—¡Oh, Joffrey —suspiró Angélica—, me parece que me voy a morir! ¿Por qué es cada vez más maravilloso?
—Porque el amor es un arte en el cual va uno perfeccionándose, querida amiga, y porque sois una discípula maravillosa…
Satisfecha, ahora buscaba el sueño acurrucándose junto a él. ¡Qué moreno parecía el rostro de Joffrey entre los encajes de la camisa…! ¡Y qué embriagador aquel olor a tabaco!
Unos dos meses más tarde, un grupito de jinetes que seguía a una carroza con las armas del conde de Peyrac subía un camino de cornisa hacia el poblado de Salsigne, en el Aude.
Angélica, a quien el viaje había encantado en un principio, empezaba a sentirse fatigada. Hacía calor y había mucho polvo. Sobre todo, el balanceo del paso de su caballo la había inclinado a la meditación: observaba sin complacencia al monje Conan Bécher, que, montado en una mula, dejaba colgar sus largas piernas y sus pies calzados con sandalias, y reflexionaba en las consecuencias del terco rencor del arzobispo. Por fin, como Salsigne evocaba para ella la silueta nudosa de Fritz Hauer, pensaba en la carta de su padre que el sajón le había entregado al llegar a Toulouse con su carro, su mujer y sus tres críos rubios, los cuales, a pesar del tiempo que llevaban ya en el Poitou, no hablaban más que un rudo
patois
germánico.
Angélica había llorado mucho al recibir la carta, porque su padre le comunicaba la muerte del viejo Guillermo Lützen. Escondida en un rincón había sollozado horas enteras. Ni siquiera a Joffrey le hubiera podido explicar lo que sentía y por qué se le hacía pedazos el corazón cuando recordaba el barbudo rostro del viejo, cuyos ojos severos habían sabido en otro tiempo ser tan suaves para con ella. Sin embargo, por la noche, su marido la acarició y mimó tiernamente, sin hacerle ninguna pregunta, y su pena se atenuó un tanto. El pasado era el pasado.
Pero la carta del barón Armando había hecho surgir menudos fantasmas con los pies descalzos y los cabellos llenos de paja, en los corredores del viejo palacio de Monteloup, donde en el verano las gallinas se ponían a la sombra. El barón se lamentaba también. La vida seguía siendo difícil, aunque todos tuvieron lo necesario gracias al comercio de los mulos y a las generosidades del conde de Peyrac. Pero el pueblo sufrió un hambre horrible, y esto, añadido a las exigencias de los cobradores de impuestos, había causado la rebelión de los habitantes de las ciénagas que, saliendo súbitamente de sus cañaverales, habían saqueado varios burgos y negádose a pagar el impuesto, después de dar muerte a los empleados y recaudadores de contribuciones. Fue preciso enviar a los soldados del rey y perseguirlos, pero ellos huían colándose como anguilas en los canales. Había muchos ahorcados en las encrucijadas de los caminos.
Angélica se dio cuenta de repente de lo que significaba ser una de las mayores fortunas de la provincia. Había olvidado aquel mundo oprimido, atormentado por el temor a las tasas y a las exacciones. ¿Es que, en el deslumbramiento de su felicidad y de su lujo, no se había hecho egoísta? ¿Acaso el arzobispo se habría mostrado menos molesto si hubiera logrado atraerla a sus buenas obras?
Oyó suspirar al pobre Bernalli.
—¡Qué camino! ¡Es peor que nuestros Abruzos! Vuestra hermosa carroza se va a hacer astillas. ¡Es un verdadero crimen!
—Os he suplicado que subáis al coche. Al menos hubiese servido de algo.
Pero el galante italiano protestó, no sin llevarse la mano a los doloridos ríñones.
—¡Por Dios, señora, un hombre digno de tal nombre no sabría arrellanarse en una carroza mientras una dama viaja a caballo!
