Una mocetona de rostro pintarrajeado y pecho generoso vino a abrir. Angélica retrocedió un tanto. No había pensado en eso.
—¿Qué quieres? —preguntó la otra.
—¿Vive aquí el letrado Desgrez?
Alguien se movió en el interior, y apareció el abogado, con una pluma de ganso en la mano.
—Entrad, señora —dijo en tono naturalísimo. Hizo salir a la moza de un empujón y cerró la puerta.
—¿No tenéis ni dos sueldos de paciencia? —dijo en tono de reproche—. ¿Es necesario que vengáis a buscarme hasta mi madriguera, con riesgo de perder la vida?
—No tenía noticia alguna desde…
—Desde hace nada más que seis días.
—¿Qué ha resultado del exorcismo?
—Sentaos ahí —dijo Desgrez sin la menor compasión— y dejadme terminar lo que estoy escribiendo. Después hablaremos.
Angélica ocupó el asiento que le mostraba y que no era sino un simple arcón de madera, destinado, sin duda, a guardar ropas. Miró en derredor y pensó que jamás había visto alojamiento tan miserable. La luz entraba en él por pequeños vidrios verdosos emplomados. En el hogar, la menguada lumbre no llegaba a disipar la humedad del río que se oía correr más abajo entre los pilotes del Puente Pequeño. En un rincón, se amontonaban libros en el suelo. Desgrez ni siquiera tenía mesa. Sentado en un escabel, escribía sobre una tela colocada sobre sus rodillas. El tientero estaba en el suelo, a sus pies.
El único mueble importante era la cama, pero sus cortinas de sarga azul y las mantas estaban llenas de agujeros. Sin embargo, las sábanas eran blancas, muy usadas, pero limpias. A pesar suyo, los ojos de Angélica, se volvían sin cesar hacia aquel lecho revuelto, cuyo desorden traicionaba sin disimulo la escena que había debido desarrollarse en él algunos instantes antes entre el abogado y la moza, a quien él acababa de despedir tan frescamente. Angélica sintió que la sangre le subía a las mejillas.
La larga continencia que llevaba viviendo en las alternativas de esperanza y desaliento que le exasperaban los nervios la hacía sensible a aquella evocación. Experimentó el deseo intenso de esconder el rostro en un hombro masculino y olvidarlo todo en un abrazo exigente, un tanto brutal, como debiera serlo el de aquel muchacho cuya pluma chirriaba en el silencio.
Lo miró. Absorto en su trabajo, arrugaba la frente y movía las negras cejas, bajo el esfuerzo del pensamiento. Sintió un tanto de vergüenza y, para disimular su turbación, acarició maquinalmente la cabezota que el perro danés había colocado devotamente sobre sus rodillas.
—¡Uf! —exclamó Desgrez levantándose y desperezándose—. En toda mi vida no he hablado tanto de Dios y de la Iglesia. ¿Sabéis qué representan todos esos pliegos que veis esparcidos sobre las losas?
—No.
—La defensa que el señor abogado Desgrez pronunciará en el proceso del señor de Peyrac, acusado de brujería, proceso que se celebrará en el Palacio de Justicia el 20 de enero de 1661.
—¿Está señalada la fecha? —exclamó Angélica, palideciendo—. ¡Oh, quiero absolutamente asistir! Disfrazadme de hombre con toga o con hábito. Verdad es que estoy encinta —dijo, mirándose con fastidio—, pero apenas se nota. La señora Cordeau dice que tendré una niña porque llevo el bebé muy alto. En rigor, puedo pasar por un clérigo aficionado a la buena mesa.
Desgrez se echó a reír.
—No sé si la superchería sería demasiado visible. Se me ocurre algo mejor. Unas cuantas religiosas serán admitidas a la audiencia. Os disfrazaréis con toca y escapulario.
—Ahora soy yo quien pregunta si la buena fama de las monjas no sufrirá perjuicio con mi obesidad.
—¡Bah! Un amplio sayal y una manta, ¿y quién va a reparar? Pero ¿puedo contar con vuestra sangre fría?
—Seré la más discreta de las oyentes.
—Será duro —dijo Desgrez—. No preveo en modo alguno cómo pueden torcerse las cosas. Todo tribunal tiene algo bueno que lo hace sensible a una exposición sensacional hecha ante él. Tengo, por tanto, en reserva la demostración artesanal de la fabricación del oro, para reducir a la nada las acusaciones de alquimia, y sobre todo el proceso verbal del padre Kircher,
único acreditado
por la Iglesia, el cual declara que vuestro marido no presenta señal ninguna de posesión demoníaca.
—¡Gracias, Dios mío! —suspiró Angélica. «¿Es que estaría cerca el fin de sus pruebas?»
—Ganaremos, ¿no es cierto?
Desgrez hizo un gesto de duda.
—He visto a ese Fritz Hauer, a quien habéis mandado llamar —repuso tras un instante de silencio—. Ha llegado con todas sus cacerolas y crisoles. ¡Impresionante, el buen hombre! Es lástima. ¡En fin! Lo escondo en el convento de los cartujos, en el barrio de Saint-Jacques. En cuanto al moro, con el cual he podido conversar deslizándome en las Tullerías bajo el disfraz de vendedor de vinagre, tenemos seguro su concurso. Sobre todo, no habléis con nadie de mi plan. Puede costarles la vida a esos pobres hombres. Y el resultado pende de esas demostraciones.
