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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (53 page)

Angélica sabía que el puente Nuevo estaba a su derecha. Alcanzó a ver sin gran trabajo el blanco parapeto, pero cuando iba a entrar en él, una especie de larva humana que estaba acurrucada se irguió ante ella. Por el olor nauseabundo adivinó que era uno de los mendigos que tanto la habían asustado en pleno día. Retrocedió, lanzando un grito agudo. Detrás de ella se precipitó un paso y se alzó la voz del marqués de Vardes:

—¡Atrás, truhán, o te ensarto! El otro seguía plantado en el centro del puente.

—¡Piedad, señor! Soy un pobre ciego.

—No tanto como para no ver y birlarme la bolsa! Con la punta de la espada Vardes pinchó en el vientre del ser informe, el cual dio un salto y huyó gimoteando.

—¿Ahora vas a decirme dónde vives? —dijo duramente el oficial.

A media voz Angélica dio las señas de su cuñado. Aquel París nocturno la aterraba. Sentíase en él un hervidero de seres invisibles, una vida subterránea semejante a la de las cucarachas. De los muros salían voces, cuchicheos, risotadas. De cuando en cuando la puerta abierta de una taberna o un burdel lanzaba al umbral una raya de luz y cánticos chillones, y se veían, entre el humo de las pipas, mosqueteros sentados en derredor de las mesas teniendo sobre las rodillas la masa rosa de una moza desnuda. Después volvía a empezar la maraña de las callejas, el laberinto tenebroso. Vardes volvía la cabeza a menudo. De un grupo reunido junto a una fuente se había desprendido un individuo que los seguía con paso silencioso y flexible.

—¿Está lejos aún?

—Ya llegamos —dijo Angélica, que reconoció las gárgolas y techumbres en punta de las casas de la calle del Infierno.

—Tanto mejor, porque creo que voy a verme obligado a atravesar unas cuantas panzas. Escuchadme bien, pequeña. No volváis nunca al Louvre. Escondeos. Haceos olvidar.

—No es escondiéndome como conseguiré sacar a mi marido de la Bastilla.

Vardes se echó a reír.

—Como gustéis, ¡oh esposa fiel y virtuosa!

Angélica sintió que le subía al rostro una ola de sangre. Tenía ganas de morder, de estrangular.

Una segunda silueta surgió dando un salto de la oscuridad de un callejón. El marqués arrimó a Angélica a la pared y se plantó delante de ella con la espada en la mano. En el círculo de claridad que dejaba ver la gruesa linterna colgada ante la casa del magistrado Fallot de Saneé, Angélica miraba con los ojos dilatados de espanto a aquellos hombres cubiertos de andrajos. Uno de ellos tenía en la mano un palo, y el otro un cuchillo de cocina.

—¡Las bolsas! —dijo el primero con voz ronca.

—Algo os vais a llevar de seguro, caballeros, pero será unos cuantos pinchazos.

Angélica, colgada al llamador de bronce de la puerta, llamaba sin cesar. La puerta se entreabrió al fin y se metió en la casa, llevándose en los ojos la imagen del marqués de Vardes, cuya espada levantada contenía a los malandrines, que gruñían, ávidos como lobos.

XXXI
De Vardes intenta reparar su ofensa.
Joffrey de Peyrac en la Bastilla

La que había abierto la puerta era Hortensia. Con una vela en la mano, escapándosele el flaco cuello de una camisa de lienzo grueso, seguía a su hermana escalera arriba, cuchicheando con voz malévola.

Siempre lo había dicho. Una arrastrada, eso era Angélica, desde la más tierna infancia. Una intrigante. Una ambiciosa a quien de su marido no le importaba más que la fortuna, y que además tenía la hipocresía de hacer creer que lo amaba, mientras no se privaba de andar con los libertinos por los bajos fondos de París.

Angélica apenas la escuchaba. Aguzando el oído acechaba los ruidos de la calle. Oyó chocar dos aceros, y después el grito de un hombre degollado seguido de una loca fuga.

—¡Escuchad! —murmuró apretando nerviosa el brazo de Hortensia.

—¿Qué pasa?

—Ese grito. De seguro hay un herido.

—¿Y qué? La noche es para los malandrines y los reñidores. A ninguna mujer respetable se le ocurriría la idea de pasear por París después de ponerse el sol. ¡Es preciso que sea mi propia hermana!

Levantó la candela para alumbrar el rostro de Angélica.

—¡Si te vieras! ¡Qué asco! Tienes cara de mujer que acaba de hacer el amor…

—Y tú una cara de hipócrita que no lo ha hecho bastante. Anda a reunirte con tu marido el procurador, que cuando está en la cama no sabe más que roncar.

Angélica estuvo largo tiempo sentada junto a la ventana, sin decidirse a acostarse y dormir. No lloraba. Revivía las diversas etapas de la espantable jornada. Le parecía que había pasado un siglo desde que Bárbara había entrado en la habitación diciendo: «Aquí hay buena leche para el bebé.»

