—¿Habéis oído nunca hablar de la familia real con insolencia semejante?
El caballero de Lorena esbozó una sonrisa cruel.
—Los insultos no matan, monseñor. ¡Ea, acabemos señora!
—Quiero saber por qué voy a morir —dijo Angélica. Y añadió precipitadamente, decidida a todo para ganar unos instantes—: ¿Es por causa del señor Fouquet?
El hermano del rey no pudo menos que sonreír con satisfacción
—¿De modo que os vuelve a la memoria? ¿Sabéis, pues, por qué al señor Fouquet le interesa tanto vuestro silencio?
—Sólo sé una cosa, y es que hace años hice abortar el complot de envenenamiento que debía suprimiros a vos mismo, monseñor, junto con el rey y el cardenal. Y lamento amargamente que la cábala no haya tenido éxito, como lo deseaban el señor Fouquet y el príncipe de Condé.
—¿De modo que confesáis?
—No tengo nada que confesar. La traición de ese lacayo os ha informado ampliamente sobre lo que yo sabía y lo que confié a mi marido. En otro tiempo os salvé la vida, monseñor, y he aquí cómo me dais las gracias.
Una emoción fugitiva apareció en el rostro afeminado del príncipe. Su egoísmo lo hacía sensible a cuanto le tocaba de cerca.
—El pasado es el pasado —dijo con voz vacilante—. El señor Fouquet, después, me ha colmado de beneficios. Justo es que le ayude a apartar la amenaza que pesa sobre él. Verdaderamente, señora, estoy desolado, pero es demasiado tarde. ¿Por qué no habéis aceptado la proposición razonable que os ha hecho el señor Fouquet por mediación de la señora de Beauvais?
—He creído comprender que me sería preciso abandonar a mi marido a su triste suerte.
—Evidentemente. No se puede hacer callar a un conde de Peyrac más que emparedándolo en una prisión. Pero una mujer que tiene lujo y lisonjas pronto olvida los recuerdos que debe olvidar. De todos modos, es demasiado tarde. Vamos, señora…
—¿Y si os dijese dónde está el cofrecillo? —propuso Angélica—. ¡Vos monseñor!, vos solo tendríais en las manos el tremendo poder de asustar, de dominar al propio señor Fouquet, y la prueba de la traición de tantos señores que os miran de arriba abajo, que no os toman en serio…
¡Un fulgor brilló en los ojos del joven príncipe, que se pasó la lengua por los labios!. Pero el caballero de Lorena lo tomó del brazo y lo atrajo como si quisiera sustraerlo al imperio nefasto de Angélica.
—Tened cuidado, monseñor. No os dejéis tentar por esta mujer. Intenta, con promesas embusteras, escapar de nosotros, retrasar su ejecución. Más vale que se lleve su secreto a la tumba. Si lo poseyeseis, seríais sin duda muy poderoso, pero vuestros días estarían contados.
Acurrucado sobre el pecho de su favorito, feliz por aquella protección viril, Felipe de Orleáns reflexionaba.
—Tenéis razón, como siempre, querido mío —suspiró—. Está bien, señora, cumplamos con nuestro deber. ¿Qué elegís: veneno, espada o pistola?
—¡Decidid pronto! —exclamó amenazador el caballero de Lorena—. Si no, elegiremos por vos.
Después de un instante de esperanza, Angélica volvió a caer en una situación sin salida. Los tres hombres estaban ante ella. No hubiera podido hacer un movimiento sin que la detuviese la espada del caballero de Lorena o la pistola de Clemente. Ningún cordón de campanilla estaba a su alcance. De fuera no venía ningún ruido. Sólo el crepitar de los troncos en la chimenea y el choque de la lluvia contra los vidrios turbaban el ahogador silencio. Dentro de algunos segundos sus asesinos se precipitarían sobre ella. Los ojos de Angélica se detuvieron sobre las armas. Con la pistola o con la espada moriría seguramente. ¿Acaso no podría escapar al veneno? Desde hacía más de un año no dejaba de absorber cada día una dosis ínfima de los productos tóxicos que Joffrey le había preparado.
