—Y lo hice mal.
—Lo siento —pedí perdón muy compungida—. No podía hacer otra cosa. Me angustia pensar dónde puede estar. Lubbo me torturó para conseguirla y no cedí… pero pensé que la vida de Aster era más importante que nada.
Enol pareció ver el pasado a través de mis ojos, y su corazón se enterneció. Entonces extendió sobre una mesa su manto, y debajo de él salió un bolsón de cuero. Al abrirlo vi un brillo dentro, y la hermosa copa de oro con incrustaciones de ámbar y coral apareció de nuevo ante mis ojos.
—¿Dónde has encontrado la copa?
—Dado que yo no podía volver, envié a Eburro y a Cassia a buscar la copa. Lo que nunca pensé es que fueras tú misma la que la sacases de allí. Les pedí que te trajesen, pero tu… esposo —y Enol vaciló al pronunciar aquella palabra— se me adelantó.
Yo me ruboricé al oír el nombre de mi esposo y al notar que Enol se daba cuenta de mi estado y miró hacia mi vientre.
—Lo sabes, entonces. Soy su esposa.
—No, no eres su esposa, sólo su concubina —dijo con dureza—. Ningún familiar te ha llevado al tálamo nupcial. Aquí eso no es un matrimonio.
—No me importa, y a Aster tampoco. Ante los dioses nos hemos desposado y ante el pueblo también. Eso es sagrado y debiera tener algún valor para ti que me enseñaste el bien y el mal cuando niña.
Enol proseguía en sus razonamientos sin escucharme.
—Vas a tener un hijo, y será el hijo de la concubina.
—No digas eso.
—Sí, lo digo. Tu lugar no es aquí, tu lugar está en el sur. Hace años te lo dije, te advertí que no te acercases al hijo de Nicer. Tu origen es muy ilustre. Mucho más que el suyo, un jefecillo de pueblos dispersos por la montaña.
Entonces, apresuradamente, con una urgencia chocante, Enol me reveló mi pasado:
—Desciendes de la más alta raíz de los godos. Eres hija de Amalarico, rey de los godos, y de Clotilde, hija de Clodoveo, rey de los francos. Tu bisabuelo fue Teodorico, el gran rey ostrogodo. No hay una sangre más alta que la tuya entre los godos. Tienes que volver con tu gente.
De modo sorprendente, todos aquellos nombres de países y lugares lejanos no me resultaban totalmente ajenos, pero yo no quería oír nada de ello.
—Estás loco, Enol, soy madre y esposa, no voy a abandonar mi vida por un pasado que ya no me importa. No quiero saber quiénes son esas gentes si me separan de Aster y de su pueblo. No quiero oír nada, nada en absoluto.
—Pues lo oirás. Tu padre fue asesinado en Barcino, antes de que tú nacieras, y el instigador de su asesinato, Teudis, se proclamó rey. El año antes de que asaltaran Arán, supe que Teudis había muerto, así que bajé a la corte goda en Emérita, pero aún no era el tiempo, el que le sucedió no quería oír nada de una hija del rey al que tanto él como Teudis habían usurpado su poder. Después hubo una guerra civil entre los godos, ha vencido un noble que es justo, el rey Atanagildo; quiere devolverte tus posesiones y darte el lugar que te corresponde.
—Nada me importa de linajes ni grandezas. Quiero ser lo que soy, y no busco nada más, quiero tener a mi hijo y cuidarle. ¿Qué me propones?
—Que vuelvas al sur, y que dejes a su padre ese hijo que vas a traer al mundo.
Enfurecida exclamé:
—Desearía que no hubieses vuelto, Enol, mi pasado no existe para mí. No menciones a nadie lo que me has dicho, y no vuelvas a decirme que me vaya lejos de aquí o no volverás a verme jamás.
Con voz fuerte, casi profética, Enol habló:
—Si no vuelves junto a tu pueblo, veo un gran sufrimiento para los hombres de Albión y para Aster.
