que, desde mi enfermedad, Aster se acercaba al lugar de los cristianos y que solía conversar con el Dios de Abato, pero de aquello no solíamos hablar entre nosotros.

—¿Qué le has pedido?

—Que os salve a ti y a Nicer, y que después mi hijo sea fiel a su destino como yo lo he sido al mío.

En aquellos días de miedo y horror, se completó el cerco de Albión, la ciudad fue circunvalada por una doble muralla, la propia y detrás la de los godos, que formó una segunda barrera. Se intentaba rendir la ciudad por el hambre y la sed. Los días siguientes vimos en el acantilado y en la llanura una gran batalla, hubo algunas bajas, pero los godos no se empleaban a fondo, se refugiaban entre sus líneas en cuanto la bravura y valor de los albiones les incomodaba demasiado. Desde allí, asaeteaban con flechas y venablos a cualquiera que se acercase a la barrera goda. En una retirada, las saetas atravesaron a algunos hombres, entre ellos estaba Valdur, el esposo de Uma. Llegó gravemente herido al castro sobre el Eo. Busqué a Enol para curarle pero, de modo inexplicable, el druida había desaparecido de la ciudad. No entendíamos por dónde había salido, porque las puertas estaban vigiladas y nadie le había visto salir. Aunque no nos decíamos nada, Aster y yo pensamos en una traición. Sensible por el reciente alumbramiento, lloré la huida de mi antiguo preceptor, sospechando que nada bueno había en ella y que algo inicuo se avecinaba.

Condujeron a Valdur a la casa que compartía con Uma en el barrio noble. Con cuidado le arranqué la flecha, pude darme cuenta de que el penacho era negro y que estaba envenenada. Las esperanzas de curación eran muy pocas. Intenté dar aliento a Uma pero ella percibió la gravedad de su esposo, su rostro estaba desencajado, abrumado por el dolor.

La ciudad era un hervidero, la gente corría de un lado a otro; aquella noche teas incendiarias cruzaron el cielo e inflamaron las casas; desde los tiempos de la peste nunca había habido tanta angustia entre la población. Me avisaron de que se habían producido muchos heridos en uno de los barrios de la ciudad, las antorchas incendiarias habían caído sobre un almacén y varias casas estaban ardiendo. Necesitaban un sanador y desde la huida de Enol sólo yo sabía curar. Dejé a Nicer con Ulge y las servidoras del castillo mientras me acerqué al lugar del incendio, custodiada por Fusco. Cubierta por un manto oscuro, al llegar a la zona del incendio comprobé que había afectado al lugar donde Uma y su esposo habitaban, una casa noble de buen tamaño pero con techo de madera que ardía, y se desplomaba gradualmente. Intenté penetrar en medio del humo, el interior estaba oscuro y olía a sangre y carne quemada. Vi a un lado un cadáver, era Valdur, un hombre fuerte, un guerrero, ahora aplastado por una viga cuando había intentado salvar a los suyos. Después vi a Uma. Estaba herida y con quemaduras en la cara, el pelo desgreñado y chamuscado; en sus brazos llevaba a su único hijo, unos meses mayor que el mío, ella lo apretaba contra su corazón, el niño estaba azulado y sin vida. Al verme, me tendió a su hijo, y con voz débil exclamó:

—¡Ah! ¡Jana! ¡Amiga mía! El pequeño está enfermo, ya no llora. Tú le curarás.

En su cara perturbada latía la locura y repitió:

—Ya no llora.

Intenté retirar de sus brazos al hijo, ella gemía y las lágrimas trazaban un camino en su cara sobre la ceniza que la cubría. Extendió los brazos y me lo mostró. Nada se podía hacer por él. Varios vecinos la rodearon, y alguien intentó quitarle el niño. Ella gritó de angustia, pero finalmente dejó que le retiraran a su hijo. La tomé en mis brazos, medio desmayada, y Fusco me ayudó a trasladarla a la fortaleza.

Como en los días de la peste, comencé a cuidar a los heridos de la ciudad; curaba las heridas de los hombres caídos en la batalla, la deshidratación de los niños y distintas afecciones por la escasez de agua. Me llamaban de uno y otro lado de la ciudad y yo acudía a cada aviso. Muchas casas habían sido destruidas por los incendios y las gentes vagaban por las calles sin lugar adonde ir; bajo mis órdenes, fueron trasladadas a la fortaleza.

Mi preocupación más grande aquellos días fue Uma. Había perdido la razón, no había sido capaz de asumir la pérdida de su marido y de su hijo. Deambulaba por el castillo, enajenada.

Un día en el que Ulge y yo cuidábamos a Nicer notamos una sombra tras nosotras: era Uma. En su cara se esbozó una sonrisa al ver al niño. Yo cogí al pequeño, recién bañado, y lo puse en sus brazos. Ella sonrió abiertamente y comenzó a acunarlo, desde entonces no se separaba de él.

