Angélica sintió un pinchazo en el corazón, como si tales palabras la privasen de un bien precioso Dándose cuenta de que su marido la observaba con atención se esforzó por tomar un aire indiferente. El sonrió.
—Son el único fin de mi vida, fuera del placer de conquistaros —agregó haciendo una profunda reverencia cortesana.
—No soy rival de vuestras redomas y crisoles —dijo Angélica tal vez demasiado vivamente— Sin embargo, os confieso que las palabras de monseñor han despertado en mi cierta inquietud.
—¿De veras?
—¿No habéis sentido en ellas una amenaza oculta?
El conde no respondió inmediatamente. Apoyado en la ventana, miraba pensativo los tejados planos de la ciudad, apretados unos contra otros hasta formar con sus tejas redondas un inmenso tapiz de colores variados que iban del trébol a la amapola. A la derecha, la alta torre de Assézat con su linterna, decía de la gloria de los traficantes en hierba pastel, cuyos campos se extendían por los alrededores. La hierba pastel, cultivada en abundancia, era desde hacia siglos la única materia colorante natural y había hecho la fortuna de los burgueses y comerciantes tolosanos. Como su marido no hablaba, Angélica volvió a sentarse en su sillón Un negrito colocó junto a ella el cestillo en que se mezclaban los hilos brillantes de su labor de tapicería El palacio estaba tranquilo aquella mañana después de la fiesta de la víspera. Angélica creyó que se encontraría a solas frente al conde de Peyrac en la comida del mediodía, a no ser que invitase ella al inevitable Bernardo de Andijos
—¿Habéis observado —dijo de pronto el conde— el arte del señor gran inquisidor? Empieza por hablar de la moral, subraya al pasar las orgias del palacio del
Gay Saber,
hace alusión a mis viajes y de ahí nos lleva hasta Salomón. En resumen, de pronto descubrimos esto: que el señor barón de Fontenac, arzobispo de Toulouse me pide que reparta con él mi secreto de la fabricación del oro, y si me niego a ello, me hará quemar como brujo en la plaza de las Salinas
—Esa es precisamente la amenaza que he creído adivinar —di]o Angélica espantada— ¿Creéis que se figure verdaderamente que tenéis tratos con el diablo?
—¿Eh? No. Eso se lo deja a su ingenuo Becher El arzobispo tiene una inteligencia demasiado positiva y me conoce demasiado bien. Pero esta persuadido de que poseo el secreto de multiplicar científicamente el oro y la plata. Quiere conocerlo para poderlo utilizar también
—¡Es un ser abyecto! —exclamó la joven— Eso que parece tan digno, tan lleno de fe, tan generoso
—Lo es. Su fortuna la usa en buenas obras. Sostiene el cuartel de incendios, el asilo de niños expósitos, ¡que se yo cuantas cosas! Está dedicado al bien de las almas y siente la grandeza de Dios. Pero su demonio es el de la dominación. Echa de menos el tiempo en que era único dueño de una ciudad y hasta de una provincia; en que él, arzobispo, báculo en mano, dispensaba la justicia, castigaba, recompensaba. Y cuando ve alzarse frente a su catedral la influencia del palacio del
Gay Saber,
se rebela. Si las cosas continúan así, dentro de unos cuantos años será el conde de Peyrac, vuestro marido, mi querida Angélica, quien domine a Toulouse. El oro y la plata dan el poder, y he aquí que el poder está cayendo ahora en manos de un subdito de Satán… Entonces monseñor no vacila. Repartimos el poder o…
—¿Qué sucederá?
—No os asustéis, amiga mía. Aunque las intrigas de un arzobispo de Toulouse puedan sernos funestas, no veo por qué hemos de llegar a tal extremo. Ha descubierto su juego. Quiere tener el secreto de la fabricación del oro. Se lo entregaré con mucho gusto.
—¿Lo poseéis, pues? —murmuró Angélica abriendo mucho los ojos.
