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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (63 page)

Aquél era el final de mi viaje, el lugar donde despediría a mis hijos. Los vi irse galopando, contentos de incorporarse a los jóvenes de la corte de Atanagildo, ahora serían espatarios, los que portan la espada del rey. Sabía que con el tiempo llegarían a los altos puestos palatinos para los que Leovigildo los había destinado. Lesso marchaba detrás de Hermenegildo. Me di cuenta de que no le quitaba ojo y comprendí que, en lo que estuviese en su mano, le protegería.

La servidumbre que me acompañaba tomó un camino hacia el este, hacia la villa romana que Atanagildo había donado a mi esposo. Braulio se acercó solícito, pero no hice caso, yo no podía dejar de mirar hacia atrás, al lugar donde Hermenegildo y Recaredo habían desaparecido.

La villa, antes de llegar a ella se extendían campos de viñedos y de cereal. Un gran portón de madera oscura y de hierro impedía el paso a los visitantes. Al abrirse el portón, enfilamos un camino ancho rodeado por cipreses y algún pino. Junto a mí en una mula cabalgaba Braulio, deseoso de aliviar el sufrimiento que se adivinaba en mi rostro al separarme de mis hijos. En mi carromato, Lucrecia refunfuñaba descontenta de vivir en el campo alejada de la corte, o por lo menos de los chismes y comadreos de la ciudad.

Más aún que el palacio de Mérida, de donde podía a menudo salir, la villa romana en el campo se transformó en una prisión, ajardinada y hermosa… pero cerrada. Además, añoraba a mis hijos. A menudo salía al camino y paseaba entre vides y olivos, entre campos de cereal donde corrían los conejos, hasta que llegaba a un lugar alto. Desde allí se veía el río Tajo, ahora lleno con las lluvias del otoño; más allá del río, elevándose hacia el cielo: la capital del reino de los godos, Toledo. En lo alto de la ciudad se alzaba el palacio de los reyes y yo miraba con insistencia hacia allí pensando en mis hijos. Alguna vez, algún guerrero salía a caballo por la muralla, y rodeaba el río hasta llegar al puente. Me esforzaba en distinguir quién era pensando que quizá fueran ellos, Recaredo o Hermenegildo, que se acercaban a verme; pero esto ocurrió en raras ocasiones. Ellos vivían en la corte goda, y disfrutaban de la vida palatina.

Leovigildo prácticamente no acudió nunca a la villa. Después de las cosechas se acercó a cobrar las rentas de sus siervos y entonces le supliqué que me permitiese regresar a Mérida, al palacio donde había vivido a mi llegada al reino de los godos, pero Leovigildo no quería concederme libertades.

Aquel año, en primavera, Hermenegildo cumplió los diecisiete años. Después de meses de separación, me conmoví al verlo. Sus rasgos eran recios y rectos, en su faz delgada iba creciendo una barba oscura sobre una boca pequeña, masculina e interrogadora, sus músculos se habían desarrollado; era un hombre fuerte, delgado y nervioso.

—En unos días partiremos, madre. Con la llegada del buen tiempo se inicia la campaña del norte. Sabrás que de nuevo el rey Atanagildo ha nombrado duque de los ejércitos a mi padre Leovigildo. Yo iré con él, venceremos a esos salvajes que practican sacrificios humanos y les daremos un buen escarmiento.

Acerqué mi mano a su hombro y le miré a los ojos, después suavemente con voz velada por la tristeza le dije:

—Hijo mío, recuerda que yo viví de joven con los que llamas salvajes. Sé prudente. Contigo irá Lesso, haz caso a lo que él te diga.

Él no entendió muy bien a qué me refería, la ilusión de la aventura y la entrada por primera vez en el campo de batalla le ocupaban toda la cabeza.

Entre las cosas que habíamos traído de Mérida, busqué las armas de mi padre Amalarico: un escudo hermoso con cinco capas, de hierro, bronce y plata, un casco con cimera y penacho de crines oscuras; la hermosa lanza, que sólo un hombre fuerte podía manejar. Después encargué una espada de la mejor armería de Toledo con doble hoja afilada.

El día de la partida del ejército, se me permitió acercarme a la corte y entregué a Hermenegildo los presentes en el ala del palacio real donde mis hijos moraban. Recaredo se admiró de la suntuosidad del regalo, él quería ir también a la guerra con su hermano, pero no se lo permitieron, no era más que un paje, un aprendiz de espatario en la corte.