Alargó una mano procurando no temblar.
—¡Dadme! —murmuró.
Al acercarse el vaso a los labios notó que un precipitado de brillo metálico se había formado en el fondo. Tuvo cuidado de no mover el líquido al beberlo. El sabor era acre y picante.
—Y ahora dejadme sola —dijo, volviendo a dejar el vaso sobre el velador.
No sentía ningún dolor. «Sin duda —pensó—, el alimento que he tomado en el salón de la princesa Enriqueta protege aún las paredes de mi estómago contra los efectos corrosivos del veneno…» No perdía la esperanza de escapar a sus verdugos y evitar una muerte horrible. Se arrojó a los pies del príncipe.
—Monseñor, tened piedad de mi alma. Enviadme un sacerdote. Voy a morir. Ya no tengo fuerzas ni para arrastrarme. Ahora ya estáis seguro de que no escaparé. No me dejéis morir sin confesión. Dios no podría perdonaros la infamia de haberme privado de los consuelos de la religión. —Empezó a gritar con voz desgarradora—: ¡Un sacerdote, un sacerdote! ¡Dios no os perdonará!
Vio a Clemente Tonnel volver la cabeza y santiguarse palideciendo.
—Tiene razón —dijo el príncipe con voz alterada—. No ganaremos nada con privarla de los consuelos de la religión. Señora, calmaos. Había previsto vuestra petición. Voy a enviaros un sacerdote que está esperando en la habitación próxima.
—Señores, retiraos —suplicó Angélica, exagerando la debilidad de su voz y llevándose la mano al estómago, como si la retorciese un espasmo de dolor—. Ya no quiero pensar más que en poner en paz mi conciencia. Siento que, si alguno de vosotros permanece ante mis ojos, seré incapaz de perdonar a mis enemigos. ¡Ay, cómo sufro! ¡Piedad; Dios mío!
Se echó hacia atrás dando un grito espantoso.
Felipe de Orleáns salió arrastrando consigo al caballero de Lorena. Clemente Tonnel ya había salido de la habitación. No bien desaparecieron, Angélica se levantó de un salto y corrió a la ventana, que consiguió abrir. Recibió la ráfaga de lluvia en pleno rostro y se inclinó sobre el hueco sombrío. Como no veía absolutamente nada, no podía calcular a qué distancia se encontraba el suelo, pero sin vacilar se arrojó por la ventana.
La caída le pareció interminable. Cayó brutalmente en una especie de cloaca en la cual se hundió y que le ahorró sin duda romperse algún hueso. Tal dolor sintió en el tobillo que creyó por un instante haberse roto un pie, pero no era sino una torcedura.
Rasando los muros, Angélica se alejó unos cuantos pasos. Después, introduciéndose la punta de uno de sus bucles hasta la garganta, consiguió vomitar varias veces. No podía darse cuenta del lugar en que se encontraba. Guiándose por los muros, comprendió con espanto que había saltado a un patinillo interior cubierto de inmundicia y basuras, donde había tanta posibilidad de que alguien la encontrara como en el fondo de una tumba.
Felizmente, encontró con los dedos una puerta que se abría hacia dentro. El interior estaba oscuro y húmedo. Llególe un olor de vino y de bodega. Debía de estar en los sótanos del Louvre. Decidió subir a los pisos. Gritaría ante el primer guarda que encontrase. Pero el rey la mandaría arrestar y encerrar en un calabozo. ¡Ah! ¿Cómo salir de allí?
Sin embargo, al llegar a las galerías habitadas, lanzó un suspiro de alivio. Reconoció a distancia de algunos pasos al suizo que estaba de guardia ante la puerta de la princesa Enriqueta, y al cual, antes, había preguntado el camino. En el mismo instante los nervios la dominaron y lanzó un aullido de terror, porque acababa de ver desembocar, corriendo, al caballero de Lorena y a Felipe de Orleáns, espada en mano. Conocían la única salida del patinillo a que su víctima se había arrojado, e intentaban cortarle la retirada. Empujando al guarda, Angélica se metió en el interior del salón y fue a precipitarse a los pies de la princesa Enriqueta.
—¡Piedad, señora, piedad, quieren asesinarme!
Un cañonazo no hubiera podido trastornar más a la brillante reunión. Todos los jugadores se levantaron y contemplaron con estupor a aquella joven despeinada, mojada, con la ropa cubierta de barro y desgarrada que había venido a desplomarse entre ellos.
Ya sin fuerzas, Angélica lanzaba en derredor miradas de animal perseguido. Reconoció los rostros de Andijos y de Péguilin de Lauzun.
—¡Señores, socorredme! —suplicó—. Acaban de intentar envenenarme. Me persiguen para matarme.
—Pero, en fin, querida, ¿dónde están vuestros asesinos? —interrogó con voz suave Enriqueta de Inglaterra.
—¡Ahí!
Incapaz de decir más, Angélica señalaba la puerta. Todos se volvieron: En el umbral estaban el pequeño
Monsieur
y su favorito el caballero de Lorena. Habían envainado las espadas y mostraban aspecto de conmiseración dolorida.
—Mi pobre Enriqueta —dijo Felipe de Orleáns acercándose con pasos menudos a su prima—, estoy desolado por este incidente. Esta infeliz está loca.
—No estoy loca. Os digo que quieren asesinarme.
—Pero, querida, decís cosas sin sentido —contestó la princesa intentando apaciguarla—. El que indicáis como asesino vuestro no es otro que monseñor de Orleáns. Miradlo bien.
—¡Harto lo he visto! —gritó Angélica—. En mi vida olvidaré su rostro. Os digo que ha querido envenenarme. Señor de Préfontaines, vos que sois hombre honrado, traedme alguna medicina, leche, lo que sea, para que pueda combatir el efecto del atroz veneno. ¡Os lo ruego, señor de Préfontaines!
Aturdido, el pobre hombre se precipitó hacia un mueblecito y alargó a Angélica una cajita de pastillas de orvietán que ella se apresuró a tragar. El desorden había llegado al colmo.
Monsieur,
con la boca fruncida por la contrariedad, intentó una vez más hacerse oír.
—Os afirmo, amigos míos, que esta mujer no está en su juicio. Ninguno de vosotros ignora que su marido está actualmente en la Bastilla, y por un crimen espantoso: el crimen de la brujería. Esta desdichada, embrujada por ese escandaloso gentilhombre, intenta proclamar una inocencia muy difícil de demostrar. En vano Su Majestad intentó hoy convencerla en una entrevista llena de bondad…
—¡Oh, la bondad del rey! ¡La bondad del rey! —clamó Angélica.
Escondió el rostro entre las manos, procurando recobrar la calma. Oía hablar al hermano del rey con su candida voz de adolescente.
—De pronto la ha sobrecogido un verdadero ataque diabólico. Está poseída por el demonio. El rey ha mandado llamar inmediatamente al superior de los agustinos para calmarla por medio de las oraciones rituales. Pero consiguió huir. Para evitar el escándalo de hacerla apresar por sus guardias, Su Majestad me encargó que la alcanzase y detuviese hasta que llegara el religioso. Estoy desolado, Enriqueta, por haber perturbado vuestra velada. Creo que lo más prudente será que os retiréis todos con vuestros juegos a la estancia de al lado, miertas yo cumplo aquí el servicio que me ha encomendado mi hermano.
Angélica, como en una niebla, vio deshacerse en torno suyo las apretadas filas de damas y gentileshombres. Impresionados, preocupados de no disgustar al hermano del rey, todos se retiraban. Angélica extendió las manos y encontró la tela de un traje, sobre la cual sus dedos sin fuerza no pudieron cerrarse.
—Señora —dijo con voz sin timbre—, ¿me vais a dejar morir?
La princesa vacilaba. Dirigió una mirada de ansiedad a su primo.
—¿Cómo, Enriqueta? —protestó el hermano del rey, dolido—. ¿Dudáis de mí? ¡Ahora que ya estamos casi prometidos a una confianza mutua, cuando bien pronto nos unirán lazos sagrados!.
La rubia Enriqueta bajó la cabeza.
—Tened confianza en monseñor, amiga mía —dijo a Angélica—. Estoy persuadida de que no quiere sino vuestro bien. Y se alejó rápidamente.
En una especie de delirio que la dejaba muda de miedo, Angélica, siempre arrodillada sobre la alfombra, se volvió hacia la puerta por la cual los cortesanos acababan de desaparecer tan rápidamente. Vio a Bernardo de Andijos y a Péguilin de Lanzun, que aún no se iban.
—Y bien, señores —dijo Felipe de Orleáns con su voz chillona—, mis órdenes os conciernen lo mismo que a los demás. ¿Será menester que comunique al rey que dais más crédito a las chocheces de una loca que a las palabras de su propio hermano?
Los dos hombres bajaron la cabeza y salieron lentamente. Esta suprema defección despertó la combatividad de Angélica.
—¡Cobardes, cobardes! ¡Oh, cobardes! —exclamó levantándose de un salto y precipitándose, para defenderse, detrás de un sillón.
Se libró de una estocada que le lanzó el caballero de Lorena. Otro golpe la alcanzó en el hombro, y brotó sangre de la herida.
—¡Andijos, Péguilin, a mí los gascones! —aulló fuera de sí—. ¡Salvadme de los hombres del Norte!
La puerta del segundo salón volvió a abrirse bruscamente. Lanzun y el marqués de Andijos entraron con la espada desnuda. Habían estado acechando detrás del postigo a medio cerrar, y ahora ya no podían dudar de las horribles intenciones del hermano del rey y de su favorito.
De un solo golpe Andijos hizo saltar la espada de Felipe de Orleáns y lo hirió en la muñeca. Lauzun combatía con el caballero de Lorena. Andijos tomó de la mano a Angélica.
—¡Huyamos pronto!
La arrastró al corredor. Allí tropezó con Clemente Tonnel, que no tuvo tiempo de utilizar la pistola que escondía bajo la capa. Con un solo impulso Andijos le plantó la hoja de la espada en la garganta. El hombre se derrumbó en una oleada de sangre.
Entonces el marqués y Angélica se lanzaron a una carrera loca. Tras ellos la voz de falsete del pequeño
Monsieur
azuzaba a los suizos.
—¡Guardias, guardias, detenedlos! Oyeron ruidos de pasos, mezclados con el chocar de las alabardas.
—La gran galería… —murmuró Andijos—. Hasta las Tullerías… Las cuadras… Los caballos… Después el campo… Salvados…
A pesar de su corpulencia el gascón corría con una celeridad que Angélica no hubiese sospechado en él. Pero ella no podía más. El tobillo le dolía horriblemente, la herida del hombro le ardía.
—¡Me voy a caer —dijo anhelante—, me voy a caer!
Pasaban junto a una de las escaleras que llevaban a los patios.
—Bajad por ahí —ordenó Andijos— y escondeos lo mejor que podáis. Yo voy a llevármelos lo más lejos posible.
Casi volando Angélica bajó los escalones de piedra. La luz de un brasero la hizo retroceder. Bruscamente, se desplomó. Arlequín, Colombina y Pierrot la recibieron. La atrajeron a su refugio, la ocultaron lo mejor que pudieron. Los grandes rombos verdes y rojos de sus disfraces mariposearon largo tiempo ante los ojos de la fugitiva antes de que se hundiera en profundo desmayo.