—No confundamos. No poseo ninguna fórmula mágica para crear oro. Mi fin no es tanto crear riquezas como hacer trabajar a las fuerzas de la naturaleza.
—Pero ¿eso no es de por sí una idea un poco herética, como dice él?
Joffrey se echó a reír.
—Veo que os ha catequizado muy bien. Empezáis a enredaros en la telaraña de sus argumentaciones especiosas. ¡Ay! Reconozco que es difícil ver claro. La Iglesia de los siglos pasados no excomulgaba a los molineros que movían sus molinos gracias al viento o al agua, o merced a sus ruedas o sus aspas. Pero la Iglesia de hoy se alzaría contra mí si intentase construir en una altura de los alrededores de Toulouse el mismo modelo de bomba de vapor de agua condensada que he hecho instalar en vuestra mina de Argentiére. Sin embargo, porque ponga un recipiente de vidrio o de barro sobre el fuego de la forja no se va a meter dentro Lucifer…
—Tengo que reconocer que la explosión de hoy ha sido terrible para mí. Monseñor estaba muy alterado, y creo que su alteración era sincera. ¿Lo hicisteis a propósito para ponerlo fuera de sí?
—No. He tenido un descuido. Dejé secar demasiado una preparación de oro fulminante obtenida de oro laminado y agua regia y precipitada después con amoníaco. No hubo en tal preparación nada de generación espontánea.
—¿Qué es ese producto al que llamáis amoníaco?
—Un producto que los árabes fabricaban ya hace siglos, y al que llaman
álcali volátil…
Un sabio monje español amigo mío me envió hace poco una bombona. En rigor, yo podría fabricarlo aquí mismo, pero el proceso es largo, y para adelantar mis investigaciones prefiero comprar los productos que necesito ya preparados. La fabricación de ingredientes puros retrasa mucho los progresos de una ciencia que los imbéciles como el fraile Bécher designan con el nombre de
química,
por oposición a la
alquimia,
que es para ellos la ciencia de las ciencias, es decir, una oscura mezcla de fluido vital, de fórmulas religiosas y de qué sé yo qué más. Pero os estoy aburriendo.
—No, os lo aseguro —dijo Angélica con los ojos brillantes—. Pasaría horas enteras escuchándoos.
—¡Qué curiosa cabecita! Nunca pensé en hablar de estas cosas con una mujer. A mí también me place hablaros de ellas. Tengo la impresión de que podéis comprenderlo todo. Sin embargo, ¿no estuvisteis a punto de atribuirme poderes ocultos cuando llegasteis a Languedoc? ¿Os sigo dando tantísimo miedo?
Angélica se ruborizó, pero le devolvió la mirada valientemente.
—No. Seguís siendo para mí un desconocido, y eso, creo, porque verdaderamente no os parecéis a nadie, pero ya no me dais miedo.
El conde se dirigió cojeando al asiento que había ocupado durante la visita el arzobispo. En ciertos momentos, con insolente provocación, no temía mostrar a plena luz su rostro desfigurado, pero en otros buscaba la sombra y la noche. Su voz, en la oscuridad, adquiría entonaciones nuevas, como si el alma de Joffrey de Peyrac, libre de su envoltura de carne, lograse por fin expresarse libremente. Angélica sentía cerca de sí la presencia del «hombre rojo» que tanto la había espantado. Ciertamente, era el mismo hombre, pero la mirada de ella había cambiado.
Estuvo a punto de hacerle la angustiada interrogación femenina: «¿Me amáis?» Pero su orgullo se impuso, porque de pronto recordó la voz que le había dicho: «Vendréis… Todas vienen…» Para disimular su turbación volvió a llevar la conversación al terreno científico, en el que, curiosamente, sus espíritus se habían encontrado y su amistad se había afirmado.
—Puesto que no tenéis inconveniente en ceder vuestro secreto, ¿por qué os negáis a recibir a ese fraile al cual monseñor parece estimar tanto?