Se organizó un desfile suntuoso, y fui invitada al lugar donde los reyes despedían al ejército que partía hacia el norte. En un estrado elevado, sombreado por estandartes y pendones, se sentaba la reina y a su lado Atanagildo. Él era casi un anciano, con largas barbas blancas y respiración fatigosa. Goswintha tendría algunos años más que yo, una cara imperiosa y decidida; su pelo era fosco y castaño y sus ojos eran claros. En el rostro de la reina pude ver restos de amargura. Con una de mis damas, Lucrecia, ascendí los escalones del estrado que me separaban de la reina, ella me acogió con un beso protocolario y me presentó al rey. Me hicieron sentar a su lado. Noté cómo Lucrecia sonreía a la reina, y adiviné que había alguna relación entre ellas. No muy lejos del estrado real y cerca de nosotras divisé a Recaredo, muy serio en su papel de paje, sosteniendo un pendón de gran tamaño. Recaredo era ya un adolescente de trece años, alto y corpulento. Desfilaron las tropas, las banderas y estandartes ondeaban al viento, precedidos por trompas y fanfarrias. La reina nombró en voz alta a los nobles, que provenían de lugares distantes de su reino. Cada vez que nombraba a una de las casas nobles, señalaba también el número y valor de los hombres que aportaban a la guerra. Al fin, desfilaron las huestes de la casa de Leovigildo.

Por los informes que constantemente me llegaban sabía que Hermenegildo era un buen luchador, pero al verle portando las armas de su abuelo Amalarico, flamante en su caballo, sentí orgullo. A la vez, temí por él, para mí era todavía un niño de escasa edad. Con él se iba lo único que me restaba de mi pasado. Dudé del Dios de Mássona, que ahora me quitaba lo que yo amaba. Hermenegildo me saludó con una inclinación de cabeza al pasar bajo el podio. Con un trote suave, cabalgaba al frente de una parte de la mesnada de nuestra casa, en ella iban Faustino, Antonio y Walamir. Recaredo, sin preocuparse de la presencia del rey y la nobleza, agitó el estandarte, despidiendo a su hermano y a sus amigos.

Más atrás presidiendo toda la marcha cabalgaba Leovigildo, duque y jefe supremo de la campaña del norte. En los últimos años su obesidad se había hecho más marcada, el pelo le dejaba la frente al descubierto y acentuaba su cara de águila deseando atacar. No me saludó al pasar, en cambio hizo una inclinación solemne de cabeza al pasar por delante del palacio real, donde Goswintha y Atanagildo supervisaban el desfile de las tropas.

XL.
Sueños del norte

Regresé a la villa junto al Tajo. A la primavera sucedió el verano, las vides se fueron llenando de uva, el trigo se tornó amarillo y después fue cosechado. Llegó el calor tórrido de agosto, que penetraba por todos los rincones de la casa. Más tarde, las gentes del campo se dispusieron para la vendimia.

Las pocas nuevas que se recibían del norte hablaban de victorias y derrotas. No veía a Recaredo, demasiado joven para salir solo de la corte. Me llené de incertidumbre, regresando mis trances y visiones.

En mis sueños, angustiosos, volví a ver a aquel guerrero que incluso sin armas inspiraba terror por su estatura gigantesca, el jefe de los orgenomescos al que llamaban Larus. Le distinguí luchando contra innumerables enemigos. Portaba un hacha de guerra, a su alrededor la lucha era encarnizada, y las huestes que le acompañaban iban cayendo. Le rodeaban decenas de soldados godos, él gritaba y gozaba saciando su rabia. Cuando el godo se presentaba de frente se ensañaba soltando golpes hacia delante, si el asalto le llamaba por su izquierda volvía su arma y golpeaba del revés. De pronto un adversario ardiente y seguro de su victoria, joven y muy ágil, le atacó por la espalda. Larus sin intimidarse dirigió su lanza hacia atrás. Sobresaltada me di cuenta de que el contrincante de Larus era Hermenegildo, quien sin vacilar se dirigió hacia el cántabro y le lanzó contra el casco una jabalina que atravesó su penacho sin herirle. El cántabro se enfureció de tal modo que hundió su hacha en el escudo del joven godo. En el aire resonó el ruido del escudo golpeado con todo el peso del arma. Pero el hacha estaba atrapada en la profundidad del escudo godo, entonces Hermenegildo hundió su espada sobre la mano del cántabro. La mano cayó al suelo amputada y se oyó un alarido de dolor, Hermenegildo aprovechó el momento para atravesar la garganta de Larus con su espada.

Se escuchó un gran alarido desde el campo de batalla.

—¡Larus!

—¡Larus ha muerto!

—Amaia caerá.

Entonces los cántabros, abrumados con la muerte de su jefe, se replegaron hacia una gran fortaleza situada detrás de ellos, lo hicieron de modo desordenado, gritando y gimiendo la pérdida de su capitán.

La fortaleza era Amaia, un enorme castro, mucho más grande que Albión, rodeado por una triple muralla, que daba tres grandes vueltas a las fortificaciones. Amaia estaba situada en una gran planicie donde acampaban las tropas godas. Detrás del castro se elevaban las montañas, altas y con las cumbres nevadas, a lo lejos oí el ruido de muchas aguas, una cascada cayendo con un ruido inimaginable; entonces me desperté.

La luz entraba en la habitación y se oía el agua de una tormenta de verano cayendo sobre el impluvio. Mi corazón latía precipitadamente al compás del sueño. Procuré calmarme. Decían que Leovigildo iba a regresar en unos días y yo temí su regreso, quizás era por ello por lo que soñaba con las guerras del norte, pero mi sueño había sido tan vivido que me costaba retornar a la realidad. Había sentido a mi hijo atrapado por aquel enorme guerrero. Desde semanas atrás no llegaban noticias fidedignas del norte.

