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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (60 page)

»A finales de diciembre, en contra de lo habitual en aquellas sierras, mejoró el tiempo, un deshielo temprano pareció iniciarse y se abrieron los pasos; Aster me llamó.

»—Necesito tu ayuda.

»Lo miré sorprendido.

»—Yo… —dijo Aster, como dudando de revelar algo íntimo—. Necesito saber cómo está ella. Quiero que Fusco y tú vayáis al sur y la busquéis. Vosotros no sois grandes guerreros, sois gentes del campo y pasaréis más desapercibidos. Si no quiere volver no la forcéis, pero si sufre y necesita volver, ayudadla. Ahora, tras la construcción de las defensas, hemos rechazado a los godos y las montañas son inexpugnables. Ella podría volver… —suspiró Aster.

»—¿Cómo la encontraremos?

»—Buscad a Enol. Buscad a Leovigildo. Preguntad por la princesa de los baltos y traedme noticias de ella.

»Unos días más tarde, cuando las nubes se abrieron, en un día de sol, Fusco y yo partimos hacia el sur. Fusco no protestó aunque se notaba que le costaba dejar a Brigetia, pero no refunfuñó como acostumbraba. Fusco, como yo, te quiere, Jana.

»Mailoc nos indicó la ruta, nos dijo que fuésemos a Astúrica Augusta. Allí existía una fuerte guarnición goda. Abrigados con nuestras capas de sagun, portando una espada al cinto y un puñal de antenas, con algo de oro que Aster nos proporcionó, orgullosos de una misión importante y esperanzados con la idea de encontrarte, emprendimos el camino.

»Cuando llegamos a Astúrica, supimos que el duque Leovigildo había partido hacia el sur, nos enteramos de que con él iba una mujer rubia y triste. Entonces emprendimos los caminos de la meseta. A Fusco y a mí nos molestaba el sol brillante de aquellas tierras y los cielos siempre limpios de nubes. Hacía frío. La nieve nos detuvo en la casa de unos pastores antes de llegar a Semure.

»Avistamos al ejército godo cuando ya había cruzado el río d'Ouro, el río de Oro que llaman los lusitanos. Pronto nos dimos cuenta de que no éramos los únicos que seguíamos la comitiva. Pudimos descubrir los planes de Lubbo. Varias veces estuvieron a punto de atraparnos los soldados godos y Lubbo casi nos mata.

»La noche en la que se incendió la tienda en el campamento godo, Fusco y yo estábamos allí. Os rescatamos de las llamas a ti y a Enol. Estábamos tan nerviosos que te creímos muerta. Nos equivocamos. Debimos huir deprisa porque los soldados de Leovigildo nos perseguían.

»Regresamos al norte a través de muchas peripecias, hacía sol porque se acercaba la primavera pero nuestro ánimo era oscuro. En el camino no hablábamos, cada uno de nosotros pensaba en cómo comunicaríamos a Aster tu muerte.

»Recuerdo la llegada a Ongar en un día lluvioso de primavera. Brigetia se acercó a recibir a Fusco, que en medio de su preocupación, sonrió. Él se retrasó con ella, yo proseguí mi camino. Al ver mi rostro apesadumbrado, Aster entendió que algo grave había sucedido. Durante días no quiso creerlo, me preguntaba una y otra vez los detalles. Después hablaba de ti como de algo sagrado y amable en su pasado. Fue entonces, en el poblado de Ongar, donde comenzó la leyenda. Decían que Aster había sido cautivado por una Jana de los arroyos, pero que él la había vencido y a Nicer le llamaron
“el hijo del hada”
.