—¡Bah! Es verdad que puedo complacerle en ese punto. Lo que me preocupa no es descubrirle mi secreto, sino llegar a hacérselo comprender. En vano me empeñaré en demostrarle que se puede transformar la materia, pero no transmutarla. Los espíritus que nos rodean aún no están maduros para tales revelaciones. Y el orgullo de estos falsos sabios es tan grande que se escandalizarían de que mis dos auxiliares más preciosos en mis investigaciones hayan sido un moro de piel negra y un rústico minero sajón.
—¿Kuassi-Ba y Fritz Hauer, el jorobado de Argentiére? —preguntó Angélica.
—Sí. Kuassi-Ba me contó que cuando era niño y libre, no sabe en qué parte del interior de su África salvaje a la cual se llega por la Costa de las Especias, había visto trabajar el oro según antiguos procedimientos aprendidos de los egipcios. Los faraones y el rey Salomón tenían allí sus minas de oro. Pero os pregunto, querida, ¿qué dirá monseñor cuando le confíe que quien guarda el secreto del rey Salomón es mi negro Kuassi-Ba? Él me ha guiado en mis investigaciones y me ha enseñado cómo tratar ciertos minerales auríferos. En cuanto a Fritz Hauer, es el minero por excelencia, el hombre de las galerías subterráneas que no respira a gusto más que en el seno de la tierra. Estos mineros sajones se transmiten de padres a hijos sus fórmulas y recetas, y gracias a ellos he podido por fin distinguir entre las engañosas y fantásticas apariencias de la naturaleza y manejar los más diversos ingredientes: plomo, oro, plata, vitriolo, sublimado corrosivo y otros.
—¿Habéis llegado a fabricar sublimado corrosivo y vitriolo? —Ahora recordaba vagamente algo.
—Precisamente… y eso me ha servido para demostrar la inanidad de toda la alquimia, porque del sublimado corrosivo puedo sacar a voluntad ya el azogue, ya el mercurio amarillo y rojo, y estos últimos cuerpos, a su vez, puedo volverlos a transformar en azogue. El peso del mercurio, tomado al empezar la operación, no aumentará, sino que, por el contrario, disminuirá, porque existen pérdidas debidas a los vapores. Con ciertos procedimientos puedo extraer plata del plomo y oro de ciertas rocas estériles en apariencia. Pero, si a la entrada de mi laboratorio escribiese las palabras: «Nada se pierde, nada se crea», mi filosofía parecería demasiado atrevida y hasta en oposición con el espíritu del Génesis.
—¿No es mediante un procedimiento de ese género como hacéis llegar hasta Argentiére los lingotes de oro mejicano que adquirís en Londres?
—Sois una mosquita muy fina, y me parece que Molines ha charlado demasiado. ¡No importa! Si habló es porque os conocía. Sí, los lingotes españoles se vuelven a fundir en una forja con pirita o galena; entonces adquieren el aspecto de una escoria pedregosa de color gris oscuro que el más perspicaz de los aduaneros no puede sospechar. Y ésta es la
mata o matte,
como le dicen los alemanes, que los mulitos de vuestro señor padre transportan de Inglaterra al Poitou o de España a Toulouse, donde se transforma de nuevo, mediante mis cuidados o los de mi sajón Hauer, en hermoso oro centelleante.
—Eso es un fraude al fisco —dijo Angélica un tanto severamente.
—Sois adorable cuando habláis así. Este fraude no perjudica en modo alguno al tesoro ni a Su Majestad, y a mí me enriquece. Además, dentro de poco, haré venir a Fritz para equipar esa mina de oro que he descubierto en una aldea llamada Salsigne, en los alrededores de Narbona. Entonces, con el oro de esa montaña y la plata del Poitou, no necesitaremos los metales preciosos de América, ni por consiguiente defraudaremos al fisco como vos decís.
