A su lado, Kuassi-Ba hacía girar sus grandes ojos llenos de temor. Había alquilado para él, en casa de un ropavejero del Temple, una librea vieja con galones dorados un tanto gastados, con la cual no presentaba un aspecto demasiado glorioso.
Al fin se abrió la puerta y entró la sirvienta de la señora de Soissons seguida por su ama, que hizo una aparición animada por el crujido de la seda de sus faldas, y abriendo y cerrando el abanico.
—¡Ah! He aquí la mujer de quien me has hablado… —Se interrumpió para examinar a Angélica con atención—. ¡Dios me perdone! —exclamó—. ¿Sois vos, querida?
—Soy yo —dijo Angélica riendo—, pero yo os suplico que no os asombréis. Sabéis que mi marido está en la Bastilla, y me es difícil estar en mejor posición que él.
—¡Ah, sí! —aprobó Olimpia de Soissons, adaptándose a la situación—. ¿No hemos conocido todos nuestros momentos de desgracia? Cuando mi tío el cardenal Mazarino tuvo que huir de Francia, mis hermanas y yo llevábamos las faldas rotas, y el pueblo, en la calle, arrojaba piedras contra nuestras carrozas y nos llamaban «Puercas Mancini». Y ahora que el pobre cardenal se está muriendo, las gentes de la calle tienen de seguro más tristeza que yo. ¡Ya veis qué vueltas da la rueda! Pero… ¿es ése vuestro moro, querida? ¡A primera vista, me pareció más hermoso! Más grueso y también más negro.
—Es porque tiene frío y hambre —se apresuró a decir Angélica—. Pero ya veréis; en cuanto haya comido, volverá a estar tan negro como el carbón.
La hermosa dama hizo una mueca de desilusión. Kuassi-Ba se irguió con un salto felino.
—¡Yo sigo siendo fuerte! ¡Mirad!
Se arrancó la vieja librea y mostró su pecho, acribillado de curiosos tatuajes en relieve. Hinchó los hombros y, poniendo en tensión los músculos, levantó en alto los brazos, como los luchadores de feria. Movedizos reflejos brillaban sobre su piel bronceada. Tieso e inmóvil, pareció de pronto crecer. Su presencia salvaje, aunque él permanecía impasible, invadía la pequeña estancia e introducía en ella extraños misterios. Un pálido rayo de sol atravesó los vidrios y puso un reflejo dorado sobre aquel desterrado hijo de África. Por fin sus largos párpados egipcios se bajaron sobre sus pupilas de marfil y de su mirada no quedó sino un estrecho rayo que posó sobre la duquesa de Soissons. Despues, una lenta sonrisa, a la vez arrogante y suave, estiró sus gruesos labios.
Nunca había visto Angélica a Kuassi-Ba tan hermoso, y nunca lo había visto tan… terrible. El negro, en toda su fuerza primitiva, iba mirando en detalle a la duquesa. Se había dado cuenta por instinto de lo que quería aquella mujer blanca, ávida de placeres nuevos. Con los labios entreabiertos, Olimpia de Soissons parecía subyugada. Sus oscuros ojos brillaron con fuego extraordinario. El latido de su pecho y la golosina de su boca traicionaba el deseo con tal impudor que la misma sirvienta, a pesar de su desenfado, bajó de pronto la cabeza y Angélica sintió deseos de huir dando un portazo. La duquesa pareció al fin serenarse. Abrió el abanico y se hizo aire maquinalmente.
—¿Cuánto… cuánto queréis por él?
—Dos mil quinientas libras.
Los ojos de la sirvienta brillaron. Olimpia de Soissons dio un respingo.
—¡Estáis loca!
—Dos mil quinientas libras o me quedo con él —declaró fríamente Angélica.
—Querida…
—¡Oh, señora —exclamó Bertila, que acababa de apoyar tímidamente un dedo sobre el brazo de Kuassi-Ba—, qué piel tan suave tiene! ¡Nunca podría una figurarse que un hombre tuviera una piel tan suave: parece un pétalo de rosa!
