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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (70 page)

—Tal vez mi marido pueda ilustraros.

—Esperémoslo —suspiró el abogado.

XLIII
El conde, víctima de una escena de exorcismo.
Ruptura entre Roma y Luis XIV.

Con su ropaje de candida nieve, la enorme fortaleza de la Bastilla parecía aún más siniestra y más negra. Bajo el cielo aplastante veíanse subir de la plataforma de los torreones delgados hilos de humo gris. Sin duda habían encendido lumbre en las habitaciones del gobernador y en el cuerpo de guardia, pero Angélica se figuraba fácilmente la humedad glacial de los calabozos donde los prisioneros «olvidados» se acurrucaban sobre sus jergones húmedos.

Desgrez la había dejado, para que esperase su vuelta, en un tabernucho del barrio de San Antonio, cuyo patrón, y sobre todo la hija del patrón, parecían ser sus amigos. Desde su puesto de acecho cerca de la ventana, Angélica podía observarlo todo sin llamar la atención. Veía muy claramente a los soldados de los baluartes que, soplándose los dedos, paseaban en torno de los cañones. A veces alguno de sus camaradas los llamaba desde las almenas, y sus voces sonoras se respondían en el aire helado.

Por fin Angélica vio a Desgrez, que pasaba el puente levadizo y volvía hacia ella. El corazón le empezó a latir con aprensión mal definida.

Parecióle que el abogado caminaba de modo extraño y que la expresión de su rostro era extraña también. Desgrez intentó sonreír y habló muy de prisa y en tono que a Angélica se le antojó falsamente animoso. Dijo que había conseguido sin gran trabajo ver al señor de Peyrac y que el gobernador los había dejado solos algunos instantes. Se habían puesto de acuerdo en que él se encargase de su defensa.

El conde, en un principio, no quería abogado, pretendiendo que, al aceptarlo, aceptaba con ello la decisión de ser juzgado ante un tribunal parlamentario. Quería defenderse solo, pero después de unos instantes de conversación había aceptado la ayuda que se le ofrecía.

—Me sorprende que hombre tan suspicaz haya cedido tan fácilmente —dijo Angélica, asombrada—. Temía que tuvieseis que sostener una verdadera batalla. Porque, sabedlo, no hay nadie como él para encontrar argumentos lógicos con que defender su opinión.

El abogado frunció el ceño como si padeciese una fuerte jaqueca y pidió a la hija del tabernero que le trajese un cuartillo de cerveza. Por fin dijo en tono extraño:

—Vuestro marido ha cedido sólo al ver vuestra carta.

—¿La ha leído? ¿Se ha alegrado al leerla?

—Se la he leído yo.

—¿Por qué? ¿El…?

Se interrumpió y murmuró con voz de angustia:

—¿Queréis decir que no se encontraba en estado de leerla? ¿Está enfermo? ¡Hablad! Tengo derecho a saberlo.

Inconscientemente había agarrado de la muñeca al abogado y le clavaba las uñas en la carne. Desgrez esperó a que la joven que le servía se hubiese alejado.

—Tened valor —dijo con no fingida compasión—. Después de todo, vale más que lo sepáis. El gobernador de la Bastilla no me ocultó que el conde de Peyrac ha sido sometido al tormento preliminar. Angélica se iba poniendo lívida.

—¿Qué le han hecho? ¿Han acabado por romper sus pobres miembros?

—No. Pero es cierto que la tortura de los borceguíes y del potro lo ha debilitado mucho, y desde entonces está obligado a permanecer tendido. Sin embargo, eso no es lo peor. Aprovechando la ausencia del gobernador, ha podido darme algunos detalles sobre la sesión de exorcismo de que ha sido víctima por parte del monje Bécher. Afirma que el punzón de que se sirvió el tal monje durante una de las pruebas estaba preparado de manera tal que podía hundirle una larga aguja en las carnes. Sobrecogido súbitamente por un dolor atroz, no pudo menos de lanzar varias veces un grito de dolor que los testigos han interpretado muy desfavorablemente. En cuanto a la religiosa posesa, no la ha reconocido formalmente porque después de las torturas estaba medio desvanecido.