—¿Por qué no intentáis interesar al rey en vuestros descubrimientos? Tal vez haya otros terrenos en Francia que puedan explotarse mediante vuestros procedimientos, y el rey os estaría agradecido.
—El rey está lejos, hermosa mía, y yo no soy nada cortesano. Únicamente las gentes de esta especie pueden tener alguna influencia sobre los destinos del reino. El señor de Mazarino está consagrado a la Corona, no lo niego, pero es, sobre todo, un intrigante internacional. En cuanto al señor Fouquet, encargado de encontrar dinero para el cardenal Mazarino, es un genio de las finanzas, pero creo que el enriquecimiento del país mediante una explotación bien entendida de sus riquezas naturales le es completamente indiferente.
—El señor Fouquet… —exclamó Angélica—. ¡Eso es! Ahora recuerdo dónde he oído hablar de vitriolo romano y de sublimado corrosivo. Fue en el castillo del Plessis.
Toda la escena revivió ante sus ojos: el italiano con sayal de estameña, la mujer desnuda entre encajes, el príncipe de Condé y el cofrecillo de sándalo dentro del cual brillaba el f rasquito de licor de color esmeralda. «Padre —recordaba que había dicho el señor de Condé—, ¿es el señor Fouquet quien os envía?» Angélica se preguntó si escondiendo aquel cofrecillo no habría detenido la mano del destino.
—¿En qué pensáis? —preguntó el conde de Peyrac.
—En una aventura extraña que me sucedió una vez.
Y ella, que había callado tanto tiempo, le contó la historia del cofrecillo, cuyos detalles estaban tan grabados en su memoria.
—La intención del señor de Condé —añadió— era, seguramente, la de envenenar al cardenal, y tal vez al rey y a su hermano más joven. Pero lo que no llegué a comprender del todo fueron aquellas cartas, especie de compromisos firmados que el príncipe y los demás señores debían entregar al señor Fouquet. ¡Esperad! He olvidado un poco el texto… Era una cosa así: «Me comprometo a no pertenecer más que al señor Fouquet, a poner mis bienes a su servicio…»
Joffrey de Peyrac la escuchaba en silencio. Por fin dejó oír una risita.
—¡Qué buena gente! ¡Cuando se piensa que el señor Fouquet no era entonces más que un oscuro diputado y que, gracias a su habilidad financiera, podía ya hacerse servir por los príncipes! Ahora es el personaje más rico del reino, con el señor Mazarino, se entiende. Había, pues, sitio para los dos bajo el buen sol de Su Majestad. ¿Así es que llevasteis vuestra audacia hasta apoderaros del cofrecillo? ¿Lo escondisteis?
—Sí, lo… —pero una prudencia instintiva le cerró de pronto los labios—. Lo arrojé al estanque de los menúfares del gran parque.
—¿Y creéis que alguien haya sospechado de vos por esa desaparición?
—No lo sé. No creo que haya dado gran importancia a mi pobre persona. Sin embargo, no dejé de aludir al cofrecillo ante el príncipe de Condé.
—¡De veras! Pero era una locura.
—Necesitaba obtener para mi padre la exención de los derechos de tránsito para los mulos. ¡Oh, es toda una historia! —dijo riendo—. Ahora ya sé que indirectamente estabais envuelto en ella. ¡Pero con gusto volvería a cometer imprudencias semejantes para ver la cara de susto de esas gentes tan llenas de orgullo!
Después que Angélica le hubo contado la escena que tuvo con el príncipe de Conde, su marido cabeceó.
—Casi me sorprendo de veros aún viva a mi lado. En efecto, habéis debido parecer demasiado inofensiva, pero es cosa peligrosa mezclarse como comparsa en esas intrigas cortesanas. Si llega el caso, no les importaría gran cosa suprimir a una niña. —Se levantó, se acercó a un tapiz que apartó bruscamente y se volvió hacia ella con expresión de contrariedad—. No soy lo bastante listo para sorprender a los curiosos.