Goswintha salió del palacio. Ante todo el pueblo congregado, en lo alto de la escalinata que conducía a la entrada principal del palacio, Leovigildo dobló la rodilla y besó la mano de la viuda de Atanagildo en señal de deferencia. Ella sonrió con una sonrisa torcida. Yo me encontraba unos pasos más atrás de la reina, Leovigildo me ignoró posando una gélida mirada sobre mí. Después, se introdujeron en el palacio. Leovigildo tuvo tiempo de pasar su mano sobre el cabello de Recaredo y saludarle afectuosamente, expresando que había crecido y que era ya un hombre.
La reina y Leovigildo parlamentaron en una de las salas de palacio durante mucho tiempo. Por los criados supe que ella estaba muy irritada y que él procuraba calmarla. Al fin se supo que ambos habían llegado a un acuerdo, pero nadie sabía en qué consistía exactamente.
Unos días más tarde, Leovigildo se acercó a mis aposentos. Me comunicó que yo permanecería en la corte de Toledo y que estaría permanentemente vigilada.
—En este reino —afirmó Leovigildo— solamente hay una reina, la reina Goswintha; pero aún hay partidarios de los antiguos baltos; por ellos, te respetaremos y te trataremos con honor. Procura corresponder al honor que se te otorga. Posiblemente yo alcanzaré el trono y tú… tú serás reina pero no actuarás nunca como tal.
Recaredo escuchó las palabras que me dirigía su padre. Frunció el ceño, pero no se enfrentó abiertamente a Leovigildo. Mis habitaciones fueron custodiadas por la guardia real, no se permitía el acceso a nadie que no fuese plenamente autorizado por el rey. Mi único contacto con la corte era Recaredo.
Soñaba con el norte, veía a Aster preso en un carromato, la luz entraba entre las tablas. Cerca de él cabalgaban los godos, entre ellos Hermenegildo; con frecuencia se burlaban del caudillo cántabro. Hermenegildo le defendía, sentía una extraña compasión hacia el cántabro que estaba atado a los barrotes de la jaula, aherrojados con grilletes las manos y los pies. Junto a él, Mehiar y Tilego permanecían también apresados, únicamente atados al carro. Lesso les seguía de lejos.
Una noche, Lesso se acercó a la guardia que custodiaba el carromato, proporcionó a los soldados un odre de vino y consiguió emborracharles. Al alba se hallaban profundamente dormidos. Entonces, cortó las cuerdas de Mehiar y Tilego, y con su auxilio abrieron la jaula. Ayudaron a Aster a bajarse del carromato, pero sus pies apresados con grilletes hicieron un ruido metálico que despertó a algunos guardias.
—¡Huid! —dijo Aster—. Me ayudaréis más si sois libres.
Mehiar y Tilego no tuvieron más remedio que abandonar a Aster. Nadie dudó de Lesso, el fámulo de Hermenegildo. Sonaron las trompetas en el campamento y una gran cantidad de gente se reunió junto al carro. Aquella noche azotaron a Aster por haber intentado evadirse. Sentí el dolor de los latigazos.
Las huestes godas regresaron del norte. Desde la altura de la atalaya en el palacio real se distingue en lontananza una columna alargada de jinetes y hombres a pie, como un gran reguero de hormigas sobre una tierra ligeramente ondulada. Las colinas de color ocre y albero están parcheadas por pinceladas pardas de viñedos y olivares, a lo lejos la raña abierta y salpicada de encinas. Las tierras llanas pero desiguales finalizan en la quebrada del Tajo. El río discurre mansamente, siglos atrás rompió la piedra y formó murallones escarpados entre los que la tierra parda interrumpe el roquedo.
El camino alargado se extiende aún ante mi vista. En él, las columnas godas avanzan y, cuando el ejército se acerca al antiguo puente romano, distingo los pendones y estandartes. De entre todas las insignias se eleva la bandera de la casa de Leovigildo; tras el estandarte, Hermenegildo cabalga, erguido y orgulloso, con su cabello oscuro al viento bajo el casco de hierro. Después, al cruzar el puente, comienzo a escuchar un rumor de viento y aguas junto con el sonido de los cascos de los caballos sobre la piedra.