Las velas negras llegaron sobre el mar, y una flota goda asistió a los cercadores. Cada día, Aster y yo subíamos a las torres del palacio de Albión, vigilábamos el mar, la tierra y los acantilados que rodeaban la ciudad. Los enemigos nos acorralaron, pero no atacaban, una calma tensa reinaba entre los hombres de Albión y los guerreros bárbaros que los rodeaban.

Recuerdo aún el día en el que desde lo más alto de la fortaleza avistamos en el mar a la escuadra goda, a una gran multitud de barcos enemigos. En la tierra que circundaba Albión, el gran ejército acampado contra nosotros se llenó de un griterío salvaje, y los hombres salieron de las tiendas dispuestas de modo circular en la llanura rodeando al río, con telas de colores vivos brillando al viento, levantaban sus armas que brillaban al sol. A lo lejos, en uno de los toldos centrales, emergió un pendón godo que me resultó familiar. Los hombres de Albión salieron por la gran puerta junto al río, y cruzaron el puente de madera, intentando trabar batalla, pero los godos no consintieron el combate cuerpo a cuerpo y se escondieron detrás de la gran empalizada; desde allí asaeteaban a los albiones sin permitirles la lucha directa. Sabían que con hombres que luchaban tan desesperadamente no se debía trabar combate, sino encerrarles y tomarles por hambre.

El circuito amurallado en torno a Albión tenía catorce estadios y dentro se situaba el vallado. La muralla se iniciaba en el acantilado, rodeaba el río y llegaba hasta el mar. Por detrás, en lo alto del acantilado, divisando a sus pies la ciudad de Albión, se disponían los arqueros y vigías godos que mantenían encendidas hogueras por la noche. En el mar, los barcos permanecieron días y días sin moverse de la ensenada.

Mirando todo aquello, me abracé a Nicer, que lloriqueaba junto a mí; yo, desolada ante la terrible visión de una guerra injusta, no era capaz de consolarle. Pensaba en las palabras que días atrás me había dicho Enol: «Si no vuelves junto a tu pueblo, adivino un gran sufrimiento para los hombres de Albión y para Aster.» Al recordar las palabras de Enol, juzgué que quizá se refería a esto, a la guerra que se extendía ante mí, a aquel ejército acampado frente a la ciudad. Presentía que yo, de alguna manera, era culpable de la batalla. Nunca había hablado a Aster de lo que Enol, a su llegada, había hablado conmigo, y aunque conocía bien que debía hacerlo, no sabía cómo.

Desde mi atalaya divisé a un emisario saliendo del campamento godo que se acercaba con signos de paz. El mensajero godo llegó hasta el borde del puente, hizo señas a los vigías de la torre, uno de ellos se acercó y el enviado le entregó un pergamino.

Vi salir a Aster, Lesso y a sus hombres del interior de la fortaleza. En la puerta este, el vigía de la torre entregó el mensaje a Aster. Desde la lejanía no pude ver qué estaba pasando, sólo noté que Aster se demoraba leyendo algo. Cuando acabó, levantó la cabeza y sin mirar a ninguno de sus hombres, se introdujo rápidamente en el alcázar, cruzando las estancias llegó hasta la terraza exterior en la que yo me hallaba. Intuí que lo que ocurría estaba relacionado conmigo y el tiempo que Aster tardó en cruzar las calles de Albión y las estancias del palacio se me hizo eterno.

Cuando llegó a mi lado, me tomó del brazo con furia, nunca me había tratado así, y el niño gimió. Durante un rato, Nicer continuó lloriqueando asustado. Uma, sumida en su locura, al ver llorar al niño lo tomó en sus brazos y se retiró al interior de la fortaleza, diciendo:

—No llores, no llores.

Al quedarnos solos sobre la gran fortaleza oyendo el mar bramar a lo lejos, percibí los ojos de Aster junto a mí llenos de cólera. Del castro llegaban las voces de los hombres y el rumor del viento que removía también mi cabello.

—Te leeré parte del mensaje que me ha llegado del campamento godo: «Queremos a la mujer baltinga que entre vosotros se hace llamar Jana. Procede de la más alta estirpe entre el pueblo godo, hija y nieta de reyes, queremos a la mujer para devolverla adonde pertenece y queremos también una rendición sin condiciones. Si no, la ciudad de Albión será destruida.» Firma Leovigildo, duque del ejército godo.

Calló y el rumor del mar se hizo más intenso, el ruido de la batalla llegaba a nosotros desde la lejanía y yo le miré y fui incapaz de hablar. Los dos avanzamos hasta el borde de la atalaya. Aster iracundo y muy serio, al ver mi silencio, más elocuente que mil palabras, preguntó:

—¿Sabes quién es esa mujer de los baltos?

—Soy yo.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Al llegar aquí, Enol me dijo que pertenecía á la casa real de los godos. No le creí y tampoco me importó, no quiero saber nada del pasado.

—Uno no puede negar su pasado, yo no negué el mío, siempre me he enfrentado a él.