Enol me miró desafiante con una expresión de enorme dureza y preocupación. Yo agaché la cabeza, sin responderle, él se fue, dejando en mi corazón una gran inquietud. No quería aquel pasado, un obstáculo más entre Aster y yo.
Ulge me encontró con la cara inclinada sobre la gran mesa de madera donde Enol había dejado su manto y había reposado la copa.
—¿Qué ocurre? ¿No estás contenta con la llegada de tu antiguo tutor?
Levanté la cabeza e intenté sonreír. No dije nada.
Enol se instaló en Albión, pasaron días sin que le volviese a ver. Vivía en una antigua casa que Aster, agradecido por sus cuidados en Arán, le proporcionó y que había pertenecido a los druidas de la ciudad, a la antigua familia de Amros. Colocó su escudo de acebo sobre la puerta y los hombres y las mujeres de Albión acudían a él para ser curados.
Desde la conversación en la fortaleza evité a Enol, le enviaba algún presente y comida, porque no podía olvidar sus cuidados cuando era niña, pero le temía y evitaba estar a solas con él. Aunque no me acercaba mucho al druida, me llegaban noticias, y le supe entregado a su arte de sanar. Pude comprobar el cambio causado por los años de separación en aquel a quien yo había considerado mi padre, un cambio que tal vez no era tal sino, más bien, que yo veía a aquel hombre que me había educado de niña con ojos de adulta; sus defectos resaltaban más ante mis ojos, y sus virtudes quedaban ocultas.
Su fama se extendió por la ciudad y por los castros de las montañas, comenzó a realizar curaciones portentosas, usaba la copa que yo solamente me atreví a utilizar durante la enfermedad de Aster. De modo singular, todos aquellos que no me querían, los que habían propalado rumores falsos y me acusaban de haber suprimido los viejos sacrificios y haber hechizado a Aster, exaltaban y propagaban la fama de Enol. Los mismos que habían adulado a Lubbo.
Todo aquello me causaba dolor, llegaba al término de la gestación y mi sensibilidad estaba a flor de piel, todo era motivo de sufrimiento. Más aún porque en el oeste los suevos comenzaban a atacar los poblados y por el sur ascendían soldados godos, y Aster se ausentaba de Albión con frecuencia.
Cuando Aster volvía, el color del sol cambiaba para mí y no me sentía despreciada por las críticas de mis enemigos en la ciudad. Él me miraba con amor en sus ojos nobles y sinceros, mis celos de sanadora cesaban. Nunca le dije nada de lo que Enol me había revelado, yo quería olvidar la existencia de un mundo diverso al que compartía con Aster, todo lo demás no importaba.
Aster estaba orgulloso de mi estado, tenía una ciega confianza en que sería un varón.
—Se llamará Nicer, como mi padre.
Yo reía contenta. Y, sin querer, comparaba la mirada clara y limpia de Aster en la que ya no había odio ni afán de venganza con la mirada atormentada y dura de Enol.
Entonces llegó el alumbramiento y Aster no estuvo allí. Se encontraba en el sur, en las faldas de los montes de Vindión, luchando contra los godos que avanzaban sin pausa. Sentí los dolores del parto. Enol acudió a mi lado, no permitió que ninguna partera se me acercase y me atendió con el mismo cuidado que una madre atiende a su hija. La labor del alumbramiento fue larga y dura, me sentía morir pero Enol me calmaba. Yo llamaba continuamente a Aster, pero él no estaba conmigo. Pasó un día completo entre dolores y llegó una noche negra y oscura. Por el estrecho y alto tragaluz de la fortaleza de Albión divisé una noche sin estrellas. Entonces amaneció una pequeña luna nueva en el horizonte, y fue en ese momento cuando vino al mundo mi primer hijo. Fuera se oyeron los cascos de los caballos y unos pasos apresurados en las estancias del palacio; tras la puerta apareció Aster sudoroso y con la cara pálida y desencajada, yo misma pude entregarle a su primer hijo: Nicer. Se llamaría como su abuelo pero yo, en agradecimiento a mi padre y tutor, a menudo le llamé Enol.
