Las palabras eran aviesas, Leovigildo utilizaba los crímenes de Lubbo para atacar a Aster.
—Sabéis bien —dijo Aster— que eso no es así.
Entonces Aster pudo ver, detrás del duque, una figura conocida; un hombre de capa gris. Aster le reconoció.
—Tu informador, que entre nosotros se hace llamar Enol, sabe que eso no es así. Ocurrió cuando otros gobernaban la ciudad bajo el dominio de los suevos, pero ahora la ciudad está en paz.
Enol detrás del godo, gritó:
—Aster, hijo de Nicer, rinde la ciudad y entrega la mujer. Seguirás en el poder bajo la supervisión goda. Obedece al gran duque Leovigildo y sométete.
—Sé que arrasarías la ciudad aunque te entregase a la mujer. No quiero ser príncipe de una ciudad derrotada y sometida.
Leovigildo le miró con insolencia, no le importaban las razones de Aster, buscaba el dominio sobre el norte, todo el que se pusiera a su lado sería respetado, pero destruiría a cualquiera que se le opusiese. Después siguió hablando:
—Nuestra guerra es contra los suevos, no podemos permitir que la fortaleza siga en pie y que desde el puerto se comercie con los pueblos del norte. Nuestra guerra es contra ellos, vosotros no importáis. Los orgullosos galaicos, los independientes astures, los arriesgados cántabros. ¿Qué sois? Miles de tribus, con multitud de cabezas, diseminados por las montañas. ¿Qué sois? Un pueblo minúsculo y molesto, nunca totalmente vencido, nunca totalmente victorioso. Ya he guerreado con pueblos similares al vuestro. Hace unos años, dominé la Sabbaria, vencí al jefe de los sappos. ¿Para qué? Un pueblo sin nada, sin oro, sin riquezas. No, quiero a la mujer. Si te rindes, si nos entregas a la hija de Amalarico, hoy mismo partiremos, si no es así, destruiremos la ciudad. Nos interesa la mujer.
Entonces, Aster miró a Leovigildo intensamente a los ojos, con una de esas miradas suyas que penetraban en los corazones y que hacían decir la verdad a la gente.
—¿Para qué la quieres?
Leovigildo se sinceró en ese momento. No tenía por qué haber respondido ante un enemigo al que despreciaba, un montañés incivilizado, pero habló y dijo:
—El hombre que tenga a la hija de Amalarico se incorporará a la estirpe baltinga, la única estirpe real entre los visigodos, y recuperará el tesoro real. El rey Atanagildo está decrépito, sólo tiene hijas que no se han unido a ninguno de los nuestros, y el linaje de la mujer que albergas en tu ciudad es superior al del propio rey. Los nobles queremos restaurar el linaje de los baltos, para ello necesitamos a esa mujer, que debe regresar a los suyos.
—¿Y si no la entrego?
—Mataré a todo prisionero que caiga bajo mi poder y todos moriréis. Nada quedará vivo, quizá la mujer baltinga morirá también. ¿Quieres eso?
Aster calló. Ensimismado en sus recuerdos, unas imágenes muy vividas volvieron a su pensamiento, los días de Arán, la muerte de su madre. Detrás de Leovigildo, entre los soldados que le rodeaban, se adelantó de nuevo Enol.
—¡Aster! Debes entregar a la hija de Amalarico a su gente. Esa mujer no te pertenece.
Aster oyó la voz de Enol, y al fijarse más detenidamente en él entendió muchas cosas.
—Nos has traicionado —le dijo Aster—, has revelado al godo la existencia de Jana y has guiado las tropas godas hasta aquí. Nosotros te protegimos cuando llegaste a la ciudad como un mendigo, mi padre te protegió cuando morabas en Arán. ¡Eres un mal nacido!
Al oír la invectiva, Enol se acercó más a Aster, y con una voz temblorosa, poco persuasiva, habló:
—Obedece al duque Leovigildo, entrega a la mujer y rinde la ciudad. Seguirás siendo principal en Albión.
—Príncipe… ¿de qué? De un país humillado por extranjeros como fue el de Lubbo. Dime, ¿qué diferencia hay entre una ciudad dominada por los suevos o por los godos con un títere de gobernante? ¿Qué diferencia habría entre Lubbo y yo? No, Enol, no rendiré la ciudad, y sabes bien que ella es mi esposa. ¿Qué clase de hombre crees que soy si rindo mi ciudad y entrego a mi joven esposa, que acaba de dar a luz?
—Hace años, en el bosque, cuando estabas herido te advertí que no te acercases a ella. Juré a su madre que la devolvería con su gente, al lugar de donde proviene, soy fiel a mi palabra.
Aster seguía de pie enhiesto y firme.
—Eso no te da derecho sobre ella.
El duque godo no quiso más razones, y cortó las palabras del druida y, mientras daba un paso al frente, sacó una larga espada de la vaina.
—El único derecho que interesa aquí es éste —y Leovigildo levantó el arma—, éste es el poder de los godos, tenemos la ciudad cercada y antes o después la tomaremos. Puedes conseguir una rendición ventajosa o bien la masacre de la fortaleza del Eo.
