—No creáis que gusto de recibir mujeres de esa índole —respondió Francisca con desconcierto—. Pero hay que reconocer que Ninon de Lénclos es la más encantadora e ingeniosa de las amigas. Me ha ayudado mucho y hace cuanto puede por encontrar a quien me proteja. Sin embargo, me pregunto si no me hace más daño que provecho.
—Me hubiera gustado acercarme a ella y hablarle —dijo Angélica—. Ninon de Lénclos… —repitió soñadora, porque el nombre de la célebre cortesana no le era desconocido—. Cuando supe que iba a venir a París, pensé: «¡Con tal de que pueda hacer que me admitan en el salón de Ninon de Lénclos!»
—¡Que un ángel me lleve si miento! —exclamó la viudita, cuya mirada brilló de entusiasmo—. No hay sitio en París donde sea posible encontrarse más a gusto. El tono allí es divino, la decencia notable, y no hay modo de aburrirse. El salón de Ninon de Lénclos es verdaderamente una de las trampas del diablo, porque nadie podría creer que está dirigido por una mujer de costumbres tan condenables. Ya sabéis lo que dicen de ella: «Ninon de Lénclos se ha acostado con el reinado de Luis XIII y se dispone a hacer otro tanto con el de Luis XIV.» Eso no me sorprendería, porque su juventud parece eterna.
Aquel día, al entrar por segunda vez en el locutorio de los jesuítas, Angélica esperaba encontrar en él a su hermano, que la había mandado llamar, y al abogado Desgrez, a quien no veía desde hacía tiempo. Pero solamente encontró allí a un hombrecillo de cierta edad, vestido de negro y con una de aquellas «pelucas de clérigo» a las cuales estaba cosido un solideo de cuero negro. El hombre se levantó, saludó con torpeza al modo antiguo y se presentó como escribano del tribunal, empleado actualmente por el letrado Desgrez para el asunto del señor de Peyrac.
—No me ocupo de ello sino desde hace tres días, pero ya he hablado largamente con el señor Desgrez y el señor procurador, Fallot, que me han instruido acerca de este asunto y encargado de las escrituras ordinarias y de la introducción de vuestro proceso.
Angélica lanzó un suspiro de esperanza.
—¡Por fin! —exclamó.
El hombrecillo miró con aire escandalizado a aquella cliente que por lo visto no entendía nada de procedimientos judiciales.
—Si maese Desgrez me ha hecho el insigne honor de pedirme que le ayude es porque este joven se ha dado cuenta de que, a pesar de todos los pergaminos que ha ganado con su alta inteligencia, necesitaba un hombre que conociese verdaderamente el oficio del procedimiento. Y ese hombre que está al tanto del oficio soy yo, señora.
Angélica le vio cerrar los ojos, tragar saliva y ponerse en seguida a observar el polvo que danzaba en un rayo de luz. Se quedó un tanto desconcertada.
—Pero… me habéis dado a entender que se había incoado el proceso… y que…
—Alto ahí, hermosa señora. Sólo he dicho que estaba trabajando en la introducción del susodicho proceso y que…
Interrumpióle la llegada del abogado y el jesuíta.
—¿Qué pájaro es este que me habéis traído? —dijo en voz baja Angélica a Desgrez.
—No temáis. No es peligroso. Es un insectillo que vive de los papelotes, pero un pequeño dios en su género.
—¡Habla de dejar que se pudra mi marido en la prisión durante veinte años!
—Señor Clopot, tenéis la lengua demasiado larga y habéis molestado a la señora —dijo el abogado.
El hombrecillo se achicó aún más y fue a refugiarse en un rincón, donde adquirió cierto aspecto de cucaracha. Angélica estuvo a punto de echarse a reír.
—Tratáis muy duramente a vuestro dios chico del papelerío.
—Es la única autoridad que tengo sobre él. En realidad, es cien veces más rico que yo. Ahora sentémonos y examinemos la situación.
—¿Se ha decidido llevar a cabo el proceso?
—Sí.
La joven miró a la cara a su hermano y a su abogado, que expresaban cierta reticencia.
—La presencia del señor Clopot ha debido advertirte de ello —dijo al fin Raimundo—, pero nos ha sido imposible obtener que tu marido comparezca ante un tribunal eclesiástico.
—Sin embargo…, puesto que se trata de una acusación de brujería…
—Hemos hecho valer todos los argumentos y puesto en juego todas las influencias. Pero a mi parecer, el rey tiene deseos de mostrarse más papista que el Papa. En realidad, cuanto más se inclina hacia el sepulcro el cardenal Mazarino, más pretende el joven monarca tomar en sus manos todos los asuntos del reino, incluso los religiosos. ¿No es ya bastante que el nombramiento de los obispos dependa de su elección y no de la autoridad religiosa? En fin, no hemos conseguido otra cosa que la puesta en marcha de un proceso civil.
—Esa decisión es preferible al olvido, ¿no es cierto? —dijo Angélica, mendigando un aliento en los ojos de Desgrez.
Pero éste permaneció impasible.
—Es siempre preferible saber la verdad acerca de su suerte que dudar de ella durante largos años —dijo.
