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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (64 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—Siempre ha sido fantástico —continuó—. Hubiera podido ser oficial, como todos los nobles, pero sólo le gustaba fabricar colores. Mi madre decía que, cuando lo estaba esperando, había pasado ocho días tiñendo de negro las ropas de la familia para el luto de mis abuelos. Tal vez sea por eso.

Desgrez sonrió.

—Vamos a ver al hermano jesuita —dijo el abogado—, última muestra de esta extraña familia.

—¡Oh, Raimundo es un personaje!

—Lo espero por vos, señora.

—No me llaméis señora —dijo Angélica—. Miradme, maestro Desgrez.

Levantó hacia él su patético rostro, pálido como la cera. La fatiga aclaraba sus ojos verdes y les daba un color increíble: el de las hojas en primavera.

—El rey me ha dicho: «No quiero volver a oír hablar de vos.» ¿Comprendéis lo que tal orden significa? Es que ya no existe la señora de Peyrac. Yo no debo existir. Ya no existo. ¿Comprendéis?

—Comprendo, sobre todo, que estáis enferma —dijo Desgrez—. ¿Renováis vuestra afirmación del otro día?

—¿Qué afirmación?

—Dijisteis que no teníais ninguna confianza en mí.

—En este instante no hay nadie sino vos en quien pueda tener confianza.

—Entonces, venid. Voy a llevaros a un lugar donde os cuidarán. No podéis acercaros a un formidable jesuita sin estar en plena posesión de vuestras facultades.

Tomóla del brazo y llevóla a través de todo el barullo matinal de París. El ruido era ensordecedor… Todos los vendedores se ponían a la vez en movimiento y lanzaban sus pregones. A Angélica le era difícil protegerse el hombro herido de los empellones de la multitud y apretaba los dientes para ahogar los quejidos que le subían a los labios.

XXXVIII
En casa del peluquero-bañero

En la calle de San Nicolás, Desgrez hizo alto ante una enorme muestra que ostentaba una bacía de cobre sobre fondo azul. Nubes de vapor salían por las ventanas del primer piso. Angélica comprendió que estaba en el establecimiento de un peluquero-bañero, y experimentó por adelantado una sensación de alivio ante la idea de sumergirse en una tina de agua caliente.

Maese Jorge, el patrón, les dijo que se sentaran y esperasen unos minutos. Estaba afeitando a un mosquetero y hacía grandes ademanes, mientras discurseaba sobre las desdichas de la paz, que es una de las calamidades que pueden abatir a un valeroso guerrero. Por fin, dejando el «valeroso guerrero» en manos de su aprendiz, con orden de lavarle la cabeza, lo cual no era hazaña de poca monta, maese Jorge, mientras limpiaba la navaja con el delantal, se acercó a Angélica con solícita sonrisa.

—¡Eh, eh, ya veo lo que es! Una víctima más de las enfermedades galantes. ¿Quieres que te la ponga nueva antes de usarla?

—No se trata de eso —dijo el abogado con mucha calma—. A esta joven la han herido, y quisiera que le proporcionaseis algún alivio. Después le haréis tomar un baño.

Angélica, a quien las palabras del barbero habían hecho ruborizarse a pesar de su palidez, se sintió horriblemente molesta ante la idea de desvestirse delante de aquellos dos hombres. Siempre la habían atendido mujeres, y como nunca estaba enferma, no conocía los exámenes médicos y mucho menos los de los barberos-cirujanos.

Pero, antes de que hubiera podido esbozar un gesto de protesta, Desgrez, del modo más natural del mundo y con la habilidad de un hombre para quien las ropas femeninas no tienen secretos, le desabrochó el vestido y, desatando el lazo corredizo que sujetaba la camisa, hizo que ésta se deslizase a lo largo de los brazos hasta la cintura. Maese Jorge se inclinó y levantó delicadamente el emplasto de ungüento e hilas que Mariedje había colocado sobre el largo corte hecho por la espada del caballero de Lorena.