»Con los años, los godos de nuevo comenzaron a hostigarnos, el paso del oeste, mal guardado por los luggones, que no habían accedido a que Aster construyese baluartes, permitía que los godos se introdujesen en Ongar y nos atacasen. En una de estas escaramuzas, persiguiendo a los godos hasta la meseta, fui atrapado con más montañeses. Me condujeron a Astúrica, y allí me vendieron como siervo a un terrateniente que buscaba mano de obra para sus campos en el sur. Llegué a la villa de un rico propietario de la Lusitania y, yo, que siempre he odiado la tierra, debí cultivarla. Fui siervo en una villa del sur donde había muchos más. Los siervos que, como bien sabes, casi no existen en las poblaciones libres del norte, forman parte de la vida de los godos. Muchos lo son por nacimiento, otros como yo, porque fueron apresados en la guerra. Es difícil que un siervo escape de los predios de su señor.

»Pasaron varios años. Intenté la fuga varias veces pero una y otra vez fui apresado y después azotado brutalmente Aún puedes ver las marcas del látigo en mi espalda. Cuando comenzaba a resignarme con mi suerte, el rey Atanagildo atacó a los bizantinos y ordenó a los nobles que se le uniesen, mi señor levó sus tropas, a las que añadió algunos siervos rústicos entre los que me encontraba yo. En el campo de batalla, el grupo que acaudillaba mi señor se situó junto a los soldados de Leovigildo. Al oír aquel nombre volvieron los recuerdos de la caída de Albión y de la muerte de Tassio. La noche previa a la batalla contra los bizantinos, coincidimos en el campamento con los hombres del duque Leovigildo. Los soldados hablaban de su señor, algunos de ellos habían participado en la campaña frente a los cántabros. Entre otras cosas, comentaron que todo el poder del duque Leovigildo provenía de haber conseguido un gran tesoro en el norte y de haberse desposado con la hija de Amalarico. Cuando repliqué que ella había muerto, me contradijeron. Me hablaron de ti, de una mujer de cabellos claros y de estirpe baltinga que vivía en Mérida. Entonces entendí mi error. La batalla contra los bizantinos fue dura, muchos murieron.

»Después logré escapar. Es mala cosa ser un siervo huido, pasé hambre y muchas fatigas que no nombraré. Entonces, un día, muerto de inanición y enfermo, me recogieron los monjes de Mássona junto a un camino a las afueras de Emérita. Al final, he cumplido el encargo de Aster y he llegado junto a ti.

Después de narrar la historia, a Lesso se le quebraba la voz por la fatiga. Le acompañé a su lecho, donde se acostó. Me retiré de su lado, no quería que me viese llorar. Ahora que el pasado se había abierto ante mí, las dudas me atenazaban. Si hubiera permanecido junto a Aster, las montañas habrían seguido libres, pues él era capaz de defenderlas. Hermenegildo hubiese vivido junto a su padre. Entonces una idea me calmó, no tendría a Recaredo, mi mozalbete pelirrojo, tan serio y tan fuerte. El pasado se había ido, no existía ya la posibilidad del retorno, como ocurría con las aguas del Anas, que eternamente se dirigían hacia el océano inmenso.

XXXVII.
En el palacio

Hermenegildo me ayudó desde el principio a curar al montañés, noté que Lesso le producía una gran curiosidad. Me gustaba dejarles a solas, quería que mi hijo conociese las cosas de los pueblos de Vindión y de su verdadero padre. Lesso le contaba a mi hijo historias del norte: de cómo cazaban ciervos y osos, de los pasos de las montañas bloqueados por las nieves. El montañés disfrutaba con mi hijo mayor, que fijaba en él sus ojos claros, casi transparentes, rodeados por largas pestañas negras, que parecían atravesar a quien miraba.

—¿Cuántos años tienes, muchacho?

—Ya, diez.

—¿Diez? Casi el mismo tiempo que hace desde que tu madre nos dejó.

Al decir estas palabras Lesso se detuvo y, pensativo, miró a Hermenegildo, quien no pareció darse cuenta de la expresión de los ojos de Lesso.

—Mi madre nunca habla del norte, los criados dicen que vino de allí. Que mi padre, Leovigildo, la rescató de la cautividad. Pero ella no habla del norte. A mí me gustaría saber qué pasó.

