—Una anciana me la contó.
—Hace años que no vengo por aquí y ahora todo vuelve a mi mente. No puedo olvidar nada. Por las noches me parece ver la cara de mi madre, joven y aún hermosa, mirándome con la cabeza separada del tronco. Sin odio, pero llena de horror.
—¿Y después?
—Pusieron la cabeza de mi madre en una pica, la llevaban en triunfo… hacia Albión. Yo caminaba detrás y a lo lejos veía sus cabellos ensangrentados. No recuerdo nada de aquel viaje, sólo dolor y odio. Un odio inabarcable… a Lubbo. Lo encontramos cuando llegamos al cerco de Albión. Él, al contemplar el rostro de mi madre, rió embriagado de crueldad. Ya no había mujeres ni niños, cabalgamos deprisa sin escondernos hacia Albión y llegamos la noche siguiente. La ciudad ardía por dentro y fuera se extendían los campamentos de los cuados. Al ver los restos de Baddo, el pueblo de Albión clamó de horror. De pronto se hizo un silencio. Todos callaron. Mi padre se asomaba a la muralla. De lejos vi su rostro demudado por la pena. «Nicer, aquí tienes al único hijo que te queda, rinde Albión y dame lo que quiero; si no lo haces, todos moriréis. Mis hombres están ya en Albión.» Mi padre calló, estaba como sonámbulo, miraba los restos de mi madre, y alternativamente me miraba a mí. Algunas voces se oyeron en la ciudad, dentro del recinto había cuados, penetraban por el pasadizo por el que nosotros habíamos salido. La ciudad había sido invadida. Alguien nos había traicionado. Nicer parecía no oír. Con un gesto inconsciente indicó que se abriesen las puertas. Yo grité. Pero él tiró las armas desde lo alto de la muralla. En aquel momento los hombres de Lubbo invadieron la ciudad, y se unieron a aquellos que habían penetrado por el túnel. Mi padre se dejó apresar. Los demás hombres tiraron las armas. A mi padre y a mí nos condujeron juntos a un calabozo en la parte posterior de la acrópolis de Albión. La mente de mi padre estaba ausente, en otro lugar; se echaba la culpa de la muerte de mi madre, y se consideraba culpable de la caída de Albión. Yo no sabía cómo calmarle, ni qué decirle. Sentía que la culpa había sido mía por no haber sabido defender a mi madre. Él sólo dijo: «No, hijo mío, los traidores nos vencieron, no los enemigos. Ya no quiero, no puedo luchar más.» En la ciudad, hubo un saqueo feroz. Sólo algunas casas no fueron saqueadas. Entre ellas las de Lierka y Blecan, la de Ambato. Después se supo que habían espiado y que Lubbo las respetaba por eso. Cuando finalizó el saqueo, Lubbo apareció en la prisión. Llevaba en su hombro el búho negro que nos miraba con malévola expresión. Lubbo habló:
—Morirás en plenilunio, pero podrás salvar a tu hijo si colaboras conmigo. Sé que Alvio estuvo aquí hace varios años, que volvió con una copa y una niña. Esa copa me pertenece.
A mi padre no le interesaban los secretos de los druidas y dijo:
—Alvio estuvo aquí hace unos años y le dije que se fuese. Había alguna culpa escondida en él. Sabes bien que no quiero hechiceros entre mis gentes. Sé que tenía una copa, me dijo que la copa era la salvación de mi pueblo. Pero no le creí. La copa está con él. Y él está en algún poblado en las montañas que yo desconozco.
Lubbo pareció satisfecho.
—Bien, Nicer, siento que las cosas hayan ido tan mal. Tu hijo será mi servidor. Le trataré como merece tu alta estirpe.
Después se fue. Por un agujero de la prisión mirábamos el cielo viendo crecer la luna. Mi padre adquirió una extraña paz, y un día me reveló que no temía a la muerte y dijo algo extraño: «Otro murió también en la luna llena, era el cordero que limpiaba el mundo, quizás ha llegado el momento de seguirle.» No me quiso explicar a qué se refería pero yo sabía que era un misterio de aquella secta extraña a la que mi padre pertenecía.