—¡Hum, hum! —murmuró—. Ya veo lo que es. Un galante caballero ha creído que le pedías demasiado caro y te ha pagado en «moneda de hierro», como se acostumbra decir. ¿No sabes, hermosa, que hay que esconder la espalda debajo de la cama hasta que los galanes hayan llevado la mano a la bolsa?

—¿Qué le parece la herida? —preguntó Desgrez, siempre con la mayor flema, mientras Angélica estaba en un suplicio.

—¡Hum, hum! No es mala ni buena. Veo aquí el ungüento salino de un boticario ignorante. Vamos a limpiarlo perfectamente y a reemplazarlo con una pomada regeneradora y refrescante.

Entró un cliente para hacerse afeitar, y exclamó, lanzando una mirada hacia ella:

—¡Oh, qué hermosa mujer! ¡Quién la tuviera cerca cuando sale la luna!

A una señal imperceptible de Desgrez, el perro
Sorbona,
que estaba a sus pies, se levantó de un salto y fue a hincar los dientes en los tobillos del recién venido.

—¡Oh! ¡Ay! ¡Pobre de mí! —exclamó el cliente—. ¡Es el hombre del perro! ¿Habrás sido tú, Desgrez, el propietario de esa divinidad?

—Si no os disgusta, señor —dijo Desgrez, impasible.

—Siendo así, no he dicho nada, no he dicho nada. ¡Oh, señor, perdonadme y decid a vuestro perro que suelte mis pobres calzas raídas!

Con un silbido ligero Desgrez llamó al perro.

—¡Oh, quiero marcharme de aquí! —dijo Angélica, que intentó desmañadamente volverse a vestir. Le temblaban los labios.

Con firmeza el joven la obligó a volverse a sentar. Dijo con rudeza, aunque en voz baja:

—¡No os hagáis la virtuosa, chiquilla tonta! ¿Será preciso recordaros el lema de los soldados? «En la guerra como en la guerra.» Estáis comprometida en una batalla en que se juegan la vida de vuestro marido y la vuestra. Debéis hacer todo lo posible por salir con bien de ella. No es hora de melindres.

Maese Jorge se acercó con un cuchilla brillante en la mano.

—Creo que voy a tener que cortar en la carne —dijo—. Veo bajo la piel un humor blancuzco que hay que sacar. No temas nada —añadió, hablando a Angélica como a una niña—. Nadie tiene la mano más ligera que maese Jorge.

A pesar de sus temores, Angélica tuvo que reconocer que decía la verdad, porque operó muy bien. Después derramó sobre la herida un líquido que le hizo dar un salto, y que no era sino aguardiente, y le dijo que subiera a las estufas, donde acabaría de vendarla. La casa de maese Jorge era una de los últimos establecimientos que existían desde la época de los cruzados, cuando éstos, al volver de Oriente, trajeron la afición a los baños turcos. Las estufas en aquel tiempo pululaban en París. No solamente en ellas se sudaba y se limpiaba el cuerpo, sino también, según frase de la época, «se hacía el pelo», lo cual quería decir que el cuerpo se depilaba por completo. Pero su fama se hizo muy pronto sospechosa, porque añadían a sus múltiples especialidades las que interesaban especialmente a las casas de mal vivir de la calle de Val d'Amour. Sacerdotes inquietos, hugonotes austeros y médicos que veían en ellas la causa de las enfermedades de la piel se habían unido para suprimirlas. Y de allí en adelante, fuera de los sórdidos establecimientos de algunos barberos, no existía casi ningún medio de tomar baños en París. Las gentes parecían tomarlo con calma y no echaban de menos las estufas.

Estas consistían en dos grandes habitaciones enlosadas, provistas de pequeñas cabinas de madera. En el fondo de cada sala un mozo calentaba grandes bolas de piedra en un horno. Una de las sirvientas de la sala de mujeres desnudó por completo a Angélica y la encerró en una de las cabinas, donde había un banco y un barreño de agua, del cual se desprendían una masa de vapor ardiente al echarse en él las bolas de piedra incandescentes.