—Vuestros escrúpulos son anticuados, mi pobre Bernalli. Ahora ya no se estilan tantas finuras. En fin, creo que empiezo a conoceros, y si sois como me lo figuro, bastará con que veáis nuestra maquinaria hidráulica moviéndose y echando agua para que se os curen todas las agujetas.
El rostro del sabio se iluminó.
—Verdaderamente, señora, ¿os acordáis de mi afición maniática por esa ciencia a la que llamo hidráulica? Vuestro marido no ha dejado de engolosinarme indicándome que había construido en Salsigne una máquina para elevar el agua de un torrente que corría por una garganta profunda. No hizo falta más para lanzarme de nuevo a los caminos. Me pregunto si no habrá descubierto el movimiento perpetuo.
—Os engañáis, amigo —dijo detrás de ellos la voz de Joffrey de Peyrac—. No se trata sino de un modelo que imita los arietes hidráulicos que he visto en China y que pueden elevar el agua ciento cincuenta toesas y aun más. Allá abajo están. Ya llegamos.
Bien pronto se encontraron en la orilla de un pequeño torrente y pudieron ver una especie de caja oscilante que daba vueltas en torno a un eje para proyectar periódicamente, en una hermosa parábola, un surtidor de agua a gran altura. Este surtidor volvía a caer en una especie de estanque, para bajar después por canales de madera. Un arco iris artificial nimbaba la maquinaria con sus reflejos multicolores. Angélica encontró muy lindo el ariete hidráulico, pero Bernalli pareció decepcionado y dijo con resentimiento:
—Ahí perdéis diecinueve vigésimos del caudal de vuestro torrente. ¡Esto no tiene nada que ver con el movimiento perpetuo!
—Me importaba un bledo perder caudal de agua y fuerza —observó el conde—. Lo que me interesa es tener agua a la altura que necesito, y ese pequeño caudal me basta para lavar mi roca aurífera triturada.
Dejaron para el día siguiente la visita a la mina. En la aldea encontraron alojamientos modestos, pero confortables, preparados por el regidor. Un carro había traído las camas y los cofres. Peyrac dejó la casa a disposición de Bernalli, del monje Bécher y de Andijos, que, naturalmente, era de la partida. El prefería el abrigo de una gran tienda de campaña con techo doble que había traído de Siria.
—Creo que hemos heredado de los cruzados la costumbre de acampar. Con este calor y en este país, que es el más seco de toda Francia, veréis, Angélica, que se está mejor en una tienda que en una construcción de piedra y adobe.
Llegado el atardecer, el conde saboreó el aire fresco de las montañas. Los paños de la tienda levantados dejaban ver el cielo enrojecido por el Poniente, y se oían en las orillas del río los cantos tristes y solemnes de los mineros sajones. Joffrey de Peyrac, contra su costumbre, parecía preocupado.
—¡No me gusta ese monje! —exclamó de pronto con violencia—. No sólo no comprenderá absolutamente nada, sino que lo interpretará todo con su mentalidad tortuosa. Hubiera preferido explicarme con el arzobispo, pero éste quiere un testigo «científico». ¡Ja, ja, ja, qué broma! Cualquiera valdría más que ese fabricante de rosarios.
—Sin embargo —protestó Angélica, un tanto escandalizada—, he oído decir que muchos sabios distinguidos eran también religiosos.
El conde contuvo a duras penas un gesto de impaciencia.
—No lo niego, y hasta voy más lejos. Diré que durante muchos siglos la Iglesia ha conservado el patrimonio cultural del mundo. Pero actualmente se está secando en la escolástica. La ciencia está entregada a iluminados dispuestos a negar los hechos que saltan a la vista, desde el momento en que no pueden encontrar una base teológica para un fenómeno que no tiene sino una explicación natural.
Se calló, y, atrayendo bruscamente a su mujer contra su pecho, le dijo una palabra que no había de comprender sino más tarde:
—A vos también os he elegido como testigo.