A su vez la duquesa posó un dedo a lo largo del brazo de Kuassi-Ba y palpó su piel apretada y flexible. Un estremecimiento voluptuoso la sacudió. Animándose, tocó los tatuajes del pecho y se echó a reír.
—Decididamente, lo compro. Es una locura, pero siento que ya no podría prescindir de él. Bertila, avisa a La Jacinthe que me traiga mi caja.
Como obedeciendo a una señal dada, el lacayo entró con un cofrecillo de cuero repujado. Mientras el hombre, que debía de representar el papel de intendente de la duquesa para sus placeres secretos, contaba la suma, la sirvienta, obedeciendo las órdenes de su señora, hizo a Kuassi-Ba una seña para que la siguiese.
—Hasta la vista, señora, hasta la vista —dijo el moro acercándose a Angélica—, y para mi amito Florimond le diréis…
—Está bien, márchate —le dijo duramente, pero conservó como una puñalada en el corazón la mirada de perro castigado que el esclavo le dirigió antes de salir de la habitación… nerviosamente contó las monedas y las deslizó en su bolso. Ahora no tenía más que una prisa: marcharse.
—¡Oh, querida, todo esto es muy penoso, lo comprendo! —suspiró la duquesa de Soissons, que se abanicaba con aire satisfecho—. Sin embargo, no os desconsoléis, la rueda sigue dando vueltas. Se entra en la Bastilla, es verdad, pero también se sale de ella. ¿Sabéis que Péguilin de Lauzun ha vuelto a entrar en gracia con el rey?
—¡Péguilin! —exclamó Angélica, a quien aquel nombre y aquella noticia serenaron súbitamente—. ¡Oh, estoy encantada! ¿Qué ha sucedido?
—Su Majestad, que tiene afición a las insolencias de ese atrevido gentilhombre, ha buscado el primer pretexto para volverlo a llamar a su lado. Cuentan que a Lauzun lo enviaron a la Bastilla porque se había batido con Felipe de Orleáns. Hay quien llega a decir que Lauzun se batió con
Monsieur
por causa vuestra.
Angélica se estremeció al recuerdo de la espantosa escena. Una vez más suplicó a la señora de Soissons que fuese discreta respecto a ella y que no revelase el lugar de su retiro. La señora de Soissons, a quien una larga experiencia había enseñado que hay que tener consideraciones con las gentes que están en desgracia mientras el amo no ha decidido acerca de su suerte, prometió cuanto se le pedía y se separó de Angélica con un beso.
La venta de Kuassi-Ba distrajo a Angélica de las preocupaciones inmediatas referentes a su marido. Ahora que la suerte del conde de Peyrac no dependía ya únicamente de sus solos esfuerzos, se sentía invadida por una especie de fatalismo al cual no era ajeno su estado. Su gravidez proseguía normalmente, a pesar de cuanto hubiera podido temer. El niño que llevaba en el seno estaba bien vivo.
Gontran fue a ver a su hermana. Partía para su «vuelta a Francia». Había comprado un mulo, «no tan hermoso como los de casa», dijo. En las ciudades, las cofradías secretas de compañeros lo acogerían. ¿Sufría por aquella ruptura con su mundo? No lo parecía. Angélica lo vio alejarse con melancolía.
Una mañana volvía con Florimond de un paseíto por los alrededores de la torre grande. Allí había encontrado los rebaños de cabras que un pastor de Belleville llevaba a menudo al Temple. Echaba a pastar las cabras en el terreno baldío cerca de la torre, y las ordeñaba según iban acudiendo los clientes. Según él, la leche de cabra era excelente para las nodrizas, y la leche de burra «para los temperamentos debilitados por la incontinencia y el desenfreno». Aunque no estaba, desde luego, comprendida en el segundo grupo, Angélica compraba a menudo una jarrita de leche de burra. Al llegar con Florimond de la mano ante su casa oyó gritos. Vio al hijo de su patrona que corría protegiéndose la cabeza de una granizada de piedras que le tiraban unos cuantos chiquillos que lo perseguían.
—¡Cordeau, «Cuerda al Cuello», corre, corre!
El muchacho, sin intentar hacer frente a sus agresores, entró en la casa.
Poco más tarde, a la hora del almuerzo, Angélica volvió a encontrarlo en la cocina comiendo apaciblemente. El hijo de la madre Cordeau no interesaba particularmente a Angélica. Era un muchacho de quince años, regordete y taciturno, cuya estrecha frente no denotaba inteligencia superior. Pero era amable con su madre y con los huéspedes. Al parecer, su única distracción, los domingos, era jugar con Florimond, al que daba todos los gustos.
—¿Qué te sucedió en la calle, mi pobre Cordeau? —preguntó Angélica, sentándose ante la ordinaria escudilla en que la patrona se disponía a servir los guisantes con grasa de ballena—. ¿Por qué no les diste unos cuantos puñetazos a esos malcriados que te tiraban piedras?
El adolescente se encogió de hombros, y su madre explicó:
—¡Con el tiempo, ya se ha acostumbrado! Yo misma, sin querer, a veces lo llamo Cordaucou
(Cuerda al Cuello).
Y pedradas, desde que era chiquito, siempre se las han tirado. No les da importancia. Lo importante será que llegue a recibirse de maestro. ¡Eh, más tarde lo respetarán! De eso estoy segura —y soltó una risita que acentuó su apariencia de bruja.
Angélica recordó la repulsión que la viuda de Scarron sentía tanto por el hijo como por la madre, y los miró con asombro.
—¿De modo que no estáis al corriente? ¿De veras? —preguntó la señora Cordeau volviendo a dejar la sartén junto a la lumbre—. Pues bien, no tengo por qué ocultarlo: mi hijo trabaja con maese Aubin. Y como Angélica seguía sin comprender, añadió:
—Maese Aubin, el verdugo.
Angélica sintió un estremecimiento que le empezó en la nuca y le recorrió todo el espinazo. En silencio, comenzó a comer la grosera vianda. Estaban en el tiempo de ayuno del Adviento que precede a las festividades de la. Navidad, y todos los días aparecía en la mesa aquel sempiterno pedazo de ballena cocido con guisantes, el plato de penitencia de los pobres.
—Sí, es aprendiz de verdugo —continuó la vieja yendo a sentarse a la mesa—. ¿Qué queréis? Hace falta de todo para hacer un mundo. Maese Aubin es hermano carnal de mi difunto marido, y no tiene más que hijas. Entonces, cuando mi marido murió, maese Aubin me escribió al pueblecillo en que vivíamos diciéndome que se ocuparía de mi hijo para enseñarle el oficio, y que tal vez, más tarde, le dejaría su puesto. ¡Ser ejecutor de las altas y bajas obras en París es algo! Quisiera vivir lo bastante para ver a mi hijo vistiendo las calzas y el jubón rojos…
Lanzó una mirada de cariño a la cabeza redonda de su espantoso vastago, que continuaba tragando su pitanza.
«¡Y decir que esta mañana puede que haya echado la cuerda al cuello de un ahorcado! —pensaba Angélica horrorizada—. Los chiquillos del Carreau no son injustos. No es posible llevar ese nombre cuando se tiene tal oficio
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».
La viuda, que tomaba el silencio de Angélica por atenta simpatía, continuó hablando:
—Mi marido también era verdugo. Pero en el campo no es lo mismo, porque las ejecuciones capitales se hacen en la capital de provincia. En realidad, salvo alguna vez en que daba tormento a algún ladrón, se dedicaba a despellejar animales y enterrar carroñas…
Hablaba y se sentía feliz porque siquiera una vez no la interrumpían con protestas de horror.
No había que creer que el oficio de verdugo era sencillo. La variedad de procedimientos empleados para arrancar confesiones a los reos había hecho de él un oficio muy complicado. ¡Al niño «Cuerda al Cuello» no le faltaba trabajo! Tenía que aprender a hacer saltar una cabeza de un solo golpe con la espada o el hacha, a manejar los hierros calientes, a atravesar la lengua, a colgar, a ahogar, a colocar en la rueda, a aplicar la tortura del potro, de los borceguíes y del agua, a dislocar los huesos… Aquel día Angélica dejó el plato lleno y subió rápidamente a su cuarto.
¿Sabía Raimundo el oficio del hijo de la madre Cordeau cuando envió a su hermana a alojarse a su casa? No, sin duda. Sin embargo, Angélica no pensó ni una sola vez que su marido, aunque prisionero, tuviera algún día que habérselas con el verdugo. ¡Joffrey de Peyrac era un gentilhombre! Ciertamente existía una ley o un privilegio que prohibía torturar a los nobles. Tendría que preguntárselo a Desgrez… El verdugo era para las pobres gentes, expuestas a la picota en la plaza del mercado, azotadas en las encrucijadas de las calles, ahorcadas en la plaza de la Gréve, espectáculos que proporcionaban sus mejores distracciones al pueblo bajo. Nada de eso era para Joffrey de Peyrac, descendiente de los condes de Toulouse…
Desde entonces Angélica frecuentó menos la cocina de la señora Cordeau. Se acercó a Francisca Scarron y, como después de la venta de Kuassi-Ba disponía de un poco de dinero, compraba leña para hacer una buena lumbre e invitaba a la viudita a venir a su habitación.
La señora Scarron, que seguía esperando que algún día el rey leería sus memoriales, salía algunas mañanas frías para ir al Louvre y volvía desesperanzada, pero cargada de un cúmulo de anécdotas de la Corte que la distraían durante todo el día. La viuda se marchó del Temple durante unos diez días, porque había encontrado un puesto de gobernanta en casa de una gran señora. Después volvió sin dar explicaciones a su vida oculta y tiritante a la sombra del recinto. A veces recibía la visita de algunas gentes de gran posición que la habían tratado cuando su marido presidía un pequeño cenáculo de ingenios. Un día, a través del tabique, Angélica reconoció la voz clarineante de Athenaida de Tonnay-Charente. Supo que la bella hija del Poitou llevaba una vida bastante agitada, pero que aún no había encontrado marido con buen título y buena pensión. Otra vez la que vino fue una mujer rubia y animada, muy hermosa a pesar de que ya se acercaba a los cuarenta. Cuando se marchaba, Angélica le oyó decir:
—¡Qué queréis, amiga! Hay que tomar el placer al día. Me da pena veros vivir en este cuarto sin lumbre, vestida con ropas pobres y usadas. No está permitida semejante miseria teniendo ojos tan bellos.
Francisca murmuró algo que Angélica no alcanzó a oír.
—De acuerdo —repuso la voz armoniosa y alegre—, pero de nosotras solas depende que una servidumbre no más humillante que ir mendigando pensiones no se convierta en esclavitud. Ya veis, el «pagano» que actualmente me permite andar en carroza se resigna muy fácilmente a dos cortas visitas al mes. «Por quinientas libras (le dije) me es imposible dar más.» Se avino, porque sabe de sobra que de otro modo no tendría nada. ¡Oh, es un buen hombre! Su única cualidad es entender de carnes admirablemente, porque su padre era carnicero. Me aconseja cuando doy una comida. También le advertí que haría muy mal en mostrarse celoso, porque no puedo renunciar a mis caprichos. ¿Os escandalizáis, hermosa mía? Lo conozco en el modo que tenéis de apretar vuestros lindos labios. Nada hay tan variado en la naturaleza como los goces del amor, aunque sean siempre los mismos.
Cuando volvió a ver a su amiga, Angélica no pudo menos que preguntarle quién era aquella dama.