Callamos durante algún tiempo, mis ojos se volvieron húmedos, el sol brillaba radiante, y a lo lejos en el valle se veían las montañas doradas por el otoño. Los instantes se sucedieron, después le pregunté a Aster:
—¿Sabes a qué se refería Lubbo cuando hablaba de una copa?
—Estoy convencido de que Enol es Alvio y que la copa con la que me curasteis era la copa sagrada de los druidas. Ninguna otra habría sido capaz de contrarrestar la ponzoña de la flecha que me clavaron en Albión. Sí. Es la copa de Enol. La que tú escondiste. Lubbo la buscó durante años, pero nunca sospechó que la tuviera tan cerca. En la aldea de Arán. En el lugar de los conciliábulos y la reunión del Senado. La copa tiene algo protector en sí misma, no es fácil de encontrar… y Enol habría tomado sus precauciones.
Oímos los caballos del resto de la tropa a lo lejos, Aster callaba, pero yo entendí que todo aquello que no había explicado en el pasado le quemaba el corazón como una llaga candente. Al abrirse, la herida comenzaba a cicatrizar. Así que le pregunté:
—¿Y tu padre?
—Cuando llegó la luna llena, Lubbo le sacrificó en el altar de los antiguos dioses. Atado le apuñaló y le abrió el corazón. De su pecho brotó la sangre, Lubbo la bebió aún caliente y dio sus despojos a sus pájaros carroñeros. Yo estaba allí, preso, viendo cómo mi padre moría… Las últimas palabras de Nicer fueron que le perdonaba y que iba al encuentro de su dios y de mi madre.
Las lágrimas manaban por el rostro de Aster, pero él miraba al frente. Después se calmó y habló serenamente; no me miraba al descubrirme lo que tanto tiempo había llevado guardado en su corazón.
—Siempre te he querido, recordé aquellos días del bosque como algo precioso. Pero estaba mi pasado. Debo vengar a mi padre y, ante todo, debo hacer lo que mi padre quería: aunar a los albiones y a todos los pueblos de la montaña. Si me uno a ti habrá guerra como la hubo cuando mi padre se unió a mi madre. Vivir sin ti es como si me faltara la luz del día, estar en una noche oscura iluminado por una luna lejana.
El resto de los hombres de la comitiva se acercaba al lugar donde habíamos dejado los caballos. Lesso y Fusco nos hacían señales. Aster se levantó, no quería que la emoción se trasluciese en su rostro, caminamos rápidamente sendero abajo. Me cogió de la mano para ayudarme a bajar y en su apretón noté la fuerza que fluía de él. Llegamos junto a los árboles, desató a los caballos y me ayudó a subir al mío, de un salto montó en el otro.
La llegada a Albión fue extraña, la gente salía a la calle a ver a su príncipe que volvía, pero él cabalgaba deprisa, sin detenerse a saludar a la multitud que llenó las calles para recibirle.
Tassio, Tibón y Lesso, con los demás, marchaban tras él también rápidamente. Yo intentaba ocultarme de miradas indiscretas, semioculta entre Lesso y Fusco. Oía el griterío en la calle, y sentía que me observaban, sobre todo algunas mujeres me miraban con curiosidad. Después supe que, en mi ausencia, habían corrido rumores por Albión, se comenzó a decir que Aster estaba embrujado por mí; que yo le había echado un mal de ojo, y que sólo si yo volvía él encontraría la curación. Entre las gentes distinguí a Goderico y a Verecunda, que me saludaron calurosamente, me alegré al verlos. Al pasar entre las casas de los nobles reparé en Lierka, que acechaba a Aster y me observaba fijamente. Advertí, entre la multitud, a otras gentes, personas a las que había sanado y que me estaban agradecidas. Por fin, llegamos a la casa de las mujeres, desmonté y me introduje en el interior, donde ningún hombre debía pasar. Aster miraba al frente, nos separamos sin decir nada; yo me dirigí a mi morada con Romila y Ulge. Sentí una opresión intensa en el pecho. Me encaminé a la antigua casa donde había vivido con Uma, Lera y Vereca. Nadie más había venido a nuestra pequeña morada que se había convertido en almacén. Estaba vacía.