El ejército vuelve ufano, no han conquistado Amaia pero traen un buen botín y por todas partes se habla de la caída del jefe de los rebeldes. No se me permite salir del palacio sin guardia, pero entre la muchedumbre me escabullo de los que me custodian. Un olor a humanidad compacta me echa para atrás, no soy capaz de pasar entre el gentío apiñado para ver el regreso del ejército del norte. Desde hace días estoy más débil, intento pedirles que me dejen pasar pero nadie escucha mi voz, amortiguada por los ruidos del ambiente. Las gentes se arremolinan en torno a la cuesta de subida hacia el palacio propalando rumores.
—Han atrapado a uno de los caudillos del norte, un criminal y asesino. Ha sido apresado por el joven hijo de Leovigildo.
Redoblan los tambores, las trompas emiten un sonido fuerte y a la vez melancólico. El ejército enfila la calle estrecha que asciende hasta el palacio de los reyes godos.
Seguí de lejos a la comitiva, detrás de la multitud. Al frente de las mesnadas sube Hermenegildo, sujeta las riendas del caballo con un brazo herido, pero sonríe con una expresión alegre y abierta. Aquellos meses de lucha le han fortalecido, sus espaldas son anchas y la cara curtida por el viento del norte. La multitud me arrastra hasta el palacio.
Alcancé los arcos de entrada bajo el solio real. Allí, Hermenegildo desmontó y me distinguió entre la multitud. Noté su abrazo con un suspiro de alivio. Él ascendió al sitial de los reyes. Leovigildo se levantó al ver a su hijo mayor, triunfante con un gran botín de guerra. La reina Goswintha, junto a Leovigildo, hizo una señal de admiración e inclinó la cabeza. Recaredo saludó a su hermano con alegría, moviendo los brazos con aspavientos. Las jóvenes de la corte admiraban a Hermenegildo, el vencedor de los cántabros. Las gentes gritaron entusiasmadas. Me sentí orgullosa de él, al mismo tiempo me abrumaba una sensación premonitoria y la incertidumbre.
Mientras los soldados desfilaban hacia los patios interiores, Hermenegildo fue llamado junto a la reina, y él solicitó que yo me acercase a su lado. El desfile continuaba lentamente, y el resto de la comitiva cruzó los arcos de entrada al palacio, comenzaron a pasar los cautivos. Entonces dudé si mis visiones de los últimos días eran verdad o me engañaba. Quizás el prisionero del que se hablaba no fuera Aster. Había muchos hombres heridos y faltaban algunos de los que habían partido hacia el norte, hacía ya casi un año. Intenté distinguir a Lesso pero no estaba.
Y entonces le vi.
Entre el grupo de prisioneros, al frente, cargado de cadenas en el cuello y en los brazos, arrastrando cuerdas en los pies caminaba mi amor, aquel a quien yo había amado. Mi rostro se demudó, sentí que me fallaban las fuerzas. Portaba una larga barba y su cabello era canoso, pero toda su figura mostraba la misma nobleza y dignidad de antaño. Sin poderlo evitar, grité. Él, al oír mi voz, levantó sus ojos negros, que refulgían con el brillo de siempre. Sin verme, pero quizás intuyendo algo, levantó el brazo encadenado, sometido por las ataduras que su propio hijo le había puesto. Hermenegildo oyó mi grito y me miró sorprendido. Me apoyé en él para no caer al suelo.
—¿Qué ocurre? —habló Hermenegildo.
Las palabras se negaban a salir de mi garganta. Oí que se haría justicia con el hombre del norte, el que había resistido al empuje invasor de los godos.
Me sobrecogí de miedo y horror.