Desde entonces Margarita había muerto y ella había hecho traición a Joffrey. «¡Si al menos no me hubiese causado tanto placer!», se repetía, sin poder evitar un estremecimiento de voluptuosidad y terror. La avidez de su cuerpo le daba horror. Mientras estuvo junto a Joffrey, colmada por él, no había sabido hasta qué punto era verdad la frase que a menudo le había dicho: «Estáis hecha para el amor.»

Asqueada por la trivialidad de ciertos acontecimientos de su infancia, se había creído fría, con repulsiones, con reflejos suspicaces. Joffrey había sabido libertarla de aquellas malas cadenas, pero también había despertado en ella una afición al placer al cual la inclinaba su naturaleza sana y campestre. A veces él mismo se había mostrado un tanto inquieto.

Recordaba una tarde de verano, cuando, tendida a través del lecho, se desvanecía bajo sus caricias. De pronto se había interrumpido y le había dicho bruscamente:

—¿Me traicionarás?

—No, jamás. No te amo más que a ti.

—¡Si me hicieras traición, te mataría!

«¡Que me mate! —pensó Angélica irguiéndose bruscamente—. Sería bueno morir por su mano. A él es a quien amo.» Apoyada en la ventana, contemplando la ciudad nocturna, repitió: «A ti es a quien amo.»

Oíase en la habitación la respiración leve del bebé. Angélica logró dormir una hora, pero con las primeras luces del alba ya estaba en pie. Se ató un pañuelo de seda a la cabeza, bajó de puntillas y salió.

Junto con las sirvientas, las mujeres de artesanos y comerciantes, fue a Notre-Dame a oír la primera misa. En las callejuelas donde la niebla del Sena se doraba como un velo mágico bajo los primeros rayos del sol, respirábanse aún los relentes de la noche. Truhanes y ladronzuelos volvían a sus guaridas, mientras que mendigos, llagados, mancos, cojos con muletas, se iban instalando en las esquinas. Ojos legañosos seguían a aquellas mujeres honradas y cuerdas que iban a rezar al Señor antes de empezar sus tareas. Los artesanos quitaban los postigos de sus tenduchos. Los mozos peluqueros, con el saco de polvos y el peine en la mano, corrían a casa de sus clientes de la pequeña burguesía para arreglar la peluca del señor consejero o del señor procurador.

Angélica subió a una de las naves laterales de la catedral, envuelta todavía en sombras. Arrastrando los pies, los sacristanes preparaban las vinajeras para los altares, llenaban de agua bendita las pilas, limpiaban los candelabros. Angélica entró en el primer confesonario que encontró al paso. Latiéndole las sienes, se acusó de haber cometido el pecado de adulterio. Después de recibir la absolución, asistió a misa y entró a encargar tres por el descanso del alma de su sirvienta Margarita.

Al salir de nuevo al atrio se sentía apaciguada. Había pasado la hora de los escrúpulos. Ahora conservaría todo su valor para luchar y arrancar a Joffrey de la prisión. Compró barquillos aún calientes a un vendedor ambulante y miró en torno. La animación había llegado a su punto culminante en el atrio. Las carrozas traían a las grandes señoras a misa.

Ante las puertas del hospital unas cuantas religiosas ponían en fila a los que habían muerto durante la noche, bien cosidos en sus sudarios. Un carro los iba recogiendo para llevárselos al cementerio de los Santos Inocentes. Aunque la plaza del Atrio estuviese cercada por un muro bajo, no por eso dejaba de participar del desorden pintoresco que antaño había hecho de ella la más popular de París. Los panaderos seguían viniendo a vender a bajo precio para los indigentes los panes de la semana anterior. Los mirones se detenían siempre ante el Gran Ayunador, esa enorme estatua de yeso recubierta de plomo que los parisienses desde hacía siglos habían visto siempre allí. Nadie sabía qué representaba aquel monumento: era un hombre que tenía en una mano un libro y en la otra un bastón al cual se entrelazaban serpientes. Era el personaje más célebre de París. Le atribuían la facultad de hablar durante los días de motín para expresar los sentimientos del pueblo, y cuantos libelos circulaban entonces iban firmados por «El Gran Ayunador de Notre-Dame…»

Oíd la voz de un sermoneador

vulgarmente llamado Ayunador,

pues ha pasado, si lo queréis saber,

mil años sin comer y sin beber.

También al atrio habían venido en el transcurso de los siglos todos los criminales, en camisa y con el cirio de quince libras en la mano, para pedir perdón a Nuestra Señora antes de ser quemados o ahorcados. Angélica se estremeció evocando los siniestros fantasmas. ¡Cuántos habían venido a arrodillarse allí entre los clamores crueles del populacho y bajo la mirada ciega de los viejos santos de piedra!

Sacudió la cabeza para arrojar de sí aquellos pensamientos lúgubres y se disponía a volver a casa de su cuñado, cuando un eclesiástico, en traje de calle, se acercó a ella.

—Señora de Peyrac, os presento mis homenajes. Precisamente, tenía intención de ir a casa del señor Fallot para hablaros.

—Estoy a vuestra disposición, señor abate, pero no recuerdo bien vuestro nombre.