—¿Sufre mucho? ¿Está desesperado?

—Tiene mucho ánimo, aunque su cuerpo esté agotado y haya tenido que sufrir más de treinta interrogatorios. —Después de haber permanecido pensativo unos instantes, el abogado añadió—: ¿Debo confesarlo? Su aspecto me sobrecogió en el primer instante. No podía figurarme que erais la esposa de tal hombre. Y después, en cuanto cambiamos las primeras palabras, cuando sus ojos brillantes se fijaron en los míos, comprendí. ¡Ah, se me olvidaba! El conde de Peyrac me dio un encargo para su hijo Florimond. Le avisa que, a su vuelta, le traerá para que se distraiga dos arañas a las cuales ha enseñado a bailar.

—¡Qué asco! Espero que Florimond no las tocará —dijo Angélica, que hacía todos los esfuerzos posibles para no romper en sollozos delante del joven abogado.

—Ahora vemos claro —dijo el padre Sancé cuando hubo escuchado el relato que acababa de hacerle el abogado de sus últimos trámites—. ¿En vuestra opinión, señor letrado, la acusación se limitará a los actos llamados de brujería y se apoyará en el proceso verbal redactado por el monje Bécher?

—Estoy convencido de ello porque algunos rumores sobre la llamada traición del conde Peyrac contra el rey se han reconocido como carentes de fundamento. A falta de cosa mejor, vuelven a la acusación primera: es un brujo a quien pretende juzgar este tribunal civil.

—Perfectamente. Por lo cual hay que convencer a los jueces, por una parte, de que no existe nada sobrenatural en los trabajos mineros a que se entregaba mi cuñado, y para ello necesitáis obtener los testimonios de los obreros con los cuales operaba. Por otra parte, importa reducir a la nada el valor del exorcismo sobre el cual piensa apoyarse la acusación.

—Tendríamos la partida ganada si los jueces, todos muy creyentes, pudieran convencerse de que se trata de un exorcismo falso.

—Os ayudaremos a probarlo.

Raimundo de Sancé golpeó con la palma de la mano la mesa del locutorio y volvió hacia el abogado su fino rostro de cutis mate. En aquel ademán y en aquellos ojos medio cerrados reviviría de pronto el abuelo de Ridoué. Angélica se emocionó. Su corazón entraba en calor al sentir la sombra protectora de Monteloup.

—Porque hay una cosa que no sabéis, señor abogado —dijo el jesuita con voz firme—, lo mismo que la ignoran muchos príncipes de la Iglesia de Francia, cuya educación religiosa, en verdad, es a veces más deficiente que la de un cura de pueblo. Pues bien, sabed que en Francia no hay más que un solo hombre que, por decreto del Papa, está autorizado a juzgar los casos de posesión demoníaca y las manifestaciones de Satanás. Este hombre forma parte de la Compañía de Jesús. Sólo después de una vida prudente, de estudios profundos y áridos, ha recibido del Papa el tremendo privilegio de conversar cara a cara con el príncipe de las tinieblas. Señor letrado Desgrez, estoy persuadido de que ganaréis gran ventaja sobre los jueces cuando les hagáis saber que sólo un proceso verbal de exorcismo firmado por el reverendo padre Kircher, gran exorcista de Francia, es valedero a los ojos de la Iglesia.

—Cierto —exclamó Desgrez muy agitado—. Confieso que sospechaba algo de esa índole, pero ese monje Bécher ha actuado con habilidad infernal y ha conseguido hacerse acreditar por el cardenal de Gondi, arzobispo de París. ¡Denunciaré ese vicio de procedimiento religioso! —exclamó el abogado, que ya se veía en la barra—. Denunciaré a los sacerdotes sin mandato que, merced a un simulacro blasfemo, han intentado poner en ridículo a la Iglesia.