Agotada entré de nuevo en una duermevela y regresé al norte.

Entraron en Ongar unos jinetes galopando de tal modo que los caballos parecía que se iban a desplomar de un momento a otro. A lo lejos se oían los cuernos de los vigías en la atalaya anunciando su llegada. Los hombres, las mujeres y los niños salieron a las calles.

Se oyó un rumor que fue creciendo por el poblado:

—Han cercado Amaia, la fortaleza de las llanuras. La entrada al oeste de Vindión está a punto de caer.

—Larus ha muerto.

Las gentes lloraban, abierto el paso en las montañas, el acceso a Ongar quedaba expedito para el enemigo godo. De la acrópolis central del castro emergió Aster. Un Aster de pelo cano y barba gris, pero con los ojos negros y brillantes; junto a él divisé a un joven de unos veinte años de mirada translúcida y cabello claro. Su boca se abría en una expresión decidida dejando entrever una blanca dentadura, todo su rostro expresaba fortaleza, en él destacaba una nariz recta y afilada. Comprendí que era Nicer.

Los jinetes se desplomaron literalmente de sus caballos en la entrada de la fortaleza de Aster.

—Hemos podido escapar de Amaia, un ejército godo innumerable ha cercado el baluarte de los orgenomescos. Ha caído Larus, y los hombres se han batido en retirada. Resisten dentro del castro de Amaia. Sólo tú, noble Aster, y los restos del oeste sois nuestra esperanza. Si el gran castro de Amaia cae, el paso oriental estará libre. No habrá ya defensa posible, nos convertiremos en esclavos de los godos.

Aster miró a Nicer, ambos de manera instintiva llevaron sus manos a las espadas, después ayudaron a los mensajeros a levantarse.

—¡Convocad al consejo! —gritó Aster.

Sonaron trompetas y una multitud se convocó en torno al recinto central del castro. Entonces distinguí a los que habían escapado conmigo desde Albión. Pude ver a Fusco y a Mehiar, a Rondal y a Tilego. Tocaron los cuernos de caza. Ante el estruendo de trompas y cuernos, todos los hombres salieron de sus casas, congregándose frente a la fortaleza de Aster.

—Ahora nos piden ayuda, pero antes en el Senado se rieron de ti y nos llamaron cobardes —dijo Bodecio, el pésico.

Aster pareció no oír lo que decían sus hombres, organizó la campaña sin detenerse un momento y envió emisarios a todos los lugares de los valles. El mensaje era único: todos los castros, todos los guerreros que se habían sometido a la
devotio
, todos los que rendían pleitesía a Aster eran convocados.

Una masa ingente de guerreros llenó el valle de Ongar con un solo grito:

—¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra al godo!

Aster levantó su lanza, el sol refulgió sobre su cota de malla y sobre su escudo, se colocó un antiguo
torque
al cuello que había pertenecido a su familia durante generaciones y habló a la multitud que le rodeaba.

—Si el castro sobre la llanura cae, será el fin de nuestras tierras. Lucharemos por nuestras costumbres y nuestras gentes. Hombres de las montañas, escuchad, venceremos al godo.

—¡Gloria a los pueblos cántabros!

Me desperté confusa, y quise recabar noticias de la guerra, envié a Braulio a Toledo, pero los informes que me trajo estaban atrasados y eran confusos. La campaña del norte se prolongaba, los soldados godos luchaban al oeste con los suevos, su rey Miro no claudicaba ante las tropas. Al este, los cántabros resistían, se hablaba de las hazañas de los montañeses de Vindión. Pronto se supo que Amaia había sido cercada y el nombre de Aster comenzó a conocerse en el sur. Decían que era un criminal que había azuzado a los bagaudas y que en sus tierras se realizaban sacrificios humanos.

Cruzaron rumores de que los cántabros habían detenido el cerco de Amaia. Llegaban las hazañas de mi hijo Juan, Hermenegildo, le llamaban todos; de su valor, su inteligencia, de cómo compartía triunfos con los mejores capitanes, pero yo seguía intranquila.

Las nuevas eran confusas, unos días nuestras tropas habían sido derrotadas y otros habían infligido un severo castigo al enemigo.

Volví a soñar con el norte.

Contemplé la ciudad amurallada de Amaia rodeada por incontables huestes. De su interior se escapaban lamentos de dolor, el humo de la cremación de cadáveres me recordó a Albión en tiempos de la peste. Entonces de las montañas descendieron innumerables jinetes a caballo, gritaban de modo espantoso. Eran los montañeses acaudillados por Aster. Las huestes godas se dispusieron para la batalla, disparaban flechas como nubes de langosta que cubrían a los asaltantes, ellos se protegían con escudos de bronce y piel, en los que se clavaban las flechas. Al llegar junto a los cercadores, los montañeses se dividieron en tres grupos: uno capitaneado por Aster, junto a quien cabalgaba Nicer, otro por Rondal, el último estaba formado por los luggones cuyo jefe era Gausón.

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