A la mañana siguiente el sajón Fritz Hauer se presentó para conducir a los visitantes a la mina de oro. Esta consistía en una gran excavación al pie del contrafuerte de Corbiéres. Una enorme extensión de terreno, de unas cincuenta toesas de largo y quince de ancho había sido removida, y su masa gris se convertía en trozos, con ayuda de cuñas de madera y hierro, que luego se cargaban en carros y se llevaban a las muelas.
Los pilones hidráulicos atrajeron particularmente la atención de Bernalli. Eran de hierro y madera, y oscilaban automáticamente cuando un cajón se llenaba de agua y perdía el equilibrio.
—¡Qué gasto de energía —suspiró Bernalli—, pero qué sencillez de instalación desde el punto de vista de la mano de obra! ¿Es otra de vuestras invenciones, conde?
—No he hecho sino imitar a los chinos, entre los cuales estas instalaciones existen, según me afirmaron, desde hace tres o cuatro mil años. Se sirven de ellas para descortezar el arroz, que es su alimento habitual.
—Pero ¿dónde está el oro en todo esto? —preguntó con razón el monje Bécher—. No veo más que un polvo gris y pesado, desde luego, que vuestros trabajadores sacan de esa roca verde y gris triturada.
—Luego veréis la transformación en la función sajona —dijo Joffrey de Peyrac.
El grupo pasó a un cobertizo sin paredes donde estaban instalados los hornos. Fuelles movidos cada uno por dos chicuelos enviaban un aliento ardiente y sofocante. Llamas lívidas que exhalaban un fuerte olor de ajo surgían a veces de las bocas abiertas de los hornos, dejando una especie de vapor fuliginoso y pesado que se depositaba en derredor, a modo de nieve. Angélica tomó en la mano un poco de aquella nieve y quiso llevársela a la boca, pues aquel olor a ajo la intrigaba.
Como un gnomo salido de los infiernos, un monstruo humano con delantal de cuero le dio un golpe violento en la mano para detenerla. Antes de que hubiese podido reaccionar, el gnomo aulló:
—
Gift gnadige Dame.
(Veneno, noble señora.)
Indecisa, Angélica se limpió la mano, mientras la mirada del monje Bécher se fijaba pesadamente en ella.
—En nuestra casa —dijo el monje— los alquimistas trabajan con careta.
Joffrey intervino:
—Entre nosotros, precisamente, no hay ningún alquimista, aunque todos estos ingredientes no sean, de seguro, buenos para comer, ni siquiera para tocar. ¿Hacéis la distribución de leche regularmente a toda vuestra compañía, Fritz? —preguntó en alemán.
—Las seis vacas llegaron aquí antes que nosotros, alteza.
—Está bien, y no olvidéis que no es para venderla, sino para beberla.
—No estamos necesitados, alteza, y además queremos seguir viviendo el mayor tiempo posible —dijo el viejo y jorobado contramaestre.
—¿Puedo saber, señor mío —preguntó Bécher—, qué es esa materia pastosa en fusión que veo en ese horno infernal?
—Es la misma arena pesada, lavada y después seca que habéis visto extraer de la mina.
—¿Y ese polvo gris es el que, según vos, contiene el oro? No he visto brillar en él la menor pepita, ni siquiera ahora mismo en las arenas lavadas que arrastra el agua.
—Sin embargo, es en realidad roca aurífera. Trae una paletada, Fritz.
El alemán hundió la pala en un enorme montón de arena granulada de color gris verdoso y de aspecto vagamente metálico. Con precaución, Bécher echó un poco en el hueco de la mano, la olió, la probó con la punta de la lengua y, escupiéndola violentamente, declaró:
—Vitriolo de arsénico. Veneno violento. Pero no tiene nada que ver con el oro. Además, el oro procede de la grava y nunca de la roca. Y la cantera que hemos visto no tiene un átomo de grava.