—Tened la paciencia de esperarme un instante —dijo el padre Sancé levantándose.

Volvió poco después acompañado por otro jesuíta, a quien presentó como el padre Kircher.

Angélica se impresionó muchísimo al encontrarse con el gran exorcista de Francia. No sabía a punto fijo qué es lo que esperaba. Pero, seguramente, no había creído encontrarse ante un hombre de aspecto tan modesto. Si no hubiera sido por la sotana negra, iluminada sobre el pecho por una cruz de cobre, habríase podido tomar a aquel gran jesuita poco hablador por un pacífico campesino, más bien que por un eclesiástico acostumbrado a conversar con el diablo. Angélica sintió que el mismo Desgrez, a pesar de su profundo escepticismo, no dejaba de sentirse intrigado por la personalidad de Kircher.

Raimundo dijo que ya había puesto al corriente del asunto al padre Kircher y le informó de los últimos acontecimientos. El gran exorcista escuchaba con sonrisa buena y tranquilizadora.

—La cosa me parece sencilla —acabó por decir—. Necesito practicar yo a mi vez un exorcismo en regla. La lectura que de él haréis ante la Audiencia, y que yo apoyaré con mi testimonio, pondrá ciertamente en situación espinosa la conciencia de esos señores.

—No es tan sencillo —dijo Desgrez rascándose vigorosamente la cabeza—. Haceros entrar en la Bastilla, aun a título de capellán, para ver a ese prisionero que está extraordinariamente vigilado, me parece un empeño…

—Sobre todo porque hace falta que seamos tres.

—¿Y eso por qué?

—El demonio es demasiado hábil para que un solo hombre aun cubierto con la armadura de las oraciones, pueda provocarlo sin peligro. Para acercarse a un hombre que tiene tratos con el diablo necesito la asistencia por lo menos de dos de mis acólitos acostumbrados.

—¡Pero mi marido no tiene tratos con el diablo! —protestó Angélica.

Se cubrió el rostro con las manos para disimular un súbito ataque de risa loca. A fuerza de oír decir que su marido trataba con el diablo, acabó por figurarse a Joffrey de pie ante el mostrador de una tienda, hablando con un diablo cornudo y sonriente. ¡Ay, cuando volvieran a encontrarse por fin en su casa, cómo se reirían a carcajadas de todas aquellas necedades! Se veía sentada en las rodillas de Joffrey, hundiendo el rostro en la abundante cabellera perfumada con violetas.

Su risa intempestiva se ahogó en un breve sollozo.

—Ten ánimo, hermana querida —dijo suavemente Raimundo—. El nacimiento de Cristo nos trae la esperanza: ¡Paz a los hombres de buena voluntad!

Tales alternativas de esperanza y desesperación devoraban a Angélica. Si, con el pensamiento, volvía a la Navidad pasada, que había vivido entre fiestas en Toulouse, la invadía el espanto ante el camino recorrido.

Un año antes, ¿hubiera podido figurarse que se encontraría en esta Nochebuena, mientras las campanas de París repicaban bajo el cielo gris, sin más asilo que el tugurio de la madre Cordeau? Junto a la vieja que hilaba en su rueca y al aprendiz de verdugo que jugaba inocentemente con el pequeño Florimond, no le quedaba más valor que para alargar las manos hacia la llama del hogar. Sentada a su lado en el mismo banco, la viuda Scarron, tan joven y hermosa, tan miserable y desheredada como ella, deslizaba a ratos suavemente uno de su brazos en torno a su talle y estrechaba contra ella en ansia friolenta de sentir otro cuerpo contra su carne solitaria.

El viejo quincallero, refugiado también cerca de la única lumbre del triste tugurio, dormitaba en el sillón tapizado que había bajado de su habitación. Murmuraba durmiendo y hacía sumas intentando obstinadamente encontrar las razones de su quiebra. Cuando lo despertaba el chasquido de la leña sonreía y exclamaba con esfuerzo:

—No olvidemos que Jesús va a nacer. El mundo entero está lleno de gozo. ¡Si cantásemos un villancico! —Y con gran placer de Florimond, entonó con ardor.