Creo que Hermenegildo mandó avisar al ama Lucrecia y a su hermano Recaredo. Leovigildo y Goswintha, ajenos a lo que me ocurría, supervisaron el paso de la tropa.
—Vuestro hijo es un gran guerrero, ha atrapado al caudillo de los cántabros —oí la voz de Lucrecia a mi lado.
—Sí —dije yo al fin en una voz casi inaudible—. Lo es.
—¿No os alegráis?
Las lágrimas corrían por mi rostro. No era capaz de detenerlas. No me tenía en pie; desde días atrás estaba muy débil. A menudo se me dormían las piernas y las manos, observé en mis uñas una marca blanca. Algo estaba ocurriendo que no lograba entender y la angustia al ver a Aster había incrementado mi mal. Lucrecia me sostuvo para que no cayese. Recaredo se acercó, él, que me conocía bien, intuyó que algo grave me ocurría. Entre Recaredo y Lucrecia me condujeron a mis aposentos.
Continuamente me preguntaban sobre mi mal y yo no podía contestar por el dolor. Al atardecer, me acerqué a la ventana intentando aspirar aire. El día fue cayendo, en el horizonte asomó una luna grande y menguante. Con esfuerzo me levanté y llegué hasta la puerta. Los guardas no me dejaron pasar, tenían órdenes de impedir que saliese. Yo sólo pensaba en Aster, apresado y cercano, más cercano que nunca lo hubiese estado en los últimos años. Comencé a meditar en mi extraña debilidad, yo nunca había sido una mujer enfermiza. Algo ocurría, yo no era útil ya a los planes de Leovigildo y era un obstáculo para Goswintha.
A lo lejos se escuchan las fanfarrias y la música de la fiesta. La ciudad de Toledo celebra el regreso de sus soldados. Pasaron las horas, la luna seguía su camino en el cielo.
Entonces escuché pasos. Dos personas, dos hombres con espuelas se aproximaban. Discutieron con los guardias de la puerta que al fin les abrieron el paso. Eran Hermenegildo y Lesso.
Al verles, me eché a llorar; me abracé a Hermenegildo.
—¡Madre! ¿Qué ocurre? ¿No estás orgullosa de mí? He vencido en muchos combates. He atrapado al enemigo de los godos. Será ajusticiado.
—No —le interrumpí—. No sabes lo que dices. Ese hombre no puede morir. Es tu…
Entonces me detuve, contemplé a Hermenegildo con las armas de su abuelo Amalarico, con sus cabellos largos y la barba al estilo godo. Orgulloso de ser quien era. Me fallaron las fuerzas.
—Lesso. Ayúdame tú. Dile a Hermenegildo quién es ese hombre.
—Jana —dijo Lesso—. Vieja amiga. Yo no lo sé todo. Si es verdad lo que me sospecho, eres tú quien debe hablar con él.
Entonces hablé pero sólo pude decir parte de la verdad.
—Mira, hijo mío, ese hombre fue mi primer esposo, tuve otro hijo con él, tu hermano Nicer. Siempre le he amado. Necesito verle. Hablar con él. ¡Hay que salvarle!
Contemplé la faz de Hermenegildo, dolida, él se sentía godo de pura sangre, no podía entender que yo hubiese estado unida a un hombre despreciable desde su punto de vista. Comprendí que no era el momento de desvelar el pasado. El destino dispondría cuándo este hijo mío conocería la verdad, cuándo estaría maduro para asumirla.
—Madre, ese hombre es un criminal —dijo Hermenegildo—. Nadie puede salvarle.
—No me dejan salir. Estoy presa en esta corte.
—No, no estás presa, estás vigilada. Entiendo a mi padre Leovigildo, no puede permitir que hagas lo que hiciste en Mérida. Leovigildo, mi padre, va a ser proclamado rey y la reina serás tú. No puedes atender a los pordioseros como hacías en Mérida con Mássona.
—Pero hay más —dije yo—. Alguien quiere matarme.