—¿De veras?

El abate se quitó su gran sombrero, arrastrando con el mismo movimiento una corta peluca de crin grisácea, y Angélica, estupefacta, reconoció al abogado Desgrez.

—¿Vos? Pero… ¿por qué ese disfraz?

El joven se había vuelto a poner el sombrero. Dijo a media voz:

—Porque ayer necesitaron un sacerdote en la Bastilla. Sacó de entre los faldones de su hábito una cajita de cuerno llena de rapé, tomó una pulgarada, estornudó, se sonó y después preguntó a Angélica.

—¿Qué decís? ¿No os parece verdadero?

—Ciertamente. Yo misma me he engañado. Pero… decidme, ¿habéis podido entrar en la Bastilla?

—¡Silencio! Vamos a casa del señor procurador. Allí hablaremos libremente.

Por el camino Angélica dominaba mal su impaciencia. ¿Sabría algo el abogado? ¿Habría visto a Joffrey? Desgrez caminaba gravemente a su lado, con la actitud digna y modesta de un vicario lleno de piedad.

—¿Es que para desempeñar vuestro oficio tenéis que disfrazaros así a menudo?

—Para desempeñar mi oficio legalmente, no. Mi honor de abogado se opondría a semejantes mascaradas. Pero hay que vivir. Cuando me canso de hacer de cuervo, es decir, de andar a caza de un cliente en las escalinatas del Palacio de Justicia que me encargue la defensa de un pleito por la que me pagará tres libras, ofrezco mis servicios a la policía. Me castigaría si se supiese, pero siempre puedo decir que estoy investigando para algún cliente.

—¿No es un poco arriesgado disfrazarse de eclesiástico? —interrogó Angélica—. Podéis veros arrastrado a cometer algún acto que se parezca al sacrilegio.

—No me presento para administrar ningún sacramento, sino como confidente. El hábito inspira confianza. Nadie es, al parecer, más ingenuo que un vicario que acaba de salir del seminario. Le cuentan todo lo contable. ¡Ay, reconozco, desde luego, que todo esto no es muy brillante! No soy como vuestro cuñado Fallot, que fue condiscípulo mío en la Sorbona. ¡Ese es hombre que irá lejos! Ya veis, mientras yo represento el papel de un abate vivaracho que acompaña a una dama gentil, ese grave magistrado se pasará toda la mañana de rodillas en el Palacio de Justicia escuchando la defensa del abogado Talón en un pleito de herencia.

—¡De rodillas! ¿Por qué?

—Es la tradición judiciaria de Enrique IV. El procurador procura, es decir, prepara los documentos. El abogado defiende. Tiene categoría preferente sobre el procurador. Este debe permanecer de rodillas mientras el otro habla. Pero el abogado tiene el estómago vacío mientras que el procurador tiene la panza llena. ¡Pardiez! Ha ganado su parte en cada uno de los doce grados del proceso.

—Muy complicado me parece eso.

—Sin embargo, procurad recordar los detalles. Pueden tener su importancia si algún día conseguimos sacar a luz el proceso de vuestro marido.

—¿Creéis que habrá que llegar a eso? —exclamó Angélica.

—¡Habrá que llegar a ello! —afirmó gravemente el abogado—. Es su única probabilidad de salvación.

En el despacho pequeño del señor Fallot se quitó la peluca y se alisó con la mano los rudos cabellos. Su rostro, que naturalmente parecía alegre y animado, se mostró de pronto preocupado. Angélica se sentó junto a la mesa y empezó a jugar maquinalmente con una de las plumas de ganso del procurador. No se atrevía a interrogar a Desgrez. Por fin, sin poder contenerse más, se arriesgó a decir:

—¿Le habéis visto?

—¿A quién?

—A mi marido.

—¡Oh, no! Eso no es posible. Está en el más absoluto secreto. El gobernador de la Bastilla responde con su cabeza de que no se comunicará con nadie ni escribirá a nadie.

—¿Lo tratan bien?

—Por ahora, sí. Tiene hasta una cama y dos sillas, y come lo mismo que el gobernador. He oído decir que canta a menudo y cubre las paredes de su celda de fórmulas matemáticas con ayuda de cualquier pedrusco calcáreo, y también que está intentando domesticar dos enormes arañas.

—¡Oh, Joffrey! —murmuró Angélica sonriendo, pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

De modo que vivía, no se había convertido en un fantasma ciego y sordo, y los muros de la Bastilla no eran aún lo suficientemente gruesos para ahogar los ecos de su vitalidad. Levantó los ojos hacia Desgrez.

—¡Gracias, maestro!

El abogado apartó la vista con mal humor.

—No me deis las gracias. El asunto es extremadamente difícil. Para estas menguadas informaciones me veo obligado a confesaros que ya he gastado el adelanto que me disteis.

—El dinero no tiene importancia. Pedidme lo que juzguéis necesario para continuar la investigación.

Pero el joven seguía mirando a otra parte, como si a pesar de su don de palabra inagotable le costase trabajo hablar.

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