Le relaté el viaje a Romila, omitiendo los últimos días con Aster, pero ella adivinó mucho más de lo que dije:
—Le quieres, entonces.
Me ruboricé intensamente.
—Más que a mi vida, más que a nada que haya podido querer antes, pero… ¿qué soy yo sino una extranjera? Una mujer forastera que hace curaciones… que unos temen y otros desprecian.
—Hay gente que te quiere y está agradecida.
—Los pescadores. La gente de la tierra.
—¿Qué piensas hacer?
—Pienso —dije yo— vivir aquí contigo, cerca de él, curar a la gente de Albión que quiera ser cuidada por mí, y recordar con amor el pasado. No perjudicaré a Aster. Tú conoces bien la historia de sus padres y a él le pesa en el corazón. Deberá olvidarse de mí.
Romila calló, entendía mis palabras y mi sufrimiento, también ella una vez en el pasado tuvo que elegir olvidar. Se acercó a mí y me abrazó. Después, quizá para distraer mi tristeza, me condujo a la casa de las curaciones, había enfermos esperando. Comencé a curar a un campesino que se había doblado su pie en una zanja, casi se le veía el hueso. Limpié la herida e inmovilicé la pierna, sabía que podía complicarse y morir. También escuché las quejas sobre su mujer y el trabajo duro que llevaba. Tras un rato atendiéndole, él se olvidó del dolor y su mente se relajó. Me dio las gracias.
Aquel invierno fue más frío que ningún otro, la nieve descendió hacia la costa y el frío penetró en las cabañas de los pobres pescadores y los labriegos. Albión amaneció un día helado y en el río flotaban planchas de hielo. El mar cubierto por negras nubes de lluvia se volvió gris y denso. Pronto los relámpagos cruzaron el cielo, una tormenta descargó. En altamar, varios barcos de los hombres de Albión perdieron el rumbo. Algunos consiguieron llegar a la costa, uno se hundió, otro tardó varios días en regresar y por último arribó con la gente enferma.
La casa de las curaciones comenzó a ocuparse de más y más enfermos; nos llamaban además de otros puntos de la ciudad, Romila y yo acudíamos de un lado a otro de Albión, curando, animando a los hombres y mujeres que sufrían.
Aster permanecía a menudo fuera del castro; los lobos y los osos, por la crudeza del invierno, bajaban a los valles y asolaban los poblados de la montaña. Él organizaba las cacerías, su acción permitía un cierto orden entre los pueblos de los castros, un gobierno justo y equitativo.
Cuando Aster entraba y salía de la ciudad, yo me ocultaba en los rincones, para verle. Él no percibía mi presencia o quizá fingía ignorarme y mi corazón temblaba cuando él se acercaba; entonces comprendí que debía abandonar cualquier esperanza. Le pedí una vez y otra a la deidad de la noche que me ayudase a prescindir de cualquier recuerdo de él; pero no era capaz, seguía ocultándome en las esquinas para verle pasar aunque fuese de lejos. Entonces mi corazón se entristecía, en mis recuerdos afloraban los días de Arán, y las noches junto al fuego en los montes de Vindión.
En el castro había paz y disciplina. A menudo Lesso y Fusco, y alguna vez Tassio se acercaban a darme noticias. Los diviso aún hoy en mi mente contentos, llenos de orgullo por sus logros. Habían madurado, aunque no eran hombres de gran estatura ya no eran los adolescentes alocados de Arán.