Al ver la espada en alto de Leovigildo, Aster levantó también la suya y se dispuso a enfrentarse con su enemigo.
—Si quieres luchar por la mujer, lucharemos, pero no rendiré la fortaleza —dijo Aster.
Leovigildo reparó atentamente en su rival, apreció su fortaleza y la destreza con la que empuñaba la espada. En la mente de Leovigildo estaban las escaramuzas en las que en lucha frente a frente los cántabros habían detenido o dificultado el camino a las fuerzas godas. Percibió que se encontraba ante un guerrero templado en el combate y decidió evitar la lucha cuerpo a cuerpo, delante de sus tropas.
—No, aquí no. Cuando caiga Albión te mataré.
El godo envainó el arma, después se dio la vuelta hacia su campamento, sonaron las trompetas y la puerta se cerró.
Entonces los arqueros comenzaron a lanzar flechas contra los albiones; Aster y sus hombres se protegieron con los escudos y montaron rápidamente a caballo, cruzaron el puente sobre el Eo, que retembló bajo sus cascos.
Aster cabalgó deprisa, sabía que no había solución, sólo le quedaba luchar a muerte con un enemigo superior, un combate que no podría ganar. Estaba lleno de dolor y de odio contra Leovigildo y Enol, pero aquel sentimiento no le cegaba, ni le conducía a una lucha fuera de toda razón, conocía muy bien la precariedad de su situación y sintió que debía pedir ayuda a Ongar. Sólo quedaba esperanza en aquellos castros inaccesibles en las montañas. Su pequeño castro junto al Eo, aislado por la barrera de enemigos del resto de los poblados, sin alimentos, sin agua, diezmado por la peste, tenía pocas esperanzas de sobrevivir.
Camino de Albión, rodeado de sus hombres, estas ideas le atormentaban. Aster conocía el arte de la guerra y había adivinado en el corazón del godo una enorme codicia sobre la ciudad. El baluarte de Albión había mantenido en tiempos de Lubbo el poder de los suevos sobre aquella zona, y era un puerto libre al comercio. El duque Leovigildo necesitaba destruir el foco que se resistía independiente y dificultaba a los godos dominar la región del norte, para obtener los metales preciosos de sus minas, y lograr el control del comercio con los países de las islas y de las tierras francas.
Aquel día, Aster no volvió junto a mí, preparó a sus hombres para la lucha que pronto tendría lugar. Conocía bien que el godo no iba a mantener el asedio indefinidamente. Había visto el enorme ejército extendido sobre la planicie frente al río, y rodeando el poblado por la costa. Había entendido a Leovigildo, quería llevar adelante su empresa, si fuera preciso a costa de destruir la ciudad. Frente a la explanada del castillo, agrupó a sus hombres. A algunos más fieles les recomendó tareas especiales. Envió a Fusco y a Lesso junto a los cimientos de la fortaleza, y envió a Mehiar con otros cinco hombres hacia las montañas de Ongar, para recabar ayuda de los castros en las montañas. Entre aquellos hombres estaba Tassio.
De nuevo en la noche, teas incendiarias atravesaron los cielos y durante el día catapultas de gran tamaño lanzaban enormes piedras que destruían el castro sobre el Eo.
Pasó el día y la noche, una noche oscura y sin luna. Aster entendió que el asalto a Albión se aproximaba cada vez más. Dispuso a sus hombres en la muralla este, conocía que en aquel lugar se produciría antes o después el desembarco; era el lugar más débil de las defensas de la ciudad, donde la pared era de adobe y donde había lugar suficiente para el asalto de muchos hombres. Envió barcazas para pedir ayuda a los hombres de la costa e intentar hacer naufragar a algunos de los barcos de los godos, pero los hombres de la costa sabían hundir los barcos desprevenidos, no los barcos anclados en medio de la ensenada. No le negaron su apoyo pero tampoco pudieron ayudarle.
Yo, sola en la fortaleza y preocupada por la suerte de Aster, compartía mis inquietudes con Ulge, que me asistía desde mi ascenso a señora de Albión. Uma custodiaba al niño, olvidada de todo, sin pronunciar otras palabras que arrullos infantiles. Por las noches yo no podía dormir, echaba de menos a Aster y me preocupaba su suerte. Un amanecer, después de una noche en vela, me dirigí hacia la muralla, intentando divisar algo en el mar o en la tierra. El cielo clareó por el lado de las montañas sobre el campamento de los godos; en aquella luz rosacea de la aurora, contemplé la ciudad desolada y el mar que tomaba poco a poco el color suave del cielo. En la costa los enemigos se acercaban en enormes barcazas.
—Te quieren a ti.
Detrás de mí, sonó la voz de Aster, tan querida. Él apoyó los brazos sobre la muralla mientras el cabello le tapaba la cara y su voz sonaba ronca. Todo en él mostraba cansancio y preocupación:
—No podemos hacer nada, sólo esperar a que nos ataquen, salimos a luchar y se esconden detrás de la empalizada. No sabemos guerrear así. El godo quiere rendirnos por el hambre, y demora la lucha frente a frente; pero pienso que sus hombres están ya cansados de esperar y van a atacar pronto. He enviado a Mehiar con otros cinco hombres a pedir ayuda a Ongar, y a los castros que habían jurado lealtad.