Miré al suelo, me sentí avergonzada; después, él prosiguió:

—Los godos destruirán Albión, ¿los ves? Son más poderosos que nosotros. —Entonces Aster señaló el mar y la tierra, cubierta por doquier de soldados—. ¿Quieres eso?

Me sentí morir y una palidez grande cruzó mi cara. El pecho me dio una punzada y el corazón me latió con más fuerza.

—Haré lo que sea preciso. Lo que tú quieras.

Me senté sobre el reborde del pretil de la muralla, lloraba y mi cabeza oscilaba suavemente subiendo y bajando. Él, Aster, me levantó la cara.

—No llores —dijo suavemente—. Posiblemente tú no seas la única causa de la guerra, te utilizan como excusa para dominarnos. Mi madre tampoco fue la causa de la derrota de mi padre, Lubbo la utilizó como pretexto para someter a mi padre y a Albión. Haré lo que sea justo. Averiguaré qué es lo que realmente quieren los godos.

No contesté y le miré con alguna esperanza. Nos abrazamos, y después se fue. Sentada sobre el borde de la muralla, observé cómo un Aster de aspecto cansado cruzaba los patios interiores y después dialogaba con sus capitanes. A continuación le vi salir acompañado de Mehiar y Tilego y de un grupo de soldados fieles. Bajaron el puente y tocaron las trompas; fuera, en el campo de batalla, se hizo el silencio. Las gentes de la ciudad veían pasar a los capitanes de Albión y se asomaban a las murallas y a las torres. Desde lo más alto de la fortaleza, yo contemplaba la marcha de Aster y de sus hombres, presa de una intensa zozobra.

Me sentía causante de lo que ocurría; además, la antigua habilidad profética, que desde siempre yo había poseído, me prevenía de una gran catástrofe que se avecinaba sobre el gran castro a orillas del Eo.

A caballo, Aster llegó a la muralla, seguido por sus oficiales. Desmontó y permaneció erguido ante las puertas de su enemigo, en sus ojos brillaba una resolución firme. De él, de toda su actitud, se difundía una dignidad especial que atemorizaba a sus enemigos. Vestía la túnica corta y castaña de los albiones y se abrigaba con una gran capa de piel, en su mano portaba la espada de su padre y en la cabeza, el yelmo que había pertenecido a su familia, bajo el que asomaba la cabellera negra que el viento movía suavemente.

—Quiero ver a vuestro duque.

Desde lo alto de la muralla del campamento godo, tras la empalizada, los arqueros apuntaron hacia Aster; los soldados de Albión desenvainaron las espadas y elevaron las lanzas, dispuestos para la lucha. Se oyó el sonido de una trompeta, y dentro, sonidos que no reconocieron en un principio. Pasó un tiempo y Aster repitió su petición. Una vez más se escucharon aquellos sonidos y las puertas del campamento enemigo se abrieron, apareciendo varios hombres armados, al frente de ellos un hombre muy alto y fuerte, quizás un tanto obeso. Era Leovigildo, duque de los ejércitos godos.

Ambos hombres se observaron y Aster percibió que el godo era un guerrero poderoso de larga barba castaña, de edad cercana a los cuarenta. Sus ojos claros y duros le atravesaron inquisitivamente. La nariz grande y aguileña le daba un aspecto de ave de cetrería.

El duque godo vestía una túnica larga, ceñida por un cinturón grueso acabado en un broche de plata adornado con engarces de pasta vitrea. Sobre el ceñidor pendía un abdomen abultado. Leovigildo se cubría con una capa amplia guarnecida en piel, abrochada con una hermosa fíbula en forma de águila y sobre el pecho colgaba una cruz grande con zafiros y perlas. Calzaba botas altas, con espuelas doradas. Junto al duque godo, Aster, vestido con su atuendo de montañés, podría haber parecido un humilde labriego y, sin embargo, era el príncipe de Albión y de él emanaba una férrea altivez.

—Soy Aster, hijo de Nicer, principal entre los albiones…

Leovigildo no le dejó hablar, interrumpiéndole bruscamente.

—No voy a negociar de ningún modo, quiero a la mujer y a la ciudad. Si no es así, todos pereceréis.

—Sé que quieres a la mujer. La mujer es mi esposa, la madre de mi hijo. No puedo entregarla, tampoco rendiré la ciudad, que ha permanecido bajo el gobierno de mi familia durante generaciones. Los albiones no nos someteremos jamás.

—Os destruiré a todos, nada quedará de la ciudad, los albiones y demás montañeses desapareceréis. Si me entregas a la mujer, y te rindes, tendré piedad. Algunos sobrevivirán, entre ellos tú, y seguirás siendo príncipe de la ciudad.

—Me propones un trato indigno.

—No hay sitio para la dignidad en un lugar en el que se han cometido enormes crímenes y en el que se adora a dioses infernales. Mis informadores me han comunicado que habéis sacrificado personas de nuestra raza. En un lugar así, no cabe la piedad.

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