—No insistamos sobre este fracaso —repuso Raimundo—. Ahora se trata de saber cómo influir sobre la dirección de tal proceso. El rey va a nombrar por sí mismo los jueces-jurados. Nuestro papel será hacerle comprender que debe obrar con ánimo de imparcialidad y justicia. ¡Tarea delicada, la de iluminar la conciencia de un rey…!
Esta frase recordó a Angélica una expresión lejana pronunciada por el marqués del Plessis-Belliére hablando del señor Vicente de Paúl. Decía de él: «Es la conciencia del reino.»
—¡Oh! —exclamó—, ¿por qué no habre pensado ante en ello? Si el señor Vicente de Paúl pudiese hablar de Joffrey a la reina o al rey, estoy segura de que los vencería.
—¡Ay! El señor Vicente ha muerto hace un mes en su casa de San Lázaro.
—¡Dios mío! —suspiró Angélica, cuyos ojos se llenaron de lágrimas de decepción—. ¿Por qué no habré pensado en él cuando aún estaba en vida? Él hubiera sabido hablarles. Hubiera obtenido la jurisdicción religiosa…
—¿Crees que no hemos empleado todos los medios posibles para lograr esa decisión? —preguntó con un tanto de acritud el jesuíta.
Los ojos de Angélica brillaban.
—Sí —murmuró—. Pero ciertamente el señor Vicente era un santo…
—Tienes razón. Efectivamente, sólo un santo podría doblegar el orgullo del rey. Hasta sus cortesanos más íntimos conocen aún muy mal el alma verdadera de ese joven que, bajo una aparente reserva, está devorado por un terrible deseo de poder. No dudo que sea un gran rey, pero… —Se interrumpió, juzgando tal vez que era peligroso emitir semejantes comentarios—. Hemos sabido —siguió diciendo— que algunos sabios que residen en Roma se preocupan por el arresto del conde Joffrey de Peyrac y se dice que han protestado… bajo cuerda, evidentemente, ya que el asunto ha sido hasta ahora secreto. Sería posible reunir sus testimonios y pedir al Papa una intervención por medio de una carta al rey. Esa voz augusta, poniéndolo frente a sus responsabilidades y obligándolo a examinar bien el caso de un acusado a quien los más grandes ingenios están de acuerdo en juzgar inocente de brujería, podría conmoverle.
—¿Crees que se puede obtener esa carta? —preguntó Angélica con desencanto—. A la Iglesia no le gustan mucho los sabios…
—Me parece que no es una mujer de conducta como la tuya quien puede juzgar las faltas o los errores de la Iglesia —dijo suavemente Raimundo.
A Angélica no la engañó la suavidad del tono. Se quedó silenciosa.
—Tengo la impresión de que hoy había algo que no marchaba bien entre Raimundo y yo —dijo cuando, un poco más tarde, acompañó al abogado hasta la poterna—. ¿Por qué habló de mi conducta en ese tono acerbo? Me parece que llevo una vida por lo menos tan ejemplar como la verduga en cuya casa me alojó.
Desgrez sonrió.
—Supongo que vuestro hermano ha debido de recoger ya alguno de los papeles que desde esta mañana circulan por París. Claudio
el Pequeño,
el famoso poeta del Puente Nuevo que desde hace seis años perturba la digestión de los grandes, se ha enterado del proceso de vuestro marido y lo ha aprovechado rápidamente para mojar la pluma de vitriolo.
—¿Qué cuenta? ¿Habéis leído los libelos?
El abogado hizo una seña el señor Clopot, que los seguía, para que se acercase y le diese la bolsa que llevaba. Sacó de ella un legajo de papeles mal impresos. Eran cancioncillas en verso. El libelista, con abundante y natural ingenio que buscaba manifiestamente las injurias más bajas y los términos más vulgares, presentaba a Joffrey de Peyrac como «el Gran Rengo, el Greñudo, el Gran Cornudo del Languedoc…» Después de darse el gusto de ironizar sobre el aspecto físico del acusado, terminaba uno de sus libelos con las líneas siguientes:
Y la bella señora de Peyrac,
ruega a Dios que no se abra la Bastilla
y que él permanezca en su callejón sin salida
mientras ella va a divertirse en el Louvre.
Angélica creyó que iba a ruborizarse, pero, por el contrario, se puso pálida.
—¡Oh, maldito poeta del barro! —exclamó, tirando las hojas de papel al suelo—. ¡El fango es cosa demasiado limpia para él!
—¡Silencio, señora! No hay que jurar —protestó Desgrez, adoptando un aire escandalizado mientras el escribano se santiguaba—. Señor Clopot, dignaos recoger esas porquerías y volverlas a meter en la bolsa.
—Quisiera saber por qué no meten en prisión a esos malditos gacetilleros en vez de encerrar a las gentes honradas —dijo Angélica temblando de ira—. ¡Y he oído decir que, cuando los encierran en la Bastilla, los tratan como si fuesen dignos de consideración! ¿Por qué no los llevan al Chátelet, como a verdaderos bandidos que son?