Angélica, sentada en un banco, se ahogaba, jadeaba y creía verdaderamente que iba a morir. La sacaron de la cabina chorreando sudor. La sirvienta le dijo que se sumergiera en una tina de agua fría. Después la envolvió en una toalla y la condujo a otra habitación donde ya se encontraban otras mujeres desprovistas como ella de ropa. Las sirvientas, en su mayoría viejas de aspecto desagradable, afeitaban a las clientes o peinaban sus largos cabellos sin dejar de charlar como gallinas cacareantes. Por el timbre de sus voces y por el tema de las conversaciones, Angélica adivinó que la mayor parte de las clientes eran de humilde condición, criadas o tenderas que, después de haber oído misa, pasaban por los baños para recoger los últimos chismes antes de ir al trabajo.

Dijéronle que se tendiese en otro banco. Al cabo de un instante apareció maese Jorge, sin que la reunión se alterase en absoluto por su presencia. Traía en la mano una lanceta, y le seguía una niña con un cesto lleno de ventosas y un cordón de yesca. Angélica protestó enérgicamente.

—¡No me iréis a sangrar! Ya he perdido bastante sangre. ¿No veis que estoy encinta? ¡Vais a matarme al niño!

Inflexible, el barbero le indicó por señas que se volviese.

—Estáte quieta o mando llamar a tu amigo para que te dé una azotaina.

Aterrada ante la idea de ver al abogado en tales funciones, Angélica dejó de protestar. El barbero le escarificó tres puntos en la espalda con la lanceta y le colocó las ventosas.

—¡Mirad —decía encantado—, qué negra sale la sangre! ¿Es posible una sangre tan negra en una moza tan blanca?

—¡Por piedad, dejadme dentro algunas gotas!

—Ganas me dan de vaciarte del todo —dijo el barbero poniendo ojos feroces—. Luego te daré la receta para llenarte las venas de sangre nueva y generosa. Es ésta: un buen vaso de vino tinto y una noche de amor.

La dejó por fin, después de haberla vendado sólidamente. Dos muchachas la ayudaron a vestirse de nuevo y a peinarse. Angélica les dio una propina que les hizo abrir los ojos asombrados.

—¡Eh, marquesa! —exclamó la más joven—. ¿Es tu príncipe el de la capa raída quien te da semejantes regalos?

Una de las viejas apartó a la criada de un empujón y después de mirar a Angélica, que intentaba con las piernas temblorosas bajar la escalera, murmuró al oído de su colega:

—¿No te has dado cuenta de que es una gran señora que viene para descansar un poco de la sosería de sus lindos donceles cortesanos?

—Generalmente no se disfrazan —contestó la otra—. Se ponen un antifaz, y maese Jorge las hace entrar por la puerta trasera.

En la barbería Angélica encontró a Desgrez, recién afeitado.

—Está a punto —dijo el barbero al abogado guiñando un ojo cómplice—. Pero no seáis tan brusco como de costumbre mientras no se le haya cerrado la herida del hombro.

—¿Cómo os sentís? —preguntó Desgrez cuando se encontraron de nuevo en la calle.

—Me siento débil como un gatito recién nacido —respondió Angélica—, pero en el fondo no es desagradable. Tengo la impresión de ver la vida con gran filosofía. No sé si el tratamiento enérgico que acabo de soportar será excelente para la salud, pero ciertamente tiene el don de apaciguar los nervios. Podéis estar tranquilo: cualquiera que sea la actitud de mi hermano Raimundo, encontrará en mí una hermana humilde y dócil.

—Perfecto. Siempre estoy temiendo la dentellada de vuestro espíritu de Fronda. ¿Pasaréis por los baños la próxima vez que comparezcáis ante el rey?

—¡Ay, ojalá lo hubiera hecho! —suspiró Angélica, completamente vencida—. No habrá otra vez. Nunca más volveré a comparecer ante el rey.

