—¿Nos escuchaba alguien?
—Estoy seguro.
—No es la primera vez que tengo la impresión de que alguien espía nuestras conversaciones.
El conde volvió a ocupar su puesto detrás de ella. El calor se hacía a cada instante más pesado. De pronto la ciudad empezó a vibrar a los sones de las mil campanas que tocaban al ángelus. Angélica se persignó devotamente y murmuró la oración a la Virgen. La marea sonora persistió durante un largo instante. Angélica y su marido, sentados cerca de la ventana abierta, no pudieron cambiar una palabra y permanecieron silenciosos. Esa intimidad, cuyas ocasiones se hacían allí día a día más frecuentes entre ellos, conmovió profundamente a Angélica. «No sólo su presencia no me disgusta, sino que soy feliz —se decía asombrada—. Si volviese a besarme, ¿me desagradaría?» Como hacía un rato, durante la visita del arzobispo, notaba la mirada de Joffrey sobre su blanca nuca.
—No, querida, no soy un mago —murmuró el conde—. Tal vez haya recibido algún poder de la naturaleza; pero, sobre todo, he querido aprender… ¿Comprendéis? —siguió diciendo en tono cariñoso que le encantó—. Tenía sed de aprender todas las cosas difíciles: las ciencias, las letras y también el corazón de las mujeres. Me he inclinado con deleite sobre ese misterio encantador. Se cree que detrás de los ojos de una mujer no hay nada, y se descubre un mundo. O bien uno se figura un mundo, y no descubre nada… más que un cascabel. ¿Qué hay detrás de tus ojos verdes, que evocan las candidas praderas ingenuas y el océano tumultuoso?
Angélica le oyó moverse, y la suntuosa cabellera negra se deslizó sobre sus hombros desnudos como un plumón tibio y sedoso. Se estremeció al contacto de sus labios, que su nuca inclinada esperaba inconscientemente. Con los ojos cerrados, saboreando aquel beso largo, ardiente, Angélica sintió llegar la hora de su derrota. Entonces, temblando, todavía esquiva, pero subyugada, había de venir, como las demás, a ofrecerse al abrazo de aquel hombre misterioso.
Pasado algún tiempo, Angélica volvía de un paseo matinal por las orillas del Garona. Gustaba de montar a caballo, y a ello dedicaba siempre algunas horas tempranas, cuando aún hacía fresco. Joffrey de Peyrac la acompañaba muy pocas veces. Al contrario que a la mayoría de los señores, la equitación y la caza no le interesaban. Hubiera podido creerse que temía los ejercicios violentos, si su reputación de esgrimidor no hubiese sido casi tan notoria como su reputación de cantante. Los movimientos que ejecutaba, a pesar de su pierna inválida, eran, se decía, milagrosos. Se ejercitaba todos los días en la sala de armas del palacio, pero Angélica nunca le había visto esgrimir.
Ignoraba todavía muchas cosas acerca de él, y a veces, con súbita melancolía, evocaba las palabras que el arzobispo le había murmurado el día de su boda: «Entre nosotros, habéis elegido un marido harto curioso.» Así, después de un aparente acercamiento, el conde parecía haber vuelto, respecto de ella, a la actitud deferente pero distante que afectaba en los primeros tiempos. Lo veía muy poco y siempre en presencia de invitados, y se preguntaba si la tumultuosa Carmencita de Merecourt no tendría algo de responsabilidad en tal alejamiento.
