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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (77 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Un respetable magistrado que estaba sentado en la primera fila se levantó, se quitó la toga y, saltando al estrado en simple jubón y trusa, se la echó en la cabeza de Carmencita y consiguió cubrir a la impúdica desaforada. A toda prisa las monjas que rodeaban a Angélica se pusieron en movimiento guiadas por su superiora. Todos les dejaban paso porque habían reconocido en ellas a las religiosas del Hospital General. Rodearon a Carmencita y con cordeles sacados no se sabe de dónde la ataron como si fuera un salchichón. Después salieron en procesión, llevándose a su presa que echaba espuma. Un grito agudo salió de la multitud desencadenada:

—¡Ved, el diablo se ríe!

Todos los brazos se alargaron hacia el detenido. En efecto, Joffrey de Peyrac, a algunos pasos del cual se había desarrollado la escena, daba curso a su hilaridad. En su risa sonora, Angélica reconocía el estallido de aquella alegría natural y espontánea que había encantado su vida. Pero los espíritus mal prevenidos vieron en ella la provocación misma del infierno.

En un remolino de indignación y horror toda la concurrencia se adelantó. Los guardias se precipitaron y cruzaron las alabardas. Sin ellos, sin duda hubieran hecho pedazos— al acusado.

—Salid conmigo —murmuró la compañera de Angélica. Y como ésta vacilase, añadió—: —De todos modos van a evacuar la sala. Es preciso saber qué ha sido de maese Desgrez. El nos dirá si la audiencia va a continuar esta tarde.

XLVII
Testigos de descargo. Demostración de metalurgia

Encontraron al abogado en la cantina que el yerno y la hija del verdugo habían instalado en el patio del Palacio. El abogado, con la peluca torcida, estaba muy nervioso.

—Habéis visto cómo me hicieron salir, aprovechando la ausencia del tribunal… ¡Os aseguro que, si éste hubiese estado presente, habría hecho escupir a esa loca el pedazo de jabón que se había metido en la boca! Pero no importa. Las mismas exageraciones de esos dos testigos me servirán para la defensa. Si al menos el padre Kircher no se hiciera esperar tanto, estaría tranquilo. Ea, venid a sentaros a esta mesa, cerca de la lumbre. He encargado a la verduga huevos y salchichas. No habrás echado en el guiso jugo de cabezas de muertos, ¿eh, bonita…?

—No, señor —respondió amableVnente la joven—. Eso no se emplea más que para la sopa de los pobres.

Angélica, con los codos apoyados en la mesa, escondía el rostro entre las manos. Desgrez le lanzaba miradas perplejas, creyendo que lloraba, pero se dio cuenta de que la sacudía una risa nerviosa.

—¡Oh, esa Carmencita! —balbució con los ojos brillantes de lágrimas contenidas—. ¡Qué comedianta! En mi vida he visto cosa más graciosa. ¿Creéis que lo habrá hecho a propósito?

—¡Quién sabe nunca nada acerca de las mujeres! —dijo el abogado con mal humor.

En una mesa vecina un pasante viejo comentaba con sus colegas:

—Si la monjita ha representado una comedia, ha sido una comedia de primera. En mi juventud asistí al proceso del abate Grandin, a quien quemaron vivo por haber embrujado a las religiosas de Loudun. Fue exactamente lo mismo. No había bastantes capas en la sala para tapar a todas aquellas buenas mozas que se desnudaban en cuanto veían a Grandin. No daban tiempo ni a decir fuf! Hoy no habéis visto nada. En las audiencias de Loudun las había que, desnudas del todo, se tiraban al suelo y…

Se inclinaba, bajando la voz para contar destalles escabrosos. Angélica se iba serenando un poco.

—Perdonad que me haya reído. Me vencen los nervios.

—Reíd, pobrecilla, reíd —murmuró Desgrez, sombrío—. Para llorar hay siempre tiempo. ¡Si al menos ese padre Kircher estuviera aquí! ¿Qué diablos le habrá sucedido?

Al oír los gritos de un vendedor de tinta que andaba por el patio con el tonel en bandolera y las plumas de ganso en la mano, le hizo acercarse. En un ángulo de la mesa garrapateó un mensaje y encargó a un pasante que lo llevara sin demora al teniente de policía, señor d'Aubray.

—El tal d'Aubray es amigo de mi padre. Le digo que se pagará lo que sea menester para movilizar toda su gente y traer aquí al padre Kircher de grado o por fuerza.

—¿Lo habéis hecho buscar en el Temple?

—Dos veces ya envié a ese crío «Cuerda al Cuello» con un billete. Ha vuelto sin conseguir nada. Los jesuítas con quienes habló aseguran que el padre salió esta mañana para venir a Palacio.

—¿Qué teméis? —preguntó Angélica alarmada.

—¡Oh, nada! Preferiría que estuviese aquí, eso es todo. En principio, la demostración científica de la extracción del oro debe convencer a los magistrados, por muy tontos que sean. Pero convencerlos no es todo: hace falta confundirlos. Sólo la voz del padre Kircher es lo bastante autorizada para decidirlos a no tener en cuenta… las preferencias reales. Venid ahora, porque va a reanudarse la audiencia y os exponéis a encontrar las puertas cerradas.