Entonces le enseñé mis manos. Mi cara debía mostrar los rasgos de la locura.
—Estás fuera de ti. Nadie quiere matarte. La visión de ese hombre del norte te ha alterado.
—¡Ayúdame! Ayúdame, hijo mío, a llegar hasta él. No me importa otra cosa.
Hermenegildo miró a Lesso, intentando que él le ayudara a hacerme entrar en razón, Lesso sugirió:
—Debes ayudar a tu madre. Lo que dice es verdad. Ella ha sufrido mucho. Ese hombre no es un criminal. Es el más grande caudillo del norte.
—¡Estáis todos locos!
Pero Hermenegildo estaba muy conmovido ante mis lágrimas.
—Está bien. No hay guardia que no pueda ser comprada.
Esa noche, cuando la luna había desaparecido del cielo, escoltada por Hermenegildo y Lesso, me acerqué a la prisión donde Aster había sido conducido. Con varios sueldos de oro, Hermenegildo compró a la guardia. Despacio descendí por las escaleras que bajaban hasta el calabozo. Les pedí que aguardasen fuera.
Se abrió la puerta, y penetré en el interior. Sola. Mi cabello plata y oro brilló bajo la luz de las antorchas. Las fuerzas me fallaban.
Encadenado, sucio y herido se hallaba mi amor. Me miró como si despertase, como si yo fuese una ilusión de su mente.
—Aster —murmuré suavemente.
—Jana —dijo él, como en un sueño—. Te fuiste en una noche de luna y regresas en una noche de negra oscuridad. Te creí muerta. Te traicioné.
—No —dije yo—, en tu corazón no hay cabida para la traición. Sé todo lo ocurrido y nada importa ya.
Yo comencé a sollozar.
—Vas a morir.
Intentó acercar su mano a mis cabellos pero los brazos estaban amarrados a la pared por unas largas cadenas. Me aproximé a él y dejé que me acariciase el pelo, después lo abracé. Él me tocaba como si yo fuese una aparición, queriéndome hacer real.
—No existe la muerte… —musitó y después siguió hablando—: ¡Qué hermosa eres! No he podido olvidarte ni un segundo. Eres hermosa, hermosa y buena.
Entonces lloré aún más fuerte, las lágrimas manaban por mi rostro y no las aparté. Él intentó atraparlas, pero las cadenas le retenían.
—¡Oh! ¡Aster! Ya no podré salvarte. Esta vez no podré.
—Estoy otra vez junto a ti… y eso me basta. Mi pueblo sigue libre en el norte. Me han cogido a mí, pero a ellos no podrán. A Nicer tampoco.
—Nicer. Dime cómo es, cómo está.
Él sonrió con aquella expresión suya firme y serena que me aliviaba las penas del corazón.
—Le llaman el Hijo del Hada, creen que su madre fue una Jana de los arroyos. Quizá tengan razón. Fuiste un hada para nosotros.
—Por mí destruyeron Albión.
—Tú fuiste la piedra de toque, Albión cayó porque estaba corrupta, en Ongar nuestro pueblo se rehizo. Ya no moramos en castros sino en los valles protegidos por fortalezas en lo alto de los riscos. Los huidos de Albión en Ongar abrazamos la única fe. Mailoc nos bautizó.
Sus palabras eran rápidas, como queriendo resumir en unas frases los años de separación. Una gran añoranza del pasado, de lo perdido me llenó.
—Querido Aster —dije yo—, hubiéramos sido felices.
—Ése no era nuestro destino. ¿Recuerdas? Tú eres el reflejo de la luna sobre el agua en una noche oscura… Yo soy el agua oscura. El brillo de la luna desaparece con facilidad cuando el viento mueve el agua o cuando amanece. Somos como el águila y el salmón. Venimos de mundos diferentes. Nada nos une.
Yo sabía que eso no era cierto, muchas cosas nos unían a Aster y a mí.
—No, Aster, nos unen muchas cosas, nos une Nicer y hay algo que no conoces.