Hermenegildo estaba ansioso de conocer cosas, pero Lesso, prudente, no quiso hablar; el chico continuó:

—Los criados dicen que en el norte son paganos y hacen sacrificios humanos.

Lesso frunció el ceño y dijo despreciativo:

—¡Saben mucho los criados!

—Vamos, Lesso, cuéntame algo del norte.

Sin embargo, el montañés no contestó, los recuerdos del pasado le escocían aún como heridas mal cerradas.

—Dicen —prosiguió el chico— que mi padre, el duque Leovigildo, es un guerrero valiente, que destruyó el nido de los bárbaros del norte, que por eso el rey nuestro señor Atanagildo le premió con mi madre.

—Dicen muchas cosas. Y los que hablan no siempre saben lo que están diciendo.

Animado al escuchar una respuesta, Hermenegildo insistió:

—¿Desde cuándo conoces a mi madre?

—Desde siempre —contestó escuetamente Lesso.

—Dicen que es de un alto linaje, del más alto linaje que hay en estas tierras. Lucrecia dice que se parece a mi abuelo el rey Amalarico. ¿Lo conociste?

—No.

—Dicen que mi padre Leovigildo no es tan noble como ella, pero Leovigildo es muy valiente y la conquistó. Mi madre es sabia y sabe curar. Es extraña, casi nunca habla y, a veces, la he visto llorar. No hay otra mujer como ella. Dicen que me parezco a mi madre y Recaredo a mi padre.

—En eso aciertas —dijo Lesso—, tu hermano es un godo de la más pura raza y tú no.

Hermenegildo rió entonces, y dijo:

—Yo también lo soy. Soy godo de estirpe real y destrozaré a los bárbaros enemigos de mi raza y someteré a los hispanos. Seré un gran guerrero y derrotaré a los cántabros y a los astures… y echaré de estas tierras a las tropas imperiales.

Ante aquellas palabras de Hermenegildo, el montañés recordó el norte, las montañas, el verde valle de Ongar, la caída de Albión… y se entristeció. Se fijó en aquel muchacho de pelo oscuro, de cuerpo fuerte y elástico y amablemente le rogó:

—Déjame, muchacho, hoy quiero descansar. Otro día… en otro momento te contaré cosas y cuando me cure te enseñaré a luchar como luchan en el norte.

—¿De verdad?

—Sí, pero ahora… vete.

Hermenegildo se levantó, ensimismado salió al patio posterior. Una fuente cantaba y en el jardín la hierba brillaba verde, un peristilo rodeaba al atrio sostenido por columnas de capiteles corintios. Hermenegildo se introdujo en el cubículo que era su dormitorio y de un baúl sacó una pequeña espada de madera. Después atravesó el atrio y se dirigió a la calle, los dos soldados que guardaban la puerta le saludaron. Dando la vuelta al palacio de los baltos, enfiló la calle que acababa en el puente. Hacía calor. Bajo los arcos del puente y en la ribera del Anas, varios chicos jugaban a las guerras con espadas de madera. Al ver a Hermenegildo se detuvieron.

—¡Hermenegildo! ¿Dónde te escondes? Te hemos estado buscando. ¿Ya no te interesa la lucha?

—Sí, claro —contestó rápidamente mientras les sonreía amistosamente.

—¿Con quién vas? —le preguntaron.

—Me da igual… ¿quién pierde?

—Los de Antonio y Faustino.

—Voy con ellos.

Formaron dos bandos, tres a tres. Frente a Antonio y Faustino, hijos de unos libertos de la casa baltinga, jugaban Claudio y Walamir. Claudio, hijo del gobernador de la ciudad, un hispano romano de prestigio, descendía de la noble familia del emperador Teodosio. Su cabello era oscuro y sus rasgos rectos. Walamir era un muchacho godo de baja cuna, su padre era un espatario de Leovigildo, era muy fuerte y más desarrollado físicamente que los otros.