La sesión de la tarde se abrió con una declaración del presidente Masseneau. Este dijo que, después de oír a los testigos de cargo, el convencimiento de los jueces había quedado suficientemente ilustrado sobre los diferentes aspectos del difícil proceso, así como sobre el carácter particular del acusado, y que ahora iba a oírse a los testigos de descargo.

Desgrez hizo una seña a uno de los guardias, y se vio aparecer a un chiquillo parisiense con aspecto inteligente. El chico declaró llamarse Roberto Davesne y ser aprendiz de cerrajero en casa del maestro de obras Desron, cuyo taller, bajo la muestra de la «Cruz de Cobre», estaba en la calle de la Ferronnerie. Con voz clara pronunció el juramento de decir la verdad y tomó por testigo a San Eloy, patrón de la Cofradía de los Cerrajeros.

Después se acercó al presidente Masseneau y le entregó un objeto pequeño que éste observó con sorpresa y desconfianza.

—¿Qué es esto?

—Es una aguja con resorte, señor —respondió el niño sin desconcertarse—. Como tengo buenas manos, mi maestro me encargó fabricar un objeto semejante que le había encargado un monje.

—¿Qué historia es ésta? —interrogó el magistrado a Desgrez.

—Señor presidente, la acusación ha mencionado las reacciones de mi cliente en el transcurso de un exorcismo que al parecer tuvo lugar en las prisiones de la Bastilla, bajo la vigilancia de Conan Bécher, al cual niego a dar sus títulos eclesiásticos por respeto a la Iglesia. Conan Bécher nos ha dicho que en la prueba de las «manchas diabólicas» el acusado había reaccionado de modo que no dejaba duda ninguna de sus relaciones con Satanás. En cada uno de los puntos principales previstos por el ritual de Roma se dice que el acusado lanzó aullidos que hicieron estremecer a los mismos guardias. Ahora bien, quiero hacer notar que el punzón con que se realizó la prueba estaba fabricado según el mismo modelo que el que tenéis entre las manos. Señores, el «exorcismo» sobre el cual la justicia se arriesga a apoyar su veredicto se realizó con un punzón preparado. Es decir, que dicho punzón, bajo una apariencia inofensiva, encerraba una aguja con resorte que hecha saltar por el empujón imperceptible de una uña, se hundía en las carnes en el momento deseado. Desafío a cualquier hombre de sangre fría a sufrir tal prueba sin lanzar aullidos de endemoniado. ¿Alguno de ustedes, señores jurados, tendría el valor de experimentar por sí mismo la tortura refinada a que fue sañudamente sometido mi cliente, y tras de lo cual se parapetan para acusarlo de posesión cierta?

Muy rígido y pálido, Fallot de Sancé se puso de pie y alargó el brazo, pero Masseneau se interpuso con impaciencia.

—¡Basta de comedia! Este punzón ¿es el mismo de la prueba?

—Es su copia exacta. El original fue llevado por este mismo aprendiz hace tres semanas a la Bastilla y entregado a Bécher.

En ese momento el chiquillo, maliciosamente, movió el resorte del instrumento, y la aguja surgió en las mismas narices de Masseneau.

—Como presidente del tribunal, recuso a este testigo de última hora que ni siquiera figura en la primera lista del escribano. Además, es un niño y, por tanto, sujeto a caución. En fin, es ciertamente un testimonio interesado. ¿Cuánto te han pagado, chiquillo, por venir aquí?

—Todavía nada, señor. Pero me han prometido el doble de lo que ya me había dado el monje, es decir, veinte libras.

Masseneau, furioso, se volvió hacia el abogado:

—Os prevengo que si insistís en el registro de semejante testimonio me veré obligado a renunciar a oír a los demás testigos de descargo.

Desgrez bajó la cabeza en señal de sumisión, y el niño desapareció por la puertecilla de la escribanía como alma que lleva el diablo.

—Haced entrar a los demás testigos —dijo el presidente.

Hubo un ruido comparable al del pataleo de un fuerte equipo de cargadores de una empresa de mudanzas. Precedido por dos sargentos, apareció un curioso cortejo. Había en primer lugar varios hombres de las Halles, sudando y despechugados, que llevaban paquetes de formas extrañas, de los cuales salían tubos de hierro, sopletes de fragua y otros objetos extraños. Después venían dos saboyanitos que arrastraban cestos de carbón de leño y tarros de greda con etiquetas raras.

En seguida, detrás de dos guardias, se vio entrar a un gnomo contrahecho que parecía empujar al indeciso Kuassi-Ba, muy azorado. El moro, con el torso desnudo, se había adornado con rayas de caolín blanco. Angélica recordó que hacía otro tanto en Toulouse, los días de fiesta. Pero su aparición, como la de todo el extraño cortejo, arrancó a la concurrencia una mezcla de terror y asombro. Angélica, en cambio, dio un suspiro de alivio. Se le saltaron las lágrimas.