En la cara de Aster brilló la alegría; sin embargo noté que algo la enturbiaba. Al preguntarle el porqué de su preocupación me dijo:
—Un ejército godo acampa hacia el sur.
—Atacarán a los suevos —dije—, godos y suevos siempre luchan entre sí.
—No. Vienen hacia aquí, mis espías me han dicho que quieren conquistar Albión.
Mientras yo me recuperaba del parto en la fortaleza de Albión, el ejército godo puso cerco a la ciudad. Las tropas se situaron arriba, sobre el acantilado y tras el río, de día en día en los campamentos en la gran llanura a nuestros pies acampaban más y más tropas.
Cuando me levanté y me acerqué a la gran terraza sobre las torres, con mi hijo recién nacido en brazos, pude ver en la explanada al otro lado del río las posiciones godas distribuidas de manera desigual. Desde allí divisé un enjambre de construcciones que cubrían la vega del río. En el gran terrado sobre la fortaleza, Fusco montaba guardia. Le miré desolada.
Me explicó la situación. Se componía el ejército godo de cerca de diez mil infantes y quinientos jinetes muy entrenados para la guerra. Situados en las vías de comunicación impedían la salida de los hombres de Albión y habían comenzado a devastar los cultivos de los alrededores, los castros cercanos y las casas de labor situadas fuera de la muralla.
Fusco me habló también de lo ocurrido días atrás; cuando los godos se dirigían hacia la costa, Aster intentó detenerlos; con unos cuantos hombres salió de la ciudad y sorprendió a una parte del ejército enemigo mientras se dirigía hacia Albión; cerca de uno de los castros de la montaña, ocultó a sus hombres en las alturas de un barranco, al pasar los godos, ordenó el ataque, y desbarató una gran partida de soldados. Los albiones obtuvieron armas, provisiones y algunos rehenes; pero aquello no fue más que una escaramuza. Las tropas bárbaras se iban aproximando por distintas vías y ponían cerco a la ciudad. Los hombres de Aster y los montañeses que rendían vasallaje al señor de Albión poco podían hacer para defenderse de la invasión.
—¿Lo ves? —Y señaló con el dedo el lugar—. Ahora los soldados enemigos están construyendo una gran empalizada de madera. Para levantar la muralla, el ejército godo se distribuye en diversas partidas que rodean la ciudad. Cuando salimos a combatir intentando destruir el cerco en el lugar donde se está construyendo, los godos hacen sonar una trompa a modo de señal; a ella acude el grueso del ejército, nos derrotan y las obras del cerco prosiguen imparables.
Fusco estaba serio, era un hombre ya maduro, curtido por múltiples luchas. Nada recordaba en él al mozalbete que abandonó Arán siguiendo a Aster, varios años atrás. En los días de la peste, había trabajado en el barracón en la playa, había enterrado a mucha gente y él mismo había enfermado; se repuso pero nunca volvió a ser el joven despreocupado de antes. Poco tiempo atrás nos habían llegado nuevas de que al contagiarse los poblados de las montañas, la peste había asolado Arán. Su madre y varios de su familia habían muerto, y desde entonces Fusco era distinto. Me di cuenta de que todos habíamos cambiado en aquellos años.
Me estremecí ante las descomunales catapultas que amenazaban la ciudad tras la empalizada construida por los godos; más a lo lejos pude ver torres colosales de madera para iniciar el asalto. Mi corazón se llenó de un temor atroz al contemplar la guerra, avanzando contra nosotros. Nicer comenzó a llorar en mis brazos. Dejando a Fusco, que no se movía mientras vigilaba el campamento enemigo, recorrí la parte alta de la fortaleza y me retiré de aquel lugar que me intimidaba. Después, descendí a un terrado que daba al mar, Nicer se calmó al notar el aire marino y al sentirse mecido en mis brazos.