—Es exacto, distinguido cofrade —confirmó Joffrey de Peyrac, que añadió dirigiéndose al contramaestre sajón—: Si ha llegado el momento, añade el plomo.
Sin embargo, hubo que esperar aún bastante tiempo. La masa que estaba en el horno se ponía cada vez más roja, se fundía, hervía. Los pesados y blancos vapores continuaban saliendo y depositándose en todas partes. Cuando dejó de salir humo y las llamas disminuyeron, dos sajones con delantales de cuero trajeron en una carreta varios lingotes de plomo y los echaron en la masa pastosa. El baño se hizo del todo líquido y se apaciguó. El sajón lo removió con una larga vara. Se escaparon gruesas burbujas y después subió una especie de espuma. Fritz la sacó con enormes espumaderas y después volvió a mover el líquido. Por fin se inclinó sobre una abertura hecha en la parte baja de la cuba del horno. Retiró el tapón de arcilla que la obstruía, y empezó a salir de ella un chorrito plateado que cayó en las lingoteras preparadas de antemano. Curioso, el monje se acercó y dijo:
—¡Pero eso sigue no siendo más que plomo!
—Seguimos estando de acuerdo —confirmó Peyrac.
Pero de pronto el monje lanzó un grito estridente:
—¡Veo los tres colores! —Jadeaba y señalaba las irisaciones del metal al enfriarse. Le temblaban las manos y balbucía—: ¡La Gran Obra! ¡He visto la Gran Obra!
—El bueno del monje se está volviendo loco —observó Andijos, sin respeto hacia el hombre de confianza del arzobispo.
Con sonrisa indulgente, Joffrey de Peyrac explicó:
—Los alquimistas le dan mucha importancia a la aparición de «los tres colores» para la obtención de la piedra filosofal y la transmutación de los metales. No es más que un fenómeno sin importancia, análogo al del arco iris después de la lluvia.
Bruscamente el monje cayó de rodillas ante el marido de Angélica. Tartamudeando, le dio las gracias por haberle hecho asistir a «la obra de su vida». Molesto ante aquella manifestación ridicula, el conde dijo secamente:
—Levantaos, padre. Aún no habéis visto nada, precisamente, y vais a poder daros cuenta por vos mismo. Aquí no hay piedra filosofal ninguna, y lo lamento por vos.
Fritz seguía la escena con expresión de reticencia impresa en su rostro pigmentado de polvo.
—¿Debo hacer la copelación delante de todos estos señores? —preguntó.
—Haced como si no estuviera presente más que yo.
Transportaron el lingote hasta un horno pequeño instalado sobre una fragua ya muy roja. Los ladrillos del horno formaban una especie de crisol abierto y eran muy blancos, ligeros y porosos. Estaban fabricados con huesos de animales cuyos cadáveres amontonados cerca de allí exhalaban un hedor intenso que, mezclado con los olores a ajo y a azufre, hacía la atmósfera casi irrespirable. Al ver los huesos, el monje Bécher, rojo como estaba por el calor y la excitación, se puso lívido y empezó a santiguarse y a murmurar exorcismos. El conde no pudo menos que reírse y dijo a Bernalli:
—Ved el efecto que nuestros trabajos le producen a este sabio moderno… ¡Cuando pienso que la copelación sobre ceniza de huesos era un juego de niños en tiempo de los romanos y los griegos!
Sin embargo, Bécher no se apartó del terrorífico espectáculo. Muy pálido y pasando las cuentas del rosario, permaneció con los ojos fijos en los preparativos del sajón y sus ayudantes. Uno de ellos añadía ascuas a la forja y el otro movía el fuelle de pedal. A medida que el plomo se iba fundiendo caía en el centro del crisol. Cuando todo se hubo fundido, forzaron aún más el fuego, y el plomo empezó a echar humo. A una señal del viejo Fritz apareció un muchachito trayendo un fuelle cuyo cabo estaba enchufado en un tubo de tierra refractaria y se puso a soplar sobre la roja superficie del metal.