«¡Ay, qué buenas gentes! —pensó al mirar a Fritz Hauer y a Kuassi-Ba—. Y eso que saben lo que arriesgan viniendo a socorrer a su amo.»

En cuanto hubieron dejado en el suelo sus paquetes, los portadores de ellos se fueron. Sólo quedaron el viejo sajón y el moro, que procedieron a desembalar e instalar la forja portátil, así como los sopletes al pie de ella. Instalaron igualmente dos crisoles y una copela hecha con ceniza de huesos. Después el sajón abrió dos sacos. De uno sacó con esfuerzo una pesada galleta negra que parecía escoria, y del otro un lingote, al parecer de plomo. Se hizo oír la voz de Desgrez.

—Conforme al deseo unánime expresado por el tribunal de ver y oír todo lo que concierne a la acusación de sortilegio en la transmutación del oro, he aquí los testigos y «cómplices» (en nuestros términos de justicia) de la operación que se pretende sea mágica. Os ruego toméis nota de que su presencia es completamente voluntaria. Han acudido a socorrer a su antiguo amo y en modo alguno porque sus nombres hayan sido arrancados a mi cliente durante el tormento… Ahora, señor presidente, ¿queréis permitir al acusado que haga ante vos, con sus ayudantes habituales, la demostración de lo que el acta de acusación llama «sortilegio mágico», cuando, según el acusado, se trata de una extracción de oro invisible, revelado por un procedimiento científico?

Maese Gallemand dijo a su vecino:

—Estos señores se debaten entre la curiosidad, la atracción del fruto prohibido y las consignas que vienen muy de arriba. Si tuvieran verdadera picardía, se negarían a dejarse influir.

Angélica se extremeció ante el temor de que la sola prueba visual de la inocencia de su marido no fuese, en efecto, prohibida en el último momento. Pero la curiosidad a tal vez el espíritu de justicia venció. Masseneau invitó a Joffrey de Peyrac a dirigir la operación y a responder a todas las preguntas útiles.

—Ante todo, juráis, conde, que, con estas historias de oro fulminante, ni este palacio ni las personas que en él se encuentran corrren el menor peligro.

Angélica, cuya ironía estaba siempre al acecho, notó que, en su temor al acto misterioso que se preparaba, aquellos jueces infalibles devolvían su título al que había sido despojado de él sin forma alguna de proceso. Joffrey afirmó que no había ningún peligro.

El juez Bourié pidió que hiciesen volver al padre Bécher para confrontarlo con el acusado en el curso del pretendido experimento y evitar así toda superchería. Masseneau inclinó gravemente su peluca, y Angélica no pudo contener el temblor nervioso que siempre la sobrecogía al ver a aquel monje, que no sólo era la verdadera alma condenada de aquel proceso, sino que debía de haber sido el inventor de la aguja de tortura y probablemente el instigador de la comedia de Carmencita. Monstruosamente lúcido, ¿intentaba únicamente justificar su quemante fracaso en alquimia? ¿O se trataba de un visionario nebuloso poseedor, como ciertos locos, de momentos de lucidez? En el fondo eso importaba poco. ¡Era el monje Bécher! Representaba todo lo que había combatido Joffrey de Peyrac, lo que ya no era más que un resto sin valor, el residuo de un mundo antiguo, de aquella Edad Media que se había extendido como un formidable océano sobre Europa, pero que, al retirarse, dejaba estancado en el hueco del siglo nuevo la espuma estéril de la sofística y la dialéctica.

Con las manos en las amplias mangas del hábito, Bécher alargó el cuello y fijó los ojos en el sajón y en Kuassi-Ba, que después de instalar la forja y cerrar con greda las juntas de la tubería empezaron a activar el fuego.

Detrás de Angélica, un sacerdote hablaba con uno de sus colegas:

—Es cierto que tal reunión de monstruos humanos, y más particularmente ese moro embadurnado como para una ceremonia mágica, no es muy propio para tranquilizar a las almas flacas. Afortunadamente, Nuestro Señor sabrá siempre reconocer a los suyos. He oído decir que un exorcismo secreto, pero regular, realizado por orden de la diócesis de París, habría sacado en consecuencia que no había nada de diabólico en la acusación contra ese gentilhombre, a quien acaso no se castiga sino por su falta de piedad…

La angustia y la esperanza se repartían en el dolorido corazón de Angélica. Cierto, el eclesiástico tenía razón… ¿Por qué el bueno de Fritz Hauer había de ser jorobado y tener aquel rostro azulado, y por qué Kuassi-Ba había de ser tan aterrador? Cuando Joffrey de Peyrac estiró su largo cuerpo destrozado para acercarse cojeando a la forja rojiza, no hizo más que aumentar lo siniestro del cuadro.

El acusado pidió a uno de los sargentos que recogiese el bloque de escoria de aspecto poroso y negro y lo presentase primero al presidente y después a todos los jurados. Otro sargento les alargaba, al mismo tiempo, una fuerte lupa, para que pudiesen examinar el mineral.

—Ved, señores, esto es el mineral de pirita aurífera fundido que se ha extraído de mi mina de Salsigne —hizo observar Peyrac.

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