—No es fácil echar mano a un gacetillero. Es la raza más escurridiza que existe. Están en todas partes y en ninguna. Claudio
el Pequeño
ha corrido peligro de que lo ahorquen diez veces, y, sin embargo, siempre reaparece y lanza sus flechas en el momento en que menos se espera. Es el ojo de París. Todo lo ve, todo lo sabe, y nadie se encuentra con él nunca. Yo no he llegado a verlo, pero supongo que debe de tener las orejas más grandes que bacías de barbero, porque todos los chismorreos de la capital encuentran asilo en ellas. En vez de perseguirlo, debieran pagarle como espía.
—¡Lo que debieran hacer es ahorcarlo de una vez!
—Es verdad que nuestra querida y poco eficaz policía clasifica a los periodistas gacetilleros entre los
malintencionados.
Pero jamás atrapará al pequeño poeta del Puente Nuevo si no intervenimos en la caza mi perro y yo.
—¡Hacedlo, os lo ruego! —exclamó Angélica tirando con las dos manos del collarín de Desgrez—. ¡Que
Sorbona
me lo traiga entre los dientes, muerto o vivo!
—Más me valdría ir a ofrecérselo al señor Mazarino, porque, creedme, antes que vos, es el cardenal su primer enemigo.
—¿Cómo se ha podido tolerar tanto tiempo que un embustero escandalice así impunemente?
—¡Ay! La fuerza tremenda de Claudio
el Pequeño
es que no miente nunca y se equivoca muy pocas veces.
Angélica abrió la boca para protestar. Después, acordándose del marqués de Vardes, calló, devorando su rabia y su vergüenza.
Algunos días antes de Navidad empezó a nevar. La ciudad vistió sus galas de fiesta. En las iglesias armaban los pesebres de cartón o de pedruscos, donde los personajes del Nacimiento volvían a encontrar su puesto: el Niño Jesús entre la mula y el buey.
Los estandartes de las cofradías seguían precediendo, por las calles llenas de fango y nieve, a las largas procesiones. Tal como lo exigía la costumbre anual, los agustinos del «Hotel Dieu» se dedicaron a freír millares de buñuelos sazonados con jugo de limón, que los niños salían a vender por todo París. Sólo con tales buñuelos se podía romper el ayuno, y el dinero que por su venta se recogía ayudaba a celebrar la Navidad de los pobres enfermos. Simultáneamente los acontecimientos se precipitaron para Angélica. Arrastrada en los lúgubres meandros del espantoso asunto, apenas si se dio cuenta de que se estaban viviendo las horas benditas de la Navidad y los primeros días del Año Nuevo.
Para empezar. Desgrez vino a verla una mañana al Temple y le comunicó los informes que había podido obtener acerca del nombramiento de los jueces-jurados para el proceso.
—Al nombramiento de los jueces ha precedido una larga encuesta. No hay que hacerse ilusiones porque parecen haber sido elegidos, no teniendo en cuenta su espíritu de justicia, sino el grado de adhesión a la causa del rey. Además, han dejado de lado a algunos que, aunque ciertamente leales al rey, se sabe que tienen valor bastante para oponerse a la presión real. Tales, por ejemplo, maese Gallemand, que es uno de los abogados más célebres de nuestro tiempo y cuya posición es muy segura porque, durante la Fronda, tomó resueltamente partido en favor de la causa real, hasta con riesgo de que le encerrasen en una prisión. Pero es un luchador que no teme a nadie, y sus salidas inesperadas hacen temblar al palacio. Esperé durante mucho tiempo que lo eligirían, pero decididamente sólo quieren gentes de las que puedan estar seguros.
—Era de prever, después de lo que he llegado a comprender últimamente —dijo Angélica con valor—. ¿Sabéis los nombres de algunos que ya estén designados?
—El presidente Séguier, primer presidente, hará en persona el interrogatorio para cubrir las formas y revestir al proceso de un gran brillo de ejemplo y publicidad.
—¡El presidente Séguier! Es más de lo que me atrevía a esperar.
—No nos ilusionemos —dijo el abogado—. El presidente Séguier paga sus altas funciones con el precio de su independencia moral. He oído decir también que había visitado al prisionero y que la entrevista fue tempestuosa. El conde se ha negado a prestar juramento, porque la Cámara de Justicia es a sus ojos, ha dicho, incompetente para juzgar a un miembro del Parlamento de Toulouse, y sólo la Gran Cámara del Parlamento de París podría juzgar a un antiguo maestre de requisitorias de un Parlamento provincial.
—¿No decíais también que la solución parlamentaria no era tampoco deseable, a causa de la sumisión de los parlamentarios del señor Fouquet?
—Ciertamente, señora, y he intentado advertir de ello a vuestro marido. Pero sea que mi aviso no ha llegado a sus manos, sea que su orgullo se niegue a recibir consejos, no puedo sino repetiros la respuesta que dio al gran maestre de la justicia del rey.
—¿Y qué ha resultado de ello?
—Supongo que el rey ha decidido pasar por encima de la costumbre, y que, a pesar de todo, juzgarán a vuestro marido, si hace falta, «como mudo».