En efecto, después de un viaje a París, la dama en cuestión había vuelto a Toulouse, donde su exaltación soliviantaba a todo el mundo. Esta vez se afirmaba muy seriamente que el señor de Merecourt la iba a encerrar en un convento. Si no llevaba a la práctica su amenaza, era por razones diplomáticas. Continuaba la guerra con España, pero el señor de Mazarino, que desde hacía tiempo procuraba negociar la paz, recomendaba que nadie hiciese nada que pudiera envenenar las susceptibilidades españolas. La bella Carmencita pertenecía a una gran familia madrileña. Las fluctuaciones de su vida conyugal tenían, pues, mayor importancia que las batallas campales de Flandes, y en Madrid se sabía todo, porque, a pesar de la ruptura de las relaciones oficiales, mensajeros secretos revestidos de disfraces diversos: monjes, buhoneros o mercaderes, no cesaban de atravesar los Pirineos. Carmencita de Merecourt desplegaba en Toulouse su vida excéntrica, y Angélica estaba inquieta y dolida. A pesar de la compostura mundana adquirida merced al contacto con aquella sociedad brillante, en el fondo seguía siendo sencilla como una flor del campo, rústica y suspicaz. No se sentía dotada para luchar contra una Carmencita, y se decía, a veces, con el corazón mordido por los celos, que la española se adaptaba mejor que ella al carácter original del conde de Peyrac. Sólo en el dominio de las ciencias sabía que era la primera mujer ante los ojos de su marido.
Precisamente aquella mañana, al acercarse al palacio con su escolta de pajes, señores galantes y algunas amigas jóvenes de que gustaba rodearse, divisó de nuevo, detenida ante el pórtico, una carroza con las armas del arzobispo. Vio bajar de ella una alta y austera figura vestida de sayal y después un señor muy adornado de cintas y con la espada al costado, que parecía hablar con fanfarronería porque desde lejos le llegaba su voz dando órdenes a gritos o lanzando insultos.
—A fe mía —dijo Bernardo de Andijos, que seguía siendo uno de los fieles seguidores de Angélica—, paréceme que ahí tenemos al caballero de Germontaz sobrino de monseñor… ¡Guárdenos el cielo! Es un bruto, y el peor de los necios que conozco. Si queréis mi consejo, señora, paseemos por los jardines para evitar su encuentro.
El grupo de jinetes volvió hacia la izquierda y, después de haber dejado los caballos en la cuadra, se dirigió al naranjal, que era un lugar muy agradable rodeado de surtidores. Pero, apenas los invitados se habían sentado para tomar una pequeña colación de frutas y bebidas heladas, vino un paje a decir a Angélica que el conde de Peyrac la llamaba. En la galería de entrada encontró a su marido en compañía del caballero y del monje que acababa de llegar.
—He aquí al abate Bécher, el distinguido sabio de quien monseñor nos habló —le dijo Joffery—, y también te presento al caballero de Germontaz, sobrino de su excelencia.
El monje era alto y magro. Sus cejas prominentes ocultaban unos ojos muy juntos, de mirada un tanto desigual, que ardían con lumbre febril y mística. El largo cuello flaco, de tendones salientes, parecía escaparse del sayal. Su compañero era el vivo contraste de su figura austera. Tan alegre y despreocupado y apegado a la buena vida como consumido estaba el otro por la mortificación, el caballero de Germontaz tenía el rostro florido y, para sus veinticinco años, una obesidad ya muy respetable. Una opulenta peluca rubia jugueteaba sobre su casaca de raso azul adornada con blondas de cintas de color de rosa. Su
rhingrave
era tan amplio y sus encajes tan abundantes, que su espada de caballero parecía una incongruencia.
Barrió el suelo ante Angélica con la pluma de avestruz de su ancho sombrero de fieltro y le besó la mano, pero al enderezarse le lanzó una mirada tan osada que se sintió ofendida.
—Ahora que mi mujer está aquí, podemos ir al laboratorio —dijo el conde de Peyrac.
El monje dio un respingo y dejó caer sobre Angélica una mirada de sorpresa.
—¿Debo comprender que la señora va a entrar en el santuario y asistir a conversaciones y experimentos a los cuales tenéis a bien asociarme?
El conde hizo una mueca irónica y miró a su invitado con insolencia. Sabía cuánto impresionaba su modo de expresarse a quienes lo veían por primera vez, y se divertía con malicia.