—Entonces hay esperanza.
—No. No la hay. Es difícil que atraviesen las filas godas, y aunque lo consiguieran, y los hombres de Ongar nos ayudasen, ¿qué tipo de ayuda nos podrían prestar unos labriegos dispersos por las montañas contra estos ejércitos armados que ves ahí?
—Yo soy la causa de esta guerra, sé que Leovigildo me quería a mí, y que con él se encontraba Enol. Aster, no quiero que muera gente. Haz lo que quieras de mí —y llorando continué—, entrégame al enemigo… si con eso te salvas tú y salvas a nuestro hijo y a Albión.
Se acercó a mi lado, los dos miramos el sol que débilmente comenzaba a iluminar el mar, el agua tomaba al amanecer un tono rosáceo, sobre ella se balanceaban los grandes barcos godos. Las gaviotas gritaban sobre el aire.
—Mira esos barcos, mira allá lejos el campamento godo. ¿Crees que si te entrego se irán? No lo pienso. Verás, Jana, ese ejército es muy grande. Nadie lleva un ejército tan considerable sólo para conseguir un rehén. Los godos quieren la ciudad, someter a Albión y dominar todo el mar. Nuestro puerto es libre y a él llega el comercio de los bretones, de los francos, de las tribus del norte. Los godos quieren someter a los astures, a los galaicos y a los cántabros, no entienden nuestra forma de vida. Si entregándote consiguiese que ese ejército se fuera… —Y Aster ensimismado dudó—. No sé lo que haría… Pero estoy seguro que entregándote nada va a cambiar.
—Los nobles, la familia de Blecan, los de Ambato creerán que me proteges, y que la guerra es por mí.
—Los nobles se protegen a sí mismos. —En estas palabras de Aster percibí una enorme amargura—. Saben que los godos buscan el oro y la plata, y que necesitan siervos. Saben que a menudo, como hicieron los suevos, respetan a los nobles locales cuando les obedecen, como ocurrió con Lubbo, un intermediario entre el poder de los suevos y los nobles. Cuando Lubbo llegó demasiado lejos, extorsionándoles y exigiendo víctimas para sus sacrificios, me apoyaron porque poseo el prestigio de mi familia y el apoyo de los montañeses. Ahora los nobles están descontentos. Piensan que si yo caigo podrían tener más tajada en el nuevo reparto de poder.
—Pero se podría llegar a un entendimiento con los godos.
—No hay entendimiento posible. Aquí en Albión y mucho más aún en los castros de las montañas, hay familias y gentilidades, hombres libres iguales entre sí. Abajo en la meseta y en la corte goda, unos cuantos tienen el poder y dominan a los otros, que son siervos e incluso esclavos. Nuestra forma de vida es diversa a la suya. Los albiones, los pésicos, los límicos, los tamaricos, todos estos pueblos que tú conoces son gente de espíritu libre, y no quieren ser sometidos. Los godos quieren Albión para controlar a los suevos, pero sobre todo para dominar los castros de las montañas.
Después, Aster calló y abstraído contempló aquella guerra que él no había causado, el mar y la tierra, el campamento godo que se desperezaba de la noche, en el que se veían estelas de humo. Más lejos, en el mar, habían llegado más barcos godos de velas oscuras. Inclinó la cabeza, abatido. Me acerqué a él y acaricié suavemente su fuerte brazo.
—Entonces lucharás hasta que caiga la ciudad. Eso lleva consigo sufrimiento. Muchos morirán.
Me sonrió tristemente y agachó de nuevo la cabeza, después se volvió mirando mi rostro, por el que corrían lágrimas, y las limpió con su mano.
—¿Recuerdas cuando expulsamos a Lubbo? Los albiones agradecidos me aclamaban, querían volver a los tiempos pasados en los que las familias eran independientes y escogían a sus jefes por nacimiento y por valor. Después, en el Senado cántabro, juré proteger nuestra forma de vida, que fue la forma de vida por la que luchó y murió mi padre. No voy a consentir que lo que con tanto esfuerzo consiguió Nicer y por lo que hemos combatido estos años sea tirado por tierra. Quizá perdamos esta batalla, pero el país de los galaicos, de los astures y de los cántabros resistió el empuje de Roma y ahora no será vencido por esta tribu de bárbaros del norte. Quizás Albión caiga, pero los castros resistirán… Si nos sometemos, seremos un precedente para el resto de los montañeses; resistiremos hasta el fin y si caemos los de Ongar no se rendirán: seguirán guerreando. No podemos dejar de pelear ni llegar a un compromiso. Mi padre… intentó llegar a un compromiso con un hombre cruel y de ello no se siguieron más que males. ¿Recuerdas a tu poblado sometido y pagando un tributo, con aquel Dingor cínico y embaucador, protegido por los hombres de Lubbo y por los suevos? ¿Recuerdas tu castro destruido?
—Sí.
Callé un momento viendo en mi mente el fuego devorando las casas y las voces de los hombres y mujeres de Arán. Después seguí hablando: