Tras los trescientos arqueros de la ciudad venían el señor de Bournonville, el gobernador, y sus guardias. Después apareció el preboste de los mercaderes, cabalgando entre una magnífica escolta de lacayos vestidos de terciopelo verde y precediendo a los consejeros de la ciudad, concejales, alcaldes de barrio, maestros y guardias de las corporaciones de pañeros, especieros, merceros, peleteros y vineros, con trajes de terciopelo de mil colores. El pueblo aclamó a sus compañías mercantiles. Volvió a enfriarse cuando, a su vez, desfilaron los jinetes de rondas, seguidos por las gentes del Chátelet, es decir, los alguaciles, los ujieres y los dos tenientes, el de lo civil y el de lo criminal.
Al reconocer a sus habituales atormentadores, «malencarados» y «malévolos», la plebe se callaba. El mismo silencio hostil acogió a las Cortes soberanas, la de Contribuciones y la de Cuentas, símbolos del detestado impuesto. Después pasaron el primer presidente y sus principales colegas, vestidos con magníficos mantos de color escarlata con vistas de armiño y tocados con el bonete de terciopelo negro galoneado de oro.
Bien pronto fueron las dos de la tarde. En el cielo azul se formaban en vano pequeñas nubes, inmediatamente disueltas por un sol abrasador. La multitud sudaba, echaba humo. Empezaba a entrar en trance, a fuerza de alargar el cuello en dirección de los arrabales. Un clamor anunció que acababan de ver a la reina madre bajo el dosel del palacio de Beauvais. Era señal de que el rey y la reina se aproximaban.
Angélica tenía los brazos apoyados en los hombros de la señora de Scarron y de Athenaida de Tonnay-Charente. Las tres, inclinadas en la ventana del último piso del palacio, no perdían detalle del espectáculo. Hortensia, el joven Mortemart y la hermana menor habían encontrado puesto en otra ventana.
Reconocieron a lo lejos el séquito de Su Eeminencia el cardenal Mazarino. El cardenal-ministro ostentaba su magnificencia en los setenta y dos mulos con gualdrapas de terciopelo y oro que abrían la marcha, pajes y gentileshombres vestidos suntuosamente. La carroza en que iba, verdadera obra maestra de orfebrería, centelleaba al sol.
Hizo alto ante el palacio de Beauvais, donde lo saludó con una profunda reverencia a
Cateau la Tuerta,
y fue a reunirse en el balcón con la reina madre y su cuñada, la exreina de Inglaterra, esposa del decapitado rey Carlos I. La muchedumbre aplaudía a Mazarino espontáneamente. No le querían más que en los tiempos de las «mazarinadas», pero había firmado la paz de los Pirineos, y, en el fondo de su corazón, el pueblo de Francia le agradecía el haberle preservado de su propia locura, la de desterrar a su rey, a ese mismo rey a quien ahora estaban esperando en un paroxismo de admiración y adoración.
Sus gentileshombres, cada uno con sus gentes, le precedían. Ahora ya Angélica podía adjudicar un nombre a muchos rostros. Señaló a sus compañeras al marqués de Humiéres y al duque de Lauzun, a la cabeza de sus cien gentileshombres. Lauzun, sin melindres, desenfadado siempre, tiraba besos a las damas. La muchedumbre respondía con grandes risotadas enternecidas.
¡Cómo querían a aquellos señores jóvenes, tan valientes y brillantes! Allí olvidaban su despilfarro, su altanería, sus querellas y su desenfreno desvergonzado en las tabernas. No recordaban más que sus hazañas guerreras y galantes. Los nombraban en alta voz: Saint-Aignan, vestido de tisú de oro, el más agradable por el talle y el rostro; de Guiche, con su rostro de flor del Sur, cabalgando un caballo fogoso, cuyos saltos hacían resplandecer sus pedrerías; Brienne, con el triple cerco de plumas de su sombrero que hacían recordar el batir de alas de fabulosos pájaros blancos y rosados. Angélica apretó los labios y se echó un poco atrás cuando pasó el marqués de Vardes, insolente, erguido bajo su peluca rubia, marchando a la cabeza de los cien suizos agarrotados en sus golillas almidonadas.
Un trompeteo agudo rompió la cadencia del desfile. El rey se acercaba sostenido por el remolino de las aclamaciones. ¡Allí estaba…! ¡Hermoso como el astro del día! ¡Qué grande era el rey de Francia! ¡Al fin un verdadero rey! Ni despreciable como un Carlos IX o un Enrique III, ni demasiado sencillo como un Enrique IV, ni demasiado austero como un Luis XIII.
Montado en un caballo bayo oscuro, adelantaba lentamente, escoltado a algunos pasos de distancia por su gran chambelán, su gran escudero y su capitán de guardias. Había rehusado el gran palio que la ciudad había hecho bordar para él. Quería que el pueblo lo viese.
Luis XIV pasó sin sospechar el papel que habían de representar en su vida aquellas tres mujeres reunidas por el más curioso de los azares: Athenaida de Tonnay-Charente de Mortemart, Angélica de Peyrac y Francisca D'Aubigné, viuda de Scarron.
Angélica sentía estremecerse la carne de Francisca.
—¡Ah! ¡Qué hermoso es! —balbució la viuda.
Ante el hombre deificado que se alejaba entre la tempestad de aclamaciones, ¿evocaba la pobre viuda al enano lisiado cuya sirvienta y juguete había sido durante ocho años? Athenaida, con los ojos azules agrandados por el entusiasmo, murmuraba:
—Sí, es ciertamente hermoso en su traje de plata. Angélica no decía nada.
«El es —pensaba— quien tiene en sus manos nuestra suerte. ¡Dios nos ampare! ¡Es demasiado grande, está demasiado alto!»
Un grito que se alzó de la multitud la obligó a apartar del rey la mirada.
—¡El señor príncipe! ¡Viva el señor príncipe! Angélica se estremeció.
Flaco, desgalichado, mostrando sus ojos de fuego, y su nariz semejante al pico de un águila, el príncipe de Condé volvía a entrar en París. Volvía de Flandes, a donde lo había llevado su larga rebeldía contra la autoridad real. No tenía escrúpulos, no se dolía de nada, y, además, el pueblo de París estaba de su parte. Olvidaba al traidor, aclamaba al vencedor de Rocroi y Lens.
A su lado,
Monsieur,
el hermano del rey, envuelto en una nube de encajes, parecía más que nunca una muchacha disfrazada de hombre.
Por fin apareció la reina joven, sentada en un carro a la romana, de plata dorada y tirado por seis caballos con gualdrapas bordadas con flores de lis de oro y piedras preciosas.
Cateau la Tuerta,
al pie de la escalera, parecía acechar a alguien. Cuando el modesto grupito de los del Poitou de que formaba parte Angélica apareció en el descansillo, les gritó con su voz ronca:
—¿Qué tal? ¿Pudisteis ver a gusto?
Todos lanzaron entusiastas exclamaciones, con el rostro aún inflamado de excitación, y le dieron las gracias.
—¡Está bien! Id por ahí a comer unos pastelillos. —Cerró su abanico y tocó con él el hombro de Angélica—. Vos, hermosa mía, venid conmigo un poco.
Sorprendida, Angélica siguió a la señora de Beauvais a través de las salas llenas de invitados. Acabaron por llegar a un gabinetito desierto.
—¡Uf! —dijo la anciana abanicándose—. No es fácil aislarse.
Examinó a Angélica con atención. El párpado medio cerrado sobre la órbita vacía daba a su rostro una expresión canallesca que acentuaba placas de colorete incrustadas en las arrugas, la sonrisa malévola.
—Creo que resultará —dijo después de un momento de observación—. Hermosa, ¿qué diríais de un gran castillo en los alrededores de París, con mayordomo, ayudas de cámara, lacayos, sirvientas, seis carrozas, cuadras y cien mil libras de renta?
—¿Es a mí a quien proponen todo eso? —preguntó Angélica riendo.
—A vos.
—¿Quién?
—Alguien que os quiere bien.
—Me lo figuro. Pero ¿quién es?
La otra se le acercó con aire de cómplice.
—Un señor rico que se muere de amor por vuestros lindos ojos.
—Escuchad, señora —dijo Angélica, que se esforzaba por conservar la seriedad para no ofender a la buena señora—; estoy muy agradecida al tal señor, sea quien sea, pero temo que intenten abusar de mi ingenuidad haciéndome proposiciones tan principescas. Ese señor me conoce muy mal si cree que el solo anuncio de tales esplendores puede decidirme a pertenecerle.
—¿Estáis en tan buena posición en París para mostraros tan desdeñosa? Alguien me contó que vuestros bienes están intercedidos y que os vais desprendiendo de vuestras carrozas y caballos.
Su ojo vivo de urraca no se apartaba del rostro de la joven.
—Veo, señora, que estáis bien informada, pero precisamente no tengo intención de vender también mi cuerpo.
—¿Quién os habla de eso, chiquilla tonta? —silbó la otra.
—Creí comprender…
—¡Bah! Tomaréis un amante o no lo tomaréis. Viviréis como una religiosa, si así os place. Sólo se os pide que aceptéis esta proposición.
—Pero ¿a cambio de qué? —pregunió Angélica estupefacta. La otra se acercó aún más y le tomó familiarmente las manos.
—Veréis. Es muy sencillo —dijo en tono razonable de abuela—. Os instaláis como en vuestra casa en ese castillo maravilloso. Venís a la Corte. Iréis a Saint-Germain, a Fontainebleau. ¿No os divertiría asistir a las fiestas de la Corte, veros rodeada, mimada, lisonjeada? Naturalmente, si tenéis empeño en ello, podréis seguir llamándoos señora de Peyrac… Pero tal vez prefiráis cambiar de nombre; por ejemplo, podríais llamaros señora de Sancé… Es muy lindo… Os mirarán pasar: «¡Ahí va la hermosa señora de Sancé!» ¡Je, je!, ¿no es agradable?
—Pero, señora —dijo, impacientándose, Angélica—, no es posible que me creáis lo bastante estúpida para figurarme que un gentilhombre me va a colmar de riquezas sin pedirme ninguna compensación…
—Pues, casi, casi. Todo lo que se os pide es que no penseis más que en vuestras galas, vuestras joyas, vuestras diversiones. ¿Es cosa tan difícil para una muchacha bonita? ¿Comprendéis? —insistió. Angélica miró aquel rostro de hada mala cuyo mentón peludo retenía montoncillos de polvos blancos—. ¿Me comprendéis?
¡No pensar en nada! ¡Olvidar…! «Me piden que olvide a Joffrey —pensaba Angélica—, que olvide que soy su mujer, que renuncie a defenderle, que borre su recuerdo de mi vida, que borre todo recuerdo. Me piden que me calle, que olvide…» La visión del cofrecillo de veneno se le impuso. Era de ahí, ahora estaba segura de ello, de donde había venido el drama. ¿Quién podía tener interés en su silencio? Gentes que ocupaban en el reino los puestos más altos: Fouquet, el príncipe de Condé, todos aquellos notables cuya traición, cuidadosamente doblada, reposaba hacía años en el cofrecillo de sándalo.
Sacudió la cabeza con sangre fría.
—Lo siento, señora, pero sin duda tengo la inteligencia muy obtusa, porque no comprendo ni una sola palabra de lo que me estáis diciendo.
—Pues bien, amiga, reflexionad, sí, reflexionad, y luego me daréis vuestra respuesta. No tardéis demasiado, sin embargo. Dentro de algunos días, ¿no? Ea, niña, ¿después de todo, lo que se os propone no vale más que —se inclinó hacia al oído de Angélica y le dijo quedito— perder la vida?
—Señor Desgrez, ¿comprendéis con qué intención un señor anónimo me ofrece un castillo y cien mil libras de renta?
—A fe mía —dijo el abogado—, supongo que con la misma intención con que os los ofrecería yo también si los tuviese.
Angélica lo miró sin comprender y después se ruborizó levemente al encontrarse con la mirada del atrevido joven. Nunca se le había ocurrido examinar a su abogado a esa luz tan particular. Con cierta turbación se dio cuenta de que sus ropas gastadas debían de esconder un cuerpo vigoroso y de bellas proporciones. No era hermoso de rostro, con la nariz grande y los dientes desiguales, pero tenía una fisonomía expresiva. El procurador Fallot decía de él que, fuera de talento y erudición, no tenía nada de lo necesario para llegar a ser un magistrado honorable. Se trataba poco con sus colegas y continuaba frecuentando las tabernas como en el tiempo de la universidad. Por eso, precisamente, le confiaban asuntos que requerían investigaciones en lugares donde los señores de la calle Saint-Landry hubieran vacilado en entrar.
—Pues no es, precisamente —dijo Angélica—, no es en modo alguno por lo que pensáis. Voy a haceros la pregunta de otro modo: ¿por qué ya dos veces han intentado asesinarme, lo que es un modo aún más seguro de conseguir mi silencio?
El rostro del abogado se nubló bruscamente.
—¡Ah! He ahí lo que estaba temiendo —dijo. Levantóse del borde de la mesa donde estaba sentado en postura desenvuelta, en el despachito del procurador Fallot, y fue a sentarse gravemente frente a Angélica—. Señora —dijo—, tal vez no sea un leguleyo que os inspire demasiada confianza. Sin embargo, en esta ocasión, creo que vuestro honorable cuñado no ha estado demasiado mal dirigiéndose a mí, porque el asunto de vuestro marido requiere más bien las cualidades de un polizonte privado, lo que he llegado a ser por la fuerza de las cosas, el conocimiento escrupuloso de la ley y del procedimiento. Pero, en verdad, no puedo desenredar este embrollo si no me dais todos los elementos necesarios para juzgar claramente. En resumen, la pregunta que ardo en deseos de dirigiros es… —Se levantó, fue a mirar detrás de la puerta, levantó una cortina que ocultaba los casilleros y, volviendo junto a Angélica, preguntó a media voz—: ¿Qué sabéis vos y vuestro marido que pueda inspirar miedo a uno de los más grandes personajes del reino? He nombrado al señor Fouquet.
Angélica se quedó blanca hasta los labios. Miró al abogado con un tanto de extravío.
—Bueno, por lo que veo, hay algo —dijo Desgrez—. Por el momento, estoy esperando el informe de un espía colocado cerca de Mazarino. Pero otro me ha puesto sobre la pista de un criado llamado Clemente Tonnel, que en otro tiempo fue hombre de todos los menesteres al servicio del príncipe de Condé…
—Y mayordomo nuestro en Toulouse.
—Eso es. Ese hombre está asimismo en relación estrecha con el señor Fouquet. En realidad, no trabaja más que para él, aunque cobra de cuando en cuando fuertes gratificaciones de su antiguo dueño, el señor príncipe, que consigue mediante chantaje. Ahora, otra pregunta: ¿por intermedio de quién se os ha hecho esa proposición de instalaros principescamente?
—Por la señora de Beauvais.
—
¿Cateau la Tuerta?
Esta vez el asunto está claro. Firmado, Fouquet. Paga espléndidamente a esa bruja para enterarse de todos los secretos de la Corte. En otro tiempo estaba a sueldo del señor Mazarino, pero éste se ha mostrado menos generoso que el señor superintendente. Añado que también he levantado la pista de otro gran personaje que ha jurado la pérdida de vuestro marido y la vuestra.