—¡He cazado lobos! —dice Fusco exaltado—. Contempla, hija de druida, una capa de auténtica piel de lobo.
—Déjame verte —me reí—, pues sí que llevas un buen pellejo colgado en la espalda.
Me gustaba que se acercasen por la casa de las curaciones porque sus noticias nos mantenían en contacto con la realidad del poblado.
—¿Qué más habéis hecho?
—En la cabecera del Navia se refugiaron salteadores y los hemos echado para siempre de estas tierras.
—Parece que sin vosotros las tierras cántabras estarían perdidas.
—Los pueblos cántabros y astures están unidos. Desde Luccus hasta la región de los autrigones, los pueblos siguen a Aster, cada día más castros le rinden tributo y hay una alianza entre los pueblos de las montañas que conduce a la concordia.
—Tú, el rebelde. ¿Ahora te gusta el orden y la disciplina?
—¡Ya ves! —dijo muy serio—, he cambiado mucho.
Me hizo gracia ver a Fusco tan decidido por el orden político; pero lo que decía era verdad. Albión crecía y los tributos pagados por los distintos pueblos hacían que la ciudad ganase en esplendor y riqueza.
—Mañana será la fiesta de Imboloc. ¿Vendrás con nosotros? Correrá cerveza e hidromiel.
—Nunca he ido.
—Sí, eras una sierva, pero este año Aster quiere que acuda todo el mundo. Siervos y libres. Debes ir. Uma irá, ya sabes que se rumorea que contraerá matrimonio en Beltene.
Hacía tiempo que no veía a Uma, los trabajos con los enfermos de Albión me habían impedido hablar con ella. Además, la evitaba, solía sacar el tema de Aster y aquello me hacía sufrir. Ella mismo acudió a la casa de las mujeres a animarme para la fiesta.
—¿Vas a ir a la fiesta de Imboloc? —le pregunté.
—Por supuesto, comienzan a alargarse los días. Bajaremos a la llanura al lado de la playa. Cuando estaba Lubbo, todo esto se prohibió, ya sabes, las fiestas se sustituyeron por sacrificios y bacanales. Ahora el mundo ha cambiado… y Valdur me ronda hace tiempo. A mi hermano Tibón no le parece mal. Es un hombre de los de Ongar. ¿Sabes?, Tibón me pregunta muchas veces por ti, se acuerda de la expedición a Vindión.
—Le debo la libertad, a él y a Aster.
—Tibón me dijo que Aster le había preguntado por ti.
Yo callé, de nuevo la herida se abría en mi corazón. En Vindión juzgué oportunas y justas las razones de Aster, pero ahora con el paso de los días la separación se hacía costosa y a veces me rebelaba contra mi destino. Lo que en un momento había creído adecuado, estar cerca de Aster sin verle, ahora se me hacía tan duro que dudaba de Aster. Juzgaba extrañas sus lealtades hacia el pasado; si como decía, él me amaba, ¿por qué me hacía sufrir tanto? Tras la pregunta de Uma estos pensamientos surgieron a borbotones en mi interior; con esfuerzo pude cortar con ellos. Ante mi silencio, Uma habló alegremente:
—Debemos adorar a la diosa de la lactancia y los partos. Si me caso con Valdur podría necesitarla, y tú porque cada vez atiendes más partos y es necesario que te vaya bien.
Pasó enero gris y oscuro y entonces, en febrero, se alargó el tiempo de luz, se trasquilaron las ovejas y llegó la noche de Imboloc. En la playa los hombres habían construido grandes fogatas. La gente se acercaba a la fiesta con antorchas. Bajé con Uma y Romila, nos situamos cerca del fuego. Veía las llamas palpitar. Valdur se acercó a Uma; después de despedirse con una inclinación de cabeza, Uma se alejó de la mano de su pretendiente, ambos comenzaron a danzar un baile rápido de gran fuerza, siguiendo el ritmo del tambor, de la gaita y la dulzaina.