Allí, en aquel lugar donde se divisaba el horizonte, Aster oteaba el océano, de espaldas a la llanura. No me oyó Ilegal porque, en aquel lugar, el ruido del mar embravecido y los gritos procedentes del campo de batalla lo llenaban todo. Me fijé en él, su rostro sereno mostraba una gran inquietud y, de espaldas a sus enemigos, escrutaba con atención el mar. De modo inexplicable, el príncipe de Albión no miraba la urbe, ni a la planicie tras el río, dónde cada día aumentaban las tropas de los godos. Aster se situaba en lo alto de la muralla y contemplaba el acantilado y el oleaje.
—¿Qué observas? —pregunté.
—Temo un ataque por mar más que a ninguna otra cosa. Solo por mar Albión es vencible —dijo Aster preocupado—. Albión únicamente caerá por traición, como ocurrió en tiempo de mi padre, o si es atacada por mar.
Divisé las olas chocando contra el dique, pero el horizonte estaba limpio de barcos enemigos. Aster acarició a su hijo, que se retiró asustado de su armadura.
—¡Malos tiempos para alguien como tú! —exclamó, refiriéndose al niño.
—Estamos rodeados excepto por mar —dije—, los godos siempre han atacado a los suevos y han hecho alianzas con los montañeses; ¿por qué nos atacan?
—Los godos nos han amenazado desde hace meses, la peste les detuvo. Llegaron en la luna nueva en la que nació Nicer. Quieren el control del puerto, desde Albión se realiza comercio con el norte y con los francos; si anulan el puerto, los aprovisionamientos de la meseta sólo podrán llegar por el sur.
Miré al mar, sobre el horizonte y oculta por la luz del sol la luna llena y blanca, como una nube más, se balanceaba en el cielo.
—No podemos luchar contra ellos, ¿verdad? —pregunte muy suavemente.
—La ciudad no se rendirá a la sed, el río nos proporciona toda el agua precisa, pero el hambre pronto comenzará a notarse. No hay cebada ni algarrobas, los huertos fuera de la población resultan inaccesibles, solamente los pescadores cuando se adentran por el portillo sur, en la marea alta, entre el acantilado y la muralla, consiguen capturar algún pescado o recoger molusco.
Aster observó intranquilo la ciudad. Era mediodía, en otros tiempos, el humo de las casas habría ascendido al cielo, hoy no había nada que cocinar en los hogares.
—Vamonos de aquí —le dije—, mirar la desgracia no ayuda a vencerla.
Descendimos hacia las estancias del palacio y conduje a Nicer, que dormitaba en mis brazos, al lugar donde solía reposar velado por Ulge. La antigua señora de la casa de las mujeres continuaba conmigo en la gran fortaleza de Albión, donde se ocupaba de las labores domésticas y organizaba la fortaleza como antes se había ocupado del gineceo. Deposité al niño, dormido, en su cuna y Aster miró a su hijo, una sonrisa le iluminó la cara.
—Él es el único futuro en Albión —dijo—. A nosotros nos queda poco tiempo.
—¿Crees eso? ¿Crees que queda poco tiempo?
No me respondió directamente, dirigió su mirada hacia el horizonte, abarcó la ría del Eo y la ensenada. Yo conocía bien cuánto amaba Aster aquella ciudad, por la que tanto había luchado.
—La ciudad podrá caer pero las montañas, no. En la cordillera de Vindión, en Ongar, no seremos derrotados. Si se aproxima la desolación, huiremos a la parte más alta de la cordillera, iremos a Ongar. He ordenado que se abran los túneles bajo Albión, Tibón dirige la maniobra, y sólo unos cuantos fieles están en ello. Esta ciudad puede convertirse en una ratonera, si los túneles no están abiertos.