—Padre mío, en la carta que dirigí a monseñor y en la cual consentía en recibiros, según el deseo que él me había expresado varias veces, le decía que no se trataría, en cierto modo, más que de una visita, y que a ella podrían asistir personas de mi elección. Y él ha puesto a vuestro lado al señor caballero para el caso en que vuestros ojos no alcanzasen a ver todo lo que se desea que vean.
—Pero, señor conde, no ignoráis que la presencia de una mujer está en contradicción absoluta con la tradición hermética, la cual asegura que no puede obtenerse resultado alguno entre fluidos contrarios…
—Habéis de saber, padre, que en mi ciencia los resultados son siempre fieles y no dependen del humor ni de la calidad de las personas que están presentes…
—¡Eso me parece muy bien! —exclamó el caballero con aire regocijado—. No oculto que siento más afición por una hermosa dama que por viejos frascos y potes. Pero mi tío se ha empeñado en que acompañe a Bécher para que vaya instruyéndome en los deberes de mi nuevo puesto. Sí, mi tío va a comprar para mí el puesto de gran vicario en tres obispados, pero es un hombre terrible. No me lo concede sino con una condición: que me ordene de sacerdote. Confieso que hubiera preferido prescindir de las órdenes y quedarme con los beneficios.
Hablando así, el grupo se dirigió hacia la biblioteca, que el conde quería mostrarles de antemano. El monje Bécher, para quien esta visita era la realización largo tiempo esperada de un antiguo deseo, hacía muchas preguntas a las cuales Joffrey de Peyrac respondía con resignada paciencia. Angélica iba detrás, escoltada por el caballero de Germontaz. Este no perdía ocasión de rozarla y de dirigirle miradas provocadoras. «Está verdaderamente mal educado —pensó—. Parece un cochinillo cebado y adornado con flores y encajes para la cena de fin de año.»
—Lo que no comprendo —dijo Angélica en alta voz— es qué relación puede tener una visita al laboratorio de mi marido con vuestro nuevo puesto eclesiástico.
—Yo tampoco, lo confieso, pero mi tío me lo ha explicado detalladamente. Al parecer, la Iglesia es menos rica y poderosa de lo que se cree y, sobre todo, lo que debiera ser. Mi tío se queja también de la centralización del poder del rey en detrimento de los Estados, tales como el de Languedoc. Poco a poco van quitando atribuciones a las asambleas de la Iglesia y hasta al Parlamento local, del cual, como sabéis, es presidente. Las sustituyen con la autoridad del intendente provincial y de sus esbirros de la policía, de las finanzas y del Ejército. Y a esa invasión de los delegados irresponsables del rey mi tío quisiera oponer la alianza de los altos personajes de la provincia. Y como ve que vuestro marido va reuniendo una fortuna colosal sin que de ello se beneficien ni la ciudad ni la Iglesia…
—Pero, señor caballero, damos para todas las buenas obras.
—No es suficiente. El quisiera una alianza.
«Para ser discípulo del gran inquisidor —pensó Angélica— le falta disimulo. A menos que no esté recitando una lección muy bien aprendida.»
—En suma —repuso—, ¿monseñor estima que todas las fortunas de la provincia debieran entregarse en manos de la Iglesia?
—La Iglesia debe ocupar el primer lugar.
—¡Con monseñor a la cabeza! Predicáis muy bien, señor caballero. Ya no me sorprende que os destinen a la elocuencia sagrada. Felicitaréis en mi nombre a vuestro tío.
—Así lo haré, señora. Vuestra sonrisa es encantadora, pero creo que a vuestros ojos les falta ternura para mí. No olvidéis que la Iglesia sigue siendo la primera potencia, sobre todo en Languedoc.
—Veo que sois un aprendiz de vicario convencido, a pesar de vuestras cintas y encajes.
—La riqueza es un medio convincente. Mi tío ha sabido emplearla conmigo. Le serviré lo mejor que pueda.
Angélica cerró bruscamente el abanico. Ya no la asombraba que el arzobispo confiase en su bien alimentado sobrino. A pesar de sus caracteres opuestos, su ambición era la misma.
En la biblioteca, cuyos postigos mantenían la penumbra, alguien se movió y se inclinó casi partiéndose en dos a su llegada.
—¿Qué hacéis aquí, maese Clemente? —preguntó Joffrey con un matiz de sorpresa en la voz—. Nadie entra aquí sin mi permiso, y no creo haberos dado la llave.
—Perdonadme, señor conde. Estaba haciendo en persona la limpieza de esta habitación, pues no quiero confiar el cuidado de estos libros preciosos a un grosero sirviente —y recogiendo con apresuramiento trapos, cepillos y escabel, se marchó haciendo exageradas reverencias.
—Decididamente —suspiró el monje—, voy a ver aquí cosas harto extrañas: una mujer en un laboratorio, un lacayo en la biblioteca tocando con sus manos impuras los libros que contienen todas las ciencias… En fin, me doy cuenta de que todo ello no amengua en modo alguno vuestra fama. ¡Vamos a ver qué tenéis ahí!
Reconoció, ricamente encuadernados, los clásicos de la alquimia: el
Principio de la Conservación de los cuerpos o Momia,
de Paracelso; la
Alquimia,
del gran Alberto; la
Hermética,
de Hermann Couringus; la
Explicatione 1572,
de Tomás Eraste, y por fin, lo que lo colmó de contento, su propio libro
De la transmutación,
de Conan Bécher. Después de lo cual, satisfecho y confiado, siguió a su huésped.
El conde salió del despacho con sus invitados y los llevó hasta el ala donde se encontraba el laboratorio. Al acercarse vieron salir humo de una gran chimenea coronada por un codo de cobre con la apariencia del pico de un pájaro apocalíptico. Cuando llegaban ya muy cerca el aparato se volvió hacia ellos y mostró su boca, de la cual escapaba una columna de humo fuliginoso. El monje dio un salto atrás.
—No es más que una chimenea con veleta para activar el tiro de los hornos por medio del viento —explicó el conde.
—En mi casa, cuando hace viento, el tiro marcha muy mal —dijo el monje.
—Aquí sucede todo lo contrario, porque utilizo la depresión causada por el viento.
—¿Y el viento se pone a vuestro servicio?
—Exactamente, como cuando hace marchar un molino de viento.
—En un molino, señor conde, el viento hace dar vueltas a las aspas.
—En mi casa los hornos no dan vueltas, pero aspiro el aire, que así pasa a través de la lumbre y la aviva.
—El aire no lo podéis aspirar, puesto que está hecho en el vacío.
—Ya veis, señor, que mis hornos tienen un tiro infernal.
El fraile se santiguó tres veces antes de pasar el umbral detrás de Angélica y el conde, mientras el negro Kuassi-Ba saludaba solemnemente con su sable corvo, que volvió a envainar en seguida. En el fondo del vasto salón ardían dos hornos; otro, idéntico, estaba apagado. Delante de los hornos había extraños aparatos de cuero y hierro, así como tubos de barro y cobre.
—Son los fuelles de la fragua que empleo cuando necesito un fuego muy fuerte; por ejemplo, cuando tengo que fundir cobre, oro o plata —explicó Joffrey de Peyrac. Estantes de tablas corrían a lo largo de la sala principal. Estaban cargadas de tarros y frascos que lucían etiquetas marcadas con signos cabalísticos y cifras—. Aquí tengo una reserva de productos diversos: azufre, cobre, hierro, estaño, plomo, bórax, oropimente, rejalgar, cinabrio, mercurio, piedra infernal, vitriolo azul y verde. Enfrente, en esas bombonas, tengo óleo, aguafuerte y espíritu de sal. En el estante más alto veis mis tubos y vasijas de vidrio y de hierro vidriado, y más allá crisoles y alambiques. En la salita del fondo podéis ver trozos de roca aurífera, mineral de arsénico y diversas piedras de las cuales, fundiéndolas, se obtiene plata. Aquí tenéis plata
corné
de Méjico, que conseguí de un caballero español que volvía de allí.