—No hay que decir «nunca más». La vida es cambiante. La rueda da vueltas.

Una ráfaga de viento desató el pañuelo con que Angélica escondía su cabellera. Desgrez se detuvo y se lo volvió a atar suavemente.

Ella tomó entre las suyas las dos manos morenas y calientes del abogado, cuyos largos dedos no carecían de finura.

—Sois muy gentil, Desgrez —dijo, levantando hacia él los ojos.

—Os engañáis, señora. Mirad ese perro. —Señalaba con el dedo a
Sorbona,
que daba saltos en torno de ellos. Lo detuvo al paso y, sujetándole la cabeza, descubrió la poderosa quijada del danés—. ¿Qué os parece esta fila de dientes?

—Algo terrorífico.

—¿Sabéis que le ha enseñado a este perro? Escuchad: cuando la noche cae sobre París, salimos juntos a cazar. Le hago oler un andrajo viejo, un objeto cualquiera que haya pertenecido al malandrín a quien voy persiguiendo. Y en marcha. Bajamos hasta las orillas del Sena, rondamos bajo los puentes, y vagamos por los arrabales y los viejos baluartes, entramos en los patios, nos hundimos en los agujeros llenos de vagos y bandidos. Y de pronto
Sorbona
se lanza adelante. Cuando lo alcanzo, tiene a mi hombre sujeto por la garganta, ¡oh!, muy delicadamente, nada más que lo preciso para que el otro no se pueda mover. Digo al perro: «Warte», lo cual significa «Espera» en lengua germánica, porque quien me lo vendió era un mercenario alemán. Me inclino hacia el hombre, lo interrogo, me entero de quién es. A veces lo dejo marchar, a veces llamo a los de la ronda para que se lo lleven al Chátelet, y a veces me digo: ¿para qué amontonar gentes en las prisiones y molestar a esos señores de la justicia? Y le digo a
Sorbona:
«¡Zang!», lo que significa «¡Aprieta fuerte!» Y hay un bandido menos en París.

—Y… ¿hacéis eso a menudo? —preguntó Angélica, que no pudo dominar un estremecimiento.

—Bastante a menudo. Ya veis que no soy gentil.

Después de un momento de silencio Angélica murmuró:

—¡Hay tantas cosas diferentes en un hombre! Se puede ser a un tiempo muy malo y muy gentil. ¿Por qué desempeñáis ese oficio terrible?

—Ya os lo he dicho: soy demasiado pobre. Mi padre no me dejó más que su bufete de abogado y deudas. Pero, tal como van las cosas, creo que acabaré dentro de la piel coriácea de un espantoso malvado, de un corchete de la peor especie.

—¿Y eso qué es?

—El nombre que los subditos de Su Majestad el gran Coesre, príncipe de los miserables, dan a las gentes de la policía.

—¿Ya os conocen?

—Conocen sobre todo a mi perro.

La calle del Temple se abría ante ellos cortada por charcas fangosas sobre las cuales habían colocado tablones. Algunos años antes aquel barrio no comprendía sino las llamadas «huertas del Temple»; ahora, entre las casas nuevas, se veían aún cuadros de coles y hatos de cabras. El muro del recinto, dominado por el torreón lúgubre de los antiguos templarios, apareció ante ellos.

Desgrez pidió a Angélica que esperase un momento y entró en la tienda de un mercero, de la que volvió a salir instantes después con un alzacuello inmaculado, pero sin encajes y atado con un cordón violeta. Se había puesto puños blancos en las muñecas. El bolsillo de su casaca abultaba de modo extraño. Sacó de él un pañuelo, y estuvo a punto de dejar caer un grueso rosario. Sin haber cambiado de traje, su casaca y sus calzas raídas habían adquirido un aspecto extraordinariamente decente. La expresión de su rostro contribuía a ello sin duda, porque Angélica vaciló de pronto en seguir hablándole con la misma familiaridad.

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