Eramos tres pastorcitas

a orillas de un arroyuelo,

guardando las ovejitas,

¡Naulet, Nau, Nau, Nau!,

que pacían gozositas

la hierba del pradezuelo.

¡Naulet, Nau, Nau, Nau, Nau!

Alguien llamó a la puerta. Se vio una sombra negra que dijo unas palabras a Cordeau.

—Buscan a la señora Angélica —dijo el muchacho. Angélica se levantó, creyendo encontrarse con Desgrez. En la entrada vio a un caballero con botas de montar, envuelto en una gran capa y cuyo chambergo inclinado hacia delante le ocultaba el rostro.

—Vengo a decirte adiós, hermana querida,

Era Raimundo.

—¿Adonde vas? —preguntó asombrada.

—A Roma… No puedo darte detalles sobre la misión de que estoy encargado, pero mañana mismo el mundo entero sabrá que las relaciones entre la embajada francesa y el Vaticano han empeorado. El embajador se ha negado a acatar las órdenes del Padre Santo, que pedía que no se admitiese en el recinto de la embajada sino al personal diplomático. Y Luis XIV ha mandado a decir que respondería con la fuerza a cualquiera que intentara imponerle otras decisiones que las suyas. Estamos en vísperas de un rompimiento entre la Iglesia de Francia y el Papado. Hay que evitar a toda costa semejante catástrofe. Tengo que marchar a rienda suelta hasta Roma para intentar negociar un acuerdo y apaciguar los ánimos.

—¡Te marchas! —respondió aterrada—. ¿También tú me abandonas? ¿Y la carta para Joffrey?

—¡Ay, pequeña! Mucho temo que en estas condiciones cualquier súplica del soberano pontífice sea mal acogida por nuestro monarca. Sin embargo, puedes contar conmigo para ocuparme de este asunto durante mi residencia en Roma. Toma, aquí tienes un poco de dinero. Y además, escucha. He visto a Desgrez. Tu marido acaba de ser trasladado a las prisiones del Palacio de Justicia.

—¿Y eso qué significa?

—Que pronto lo van a juzgar. No es todo. En el Palacio de Justicia, Desgrez asegura que podrá hacer entrar al padre Kircher y a sus acólitos. Esta misma noche… aprovechando el bullicio de la festividad, estarán junto al prisionero. No dudo de que la prueba será decisiva. ¡Ten confianza!

Angélica lo escuchaba con el corazón helado, incapaz de reanimar la esperanza dentro de sí. El religioso, tomándola por los gráciles hombros, la atrajo hacia sí y la besó fraternalmente en las frías mejillas.

—¡Ten confianza, querida hermana! —repitió.

Angélica sintió decrecer, ahogado por el tapiz de nieve, el paso de dos caballos que, habiendo franqueado la puerta del recinto, se alejaban en París.

El abogado Desgrez habitaba en el Puente Pequeño que une la Cité con el barrio de la Universidad, en una de esas casas viejas y frágiles con tejado puntiagudo cuyos cimientos se bañaban en el Sena desde hacía siglos y que no se derrumbaban a pesar de las inundaciones.

Angélica, loca de impaciencia, se decidió a ir a su casa. Había conseguido que el tabernero de «Los Tres Mazos» le diese sus señas. Al llegar al lugar que le habían indicado, vaciló un poco. Verdaderamente, la casa se parecía a Desgrez: pobre, desgalichada y, sin embargo, bastante arrogante. Subió la escalera de caracol, cuyo pasamanos de madera estaba adornado con curiosas esculturas que hacían muecas. En el último piso no había más que una puerta. Oyó olfatear, a ras del suelo, al perro
Sorbona.
Llamó.

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