El juego consistía en atacar a los del equipo contrario con espadas de madera, cuando uno de los chicos era tocado en un lugar vital se retiraba del combate. Al final, se habían eliminado casi todos los chicos, Walamir y Hermenegildo seguían luchando. La lucha se había enconado, el que venciese daría el triunfo a su equipo. Walamir tenía el cabello pelirrojo y los ojos claros, era uno o dos años mayor que Hermenegildo. Este último, muy ágil, evitaba los golpes del otro pero, poco a poco, Walamir fue cercando a Hermenegildo contra la pared del arco del puente. Al oír los gritos, otros chiquillos más pequeños, entre ellos Recaredo, acudieron a ver el resultado del juego. Hermenegildo conseguía evitar los golpes de Walamir, y no luchaba mal: en un momento dado apuntó con la espada de madera muy cerca del corazón, pero Walamir consiguió evitar que le tocase. Finalmente, el hijo del espatario acorraló a Hermenegildo contra la pared, de tal modo que resbaló y cayó al suelo. Con la punta de la espada de madera le apuntó al gaznate.

—Vencido —dijo Walamir.

—De acuerdo, me rindo; pero la próxima vez te ganaré.

—¿Ah, sí? —Walamir se rió.

Recaredo se acercó a su hermano y le dio la mano para que se levantase.

—Nunca vas a ganar a Walamir, es mayor que tú —dijo sensatamente Recaredo.

—El hombre del norte, el herido a quien cuida madre, me ha prometido enseñarme a luchar.

—¿Dices en serio que te va a enseñar a luchar? ¡Qué suerte!

—Sí. Me lo ha prometido.

—Yo también quiero.

—No sé si querrá —dijo Hermenegildo dándose importancia—, tú eres pequeño.

Sonaron las campanas en las torres de las iglesias anunciando el mediodía. Era la hora de comer, los muchachos se dispersaron, unos yendo hacia las casas más nobles y otros hacia las de la servidumbre. Hermenegildo le contó a su hermano parte de las historias que le había relatado Lesso. Recaredo no cesaba de preguntarle a su hermano sobre las luchas del norte.

Días más tarde, los niños buscaban a Lesso, que había mejorado. Lo encontraron sentado conmigo cerca de la muralla contemplando el río Anas.

—Me recuerda el Eo —me decía—, pero aquí la luz es dorada y cálida y allí junto a Albión la luz era blanca y húmeda.

—No olvidas el norte.

—No —dijo él con añoranza.

—Yo tampoco —le confesé—, mis pensamientos siempre están allí. He vuelto a tener trances. Os vi atravesando las montañas, en el cauce del Deva. Vi que os atacaban los godos antes de regresar a Albión. Os vi descendiendo el Deva, y cómo Aster elevaba a Nicer al llegar a Ongar.

Lesso me miró sorprendido.

—Sí. Fue de esa manera.

No pude seguir. Corriendo por la escalera vimos subir hacia la muralla a Recaredo y a Hermenegildo, este último llegó antes que su hermano resollando por la subida.

—Madre, Lesso prometió enseñarme a luchar.

Le repliqué sonriente:

—Y los espatarios de Leovigildo… ¿no te enseñan lo suficiente?

—Dicen que en el norte tienen la «furia salvaje» y no los derrota ningún enemigo.

—¿Y tú tienes muchos enemigos aquí? —le dije pasando mi mano por su cabello; pero él se retiró. Ya era mayor y no le gustaba que lo acariciase.

—Walamir siempre me vence.

—Walamir tiene casi catorce años y tú tienes doce.

—Un hombre —dijo muy serio Hermenegildo— debe vencer a enemigos más fuertes que él.

Al oírle, Lesso y yo no pudimos por menos de echarnos a reír; me dirigí divertida a Lesso:

—¿Le podrás enseñar algo? ¿Te encuentras bien?

—Creo que sí le podría enseñar algunas cosas.

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