La recomendación parecióle superflua a Angélica, que tenía la boca seca y abrasada a fuerza de temer y esperar.
—Os voy a acompañar —dijo el abogado—. París es malsano para vos. No volváis a salir del recinto antes de la mañana del proceso. Una religiosa irá a buscaros con los hábitos necesarios y os acompañará hasta el Palacio de Justicia. Os advierto de antemano que esa respetable monja es poco amable. Es mi hermana mayor. Me educó y entró en el convento cuando vio que sus vigorosas correcciones no habían impedido que me apartase del camino recto. Ruega por el perdón de mis pecados. En una palabra, haría por mí cualquier cosa. Podéis tener en ella confianza absoluta.
En la calle, Desgrez dio el brazo a Angélica. Ella no protestó, contenta de tener el apoyo. Cuando llegaban al extremo del Puente Pequeño,
Sorbona
se quedó plantado y enderezó las orejas. A unos cuantos pasos, erguido con bastante insolencia, un atleta alto y andrajoso parecía esperar a la pareja. Bajo el chambergo desteñido en que había plantado una pluma se entreveía un rostro señalado por un lobanillo violáceo y atravesado por la venda negra que ocultaba un ojo. El hombre sonreía.
Sorbona
se abalanzó hacia él. El hombre dio a su vez un salto de costado con flexibilidad de acróbata y se metió por la puerta de una de las casas del Puente Pequeño. El perro echó a correr tras él. Se oyó un sonoro
plaf.
—¡Condenado Calembredaine! —gruñó Desgrez—. Ha saltado al Sena a pesar de los témpanos de hielo, y apuesto a que en este momento está escabullándose entre los pilotes. Tiene verdaderos escondrijos de ratas bajo todos los puentes de París. Es uno de los bandidos más audaces de la ciudad.
Sorbona
volvió con las orejas gachas.
Angélica intentó dominar su temor, pero no podía defenderse contra una angustiosa aprehensión. Parecíale que aquel miserable que había surgido de repente en su camino era el símbolo de un destino espantable.
Amanecía apenas cuando Angélica, acompañada por la religiosa, atravesó el Puente del Cambio y volvió a encontrarse en la isla de la
Cité.
El frío era vivo. El Sena arrastraba gruesos témpanos que hacían crujir siniestramente los pilotes de los viejos puentes de madera. La nieve cubría los tejados, orlaba las cornisas de las casas y hacía florecer como rama primaveral la aguja de la Santa Capilla, plantada en el seno de la mole cerrada del Palacio de Justicia.
A no ser por su piadoso disfraz, Angélica hubiera pedido con gusto una copita al vendedor de aguardiente. Este, con la nariz colorada, corría a despertar a los compañeros artesanos, a los pobres pasantes, a los aprendices, a todos los que deben ser los primeros en levantarse para abrir el puesto, el taller o el estudio. Daban las seis en el gran reloj de la torre de la esquina. Su incomparable esfera, trazada sobre campo de gules y flores de lis de oro, había sido en la época del rey Enrique III una novedad extraña. El reloj era la joya del Palacio. Sus figuritas de barro coloreado y su paloma, que representaba al Espíritu Santo y abrigaba bajo sus alas a la Piedad y a la Justicia, brillaban en la mañana gris con todos sus esmaltes rojos, blancos, azules.
Después de atravesar el patio grande y subir unos cuantos escalones, Angélica y su compañera encontraron a un magistrado que se les acercó y en quien Angélica reconoció con asombro al abogado Desgrez. Intimidóla con su amplia toga negra, su collarín inmaculado y su peluca de rulos blancos cuidadosamente colocados bajo su cuadrado birrete. Tenía en la mano una cartera atestada de papeles oficiales nuevecitos. Dijo que acababa de ver al prisionero en la conserjería del Palacio.
—¿Sabe que yo voy a estar en la sala?
—¡No! Si lo supiera correríamos el riesgo de que se emocionase. ¿Y vos? ¿Me prometéis no perder la sangre fría?
—Os lo prometo.
—Está… está muy estropeado —dijo Desgrez con voz alterada—. Lo han torturado odiosamente. Espero que los abusos flagrantes de los que han instruido el proceso puedan impresionar a los jueces. Pase lo que pase, ¿seréis fuerte?
Con la garganta apretada, Angélica inclinó la cabeza afirmativamente.
A la entrada de la sala guardias del rey exigían los billetes firmados. Angélica no se sorprendió demasiado cuando la religiosa le alargó uno, acompañándolo con un murmullo apenas perceptible.
—Servicio de Su Eminencia el cardenal Mazarino.
Un ujier se encargó inmediatamente de las dos religiosas y las condujo al centro de una sala, ya llena de gente donde las togas negras de los letrados se mezclaban con los sayales y sotanas de religiosos, sacerdotes y monjes. Unos pocos señores ocupaban la segunda fila del hemiciclo. Entre ellos, Angélica no alcanzó a ver a ningún conocido. Era cosa de creer que a los cortesanos no se les permitió entrar, que ignoraban el proceso o que no querían comprometerse.
La condesa de Peyrac y su acompañante se acomodaron un poco aparte, en un sitio desde el cual uno podía verlo y oírlo todo. A Angélica la sorprendió verle al lado de un grupo de religiosas de diferentes órdenes que un capellán de alto rango parecía vigilar discretamente. Se preguntó qué podían tener que ver aquellas monjas en un proceso de alquimia y brujería.
La sala, que debía de pertenecer a una de las partes más antiguas del Palacio de Justicia, tenía profundas bóvedas ojivales adornadas de hojas de acanto. Estaba oscuro, pues las ventanas tenían vidrios de colores, y unas cuantas candelas aumentaban lo lúgubre de la atmósfera. Dos o tres estufas alemanas de brillante cerámica esparcían un poco de calor. Angélica lamentó no haber preguntado al abogado si había podido recuperar a Kuassi-Ba y entenderse con el viejo metalúrgico sajón.
En vano buscó entre la multitud rostros familiares. Ni el abogado, ni el prisionero, ni los jurados estaban aún allí. Sin embargo, la sala estaba ya llena, y mucha gente, a pesar de la hora temprana, se agrupaba en los pasadizos. Se veía que algunos habían ido a aquel lugar como se va al teatro, o, mejor dicho, como a una especie de curso público de justicia, porque era visible que la mayor parte de la concurrencia estaba compuesta por pasantes jóvenes de la judicatura.
Delante de Angélica había un grupo particularmente ruidoso, en medio de la reserva general, que se entregaba a media voz a comentarios que sin duda estaban destinados a instruir a un auditorio cercano y aún inexperto.
—¿Qué están esperando? —reclamaba con impaciencia un magistrado joven de cabello profusamente empolvado.
Su vecino, cuyo ancho rostro lleno de granos se hundía en un cuello de piel, respondió bostezando:
—Esperan a que cierren las puertas de la sala y a que luego hagan entrar al procesado y lo coloquen en el banquillo.
—¿El banquillo es ese banco aislado que ni siquiera tiene respaldo?
Un pasante burlón y sucio a más no poder se volvió hacia el grupo y protestó:
—¡No pretenderéis que preparen un sillón para un amigo de Satanás!
—Al parecer, un brujo puede sostenerse de pie sobre un alfiler o sobre una llama —dijo el abogado empolvado. Su gordo compañero replicó gravemente—: No le pedirán tanto, pero tendrá que estar de rodillas sobre ese escabel, ante un crucifijo colocado al pie del pupitre del presidente del jurado.
—¡Y todavía es demasiado lujo para monstruos semejantes! —exclamó el pasante de los cabellos sucios.
Angélica se estremeció. Si el sentimiento general de la multitud, compuesta de lo mejor de la judicatura, era ya tan parcial y hostil, ¿qué podía esperarse de los jueces escogidos especialmente por el rey y sus servidores?
La voz grave del hombre del cuello de piel replicó:
—Para mí, todo ello es pura invención. Ese hombre no es más brujo que vosotros o yo. Sencillamente ha debido de estorbar alguna intriga gorda de los grandes que quisieron tener un pretexto legal para suprimirlo.
Angélica se inclinó un poco para ver mejor el rostro de aquel hombre que osaba expresar tan abiertamente una opinión tan peligrosa. Ardía en deseos de preguntarle su nombre. Su compañera le tocó suavemente la mano para volverla a una actitud discreta.
El vecino del hombre con el cuello de piel, después de lanzar una mirada en derredor, dijo en voz queda:
—Si verdaderamente los nobles quisieran suprimirlo, creo que no tienen por costumbre molestarse en hacer un proceso como éste.
—Es preciso satisfacer al pueblo y demostrar de cuando en cuando que el rey, a veces, y a pesar de todo, castiga a algunos poderosos.
—Si vuestra hipótesis de satisfacer la vindicta pública, como lo hacía Nerón en otros tiempos, fuese la verdadera, maese Gallemand, se hubiera ordenado una gran audiencia pública y no a puertas cerradas —repuso el joven impaciente.
—Se ve que estáis en los comienzos de este condenado oficio —dijo el célebre abogado cuyas «salidas», según Desgrez, hacían temblar al Palacio—. En una sesión pública se corre el riesgo de provocar verdaderos motines, pues el pueblo es sentimental y no tan tonto como parece. Ahora bien, el rey es ya un sabio en cuestión de procedimiento, y lo que mas teme es que las cosas lleguen a pasar como en Inglaterra, donde el pueblo ha sabido poner muy lindamente en el tajo la cabeza de un rey. En casa ahogamos con suavidad y sin ruido a los que tienen ideas personales o molestas. Después lanzan sus restos aún palpitantes como pasto a los instintos más bajos de la canalla. Acusan a los villanos de bestialidad. Los sacerdotes hablan de la necesidad de dominar sus más viles tendencias, y desde luego, se dice una misa antes y otra después.